Kraken

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Segunda parte » 27

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Su jefa era una persona comprensiva, pero la situación no podía alargarse hasta el infinito. Marge tenía que volver al trabajo.

La madre de Leon dijo que iría a Londres. Ella y Marge no se conocían, ni siquiera habían hablado hasta que Marge hizo aquella incómoda llamada telefónica para hablarle de la desaparición de Leon. Obviamente, la mujer ni sabía ni quería saber detalles sobre la vida de Leon. Le dio las gracias a Marge por «ponerla al día».

—No estoy del todo segura de que sea la mejor manera de hacerlo —había dicho cuando Marge sugirió que trabajaran unidas para intentar averiguar lo que había pasado.

—Me da la impresión de que la policía… —había dicho Marge—. O sea, estoy segura de que están haciendo todo lo que pueden, pero, ya sabe, están ocupados y quizá se nos ocurra algo más que a ellos. Podríamos seguir buscando, ¿sabe?

La madre de Leon le había dicho que se pondría en contacto con ella si descubría algo, pero las dos sospechaban que no lo haría. De modo que Marge no mencionó el último mensaje de Leon.

Cuando le dijo «Yo también se lo haré saber si averiguo algo», de pronto se dio cuenta de que no le estaba haciendo esa promesa tanto a aquella mujer como a sí misma, al universo, a Leon, a algo, a no claudicar, a no detenerse. Marge sintió rabia, pánico, resignación, tristeza. Algunas veces (¿cómo no?) se ponía a prueba, pensando que se había equivocado con él, que Leon sencillamente la había abandonado a ella y a su vida entera. Tal vez estaba involucrado en algún timo que se hubiera ido al garete, estaba mentalmente enfermo, acorralado en la costa de Cornualles o en Dundee, había dejado de ser quien era. Las ideas que se le ocurrían no acababan de cuajar.

Le envió a la madre de Leon las llaves de su apartamento, de las que había hecho copias, no sin hacer antes más copias aún. Se colaba dentro y recorría una a una todas las habitaciones, como si pudiera absorber alguna pista. Durante un tiempo todas las estancias permanecieron tal y como ella las recordaba, incluso con toda la suciedad. Una vez se pasó por allí y el apartamento era un caparazón: la familia de Leon se había llevado todas sus cosas.

Los policías con los que había hablado Marge, aquellos con los que pudo hablar, seguían insinuando que no había mucho de que preocuparse o, con el paso del tiempo, no mucho que pudieran hacer. Lo que Marge quería era hablar con los otros policías, los raros, que fueron a visitarla. Sus reiteradas llamadas a Scotland Yard no se saldaban con ninguna confirmación de su existencia. De los Baron cuyos números le proporcionaron, ninguno era el hombre que buscaba. No había ninguna Collingswood.

¿Acaso no eran quienes habían dicho ser? ¿No serían una banda de malhechores que iban persiguiendo a Leon por algún atropello? ¿No sería de ellos de quienes se ocultaba?

A su vuelta, el primer día, sus compañeros de trabajo se mostraron compasivos. El papeleo al que se tuvo que enfrentar era sencillo y poco importante, y aunque la indecisión de los saludos de sus compañeros resultaba agotadora, también la conmovió, y aguantó el tirón. Regresó a su apartamento en el mismo estado de ensimismamiento en el que se encontraba siempre, casi por defecto, desde la desaparición de Leon.

Había algo que la inquietaba. Alguna parte del ruido urbano vespertino, el rugido del tráfico, los gritos de los niños, los teléfonos móviles cantando bazofias polifónicas de canciones. En un susurro insistente, que se fue haciendo cada vez más fuerte, hasta que se volvió inconfundible, alguien decía su nombre.

—Marginalia.

Un hombre y un niño habían llegado, aparecieron silenciosamente antes de que ella sacara las llaves. Estaban uno a cada lado de la puerta, con un hombro apoyado en los ladrillos, frente a frente, con la puerta entremedias, encajonándola. El chico, de mirada fija, vestido de traje; un hombre más andrajoso, curtido. Habló el hombre.

—Marjorie, Marjorie, es un desastre, la discográfica se ha puesto al aparato, a nadie le gusta el álbum. Baja al estudio, vamos a tener que remasterizar.

—Perdón —dijo—. No…

Dio un paso atrás. Ni el chico ni el hombre la tocaron, pero caminaron con ella, en perfecta sincronía mutua y con ella, de manera que seguían acorralándola.

—¿Qué van, qué van a…? —dijo.

El hombre dijo:

—En concreto esperábamos que pudieras convencer al guitarrista para que se pasara por aquí otra vez, y dejarnos unos cuantos solos. ¿Cómo era el mote? ¿Billy?

Marge dejó de moverse, y volvió a empezar. El hombre exhaló humo. Ella se tambaleó de espaldas. Quería correr, pero la normalidad la atenazaba. Era de día. A menos de un metro pasaba gente; había vehículos y perros y árboles, quioscos. Intentó apartarse del hombre, pero él y su chico la acompañaron, manteniéndola entre los dos.

—¿Quiénes demonios son ustedes? —dijo—. ¿Dónde está Leon?

—Bueno, esa es la cuestión, ¿no es verdad? Nos guscantaría saberlo. Técnicamente te aseguro que no es tanto a Leon a quien buscamos como a su viejo compinche, Billy Harrow; de Leon tengo una vaga intuición de dónde debe de andar. Pierde un poco de peso, dice Subby; no puedo evitarlo, digo yo, con bocaditos así… —Se lamió los labios—. Pero Billy y nosotros estábamos recuperando el tiempo perdido, y entonces todo se complicó. Bien. ¿Por dónde tiramos?

Marge echó a correr. Se fue en dirección a la calle principal. Los dos permanecieron junto a ella. Le seguían el paso, avanzando como cangrejos, el niño a un lado, el hombre al otro. No la tocaban, pero no se separaban de ella.

—¿Dónde está? ¿Dónde está? —decía el hombre. El chico gimió—. Podrás excusar a mi locuaz amigo, no se calla ni debajo del agua, ¿verdad? Sin embargo lo amo y tiene su utilidad. Pero tampoco le falta razón; pone de manifiesto una cuestión importante: ¿dónde está Billy Harrow? ¿Fuiste tú la que hizo desaparecer al chaval?

Marge tenía el bolso apretado contra el pecho, dando tumbos. El hombre la rodeaba mientras ella seguía caminando, jugando al corro de la patata con el chico. La gente de la calle los miraba.

—¿Quiénes son? —gritaba Marge—. ¿Qué le han hecho a Leon?

—¡Pues me lo comí, bendita seas! Pero vamos a ver a quién has estado engañando…

Lamió el aire delante de su rostro. Ella se apartó espantada y gritó, pero su lengua no llegó a tocarla. Hizo un ruido sordo con los labios. Exhaló, otra bocanada de humo, sin cigarrillo en la boca ni en la mano.

—¡Ayúdenme! —gritó. Algunas personas a su alrededor vacilaron.

—¿Lo ves? Ha sido fácil encontrarte por todo el rastro chorreante entre aquí y Leon el volován, así que yo diría que… —Lametazo, lametazo—. No mucho, Subby. Ahora dime la verdad, nena, ¿dónde está el bueno de Billy?

—¿Estás bien, guapa? ¿Te echo una mano?

Se había acercado un chico joven y corpulento, con los puños apretados y dispuesto. Detrás de él había un amigo, con la misma actitud beligerante.

—Como vuelvas a hablar —dijo el hombre desaliñado, sin mirarlo, con los ojos aún clavados en Marge—, o como des un paso más, mi muchacho y yo te vamos a llevar a navegar, y no te va a gustar lo que hay debajo de la mesana. Te vamos a izar un vestido de tafetán. ¿Me has entendido? Si hablas te vamos a hacer oh dios mío la peor de las tartas.

Iba bajando el tono de voz. Susurraba, pero lo oían bien. Entonces se dio la vuelta y miró a los dos rescatadores en potencia.

—«Oh lo dice en serio lo dice en serio podemos con él tú vas a por el chaval el viejo blando es mío preparado a la de tres solo que para serte sincero va a cantar un poco» y etcétera. ¿Un poco de tarta? —Emitió una funesta risita, con un ruido como el que se haría al tragar—. Da un paso más. Da un paso más.

Las últimas dos palabras no las pronunció, más bien las exhaló.

Los pájaros seguían graznando, los coches se quejaban y, unos metros más allá, la gente hablaba como la gente que habla por todas partes, pero donde se encontraba Marge, estaba en un lugar frío y terrorífico. Los dos hombres que habían acudido en su ayuda se acobardaron bajo la mirada de Goss. Pasó un instante y retrocedieron, ante el aterrado «¡No!» de Marge. No se marcharon, solo que quedaron a unos pasos de allí, vigilando, como si el castigo por haber perdido la compostura fuera observar.

—Bien, si me disculpas la interrupción…

Y Goss lamió de nuevo el aire que la rodeaba. Marge estaba clavada entre las dos figuras, tan afianzada como si la estuvieran tocando realmente.

—De acuerdo, entonces —dijo por fin Goss, se puso derecho—. No percibo rastro.

Se encogió de hombros para su compañero, que le devolvió el gesto.

—Parece que no, Subby.

Ambos dieron un paso atrás.

—Siento haberte molestado —le dijo Goss a Marge—. Verás, solo queríamos comprobar si sabías algo.

Ella retrocedió. Él la siguió, pero no tan de cerca como antes. Permitió que se alejara un poco. Marge trató de respirar.

—Porque tenemos tantas ganas de saber lo que se trae Billy entre manos, porque pensábamos que lo sabía todo y luego pensamos que no sabía nada, y luego desapareció de esa forma, que pensamos otra vez que lo sabía todo. Pero hay que joderse, a ver si lo encontramos. Cosa que —contoneó la lengua— significaría que es más que probable que tenga métodos y recursos para no dejar su rastro sápido. Me preguntaba si vosotros dos habríais hablado. Me preguntaba si habríais hecho algún truquillo tejemaneje de magia. Saboreo que no.

Marge respiró, entre fuertes temblores.

—Bueno, pues cuídate, nosotros ya nos vamos. Olvídate de que nos has visto. Nunca ha sucedido. A buen entendedor, ya sabes. Bueno, a no ser que a Billy se le ocurra darte un toque, y ya nos avisas, ¿quieres? Muchísimas gracias, te lo agradezco en el alma. Si se pone en contacto contigo y se te olvida decírnoslo, te mataré con un cuchillo o algo de eso. Entonces, ¿estamos de acuerdo? Hasta la vista.

Luego, solo cuando el hombre y el niño se hubieron, y solo se puede describir así, alejado dando un paseíto, hasta que no hubieron doblado la esquina y los perdieron de vista, pudo la gente de los alrededores correr hasta Marge, incluídos los dos que habían abortado su rescate, abochornados, pero más que nada simplemente aterrorizados, para preguntarle si se encontraba bien.

Su adrenalina se disparó y Marge se puso a temblar, y derramó unas cuantas lágrimas postraumáticas, y estaba enfurecida con todos los que estaban allí. Ni uno solo de ellos la había ayudado. No obstante, recordando a Goss y a Subby, Marge admitió que no podía reprochárselo.

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