Kraken

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En un lugar tranquilo, junto a las vías del ferrocarril en una hendidura de la ciudad, estatuas desechadas ribeteaban los puntales. En un prolongado momento de sensiblería urbana, suponían una línea de retirada para recuerdos que habían dejado de ser venerados y deseados. En ellas dormía Wati. Solo sus amigos lo sabían.

Había salido sigilosamente del crucifijo de Marge tras el final de la incierta catástrofe que no había sucedido. Dormía como alguien derrotado. Londres había sido salvado de cualquiera que fuera el peligro del que él había ayudado a salvarla, si es que llegó a producirse tal cosa, pero su sindicato había perdido la batalla, y los nuevos contratos eran punitivos, feudales. Billy se alegraba por él, porque Wati pudiera dormir mientras se daba lo peor de aquel asunto, aunque se vilipendiara por ello cuando despertara, y quisiera retomar la tarea de volver a organizar el movimiento.

—¿Estás triste? —dijo Saira.

Estaba sentada frente a él. Estaban juntos en el apartamento de Billy. Después de toda aquella noche, después de todo el todo, la había encontrado. Necesitaba estar con alguien que hubiera visto lo que él había visto, fuera lo que fuera.

Primero había llamado a Collingswood.

—Que te jodan, Harrow —le había dicho, con cierto cariño.

Había oído un chirrido de electricidad estática, parecido al chillido de un cerdo, y ella había cortado la comunicación. Cuando intentó marcar de nuevo el número, su teléfono se había convertido en una tostadora.

—Está bien, está bien —había dicho. Se había comprado un teléfono nuevo y no había vuelto a llamarla, en cambio localizó a Saira. No le costó mucho. Conservaba las aptitudes que había adquirido, pero ya no era una londromante. Más que nada, usaba su conjuro resacoso para liar trocitos de Londres entre los dedos hasta formar cigarrillos, que a continuación se fumaba.

Ninguno de ellos estaba del todo seguro de los detalles. Habían visto el ataque al mar, pero el propósito de todo ello no lograban recordarlo.

—¿Lo estás? —dijo. Hablaba con Billy con vacilación. Sentía pudor por el tema, a pesar de todo el tiempo que habían pasado juntos recientemente.

—La verdad es que no —dijo—. Nunca lo conocí.

El «lo» era el hombre que había muerto: el anterior Billy, el primer Billy, el Billy Harrow al que se había teletransportado desde la casa del mar, en la que todos ellos habían estado por motivos que todos ellos recordaban, aunque no se les habían quedado grabados a la perfección. Se había hecho estallar en pedazos más pequeños que átomos.

—Era valiente —dijo Billy—. Hizo lo que tenía que hacer.

Saira asintió. No tenía la impresión de estar vanagloriándose, pese a saber que él, este Billy, debía de ser valiente exactamente en la misma precisa medida que su predecesor.

—¿Por qué lo hiciste… hizo? —dijo ella.

Billy se encogió de hombros.

—No lo sé. Tenía que hacerlo. Como dijo Dane… ¿Te acuerdas de Dane?

Dane había muerto. De eso estaba seguro.

—Antes de que él, antes de que Grisamentum se lo cargara.

Grisamentum tampoco estaba ya.

—Hay un montón de gente que no se lo piensa dos veces antes de viajar así. Solo supone un problema si lo sabes.

Todo dependía del punto de vista, de si te perturbaba el hecho de que siempre resultara fatal.

—No dejo de intentar pillarme en un renuncio —dijo—. No dejo de intentar ver si de repente recuerdo cosas que solo él podría saber. El primero. Secretos.

Se echó a reír.

—Siempre lo hago.

Billy no se sentía como un protector de los recuerdos que había heredado, cuando había nacido de las moléculas que flotaban en el aire, en la sala del tanque, algunos días antes, durante el final agonizante de una catástrofe.

Echo de menos a Dane, pensó. No estaba seguro de nada muy concreto acerca de Dane, de hecho ni siquiera lo echaba de menos, exactamente; pero siempre que lo pensaba, Billy se ponía muy triste de que hubiera sucedido lo que le había sucedido a Dane. Él merecía algo mejor.

* * *

Cuando Marge y Paul llamaron al timbre, Billy los invitó a entrar, pero, en lugar de hacerlo, ellos esperaron en la acera. Bajó él. Se trataba de una despedida organizada de antemano. En ese momento todos andaban con pies de plomo en su relación con los demás.

Paul llevaba puesta su vieja chaqueta. Estaba limpia y remendada. Nunca volvería a parecer nueva, pero estaba bien. Los rasguños de la cara estaban curando. Marge tenía el mismo aspecto de siempre. Se saludaron con torpes abrazos sinceros.

—¿Adónde vais? —dijo Billy.

—Todavía no lo sabemos —dijo Paul—. Puede que al campo. Puede que a otra ciudad.

—¿En serio? —dijo Billy—. ¿En serio?

Paul se encogió de hombros. Marge sonrió. Cada vez que Billy había hablado con ella desde que salvó a la historia de lo que fuera, ella se había ido animando, iba averiguando cada vez más cosas acerca de donde vivía ahora.

—Está todo pringado —dijo Paul—. ¿Te crees que este es el único lugar donde viven dioses?

Sonrió.

—Ahora ya no se puede escapar. Allá donde vayas será un lugar donde viva un dios.

Una vez, Billy y Marge se habían sentado juntos, y en el transcurso de unas horas emotivas él le había contado lo que le había pasado a Leon, su asesinato a manos de Goss y Subby, como parte de una enorme conspiración, cuyos detalles seguían plagados de lagunas. Lo equivocado, las aristas melladas de los detalles, los frustraba a ambos.

—Podrías preguntarle a la espalda de Paul qué pasó de verdad —había dicho Billy—. Fue ese cabrón el que lo planeó. Creo.

—¿Cómo vamos a hacer eso? —dijo ella—. De todas formas, no creo que ni siquiera él lo sepa.

Aún había algunos, en el ala herejiopolitana de Londres, que obedecían a Paul como si él fuera el Tatuaje, pero no eran muchos. La mayoría no conocían los detalles, pero sabían que no era lo que había sido en su día. Ahora Paul era un agente libre, una cárcel errante para un capo depuesto. Las tropas del Tatuaje fueron aplastadas y se dispersaron tras el reciente y más confusamente indefinido cuasiapocalipsis.

—¿Cómo vamos a hacer eso? —repitió Marge.

Nadie los veía, por las calles nadie les prestaba atención. Paul se sacó la camisa de dentro del pantalón, se volvió y le enseño la piel a Billy.

Los ojos del Tatuaje se abrían y se entornaban a un ritmo frenético mientras intentaba hablar. Como si Billy fuera a respetarlo o a escucharlo. A lo largo de toda la parte baja de la espalda de Paul se había añadido más tinta. Se había hecho tatuar unas puntadas de tinta, que cosían la boca del antiguo señor del crimen. Billy podía oír un «mmm, mmm, mmm».

—No fue fácil —dijo Paul—, tuvimos que encontrar a un tatuador enterado. Y no se estaba quieto, frunciendo los labios y así. Tardamos lo nuestro.

—¿No te tentó la idea de que te lo quitaran? —dijo Billy.

Paul volvió a ponerse la chaqueta. Marge y él sonrieron. Ella arqueó las cejas.

—Si me da mucho la brasa a lo mejor lo dejo ciego —dijo Paul. ¿Sadismo? ¿De verdad? Billy diría que no. ¿Justicia? Poder.

—No nos vas a contar nunca lo que pasó, ¿verdad? —dijo Marge de repente.

—No lo sé —dijo Billy—. Goss mató a Leon. Ese fue el principio de todo esto. Sin ningún motivo.

Ahí lo dejaron.

—Pero luego Paul mató a Goss. Tú estabas allí.

—Sí que lo hice —dijo Paul.

—Sí que estaba —dijo Marge—. Vale.

Sonrió levemente.

—Vale. ¿Y qué más? ¿Qué más pasó?

—Que lo salvé todo —dijo Billy—. Y vosotros también.

* * *

—¿Tienen retenida a Byrne? —dijo Saira.

—Creo que la tienen por lo de la casa del mar. Tienen que demostrarle al océano que lo sentimos.

—¿Tanto si lo hizo como si no?

—Tanto si sí como si no.

—He oído que el mar ha empezado a llenar una embajada nueva.

—Yo también lo he oído.

El apartamento de Billy volvía a ser suyo. No sabía qué hacer con él, con frecuencia vagabundeaba por sus pasillos con asombro. (Por supuesto, no volvía a ser suyo, suyo. Nunca había sido suyo, lo había heredado de su tocayo idéntico. Y no sabía por qué tenía que hacer estas acuciantes pruebas de pensamiento). Miraron a la calle. Era casi fin de año.

—¿En qué año fue? —dijo Saira—. ¿El año del qué? ¿El que se acaba de acabar?

—No lo sé —dijo Billy.

—El año del frasco.

—Siempre es el año del frasco.

—El año del frasco y el de algún animal.

—Siempre es eso, también.

Así que eso era el universo, ¿no? Billy se tensó, y tal vez no fuera nada, tal vez no era más que una postura rara; miró por la ventana, como si un pájaro fugaz se quedara quieto en el aire, durante una fracción de segundo. Saira miró. Arqueó una ceja. Los humanos seguían vinculados a los monos. Toda clase de cosas podían ocurrir en aquel nuevo viejo Londres.

Billy miró afuera, a la ciudad que no era como había sido la última vez que miró a través el cristal. Ahora Billy vivía en Herejiópolis, y sabría cuándo vendría y fracasaría el próximo Armagedón. Ahora bebía en bares distintos, y aprendía cosas distintas.

Se bebió el vino y sirvió más, a él y a Saira. Era el año del frasco, pensó Billy, el año del tiempo de conservas, estirándose y notando que el reloj vacilaba, como si le apretase el cuello. Era el año del frasco una vez más.

Hizo chocar su copa con la de Saira. No era el año de nada más. Así pues.

Se acercaba el fin del mundo otra vez, por supuesto; siempre era así. Pero no de un modo tan desquiciado como fue, quizá. Puede que no con tantas agonías. Billy no era el ángel de la memoria (era, con diferencia, demasiado humano para eso), pero podía ver la esencia angelical de la memoria desde donde estaba. Se podría decir así. ¿Tenía una historia que proteger? A él le parecía que las calles ya no se morían de hambre.

Desde fuera, el cielo los observaba. Billy estaba tras el cristal.

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