Kraken

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Tercera parte » 44

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El problema de Marge, al preguntar en sus tablones de anuncios adónde debía acudir, «como una novata en todo esto», para saber cómo era Londres en realidad, no fue la falta de sugerencias, sino el exceso de ellas. Un caos de sugerencias. Había hecho una criba por medio de algunas preguntas y fue a toparse con el tema de los cultos. El tema, provisoriamente, de la iglesia del calamar. Unas cuantas pistas falsas y el reiterado mensaje al que volvía una y otra vez, y que decía: «Coleccionistas de cultos old queen almagan yard londres este».

Por esta senda, Marge percibía Londres como una ciudad en la que nunca había estado. Ella creía que los muelles estaban despejados, blanqueados por efecto del dinero. No en cambio esa calleja a tiro de piedra de la Isla de los Perros. Aquellos se le antojaban instantes más propios de un pasado olvidado y regurgitado, un paso urbanístico en falso, un regusto de sordidez.

¿Dónde coño estoy? Volvió a consultar el mapa. A ambos lados había almacenes reconvertidos en apartamentos para profesionales. Un canal de edificios de esa clase estaba seccionado como a regañadientes, en una entrada incómoda que daba a una calle sin salida de ladrillo mucho más mugriento y un asfalto plagado de baches. Algunas puertas, el nombre oscilante de un pub. The Old Queen, rezaba en caracteres góticos, y debajo una demacrada Victoria de mediana edad.

Era pleno día. Se habría pensado dos veces lo de adentrarse en aquella callejuela de noche. Sus zapatos se pringaron de suciedad instantáneamente, sobre la superficie encharcada.

La ventanita de vidrio de botella del pub hacía que la luz del interior se viera lóbrega. Una máquina de discos reproducía música de los ochenta que, como siempre le sucedía con los temas de esa década, fue registrando mentalmente a modo de desafío. Dudó: Calling All The Heroes, It Bites. Bebedores entrecanos murmurándose mutuamente, vestidos con ropa del mismo tono que todo lo demás. La gente levantaba la vista para mirarla, y volvía a bajarla. Una máquina tragaperras dejó escapar un lánguido gemido electrónico.

—Ginebra con tónica. —Cuando el hombre se la trajo, ella le dijo—: Un amigo mío me ha dicho que hay unos coleccionistas que se reúnen aquí.

—¿Turista? —preguntó.

—No. Es lo mío, nada más. Estaba pensando en unirme.

El hombre asintió. La música cambió. Soho. Hippychick. ¿Qué habrá sido de Soho?

—Vale. De todas formas, solo una turista subnormal habría venido hasta aquí —dijo—. Todavía no han llegado. Normalmente se sientan por allí.

Ocupó su lugar en el rincón. Los parroquianos estaban apagados. Eran hombres y mujeres de todas las etnias y edades, pero compartían un aire sombrío generalizado, como si hubieran pintado la sala con una brocha sucia. Una mujer aspiraba la bebida que había derramado. Un hombre hablaba solo. Tres personas apretujadas alrededor de una mesa en una esquina.

Creo que celebraré mi próximo cumpleaños aquí, pensó fríamente. La música siguió divagando: Funky Town, en versión de Pseudo Echo. Su puta madre, Iron Lung, de Big Pig. Esa tiene mérito, pero no me vais a pillar así. Vais a tener que subir el nivel; poned Yazz, The Only Way Is Up, y me tendréis aquí para mi boda.

Vio como la mujer dibujaba sobre la mesa, añadiendo de vez en cuando pequeñas salpicaduras de su cerveza al dibujo. La mujer alzó la mirada y se lamió absorta la cerveza sucia del dedo. Marge bajó la vista, asqueada. Sobre la mesa, el dibujo de cerveza siguió dándose forma a sí mismo.

—Bueno, ¿en qué has estado metida?

Marge miró. Dos hombres en la cuarentena o cincuentena se acercaban en plan fanfarrón hacia ella, con recelo. Uno de ellos tenía una expresión neutra, imposible de interpretar; al otro, el que hablaba, le cambiaba la cara como a un payaso.

—¿Cómo dices?

—Brian dice que quieres jugar. ¿Qué ofreces? Tú me das algo, ¿sabes?, y yo te doy algo. Quid pro quo, nena. Así que ¿en qué has estado metida? Por aquí a todos nos va un poco de teología, monada, no seas tímida. —Se pasó la lengua por los labios—. Danos un más allá, anda.

—Lo siento —dijo despacio—. No pretendía dar pie a malentendidos. Estoy aquí porque necesito ayuda. Necesito información sobre una cosa y me han dicho… Tengo que preguntarles algunas cosas.

Hubo una pausa. El hombre que no había dicho nada permaneció bastante impasible. Se estiró lentamente, se volvió y salió del pub, dejando sobre la barra su bebida intacta por el camino.

—La puñetera madre que lo parió —dijo el otro con toda tranquilidad—. ¿Quién coño te crees que eres? Te presentas aquí…

—Por favor —dijo Marge. La desesperación del tono la sorprendió incluso a ella, e hizo que el hombre se callara. Le dio una patada a la silla que tenía enfrente y le indicó que se sentara—. Por favor, por favor, por favor. De verdad que necesito ayuda. Por favor, siéntese y escúcheme.

El hombre no se sentó, pero espero. La observó. Puso una mano en el respaldo de la silla.

—He oído que alguien… —dijo—. He oído que tal vez alguno de ustedes podría saber algo sobre el culto al calamar. Ya sabe que el calamar ha desaparecido, ¿verdad? Bueno, pues mi chico también. Alguien se lo ha llevado. Y a su amigo. Nadie sabe dónde están y tiene que ver con esto, y tengo que hablar con ellos. Necesito saber qué está pasando.

El hombre levantó las puntas de los pies, apoyándose solo en los talones. Se rascó la nariz y la miró con el ceño fruncido.

—Sé algunas cosas —dijo Marge—. Estoy en esto. También necesito ayuda para mí. ¿Conoce?…

Bajó el tono de voz.

—¿Conoce a Goss y Subby? Vinieron a atosigarme.

El hombre abrió los ojos de par en par. Entonces sí se sentó, y se inclinó hacia ella.

—Así que tengo que encontrar a esa gente del calamar porque están enviándome a gente como esa para meterme el miedo en el cuerpo…

—No digas nada —dijo—. ¿Goss y el puto cabrón de Subby? Por los santos cojones de Rama, chica, es un milagro que sigas vivita y coleando. Mírate.

Movió la cabeza. Con repugnancia o lástima o algo.

—¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí siquiera? ¿Cómo has encontrado este sitio?

—Me hablaron de él…

—Es genial, ¿qué me dices? Te hablaron de él, ¿no te jode? —Negó con un gesto—. Nosotros nos tomamos la molestia. Se supone que nadie sabe que este sitio blahdclat existe.

Empleó la jerigonza patois, pese a ser blanco y tener un leve acento cockney.

—Esta es una calle secreta, colega.

—Está justo aquí —dijo ella enseñándole el mapa.

—Sí, y ese debería ser el único sitio donde está. ¿Sabes lo que es una calle trampa? ¿Sabes lo difícil que es solucionar estas cosas? —Movió la cabeza—. Mira, encanto, esto ya se sale del tema. No deberías estar aquí.

—Ya le he dicho por qué he venido…

—No. O sea, si Goss y Subby andan detrás de ti, no deberías estar aquí. Si te han dejado vivir es simplemente porque les importas un bledo, así que, por el amor de Set, no hagas ahora que se interesen por ti.

—Por favor, hábleme solo de la secta del calamar, tengo que encontrarlos…

—«La secta del calamar». ¡Habrase visto! ¿A cuál te refieres? ¿Khalk’ru? ¿Tláloc? ¿Kanaloa? ¿Cthulhu? Es Cthulhu, ¿verdad? Siempre es él. Solo me estoy quedando contigo, sé de lo que me hablas. La Iglesia del Dios Kraken, ¿no? —Miró alrededor—. Ellos no tienen nada que ver con Goss y Subby. Sobre los teuthistas se pueden decir muchas cosas, bonita, pero no frecuentan esas compañías. Resulta que no. Te voy a decir una cosa. No creo que sepan lo que hay, no más que tú o que yo. Ellos no se llevaron al kraken. Demasiado sagrado para que ellos lo toquen, o algo. Pero ni siquiera lo están buscando, ¿qué te parece?

—A mí todo eso me da igual. Solo quiero saber qué les ha pasado a Leon y a Billy.

—Preciosa, sea lo que sea lo que está pasando, toda esta mierda es demasiado espinosa para mi gusto. Ninguno de nosotros se ha acercado por donde los teuthis desde que todo empezó. No vamos a complicarnos la vida, eso desde luego. Dioses araña, cuáqueros, Neturei Karta, con eso ya me conformo. Vale que a lo mejor esas escrituras no te dan tantos puntos pero…

—No entiendo.

—Ni deberías, guapa. Ni deberías.

—Me dijeron que sabían algo sobre esa gente…

—Vale, escúchame —dijo. Hizo un gesto cortante con la mano sobre la mesa—. No vamos a mantener esta conversación. Me niego a seguir por ese camino.

Suspiró al ver la expresión de su cara.

—Bueno, mira. Ya te he contado todo lo que sé, que es nada, te lo aseguro, pero porque eso es lo que saben los krakis. Si tú… —Vaciló—. No me vas a dar las gracias por ayudarte a saber. Ayudarte.

Dejó escapar un suspiro.

—Mira, si de verdad quieres meterte en esta mierda, y digo mierda porque es ahí donde vas a acabar metida, hay personas con las que deberías hablar.

—Dígame.

—Está bien, mira. Por Dios, niña, ¿es tu primera vez a este lado del asunto? —Apuró toda su copa de un solo trago extraordinario—. Rumores. Ha sido el Tatuaje, Grisamentum ha vuelto y ha sido él, nadie lo ha hecho. Bueno, eso no ayuda. Así que, si quisiera averiguarlo, que no es el caso, pensaría quién más podría reclamar algo así. Y si es asunto suyo.

Esperó una respuesta. Marge negó con la cabeza.

—El mar. Apuesto a que el mar debe de tener alguna idea. No me extrañaría que el cabrón del océano tuviera algo, por pequeño que sea, que ver con todo esto. Es evidente, ¿no? Recuperar lo que le pertenece. Al mar lo que es del mar, señor.

Soltó una carcajada. Marge cerró los ojos.

—Y si no ha sido él, entonces seguramente le habría gustado hacerlo, o tiene alguna idea de quién ha sido.

—¿Tengo que hablar con el mar? —dijo Marge.

—Por Dios, mujer, tampoco hay que tomárselo tan a la tremenda. ¿Qué dices? ¿El mar entero? Habla con su embajador. Habla con un hermano del diluvio. Por encima de la barrera del río.

—¿Quiénes son…?

—Bueno, bueno. —Sacudía el dedo en sentido negativo—. Eso ya te toca a ti, ¿vale? Lo has hecho muy bien llegando hasta aquí. Si insistes en conseguir que se te coman, puedes ir un poco más allá; a mí no me corresponde abrirte el paso. Es lo último que le hace falta a mi conciencia, chica. Vete a casa. No lo vas a hacer, ¿verdad?

Resopló, inflando las mejillas.

—Si te sirve de algo, siento lo de tu chico, ¿vale? Y si te sirve de algo, cosa que en mi opinión profesional no es mucho decir, rezaré por ti.

—¿Rezarle a qué? —dijo Marge. Él sonrió. En la máquina de discos sonaba Wise Up Suckers, de Pop Will Eat Itself.

—A la mierda —dijo el hombre—. ¿Sabes qué? ¿De qué sirve coleccionar cosas si no las vas a usar? Les rezaré a todos.

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