Kraken

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Segunda parte » 15

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Collingswood, entre cuyos cometidos estaba el de hacer esta clase de cosas, dedicó un par de horas a hablar con una mujer que se autoproclamaba una «eminencia» en algunos aspectos esotéricos de la ciencia material. La mujer le había enviado por correo electrónico un listado de nombres, de investigadores y timadores.

—Estas cosas cambian constantemente —le había advertido—. No respondo por ninguno de ellos en particular.

—He llamado a los dos primeros, jefe —dijo Collingswood—, pero por teléfono ha sido un poco complicado, ¿me sigue? Algunos me han dado más nombres. No creo que ninguno de ellos se oliera de qué iba el asunto. Tengo que verles la cara. ¿Está seguro de que quiere venir? ¿No tiene ninguna historia pendiente por ahí?

Casi nunca conseguía analizarle la mente a Baron, cosa que era de esperar: solamente los inexpertos y los ineptos iban por ahí dejando caer sus pensamientos, insensatos y disolutos.

—Desde luego —dijo él—. Pero para eso están los teléfonos móviles, ¿no? Es la mejor pista que tenemos.

Tomaron una ruta en zigzag por Londres, Baron de paisano, Collingswood con su carnavalesco uniforme, con la esperanza de sorprender a sus informadores en un momento de candor solícito. No había muchos nombres en la lista; el intraplegado y la pesomancia eran arcanos entre lo arcano, áreas frecuentadas únicamente por los más excéntricos. Baron y Collingswood estuvieron en oficinas, centros de estudios para adultos, trastiendas de comercios de calles importantes.

«¿Podemos hablar en privado?», decía Baron, o Collingswood rompía el hielo con un «¿Qué sabe acerca de cómo embutir cosas grandes en sitios pequeños?»

Uno de los nombres de la lista era de un profesor de ciencias.

—Venga, jefe, vamos a darle una alegría a la clase, ¿eh? —dijo Collingswood, y avanzó a paso decidido entre alumnos que la oteaban escondidos tras sus quemadores de laboratorio.

—¿George Carr? —dijo Collingswood—. ¿Qué sabe acerca de cómo embutir cosas grandes en sitios pequeños?

* * *

—¿Se ha divertido? —dijo Carr. Estaban dando un paseo por el patio—. ¿Qué pasa, algún profe de ciencias le dijo que nunca llegaría a nada?

—Qué va —respondió ella—. Todos sabían que sería la rehostia.

—¿Qué narices quiere de mí una brigada anticultos?

—Solo investigamos una pista, señor —dijo Baron.

—¿Alguna vez ha ofrecido sus servicios a cambio de dinero? —dijo Collingswood—. ¿Alquiler de encogimientos?

—No. No soy lo bastante bueno y no me interesa lo suficiente. Solo le saco provecho en la medida en que lo necesito.

—¿O sea?

—Véngase conmigo alguna vez de vacaciones —dijo—. Ropa para tres semanas en un bolso de mano.

—¿Podría llevarme a mi perro? —dijo Baron.

—¿Cómo? Ni por asomo. Condensar algo tan complejo está fuera de mi alcance. Puede que consiguiera meterlo, pero no va a tener a Toby buscado palos por la playa al otro lado.

—Pero es posible.

—Claro. Hay algunos que sí pueden hacerlo. —Se frotó la barba de dos días—. ¿Alguien les ha dado el nombre de Anders?

Baron y Collingswood cruzaron una mirada.

—¿Anders? —preguntó Baron.

—Anders Hooper. Tiene una tienda en Chelsea. Una tiendecita especializada. Es muy bueno.

—¿Y por qué no hemos oído hablar de él? —dijo Baron blandiendo su lista.

—Porque acaba de aterrizar en esto. Lleva haciéndolo un año más o menos, a nivel profesional. Ahora es lo suficientemente bueno y está listo para hacerlo con ánimo de lucro.

—Entonces, ¿cómo es que usted sí ha oído hablar de él? —inquirió Collingswood.

Carr sonrió.

—Yo le enseñé cómo hacerlo. Díganle que el señor Miyagi le manda un saludo.

* * *

La tienda de Hooper compartía su espacio en un patio con un delicatessen, una librería de viajes y una floristería. Se llamaba ¡Toma Nipón! Desde el escaparate, algunos personajes observaban a los paseantes con entusiasmo manga, junto a kits de robots y nunchaku. En el interior, un tercio del reducido espacio de los anaqueles lo ocupaban libros de filosofía, matemáticas y diseño de papiroflexia. Había montones de libros sobre modelos de plegado. Ejemplos increíbles: dinosaurios, peces, botellas de Klein, virguerías geométricas, todos elaborados a partir de hojas sin cortar.

—Muy bien —dijo Collingswood. Sonrió en señal de reconocimiento—. Muy bien, esto mola mucho.

Un hombre joven salió de la trastienda.

—Buenas —dijo.

Anders Hooper era alto, mestizo, y vestía una camiseta del personaje de anime Gundam.

—¿Puedo… —vaciló al ver el uniforme de Collingswood—… ayudarlos?

—Puedes —dijo ella—. ¿Vendes lo suficiente como para pagar el alquiler de esto?

—¿Quién es usted?

—Conteste a la pregunta, señor Hooper —dijo Baron.

—… Claro. Hay mucha gente interesada en el anime y estas cosas. Somos uno de los mayores distribuidores…

—Toda esta mierda se puede sacar de internet —dijo Collingswood—. ¿La gente viene aquí?

—Claro. Hay…

—¿Y qué me dices de tu origami de los cojones? —añadió. Él pestañeó.

—¿Qué pasa con eso? Es algo más especializado, desde luego…

Tenía la mente algo obnubilada, pero Collingswood le sacó un ¿k sabran stos?, tan repentino como si lo hubiera anunciado con una bocina.

—Y tú eres el hombre, ¿verdad? Joder, estamos en el puto Chelsea. ¿Cómo puedes pagarlo? Hemos hablado con el señor Carr. Te manda recuerdos, por cierto. Nos contó que haces plegado de clientes. Trabajos especiales. ¿Te suena, Anders?

Se apoyó en el mostrador. Miró a Baron y a Collingswood alterativamente. Miró a ambos lados, como si pudiera haber alguien escuchando.

—¿Qué quieren saber? —dijo—. No he hecho nada ilegal.

—Nadie ha dicho eso —dijo Collingswood—. Pero hay alguien que sí que lo ha hecho, joder. ¿Por qué te metiste en este rollo?

—Por minimización —dijo Anders—. No es una simple cuestión de presión, ni de forzar las cosas. Se trata de topografía, cosas de esas. Alguien como Carr, y no quiero faltarle el respeto a nadie, fue él quien me inició, pero básicamente, ya saben, eres una especie de…

Hizo un gesto como de amasar.

—Estás rellenando cosas. Embuchando una maleta.

—Más o menos lo que él dijo —dijo Baron.

—Si es eso lo que quiere hacer, ya sabe, por mí bien. Pero… —Sus manos trataron de describir algo—. Lo que intenta la planurgia es introducir cosas en otros espacios, ¿saben? Cosas reales, con bordes y superficies, y todo lo demás. Con el origami no dejas de manejar toda esa superficie. No hay cortes, ¿saben? La clave es que también lo puedes desplegar. ¿Lo entienden?

—¿Y no te supone un problema el hecho de que todo eso sea, ya sabes, sólido? —dijo Collingswood.

—No tanto como pueda parecer. Ha habido una revolución en el origami en los últimos años… ¿Qué?

Collingswood se estaba partiendo el pecho de la risa. Baron la imitó. Al cabo de un par de segundos Anders tuvo el buen talante de dejar escapar una risita.

—Bueno, lo siento —dijo—, pero es verdad. La informática ha tenido su parte de culpa. Estamos en la era del…, vale, esta también les va a gustar: origami extremo. Todo es cuestión de matemáticas.

Miró a Collingswood.

—¿Cuál es su tradición?

—Las tradiciones son para maricas —dijo.

Hooper se echó a reír.

—Si usted lo dice. Cuando empiezas a aplicar una pizca de antimatemática, factorización de números visionarios, cosas así… ¿Algo de esto les suena?

—Continúe.

—Perdón. A lo que voy es que hay distintas formas de…

Se inclinó sobre la caja registradora y sostuvo la pequeña pantalla digital entre el índice y el pulgar. La dobló.

Collingswood se quedó mirando cómo desaparecía. Anders le dio vueltas y más vueltas, la metió detrás de las llaves. Hizo un suave gesto de acordeonista. El bulto colapsó sobre sí mismo en líneas de pliegue, con distintos planos intactos resbalando uno tras otro, como vistos desde diferentes perspectivas al mismo tiempo. Anders lo plegó, y en un minuto y medio, lo que había encima del mostrador, aún conectado a un cable (que ahora se escurría por detrás de una rendija imposible en las tripas del cacharro), era una grulla japonesa que cabía en la palma de la mano. La cara visible de una de las alas del ave era una esquina del cajero, la otra era la parte frontal del cajón del cambio. El cuello era un pedazo aplanado de las teclas.

—Si tira de ahí, mueve las alas —dijo Anders.

—Guay —dijo Collingswood—. ¿Y no está rota?

—Ahí está la gracia. —Manipuló los bordes y desplegó el objeto para devolverle su forma original. Pulsó las teclas y esta produjo un sonido metálico, abriéndose con un leve tintineo de monedas.

—Muy bonito —dijo Baron—. Así que se saca un extra plegando cajas registradoras en forma de pájaro.

—Oh, sí —dijo Anders sin expresión alguna—. Muy lucrativo.

—Pero ¿no seguiría pesando lo mismo?

—Existen métodos para plegar cosas en espacios sin memoria, se podría decir, para que nadie note el peso hasta que lo abres.

—¿Cuánto cobraría —dijo Baron—, por ejemplo, por plegar a una persona? En un paquete. ¿Se podría enviar por correo?

—Ah. Bueno. Una persona tiene muchas superficies, y no se te puede pasar ni una sola. Son un montón de dobleces. ¿Por eso han venido? ¿Por aquel fulano que quiso darle una sorpresa a un amigo?

Collingswood y Baron lo miraron atentamente.

—¿Qué fulano —dijo Baron— era ese?

—Mierda, ¿es que ha pasado algo? El tipo quería gastarle una broma a un colega. Quiso que los plegara a él y a su hijo en forma de libro. Me pagó un extra por entregarlo en mano. Me dijo que no se fiaba del servicio de correos. He dicho «dijo»…, tardé siglos en hacerme una idea de lo que quería, por la forma que tenía de hablar. Fue un coñazo llegar hasta allí, pero mereció la pena el…

—¿Llegar adónde? —dijo Baron.

Él recitó la dirección de Billy.

—¿Qué ha pasado? —dijo Anders.

—Cuéntenos todo lo que sepa sobre ese hombre —dijo Baron. Alzó el cuaderno de notas. Collingswood extendió las manos, tratando de percibir residuos en la estancia.

—Y ¿qué ha querido decir —dijo Baron— con «su hijo»?

—El tipo —dijo Anders— que me hizo plegarlo. También estaba su hijo. Su chico.

Estaba patidifuso ante la atenta mirada de Baron y Collingswood.

Baron susurró:

—Descríbalos.

—El hombre rondaría los cincuenta. Pelo largo. Olía mal, para ser sincero. A humo. Me sorprendió un poco que pudiera pagarme, no fue barato. Su hijo estaba… un poco ido. —Se golpeteó la sien con el dedo—. No dijo ni una palabra… ¿Qué? ¡¿Qué?! Dios mío, ¿qué pasa?

Baron retrocedió un paso y dejó caer los brazos a los lados, con el cuaderno colgando. Collingswood estaba allí plantada, boquiabierta, ojiplática. Se pusieron lívidos al unísono.

—Joder —musitó Collingswood.

—Dios bendito, ¿y todo eso no le pareció raro? —dijo Baron—. ¿No se preguntó ni por un puñetero segundo con quién estaba tratando?

—¡No sé de qué coño me hablan!

—No tiene ni puta idea —dijo Collingswood. Le chirriaba la voz—. El muy subnormal es un pardillo y no sabe una mierda. Por eso vinieron aquí. Porque es novato. Por eso consiguió el trabajo, porque está verde. Sabían que no tendría ni puta idea de con quién se las estaba viendo.

—¿Con quién me las estaba viendo? —dijo un Anders estridente—. ¿Qué he hecho?

—Son ellos —dijo Collingswood—. Son ellos, ¿verdad, jefe?

—Oh, por todos los santos. Eso parece. Dios mío, tiene toda la pinta.

Se estremecieron en una estancia que de repente se quedó helada.

Collingswood murmuró:

—Son Goss y Subby.

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