Kraken

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Sexta parte » 77

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Se oyó el ruido del papel.

—¡Ya están aquí! —Fitch se asomó al camión—. ¡Grisamentum! ¡Ya viene!

—¿Estás listo? —dijo Billy.

—Ya vienen —gritó Fitch. El aire de la calle se estaba llenando de papeles. Inspeccionaban los patios de las casas. Se acercaron al camión, avizorándolo con ojos emborronados de tinta.

—Sea lo que sea lo que piensas hacer, te aconsejo que lo hagas ya —dijo Collingswood.

Simon fue hacia el tanque del kraken y colocó las manos encima de él. Cerró los ojos. Por las fachadas de las casas se movían las luces de unos faros. Se oyó aquel familiar sonido punzante, el destello de lentejuelas. Se encendió y apagó lentamente y el tanque desapareció.

* * *

De la casa salió un estruendo. Por la ranura del correo, expulsó una bocanada de agua. Sin un tanque en el que apoyarse, Simon cayó de rodillas.

—Grande —musitó. Levantó la vista y sonrió. Su fantasma aulló.

El kraken se hallaba en la embajada del mar. Billy y Simon y Saira se miraron mutuamente.

—¿Lo hemos…? —dijo Saira.

—Está hecho —dijo Billy.

—Joder, felicidades —dijo Collingswood—. Ahora, ¿queréis hacer el favor de meteros en la puta cárcel?

—Está seguro —dijo Billy.

El papel giraba y giraba enfurecido a su alrededor. Los coches llegaron y se detuvieron. Los papeles empezaron a azotarlos encolerizados, arrugándose en bolitas como proyectiles. Paul sacó pecho, como si fuera él, y no el dibujo que llevaba, el enemigo de la tinta. Billy oyó una voz que reconoció. Byrne gritando «¡Maldición!» desde alguna parte, a medida que se acercaba y veía el camión vacío.

—Es hora de irse —dijo.

Collingswood vio el desfile de automóviles de las últimas tropas de Grisamentum. Parecía estar considerando sus opciones. El otro agente echó a correr.

—Eh, cabronazo descarado —le gritó a su espalda mientras este desaparecía. Soltó un manotazo al aire en dirección a él y el hombre se trastabilló, cayendo con la fuerza suficiente como para romperse la nariz, pero Collingswood se dio media vuelta mientras él volvía a ponerse en pie esforzadamente y seguía corriendo. Lo dejó marchar.

—Si quieres, puedes intentar arrestar a Griz, Collingswood —dijo Billy—. ¿Qué te parece?

—Pues me parece muy bien, sí, la verdad, colega.

Tampoco es que estuviera moviendo un dedo.

Saira vaciló. Simon estaba ayudando a Fitch a subir al camión.

—Vámonos de aquí —dijo Billy.

Marge y Paul también se subieron, trabajosamente, con la vanguardia de los papeles acosando a Paul en su habitual confusión animosa, pensando que se trataba de su adorno. Billy, Saira e incluso Collingswood se aproximaron, sin mediar palabra, hacia el camión, pero habían salido demasiado tarde. Byrne estaba cerca, y dirigía a dos coches de pistogranjeros hacia el gran vehículo.

—Mierda —dijo Saira, valorando la distancia. Miró a Billy a los ojos por un instante. Él asintió mínimamente y ella hizo señas al camión para que se fuera. Se bajó de la acera con un bandazo, la puerta trasera aleteando, con un londromante perplejo y Marge aún asomando por la trasera, protestando a gritos por dejar atrás a los demás. Pero se fueron; doblando la esquina, desaparecieron. Simon se lamentaba, extendiendo las manos como un bebé. Billy lo agarró y lo apartó de allí de un tirón.

Saira amasó la pared que tenían al lado y le dio una musgosa puerta, curtida por el paso del tiempo. La cruzaron y desaparecieron. Se agazaparon junto al muro de la casa mar y se arrastraron con sigilo mientras se acercaba la banda de Byrne y Grisamentum, lista para disgregarse por las calles tan pronto como los coléricos papeles se escoraran a su alrededor.

—Deben de estar como locos —dijo Billy.

—Menuda panda de colegas tienes tú —dijo Collingswood.

—Se han ido sin nosotros —dijo Simon, en un tono lo bastante alto como para que Billy le callara la boca de un codazo.

—No tenían alternativa —dijo Saira—. Se lo dije yo. Los encontraré…

Oyeron un fuerte golpe. La pared se movió levemente.

—¿Qué demonios? —dijo Saira.

Ella y Billy cruzaron una mirada. El ruido volvió a sonar.

—Oh, Dios mío —dijo Saira—. No será tan estúpido… ¿El mar?

¿Sería capaz? Se arrastraron hasta la esquina y miraron.

La tierra nunca podría derrotar al mar. Como había ilustrado Canuto el Grande para sus aduladores cortesanos, las mareas son implacables. Incluso el Tatuaje, más allá de las fanfarronadas, había sabido eludir esa confrontación. Era sencillamente una regla inevitable.

Pero eran las reglas lo que Grisamentum quería reescribir. Tachar lo que había escrito en la pared, reescribir las reglas, reelaborar el proyecto, empleando las tintas almacenadas en el propio mar. ¿Iba a detenerse ahora? Lo único que necesitaba era esa noche.

Por ese motivo, cuando Billy se asomó por el borde de ladrillo, vio los papeles en espiral, impacientes, vio a Byrne portando una gran botella de su jefe en actitud protectora, vio pistogranjeros en guardia, y vio a sus colegas, pateando y pateando como unos animales y policías en la entrada principal.

Como reducto del océano con residencia en Londres, esta casa estaba envuelta en encantamientos talásicos. Pero parte de su defensa se basaba en la certeza de que nunca sería preciso recurrir a ellos, y ahora el ataque se apoyaba en la incansable atención maléfica concentrada de Grisamentum. Valiéndose de una gran jeringa de cocina, Byrne inyectó un chorro de él al interior del mecanismo de la cerradura, sobre los goznes. Tan cercano a su conversión, se mostraba desdeñoso con la materia de su sustancia. Escribía maleficios de debilitamiento en las entrañas del ojo de la cerradura. La arremetida de una bota más.

—No, no —dijo Billy, tratando por todos los medios de pensar en algo, de elaborar un plan, pero un pistogranjero levantó un pie y descargó toda la fuerza de su bota contra la puerta, y esta salió volando. Salió volando y arrojó al hombre a un lado, y con ella llegó la oleada de un émbolo de agua, un puño gigantesco de salmuera.

* * *

El agua de mar estalló sobre el jardín delantero, cubierto de maleza, derribando como a bolos a los atacantes allí reunidos. De arriba abajo de la casa, las ventanas explosionaron. Una marea invadió la calle, llevándose por delante a sus moradores. Las algas se amontonaban. La fauna fue arrastrada hacia el exterior, deteniéndose, agonizante. Medusas, mixines, gruesas criaturas de las profundidades marinas contrayéndose tristemente entre los árboles desnudos. Un tiburón ciego del tamaño de un hombre abría las blancas fauces, mordiendo un coche con desesperación. En otras casas la gente empezó a gritar.

Los pistogranjeros fueron recuperándose. Se sacudían a patadas los peces de los pies, se arrancaban fucos y algas de sus trajes empapados. Byrne y su tinta entraron.

—¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? —dijo Simon—. ¿Qué hacemos?

Se había derrumbado y estaba de rodillas.

—Sácalo de ahí —dijo Billy—. Envíalo a donde sea.

Simon cerró los ojos.

—No puedo, yo… Lo han movido. Tengo la orientación patas arriba, no puedo ponerle un cerrojo.

—Los tuyos llegarán pronto, ¿no? —le dijo Saira a Collingswood.

—¿Y qué coño se supone que tienen que hacer? —dijo Collingswood con apremio.

—¿Qué hacemos? —dijo Saira.

Con la biblioteca que había absorbido, Grisamentum tenía conocimientos de fisiología de kraken. Podía hacer que Byrne lo sometiera a magia de no muerte y retrotraerlo a la vida lo suficiente para inducir su piel a una reacción temerosa, en busca de su nube sepia. Eso era lo único que tenía que hacer, pensó Billy.

—Saira —dijo Billy, con calma—. Ven conmigo.

—Baron —estaba diciendo Collingswood al teléfono—. Baron, trae a todo el mundo.

Gesticulaba enfurecida («Espera un segundo»), pero no hizo nada por impedir que Billy escalara por la parte trasera de la casa, ayudando a Saira, que iba tras él. Billy miró hacia abajo, al jardín cubierto de escombros y basura del edificio.

—Haznos entrar —le dijo a Saira.

Empujó la pared trasera, moldeando sus ladrillos, ejerciendo presión sobre ellos hasta dejarlos planos y transparentes, formando una ventana. Al adquirir la claridad del cristal, pudieron ver, a través de una película de cieno submarino, el interior de un cuarto de baño pequeño. Saira abrió la ventana que había confeccionado. Temblaba de algo que era más que frío; se estremecía violentamente. Hizo ademán de arrastrase dentro y vaciló.

—Me cago en la puta —dijo Collingswood por debajo de ellos, y cerró el teléfono de golpe. Meneó la cabeza como riéndose de un chiste malo de algún amigo. Separó las manos y se elevó, no dando un salto, sino pendiendo, súbitamente, con elegancia, superando los imposibles cuatro metros o más, para aterrizar en el alféizar junto a Saira y Billy.

Billy y Saira se quedaron mirándola.

—Tú —le dijo a Saira—, gallina, baja ahí abajo y cógele la mano al otro gallina. Tú —le dijo a Billy—, métete ahí dentro y dime lo que hay.

* * *

Dentro hacía una temperatura heladora. El hedor era indescriptible, pescado y podredumbre.

Se encontraban en el cuarto de baño típico de una casa londinense: bañera achaparrada con ducha, lavabo y retrete, un armario pequeño. Las superficies eran de baldosas blancas, bajo algunas capas de sedimentos verdes, de vegetación verde, esponjas y anémonas reducidas a bultos por el súbito contacto con el aire. El suelo estaba sumergido algunos milímetros bajo una capa de agua llena de organismos, algunos de los cuales seguían vagamente vivos. Junto a la puerta había una mola a medio hacer (un ser enorme, ridículo), muerta y triste. La bañera rebosaba de peces despavoridos. Algo chapoteaba en la taza del váter. Los infiltrados se llevaron las manos a la cara.

Fuera, en el pasillo, los muebles estaban medio caídos y retorcidos junto a los restos de los cuerpos de la piscina. Los vivos colores de los habitantes pelágicos, las apagadas y transparentes rarezas de las profundidades marinas, en montones de hecatombe. Criaturas de los pisos superiores, donde la presión era leve y las luces celestes iluminaban el agua.

Se oían órdenes dictadas a gritos. Billy salió entre los espasmos de los asfixiados. Buscó el equilibro, apoyándose en barandillas entretejidas de laminariales.

En la cocina había una puerta, ablandada por el mar, que daba a la sala de estar. Allí fragmentos de vajilla estaban esparcidos por el suelo. En el fregadero se debatía un pulpo. Billy lo observó, pero no sintió ninguna afinidad entre ellos. Oía ruidos amortiguados, procedentes de la habitación contigua.

—Hay mogollón —dijo Collingswood.

—Tenemos que entrar ahí —susurró Billy.

Se miraron entre sí.

—Tenemos que hacerlo.

Chasqueó los dientes.

—Dame un segundo, Billy —dijo—. ¿De acuerdo? ¿Entiendes?

—¿Qué vas a…? —empezó a decir. Ella enarcó una ceja. Él asintió, poniendo a punto la pistola que le había cogido a Dane.

—Si no he captado mal todo esto… Derrámalo —dijo—. ¿De acuerdo, Billy? No seas un perdedor toda tu vida.

Frunció el labio e hizo una señal con los dedos, algo de un vídeo musical.

—Por el este —dijo.

Retrocedió por el pasillo hacia la puerta principal de la sala de estar. La oyó hacer algo, algún truco, algún ruido, alguna percusión antinatural. Oyó que se abría la puerta, un tumulto. «¡Que no entren!», en la voz de Byrne, pisotones hacia la entrada de Saira y cómo salían por la puerta. Billy abrió de una patada la otra entrada podrida, con el arma en alto.

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