Kraken

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Segunda parte » 23

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Lo que pensaba Marginalia era ¿Qué demonios está pasando?

Como Leon seguía sin contestar a sus mensajes, probó con Billy, que tampoco contestaba. Se las arregló para convencer al cerrajero de su buena fe y, por fin, entró en el piso de Leon. No había nada fuera de lugar. Ni rastro de su paradero. No conocía a los amigos de Billy, ni a su familia, para llamarlos.

Marge había entrado en la comisaría que tenía más cerca cuando Leon se marchó para no volver, cuando ni él ni Billy contestaban al teléfono. Informó de la desaparición de dos personas. Los agentes la trataron con una compasiva brusquedad, pero le dijeron el número de personas que desaparecía cada año, cada mes, cada semana, y le explicaron cuántos acababan volviendo tras un viaje de farra o un fin de semana de despiste. Le dijeron que mejor sería que no se preocupara demasiado, y le advirtieron que no se hiciera muchas ilusiones.

Sorprendiéndose a sí misma, Marge se puso a llorar en la comisaría. Los policías se abochornaron y se mostraron torpemente amables, ofreciéndole té y pañuelos. Cuando recuperó la calma se fue a casa, sin esperanzas y sin saber qué hacer. Pero en cuestión de una hora y media, después de regresar (ciertas palabras clave que surgieron en el informe de su visita y su correlación con otras palabras, la atracción que suscitaron los nombres que había mencionado, el revelador último mensaje de Leon, aun recordado con imperfecciones, hicieron saltar las alarmas de un sistema informático ni mucho menos tan inútil como proclamaban las voces críticas más ostentosamente cínicas), llamaron a la puerta. Un hombre de mediana edad, vestido de traje, y una chica rubia, muy joven, que llevaba su uniforme de un modo muy impropio. La mujer llevaba una correa, pero a esta no la seguía ningún perro.

—Hola —dijo el hombre. Tenía la voz aflautada—. Es la señorita Tilley, ¿no es así? Me llamo Baron. Inspector jefe Baron. Esta es mi colega, la agente Collingswood. Tenemos que hablar con usted. ¿Le parece que podemos entrar?

Dentro, Collingswood se volvió despacio, trazando un círculo completo, asimilando las paredes oscuras, los carteles de exposiciones de videoarte y fiestas de electrónica en sótanos. Baron y Collingswood no se sentaron, pese a que Marge les indicó el sofá. Le llegó una vaharada de un olor terroso, a cerdo, y parpadeó.

—Tengo entendido que ha perdido a unos amigos, señorita Tilley —dijo Baron. Marge contempló la opción de corregirlo, «señora»; no se molestó.

—No esperaba verlos —dijo—. En su oficina me dijeron que en realidad no podían hacer nada.

—Ah, bueno, es que no saben lo que nosotros sabemos. ¿Qué relación tiene con Billy Harrow?

—¿Con Billy? Ninguna. Con quien estoy es con Leon.

—¿Con?

—Ya se lo dije.

—No me ha dicho nada, señorita Tilley.

—Se lo conté a los de comisaría. Es mi amante.

Collingswood puso los ojos en blanco y movió la cabeza, como si tuviera un escalofrío. Menuda cursilada. Chasqueó la lengua, como haría con un animal, y señaló con la barbilla el resto de las habitaciones.

—¿Y no ha sabido nada de Leon desde que fue a ver a Billy? —dijo Baron.

—Ni siquiera estoy segura de que sea allí adonde fue. ¿Cómo es que han venido tan rápido? O sea, ellos me han dicho que no me hiciera… —Abrió la boca con un repentino arrebato de terror—. Oh, Dios mío, ¿lo han encontrado…?

—No, no —dijo Baron—. Nada de eso. Lo que sucede es que esta es una de esas situaciones de ajuste. Collingswood y yo normalmente no llevamos desaparecidos, ¿comprende? Somos de otra brigada. Pero recibimos un aviso en relación con su problema, porque podría guardar relación con nuestro caso.

Marge lo miró fijamente.

—¿… Lo del calamar? ¿Es eso lo que están investigando?

—¡Mieeeeerda! —dijo Collingswood—. Lo sabía. Ese capullo.

—Ah. —Baron alzó sutilmente las cejas—. Sí. No teníamos claro del todo si Billy había podido resistirse a largar.

—Hay que reconocerlo, jefe, que para alguien que no sabe lo que hace tiene su influencia. Venga, tú.

Por lo que Marge pudo juzgar, esto último no se lo dijo a nadie en concreto.

—Preferiríamos que no le contara a nadie lo que fuera que le mencionó, si no le importa, señorita Tilley.

—¿Creen que tiene algo que ver con la desaparición de Leon? —dijo Marge, incrédula—. ¿Y Billy? ¿Dónde creen que están?

—Bueno, eso es lo que estamos investigando —dijo Baron—. Y puede confiar en que la informaremos tan pronto como sepamos algo. ¿Billy hablaba mucho sobre el calamar? ¿Leon había ido a verlo? ¿Frecuentaba el museo?

—¿Qué? No, nada. O sea, lo vio una vez, creo. Pero no le interesaba.

—¿Habló con usted acerca de él?

—¿Leon? —dijo—. ¿Si me habló de la desaparición? Le parecía desternillante. Es decir, sabía que para Billy era una movida. Pero fue tan raro, ¿sabe? Tenía que tomárselo a cachondeo. Yo ni siquiera las tenía todas conmigo de que Billy no estuviera tomándonos el pelo, ¿sabe?

—Ya, claro —dijo Collingswood.

—¿Por qué demonios iba a pensar que se inventaría algo así? —dijo Baron.

—Bueno. No ha salido en las noticias ni nada, ¿no?

—No —respondió Baron—. Ah, pero ahí, ahí detrás hay toda una historia. De órdenes mordaza como usted no se imagina.

Sonrió.

—Da igual, no es que Leon lo aprobara ni nada por el estilo. Él solo… le daba la risa solo de pensarlo. Me envió un mensaje con una especie de chiste antes de…

—Ah, sí —dijo Collingswood—. Para partirse el pecho.

—Venga ya —dijo Marge—. Han mangado un calamar gigante. Venga ya.

—¿Qué nos puede decir acerca de Billy? —dijo Baron—. ¿Qué piensa de él?

—¿De Billy? No sé. Es majo. Tampoco lo conozco mucho. Es amigo de Leon. ¿Por qué me lo pregunta?

Baron miró a Collingswood. Ella hizo un gesto de negación y tiró de la correa.

—Ni el gato —dijo—. Ay, perdona, Jeta.

—¿De qué va esto? —dijo Marge.

—Solo estamos efectuando una exploración, señorita Tilley —dijo Baron.

—¿Tengo que…? ¿Debería preocuparme mucho?

—Oh, no mucho —dijo—. ¿Qué dice usted, Kath?

—Qué va. —Collingswood estaba enviando un mensaje a alguien.

—¿Sabe una cosa? Cuánto más lo pienso, menos creo que esto esté relacionado con lo que tenemos entre manos. Así que, si yo fuera usted, no me preocuparía.

—Qué va —dijo Collingswood, aún tecleando su mensaje—. Para nada.

—Pero —dijo Baron— obviamente, si averiguamos lo contrario, se lo haremos saber. Aunque debo decirle que tengo mis dudas. Muchas gracias.

Inclinó la cabeza. Se llevó el índice al ala de su inexistente sombrero. Pues hasta otra.

—Eh, ¿qué…? —dijo Marge—. ¿Ya está?

Collingswood ya estaba en la puerta, subiéndose el cuello de la camisa como un dandi. Le guiñó el ojo a Marge.

—¿Qué acaba de pasar? —dijo Marge—. ¿Se van? ¿Y ahora, qué?

Collingswood le dijo:

—Tenga por seguro que no vamos a dejar ni una piedra sin remover en nuestra búsqueda de como se llame y el otro.

Marge ahogó un grito. Baron dijo:

—Vale, Kath.

Sacudió la cabeza, puso los ojos en blanco como un padre cansado y le dijo a Marge:

—Señorita Tilley, en cuanto tengamos alguna idea de lo que está sucediendo, volveremos a ponernos en contacto con usted.

—¿Ha oído lo que ha dicho esta?

—Kath —dijo Baron—, tire para allá, métase en el coche. Lo he oído, lo he oído, señorita Tilley. Y le pido disculpas.

—Quiero presentar una reclamación. —Marge estaba temblando. Apretaba los puños una y otra vez.

—Por supuesto. Está en su pleno derecho de hacerlo. Tiene que comprender que se trata solamente del humor negro de Collingswood. Es una agente excelente, y esa es su forma de afrontar los traumas a los que tenemos que enfrentarnos cada día. No es que sea una excusa, se lo garantizo. Así que adelante, a lo mejor con eso espabila. —Se detuvo al salir, con la mano en el marco de la puerta—. Le haré saber lo mucho que me ha decepcionado.

—Espere, no se pueden ir ahora, sin más. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con ustedes si necesito…?

—Su comisaría local le asignó una agente de contacto, ¿verdad? —dijo Baron—. Hágalo a través de ella. Nos transmitirá a mí y a mi brigada cualquier información.

—¿Qué demonios? No se puede, así de repente…

Pero la puerta se estaba cerrando, y por mucho que exigiera a voz en grito saber qué estaba pasando, Marge no siguió a los policías. Se apoyó contra la puerta hasta que se le pasaron las intensas ganas de llorar que sentía. Y se dijo en voz alta:

—¿Qué coño ha sido eso?

¿Qué había sido? Era una decisión que reclamaba al instinto, una mala. Había sido una corazonada de las que no se suele oír hablar: una corazonada equivocada.

* * *

—Ni una puta mierda —dijo Collingswood.

Se encendió un cigarrillo. La suave brisa invernal le arrancó el humo.

—No sabe una mierda —siguió.

—Estamos de acuerdo —dijo Baron.

—Y nada de esto tiene que ver con ella. A esa no le vamos a sacar nada de nada.

—Estamos de acuerdo —dijo Baron.

—Nadie se ha acercado siquiera a ese piso a embrujar los cojones —dijo Collingswood—. Nada parecido al del Billy de los huevos.

Alguno o algunos, con alma o almas almidonadas con brujería de una u otra calaña, habían estado allí sin asomo de duda. En casa de Billy, su pobre y etéreo compañero animal había girado sobre sí mismo, y gruñido y chillado tan fuerte que hasta Baron lo había oído.

—Ya sabe que ahora mismo no se cuece mucho —dijo Collingswood—. Con todo el mundo acojonado con la UMA. Por lo que cualquier rastro que quedara destacaría mucho más. Ya ha visto a la cerdita.

Sacudió la correa.

—Bueno, o sea, no la ha visto, pero ya sabe lo que quiero decir. Nada de nada, joder. Entonces, ¿de qué va esto? ¿Ese tío, Leon, está metido en algo?

—Lo dudo —dijo Baron—. Por lo que sabemos, no es nada en absoluto. Solo el típico mamarracho normal y corriente.

Hizo un brrrrr con los labios.

—Si tiene algo que ver con el kraken, lleva escondido sabe Dios cuánto tiempo. Creo que simplemente lo han pillado.

Collingswood se puso a la escucha de pensamientos en forma de mensaje. Rebuscó entre los olores que le resultaban mínimamente reconocibles los leves rastros paraesenciales de lo que de magia quedaba en aquella calle.

—Vaya, pobre capullo —dijo.

—Pues sí. Dudo que volvamos a verlo. Y a Billy.

—A no ser que Billy sea el malo que andamos buscando. —Sopesaron esa opción—. ¿Ha oído lo que tenía Vardy entre ceja y ceja esta mañana?

—¿Dónde está ese hombre? —dijo Baron—. ¿Qué se trae entre manos?

Collingswood se encogió de hombros.

—Ni flores, jefe. Yo no soy la que va de caza. Pero ¿ha oído lo que ha dicho esta mañana? ¿Sobre los krakenistas?

Ya se habían levantado rumores, por supuesto, en torno a todos los aspectos del robo, el asesinato, los misterios. Nada podía impedir que las habladurías corrieran más rápido que la pólvora. Parte del trabajo de Baron y Collingswood consistía en enterarse. Los soplones teológicos de Vardy le habían contado, y él había informado a sus compañeros, que se rumoreaba que algunos miembros de alto rango de la iglesia téuthica habían huido.

Además, también estaba el murmullo apocalíptico, que seguía creciendo.

Justo entonces había un mercado favorable al vendedor de reliquias. ¿Quién podía poner en duda que las religiones y el crimen organizado estaban vinculados? Con los obispos de una orden católica secreta haciendo todas las preguntas sobre negocios que la ética planteaba, ¿acaso no hemos aprendido nada del martirio de san Calvi?

—Entonces, ¿seguimos pensando que definitivamente esto es cosa de los dioseros? —dijo Collingswood. Se sorbió la nariz—. ¿Krakenistas o lo que sean? ¿O puede que sean solo unos putos cacos?

—A saber —dijo Baron—. La verdad, es probable que sea considerablemente mejor.

—Sigo sin sacarles un carajo a los soplones —dijo Collingswood. Volvió a sorberse la nariz.

—Eh —dijo Baron—, está… tenga.

Le tendió un pañuelo. Le sangraba la nariz.

—Ah, me cago en la puta madre del mamón este —dijo Collingswood. Se pellizcó la punta de la nariz—. Coño de chorizo.

—Por Dios, Kath, ¿está bien? ¿De qué va todo eso?

—Solo es tensión, jefe.

—¿Tensión? ¿Con el día tan bonito que hace? —Ella se lo quedó mirando—. ¿Qué le preocupa?

—Nada. No se trata de eso. Es solo… —Levantó las manos—. Es todo esto. El puto Panda.

Por medio de una cadena de chistes malos llena de digresiones, ese fue el nombre que Collingswood y Baron le habían dado al fin, al margen de todo. El fin para el cual hasta la fe más tímidamente apocalíptica se estaba preparando. El tufo a magia que desprendía tenía a Collingswood, como conjurista que era, con los nervios de punta: dolor de muelas, calambres, desasosiego. Se había referido reiteradamente a ese inminente y aterrador acontecimiento, fuera lo que fuera, hasta que Baron le había sugerido que lo mecanografiaran. Había empezado como Lobo Feroz, que no había tardado en derivar hacia Perro Salchicha, y finalmente a Panda. El apodo no había ayudado a que Collingswood se lo tomara un poco mejor.

—Sea lo que sea tiene que ver con el calamar de los cojones —dijo—. Si supiéramos quién se llevó el puto…

—Sabemos quiénes son los principales sospechosos. Desde luego, si lo pregunta alguien de la oficina.

Los devotos podían llegar a pagar mucho dinero por el cadáver de un dios. La UDFS estaba a la escucha y había pescado, je, je, noticias acerca de la secretista Iglesia del Dios Kraken. Pero la desaparición podía ser un delito más profano, pese a su esencia trampeada y antinatural. Y eso sería una complicación.

Una guerra de apuestas burocrática. Los de la UDFS eran los únicos agentes de la metropolitana que eran cualquier cosa menos inadecuados a la hora de enfrentarse al inquietante dislate del conjurismo. Ellos eran los brujos del estado y el azote de los brujos. Pero su cometido era una rareza histórica. No había Brigadas de Brujería en la policía británica. Ni una sede policial para Crímenes de Magia. La Brigada Móvil no valía. Solo existía la UDFS, y técnicamente no eran de su competencia ni los poderes de las líneas telúricas, ni las palabras encantadas, ni las entidades invocadas, etcétera; eran una brigada del culto, específicamente.

En la práctica, por supuesto, contaba con elementos de talento cuestionable, que eran los que se encargaban de vigilar todo aquello. A los ordenadores de la UDFS se les había instalado multitud de contenidos y programas taumatinformáticos ocultos (Geas 2.0, iScry). Pero la unidad se vio obligada a guardar las apariencias, definiendo todo su trabajo en términos de mantenimiento del orden público en cuestiones religiosas. Tenían que asegurarse de que, si concluían que detrás de la desaparición del Architeuthis se escondía una criminalidad puramente secular, debían hacer hincapié en los vínculos que pudieran encontrar con los heresiarcas de Londres. De lo contrario, perderían jurisdicción. Sin juegos del culto en el meollo del calamarrapto, acabarían por transferírselo a alguna brigada burda y poco sutil: Unidad Especial, Crimen Organizado. Antigüedades.

—Que Dios nos pille confesados —dijo Collingswood.

—Solo hipotéticamente —dijo Baron—. Entre usted y yo. Si esto es para los crimis, y no para los brigadioses, ya sabe quién es nuestro principal sospechoso.

—El puto Tatuaje —dijo Collingswood.

El teléfono de Baron sonó.

—Sí —dijo, contestando a la llamada. Escuchó y se detuvo. Parecía estar poniéndose enfermo, y más enfermo, y volviéndose viejo.

—¿Qué? —dijo Collingswood—. ¿Qué, jefe?

—De acuerdo —dijo—. Vamos para allá.

Apagó el teléfono.

—Goss y Subby —dijo—. Creo que han descubierto que Anders los delató. Alguien… Oh, mierda. Ya lo verá.

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