Kraken

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Segunda parte » 29

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Si de algo había disfrutado Collingswood nada más entrar en la policía (de que la hubieran fichado para la UDFS) era de la jerga. En un principio le había resultado incomprensible y deliciosa, poesía del absurdo, todo ese «mi terreno» por aquí y «su ave negra» por allá, la trena y el agujero y la guita, los binladens y las kelis y las recortadas, y la aterradora invocación de un hocico.

La primera vez que había oído aquella última palabra, Collingswood aún no sabía la frecuencia con la que se iba a encontrar, por ejemplo, con entes guardianes compuestos, ensamblados por algún sacerdote de un dios animal (raramente), o entes invocados que se autodenominaban demonios (una frecuencia algo mayor). Creyó que la palabra era una descripción, y se había imaginado que el hocico al que Baron se la había llevado a conocer tendría una peligrosa presencia de mandril perceptivo. El hombre gris que le había sonreído con afectación en el pub le había causado tal decepción que, con un simple movimiento de los dedos, le provocó al desdichado un dolor de cabeza.

Pese a la desilusión, aquel término policial siempre le sugería la sombra de un hechizo. De camino a sus encuentros con soplones ella susurraba «Hocico» por lo bajo. Disfrutaba pronunciando la palabra. Le encantaba cuando se encontraba o invocaba presencias, como hacía en ocasiones, que realmente merecían el apelativo.

Se encontraba en un pub de maderos. Había incontables pubs de maderos, cada uno con su propio ambiente y clientela mínimamente diferenciados. Este, el Hombre de Jengibre, conocido entre muchos como «El Cabrón de las Nueces Picantes», era frecuentado muy particularmente por la gente de la UDFS y otros oficiales cuyo trabajo les obligaba a lidiar con las leyes de la física menos tradicionales de Londres.

—Pues he estado charlando con mis hocicos —repitió Collingswood—. Todo el mundo está flipando. Nadie duerme bien por las noches.

Estaba sentada en un reservado para cerveceros enfrente de Darius, un tipo que conocía un poco de la brigada de trucos sucios, una de las subunidades especializadas que ocasionalmente iban equipadas con balas de plata y balas con incrustaciones de astillas de la Santa Cruz, y cosas así. Estaba intentando sonsacarle todo lo que supiera acerca de Al Adler, el hombre del tarro. Darius apenas lo conocía, se había topado con él en el transcurso de alguna actividad dudosa.

También estaba Vardy. Collingswood lo miró, seguía sorprendida porque le hubiera pedido permiso para acompañarla cuando se enteró de adónde iba.

—¿Desde cuándo coño le va el chismorreo? —le había dicho ella.

—¿Le importará a su amigo? —había dicho él—. Estoy intentando cotejar. Entender todo lo que ha pasado.

Vardy había estado más distraído aún de lo que venía siendo habitual a lo largo de los últimos días. En su rincón de la oficina, la pendiente de libros se había vuelto más empinada, con elementos en igual medida más y menos arcanos: por cada texto de ridículo aspecto clandestino había algún clásico bien conocido de la exégesis bíblica. Además, con una asiduidad cada vez mayor, había libros de texto de biología y fragmentos impresos de páginas web de fundamentalismo cristiano.

—Le toca el primer asalto, predicador —había dicho Collingswood. Vardy permanecía sentado con aire taciturno, serio, escuchando mientras Darius contaba aburridas anécdotas sobre puntos muertos.

—Entonces, ¿cómo fue lo del menda ese, Adler? —interrumpió Collingswood—. Él y usted la liaron una vez, ¿no?

—No hay nada que contar. ¿A qué se refiere?

—Bueno, en verdad no encontramos una mierda sobre él. Antes era un criminal, un atracador, ¿verdad? No lo trincaron nunca, pero había rumores sobre él, hasta hace unos años, en que todo acaba por enfriarse. ¿De qué va todo eso?

—¿Era un hombre religioso? —dijo Vardy. Darius hizo un ruido grosero.

—No, que yo sepa. Solo me crucé con él aquella vez. Tuvo enjundia la cosa. Largo de contar.

Todos conocían aquel código. Una operación opaca de la Metropolitana, negación plausible, cuando las líneas entre aliados, enemigos, informantes y objetivos era difusas. Baron las llamaba «operaciones paréntesis», porque, como él decía, eran (i)legales.

—¿Qué estaba haciendo? —dijo Collingswood.

—No me acuerdo. Iba con una banda que estaba vendiendo a otra banda. De hecho era el Tatuaje.

—¿Se juntaba con el Tatuaje? —dijo Collingswood.

—No, los estaba vendiendo. A él y a otro par, una pijilla, se llamaba Byrne, creo, y a ese viejo de Grisamentum. Estaba enfermo. Por eso rondaba Byrne por allí. Le estaban soplando cosas del Tatuaje. El Tatuaje llevaba poco tiempo siendo el Tatuaje, y ellos no lo dijeron, pero insinuaban que fue Gris el que se lo hizo. La cosa cambia, ¿eh?

—¿Qué quiere decir? —preguntó Vardy.

—Bueno, ya sabe. Nunca los mismos amigos, ¿verdad? Ahora todo es distinto. Grisamentum estira la pata y ahora andamos suavecito alrededor del Tatu.

—¿Ah, sí? —dijo Collingswood, ofreciéndole un cigarrillo.

—Bueno… —Darius echó un vistazo alrededor—. Nos han dicho que vayamos de tranqui con los suyos una temporada. Cosa que tiene su gracia, porque ya sabes que la sutileza no es lo suyo, precisamente.

Era de sobra conocida la predilección del Tatuaje por contar con secuaces ostentosos, averiados y reconstituidos, como método para sembrar el pánico.

—Creen que tiene a los putos Goss y Subby en nómina en este momento. Pero nos han dicho que no hagamos mucho ruido mientras no se salga en masa por Oxford Street.

—¿Quién está haciendo favores a quién? —dijo Collingswood.

Darius se encogió de hombros.

—Pecarías de lenta si no pensaras que tiene algo que ver con la huelga. Se rumorea que la UAM va a mantenerla durante una buena temporada. Mira, yo lo único que sé de Al es que era un buen ladrón, y leal a sus colegas. Y le gustaba que las cosas estuvieran bien hechas, ¿sabes? Llevaba esos tatuajes, ya lo sé, pero también tenía buenos modales. No sabía ni jota de él desde que murió Grisamentum.

—Entonces —dijo Vardy—, no tiene ningún motivo para pensar que fuera un devoto. ¿Le suena que hubiera tenido algún altercado con ángeles?

Collingswood lo miró y dio un sorbo.

—Jefe —dijo Darius, apurando su bebida—, no tengo ni puta idea de qué me está hablando. Ahora, si me disculpáis. Collers, siempre es un placer. Un morreo.

Ella le dedicó un aleteo de lengua. Él sorbió ruidosamente al levantarse y se fue.

—Joder —le dijo Collingswood a Vardy—. Me siento como el culo. Usted está bien, ¿no? A usted el Panda no le está arruinando el coco. No veo que le esté soltando a nadie un puto euro.

A medida que la ansiedad informe se acercaba, los videntes de Londres hacían una caja increíble. Estaban consiguiendo trabajo los suplentes de primer, segundo y tercer nivel, al tiempo que la gente intentaba encontrar a alguien, cualquiera, que viera algo, cualquier cosa, que no fuera el fin.

—¿Panda? Ah, sí, es esa bromita suya, ¿no? Bueno, yo estoy muy ocupado. Hay mucho que hacer.

No parecía meramente ocupado: Vardy parecía vigorizado, reanimado por la crisis. Su universidad debía de estar protestando (tampoco es que pudieran hacer algo al respecto) porque se pasaba las horas en las oficinas de la UDFS.

—¿De qué cojones iba todo eso? —dijo Collingswood—. ¿Ángeles? ¿En qué me está metiendo?

—¿Ha oído hablar de los mnemophylax? —dijo

—No.

—Otra manera de referirse a los ángeles de la memoria.

—… Ah, eso. Creía que todo eso eran chorradas.

—Oh, no, ya lo creo que hay algo de eso. Lo difícil es averiguar exactamente qué.

—¿No se lo puede preguntar a uno de sus hocicos?

Él la miró con una sombra de humor.

—Mis recolectores no son buenos. Nadie venera a esos ángeles. Son…, bueno, ya habrá oído lo que se cuenta.

—Algo. No mucho. Algunos arcontes de la historia, no recuerdos, sino metarecuerdos, los guardianes de la memoria.

—Había una bruja, hace años. Fue una londromante, pero rompió con ellos porque estaba harta de la no interferencia. Ella y un par de alborotadores irrumpieron en el Museo de Londres, para llevarse algo. La encontraron muerta al día siguiente. Más o menos.

—¿Más o menos?

—Sus amigos estaban muertos. Ella no apareció por ninguna parte. Solo había un montón de ladrillos y argamasa demolidos en una vitrina. Algunos ladrillos tenían formas extrañas. Cogimos la pila y fuimos probando, volvimos a unir las piezas. Era la escultura de una mujer. En ladrillo. La habían hecho y luego la habían derruido. —La miró fijamente—. Pensando en los ángeles, quería sugerirle que le eche un vistazo a los informes de aquella escena, y tal vez que los compare con lo que saque del lugar del sótano donde Billy encontró a Adler.

—Así que quería sugerirme que haga un montón de trabajo extra, ¿no es eso? —dijo ella. Vardy suspiró.

—Hay conexiones —dijo—. Solo digo eso. No estoy seguro de que el Tatuaje sea lo único que andamos buscando. Y usted sigue sin encontrar el menor indicio del paradero del calamar. Según creo.

—Cree bien.

Hocicos, sobornos, violencia, bolas de cristal, manejo de las posibilidades, póquer de profecías… No había nada que captara ni una sola palabra. Y el persistente no afloramiento de un lujo tan valioso como es un calamar gigante (la idea de poner en marcha sus alambiques, que hizo gemir como perros a los alquimistas de la ciudad) estaba suscitando un interés creciente por parte de los hombres y las mujeres repo de Londres.

—Nosotros no somos los únicos que lo están buscando —dijo Collingswood.

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