Kraken

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Segunda parte » 38

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Esa noche, por fin, Billy volvió a soñar. Había tenido un vago sentimiento de culpa por la falta de percepciones oníricas. Pero finalmente tuvo un sueño merecedor de llamarse así, más allá de las difusas sensaciones de consentida oscuridad, frío, titileo, pesadez, estasis y hedor químico que de otra forma inundaba su cabeza nocturna.

Había estado en una ciudad. En una ciudad y escalando edificios a toda velocidad, y saltando, saltando edificios altos de una vez, haciendo movimientos de nado para surcar el aire nítido por encima de los rascacielos. Vestía ropas luminosas.

—Para —le gritaba a alguien, una figura que surgía sigilosa por las ventanas rotas de un gran almacén iluminado por focos policiales, y donde el humo de un fuego ondeaba como un líquido oscuro bajo el agua. Estaba Collingswood, la joven bruja policía, fumando, reclinada contra la pared, ajena al crimen cometido a su espalda, que reparaba en Billy cuando este descendió, paciente y burlona. Señalaba el punto de donde él procedía. Señalaba hacia el lugar opuesto y sin mirar a su alrededor.

Billy se sumergía grácilmente. Detrás de Collingswood veía alzar la vista a una némesis de mago robótico genial, y Billy sentía el calor del sol, sabedor de que su acompañante iba a venir. Esperaba a ver los brazos musculosos, los tentáculos recubiertos de licra, saliendo de detrás del edificio, su secuaz tras su máscara.

Pero algo no iba bien. Oyó un estruendo, pero no había brazos absorbentes desenroscándose, ni miembros fibrosos que se aferraran, ni un enorme ojo como los del perro de El encendedor de yesca. En cambio, había una botella. Detrás del enemigo. Su cristal era oscuro. Su tapón estaba viejo y corroído, pero no se descorchaba. Y supo de repente, y con una suerte de alivio, que no se trataba de su secuaz, sino que era él mismo el que lo era del otro.

Cuando se despertó, Billy sintió una culpabilidad distinta. Y el elemento kitsch de los sueños. Sintió que el universo, exasperado, le estaba dando una percepción insultantemente nítida que, sencillamente, se le escapaba.

* * *

—¿Qué sucede cuando mueres? —dijo Billy.

—¿Te refieres a lo que decía mi abuelo? —preguntó Dane—. Si eras bueno, tal vez volvías en la piel de un dios.

Un cromatóforo, una célula efusiva de color. Así es como los krákenes dan muestras de emoción por la flexión de sus muertos devotos. Dane nunca contaba historias como esas que hablaban de islas que se hunden y que dan al traste con los vikingos.

Billy y Dane cruzaron la ciudad con todos los subterfugios que se les ocurrieron. Por medio de ardides, desorientación mágica, un antirrastro de desmiguitas de pan psíquico. Billy se relajó un poco cuando entraron en el cementerio donde se habían citado. Caminó entre hileras de losas. Su calma no tenía mucho sentido, lo sabía: fuera lo que fuera aquello que los acosaba, lo haría con tanta facilidad entre los muertos como entre los vivos.

—Dane. Billy. —Wati les hablaba desde un ángel de piedra—. ¿Seguro que no os han seguido?

—Vete a la mierda, Wati —dijo Dane, débilmente—. ¿Cómo va la huelga?

—Luchando. —Wati trazaba un círculo entre las descuidadas tumbas, hablando desde uno, luego otro, luego otro rostro de piedra—. Para ser sincero, hemos tenido problemas gordos. Me atacaron.

—¿Qué? —dijo Dane. Dio un paso solícito hacia la contingente figura de turno—. ¿Estás bien? ¿Quién? ¿Cómo?

—Estoy bien —dijo Wati—. A punto estuve de no estarlo, pero ahora me encuentro bien. Era policía. Casi se hace conmigo. Pero fui yo quien me hice con él. Lo único bueno es que me he enterado de unas cuantas cosas. En cierto modo rezumaban de sí mismo.

Billy se volvía lentamente a mirar a cada uno de los ángeles.

—Todos hemos tenido visita —dijo Dane—. ¿Te acuerdas de Byrne, Wati?

—¿La visir de Grisamentum? ¿Qué pasa con ella?

—La hemos visto. Wati. —Las hojas de la hiedra y los árboles en lo alto susurraron—. Grisamentum sigue vivo.

Las nubes corrían en el cielo, como si algo las azuzara. Billy oyó el susurro de un pequeño animal bajo la hierba.

—¿Lo has visto? —preguntó Wati.

—Hemos hablado con él. Era él, Wati. Quiere trabajar con nosotros. Encontrarlo.

Se produjeron más rumores junto a las tumbas.

—¿Qué le habéis dicho?

—Que lo pensaríamos.

—¿Y qué pensáis? —Tras unos segundos de silencio, desde un nuevo y empalagoso niño ángel, Wati dijo—: Billy, ¿tú qué opinas?

—¿Yo? —Billy carraspeó—. No lo sé.

—Necesitamos toda la ayuda que podamos obtener —dijo Dane con cautela.

—Sí, pero… —dijo Billy. Le sorprendió la firmeza de su propia voz—. Tú crees que tengo un conocimiento del que yo ni siquiera sé nada, ¿verdad? Pues no sé por qué, pero no me gusta. ¿De acuerdo?

—Eso no es ninguna minucia, Dane —dijo Wati al fin—. Escuchad. Tengo algo que deciros. ¿Os acordáis de la lista de porteadores que pensábamos que podían haber sacado al kraken? He estado investigándola.

Aquel día la voz de Wati sonaba fina y marmórea.

—Simon, Aykan, un par más, ¿recuerdas? Hay información acerca de todos ellos, te enteras de lo que les gusta, para quién trabajan, qué se les da bien y qué no, todo eso. Si a nosotros se nos ha ocurrido esto, te puedes jugar el cuello a que también se les ha ocurrido a todos los demás que sepan lo del kraken, y ellos también están buscando: nos hemos enterado por el excompañero de piso de Aykan de que la pasma intentó trincarlo. Pero no están pensando con la cabeza. El personaje revelación es Simon.

—Simon Shaw está retirado —dijo Dane.

—Lo está, esa es la cuestión —dijo Wati—. He estado pensando en los métodos. Rebecca utiliza agujeros de gusano, pero necesita una fuente de poder, y eso deja partículas jodidas. ¿No dijiste que la policía no había encontrado nada?

—No sé qué es lo que andaban buscando —dijo Billy—. Pero les oí decir que no había ningún indicio.

—Bien —dijo Wati desde una virgen—. Aykan utiliza Tay al-Ard, un método estupendo…

—Es la única clase de porteo que yo haría —dijo Dane.

—No te culpo —dijo Wati—. Pero incluso de haber podido trasladar algo tan grande como el kraken, algunos irfan lo habrían notado. Como tú bien dices, Simon no ha entrado en escena. Pero lo que llama la atención es lo siguiente: que tiene un familiar.

—No lo sabía —dijo Dane.

—Si he de serte franco, te diré que yo tampoco, hasta que me lo recordó uno de los organizadores. No es como la mayoría de los ayudantes. Simon se aseguró de que pagara su cuota; nunca dio para mucho, pero nos insuflaba un poco de energía para cubrir adelantos. No se le daba mal. Adoraba al condenado. Pero aun así deberíamos haber tenido una conexión, y nadie pudo sentir el vínculo. Tuve que salir a buscarlo.

»No sé cuánto tiempo lleva vagando por ahí. Al final encontré al pobre capullo en un vertedero. Solo ha venido porque confía en mí.

¿Y qué familiar no?

—¿Aquí? —dijo Billy—. ¿Aquí, aquí?

La estatua silbó. De debajo de un arbusto escuchimizado que había junto a ellos salió, de nuevo, un rumor.

—Por Dios bendito —dijo Billy—. ¿Qué demonios es eso?

Husmeando entre colillas y restos de comida, gimió y susurró una bola sarnosa, del tamaño de una mano, cubierta de pelo enmarañado. No tenía facciones, solo una capa de suciedad y carne enfermiza.

—Madre mía —dijo Dane.

—Lo mandó hacer desde cero —dijo Wati—. Es un cúmulo de elementos suyos. Sus descamaciones. Le encargó a un forjavidas que se lo moldeara. El pelo es de un veterinario: de perro, de gato, de todo tipo.

El ser no tenía ojos ni boca visibles.

—¿Para qué sirve esta bola de pelo? —dijo Dane.

—Para nada —dijo Wati—. No es inteligente, es un guardián de basura, le falta concentración para los trucos. De todas formas, lo hizo. A partir de sí mismo, de modo que el pobre diablo tiene un vínculo. Un poco trastocado, pero aún se nota. No sé qué fue, pero hubo algo que asustó a Simon hasta el punto de dejar de trabajar. Y a juzgar por el humor de mi amiguito aquí presente, algo más ha pasado recientemente.

»¿Sabéis qué lo pillamos haciendo? —El ser se estremeció, y Wati volvió a repetir aquel sonido tranquilizador—. Estaba buscando comida, como embozándose con ella para arrastrarla. Creo que es para Simon. Creo que lleva días caminando en busca de cosas, regresando con ellas. Creo que lo hace por iniciativa propia.

—¿Por qué iba a querer Simon algo así? —dijo Dane, contemplando aquel lamentable y raído bicho raro.

—Bueno —dijo la estatua Wati—. Ya sabes cómo vestía Simon. ¿No ves nunca la tele, Dane?

—¿Cómo vestía? —preguntó Billy.

—Con un pretendido uniforme —dijo Wati—. Con una pequeña insignia en el pecho.

Adoptó un tono malicioso.

—¿Y eso qué más da? —dijo Dane.

—No —dijo Billy de pronto, mirando fijamente al extraño familiar—. Te estás quedando conmigo.

—Sí —dijo Wati—. Lo has pillado.

—¿Qué? —dijo Dane. Miraba a la estatua y a Billy—. ¿Qué?

* * *

Se habla continuamente, le dijo Billy a Dane (y qué gusto le dio poder contarle algo a Dane), de la influencia de la ciencia ficción barata en la ciencia real. A un elevado porcentaje de los científicos les causa al mismo tiempo bochorno y orgullo reconocer que se han inspirado en diversas burdas paparruchas visionarias que adoraron en su juventud. Especialistas en satélites citan a Arthur Clarke, biólogos atraídos a ese campo por las visiones de neuro y nanotecnología de los autores. Por encima de todo, la lánguida innovación espacial de Roddenberry significó una explosión demográfica de jóvenes físicos que intentaban replicar replicadores, tricodificadores, fásers y salas de teletransporte.

Pero no eran solo las ciencias puras. Otros profesionales se habían criado con lo mismo. Sociólogos de la red que hurgaban en viejas figuraciones. Filósofos que robaban multimundos, agradecidos a los comerciantes de la realidad alternativa. Y, desconocidos para el gran público, tales futuros inventados fueron los visionados seminales para generaciones de magos londinenses, y no estaban menos dispuestos que los físicos a imitar a sus favoritos. A la par que el tecnopaganismo y la magia del caos, crowleyismo y la pompa druídica, ellos eran los forjarrealidades de la generación televisiva.

De un modo perverso, no eran las fantasías las que inspiraban a la mayoría de los hechiceros, no eran Buffy, Ángel, América oculta o Sobrenatural. Era la ciencia ficción. El viaje en el tiempo estaba descartado, al no tener el universo líneas fijas, pero los fans brujos de Doctor Who no hacían varitas mágicas tradicionales, desdeñaban el sauce en favor del metal cuidadosamente torneado y las llamaban «destornilladores sónicos». Los adivinos admiradores de Los siete de Blake se hacían llamar «Hijos de Orac». La cuarta mejor transmutadora de Londres se cambió oficialmente el nombre por el de Maya, y su apellido por el de Espacio1999.

Estaban aquellos magos que expresaban su lealtad hacia series más rebuscadas (empatecs que no paraban de hablar de Star Cops, nigromantes ávidos de cultura enganchados a Lexx) y una generación más joven que se rebautizaba a propósito de Farscape y Galáctica («La versión nueva, por supuesto»).

Pero los más populares eran los clásicos y, al igual que para los técnicos de la NASA, Star Trek era el más clásico de todos.

—El nombre del familiar de Simon —dijo Wati— es Tribble.

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