Kraken

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Sexta parte » 63

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¿Eso era todo? ¿Esos eran todo?, debería decir Marge, tal vez. Al fin y al cabo, había dos, ¿no?

No es que lo que Marge había visto no resultara impresionante y chocante, y que no la hubiera dejado patidifusa unas cuantas semanas atrás. Solo que ella se esperaba una revelación, y lo que es revelación, no había llegado ninguna.

Entonces, ¿qué era lo que había visto? No estaba del todo segura. Después de escabullirse de Collingswood, se había quedado bastante apartada del epicentro mientras pasaba lo que fuera que había pasado. Una parte de todo ello había sido… cualquier cosa que pudiera decir en lugar de «magia»: la forma de moverse de algunas de las personas que vio, aquellos polvorientos seres, apenas humanos, en la maleza; los noséqués que en ningún momento había acabado de atisbar, por encima y alrededor de las curvas de la carretera de hormigón; sus propias y reiteradas evasiones escurridizas, a lo moonwalk, de la atención de otros turistas del finalismo. Y estaba el barrido de colores otoñales en el cielo que realmente podían ser, que verdaderamente debían ser, pequeñas tormentas espectaculares.

Por lo que ella presenció, no tenían nada que ver con el calamar, y fuera la que fuera la micropolítica del asunto, había permanecido opaca a sus ojos. No era más sabia y, francamente, para entonces lo que sí estaba era un poco alucinada.

* * *

—¿Cómo te llamas?

Por fin, el hombre habló.

—Paul.

Una vez limpio de las manchas de mugre y de sangre que lo cubrían, Paul era un hombre de entre cuarenta y cincuenta años. Cuando estuvo lúcido, se sintió intimidado.

—Calma, calma, espera —le dijeron Billy y Dane, cuando se echó a temblar, mientras ellos lo tenían agarrado, escondiéndose.

—Van a venir a buscarme —repetía sin cesar. Y durante todo aquel delicado proceso para tranquilizarlo, el Tatuaje seguía interviniendo. La voz surgía continuamente. Amenazas, insultos, órdenes procedentes de la boca del tatuaje que Paul llevaba en su piel.

—¿Qué os creéis que va a pasar? —vociferaba el Tatuaje—. Soltadme de una puta vez, cabronazos, u os mato aquí mismo.

Su biliosa matraca no los dejaba pensar. Dane sostuvo a Paul y le quitaron la chaqueta. Por su espalda transitaban expresiones en oleadas de tinta, animación de mala magia, el Tatuaje refunfuñaba. Hacía comentarios despectivos. Su mirada iba de Dane a Billy, una y otra vez.

—Putos payasos —decía.

Fruncía los labios y hacía como si escupiera. Del falso agujero de tinta negra de su boca no salía ningún escupitajo, solo ese sonido de repugnancia.

—¿Os creéis que ya está? ¿Os creéis que Goss no puede saborear dónde he estado? Miradle los pies a este mamón.

Estaban un poco ensangrentados. El Tatuaje se echó a reír.

—Goss no está aquí —dijo Billy.

—Oh, no te preocupes, Goss y Subby volverán. ¿Dónde está el cabrón de vuestro amigo el rojo? —No dijeron nada—. Su plan se va a ir al carajo y vosotros también, en cuanto vuelvan. Vais a morir todos.

—Cierra la boca —dijo Dane. Se arrodilló junto a los rasgos vívidamente perfilados en negro—. ¿Para qué quieres al kraken? ¿Qué planes tienes?

—Mierda insignificante, adorador de caracoles de tres al cuarto, Parnell. Eres tan malo con eso que hasta te largaron de tu iglesia.

—¿Qué sabes de Cole?

—No pienso insultar tu inteligencia con eso de «Si me dejas marchar ahora mismo te dejaré vivir», porque ni lo sueñes.

—Puedo hacerte daño —dijo Dane.

—No, puedes hacerle daño a Paul.

Eso les hizo callar. Billy y Dane se miraron. Miraron la piel de Paul.

—Mierda —murmuró Billy.

—Eh, Paul —gritó el Tatuaje—. Cuando salgamos de aquí voy a poner a mis chicos a lijarte los putos pies. ¿Me has oído, chaval? Tú mantén el pico cerrado si quieres que te quede algún diente, si quieres una lengua, si quieres labios o tu puta mandíbula.

Colocaron cinta de embalar alrededor del diafragma de Paul. Se quedó quieto para dejarles hacer. El Tatuaje escupió sin saliva y los maldijo. Intentó morder a Paul, pero no era más que la tinta moviéndose bajo su piel. Este se quedó sentado pacientemente, como un rey agasajado. Billy silenció al Tatuaje, y también puso cinta sobre sus ojos, que lo estuvieron escrutando hasta que quedaron ocultos. Paul tenía otros tatuajes. Nombres de grupos de música, símbolos. Todos se comportaban, inmóviles, salvo por el efecto de sus músculos.

—Perdona —dijo Billy—. Tienes el pecho un poco peludo, tendríamos que haberte afeitado antes. Te dolerá cuando te lo quites.

Debajo de la cinta, los murmullos, «mmmm mmmm», continuaron un rato más.

Así fue como se lo llevaron con ellos hasta el dios.

—¿Para qué lo habéis traído aquí? —dijo Saira.

El kraken en su tanque los observaba mortalmente. Estaban rodeados de londromantes. Había más que antes, la camarilla interna se había extendido, puesto que esa clase de secretos no funcionaba bien. Dejaron de lado, «para montar guardia», la supuesta corriente dominante de su antigua tribu, que se había quedado en remanente truncado y confundido. Todos y cada uno de los londromantes que había en el camión miraban espantados a su indeseado prisionero. Billy y Dane les habían seguido el rastro, descifrado su ruta con el minúsculo navegador, y procedido a interceptarlos. Había sido un viaje dificultoso, temerosos de que alguna otra potencia de la guerra urbana los estuviera persiguiendo a cada paso.

Los londromantes no quisieron relajar los hechizos que mantenían a Wati desterrado del camión. Billy, poniéndose de su parte, se enfureció, pero en cualquier caso el espíritu huelguista estaba inquieto, tenía que circular, enfrentarse a una nueva crisis en la huelga.

—Vosotros ponedme una muñeca o algo en el techo —dijo—. Algo, lo que sea.

—Tenemos que encontrar a Grisamentum —había dicho Billy—. Tiene que estar…

Y Wati había dicho:

—Haré lo que pueda, Billy. Haré lo que pueda. Hay cosas que tengo que…

¿Dónde podía estar Grisamentum? Gran parte de la ciudad seguía sin dar crédito ni tan siquiera al hecho de que estuviera en alguna parte que no fuera el cielo o el infierno, pero habría sido imposible aplicar las artes necesarias para evitar la facticidad de la inaudita intercesión de los arreadores de monstruos y la de Byrne, aquella terrible pelea de bandas trampeada. Londres sabía quién había vuelto. Solo que no sabía dónde ni por qué ni cómo, y ningún camelo por parte del traidor más dispuesto, ni del grupo más venal de las calles de la ciudad, de timadores o trepas apocalípticos, iba a revelar nada.

—¿Qué habrías preferido que hiciéramos? —le dijo Dane a Saira.

—No tenemos mucho tiempo —apremió Billy.

—Está llegando —dijo Fitch—. De pronto está más cerca. Es mucho más cierto. Algo ha pasado que lo ha hecho… más próximo.

—Tenemos al Tatuaje —dijo Billy—. ¿Es que no lo entendéis?

—Teníamos que sacar a este pobre infeliz de la calle cuanto antes —dijo Dane. Paul permanecía sentado, quieto, mirándolos a todos. Contemplaba al kraken en su hediondo líquido, a través de su cristal.

—No le enseñéis eso —susurró Paul. Lo miraron. Contoneó los hombros para indicar a quién se refería.

—Nadie va a enseñarle nada —le dijo Billy, con gentileza—. Te lo prometo.

—Lo hemos interrumpido —les susurró Dane a Saira y a Fitch—. Podemos averiguar qué planes tenía.

—¿Sus planes? —dijo Saira.

—Ha estado intentando apoderarse del kraken —dijo Billy. Golpeteó ligeramente la espalda de Paul.

—Ah, pero está… mira —dijo Saira—. Sea lo que sea… ya está pasando.

Llegó incluso a enjugarse la frente con el fular caro, o lo que fuera, que llevaba puesto.

—La quema ya ha empezado.

A lo largo de los dos días anteriores, dos parcelas habían desaparecido. Habían ardido, extraños actos incendiarios premeditados. Autoextinguidos. El recuerdo de los edificios destruidos se había esfumado casi con la misma totalidad que los propios edificios, aunque no tanto.

Uno había formado parte del imperio del Tatuaje, una tienda de kebabs de Belham que hacía las veces de lucrativa fuente de dinero para la droga, destilando los terceros ojos que los desesperados se extirpaban y vendían. El otro, un joyero de mediana escala de Bloomsbury, había sido un socio histórico de Grisamentum. Ambos habían desaparecido y, a juzgar por lo que recordaba la mayor parte de los consultados, según dijo Saira, ninguno de los dos lugares había existido jamás.

—¿Tú los recuerdas, Dane? —dijo Saira.

—No.

—Claro. —Saira se cruzó de brazos—. Tú no.

El camión dio un bandazo y se adaptó al movimiento, mientras Fitch se tambaleaba, con la barba y el pelo revueltos.

—Ni tú ni nadie.

—Entonces, ¿cómo sabéis que allí hubo algo? —dijo Billy. Saira lo miró fijamente.

—Hola —dijo—. Tal vez no me conozcas. ¿Qué tal? Me llamo Saira Mukhopadhyay, soy una londromante. Londres es mi trabajo.

—¿Tú los recuerdas? —dijo Billy.

—Yo no, pero la ciudad sí. Un poco. Sabe que algo está sucediendo. La quema no es perfecta. La… piel se ha arrugado, por así decirlo. Recuerdo haber recordado uno de ellos. Pero nunca han estado aquí. Hemos consultado lo registros. Nunca estuvieron. Había un camión de bomberos remoloneando por allí el día que Grisamentum debió de haber ascendido. Los bomberos no hacían más que dar vueltas, no sabían por qué se suponía que tenían que estar allí.

—Es lo de Cole, tiene que serlo —dijo Dane despacio—. ¿Quién es el que le está obligando…? ¿Dónde está ese papel? ¿El que estaba en el libro?

Billy se lo dio.

—Aquí. «Katacronoflogisto». Mira.

—Quemar cosas para sacarlas del tiempo —dijo Billy—. Sí. Así que ¿quién y por qué?

—Él debe de saberlo —dijo Saira—. Él sabe más que nosotros.

Miró a Paul. Señaló su espalda. Una pausa larga, incómoda.

—Él podría saber cosas sobre Cole. Tal vez ni siquiera sepa que las sabe.

Esperaron, titubearon. Trataron de pensar en las estrategias de interrogatorio.

Paul habló.

—No lo hagáis —dijo—. Él no va a… Yo os los puedo contar.

Estaba tan tranquilo que creyeron haber oído mal, hasta que volvió decir:

—Yo os los puedo contar. Por qué lo quiere. Para qué lo quiere. Yo puedo contároslo todo.

* * *

—Fue un tatuador de Brixton —dijo—. Entré para hacerme una, ya sabes, una cruz celta en la espalda, pero no solo en blanco y negro, quería verdes también y demás, ya sabes, iban a tardar horas. A mí siempre me gusta hacerlo de una vez, no me va nada liarme con un montón de sesiones, sabes, para mí es todo o nada; siempre ha sido así.

Nadie lo interrumpía. Alguien le trajo algo de beber, que se tomó sin mirar a ninguna parte más que al vacío, sobre el que tenía la mirada fija.

—Sabía que me iba a doler, pero me había emborrachado, aunque supuestamente no se debe, pero bueno. Ya había ido antes a ese tatuador. Habíamos hablado, así que me conocía un poco. Sabía de la gente que conocía, de lo que yo hacía, esas cosas, ¿sabes? Creo que decía lo que le habían ordenado que dijera, porque me parece que estaba como buscando candidatos.

»Me preguntó si me importaría que estuviese aquel otro tío, que era como otro tatuador, dijo, y estaban comparando diseños, y yo le dije que no, que no me importaba. Pensé que no tenía mucha pinta de tatuador. No sé por qué lo pensé, pero estaba demasiado borracho como para que me importara.

»Él miraba mientras el tatuador me lo hacía, y como que le iba aconsejando. No paraba de entrar en un cuartito trasero. Creo que ya sabemos qué había dentro. «Quién», debería decir, supongo.

Dejó escapar una horrible risita falsa de tristeza. No era la historia que esperaban oír, pero ¿quién habría podido interrumpirlo?

—Me enseñaban mi espalda en un espejo una y otra vez. Al tatuador le entraba la risa floja cada vez que lo hacía, pero al otro tío no, él no decía ni mu. Debieron de hacerle algo al espejo. Porque cuando lo miraba, era una cruz. Se veía bien. No sé cómo lo hicieron.

»Al segundo día me quité los vendajes para enseñárselo a una amiga, y coge y me dice: «Pensaba que te ibas a hacer una cruz». Creí que quería decir que era demasiado historiado. Ni siquiera me lo miré. Fue un poco después de eso, cuando se cayeron las costras, cuando me desperté.

Era Grisamentum el que había estado supervisando el diseño. Y allí, en ese cuartito trasero, prisionero y reducido a cada hora que pasaba, estaba el hombre que pasó a convertirse en el Tatuaje. Menudo golpe de banda arcana. No un asesinato (esos hombres eran demasiado crueles, de un modo barroco, para eso), sino un destierro, un encarcelamiento. Tal vez era sangre lo que le daba color a la tinta. Desde luego ese hombre vertió una esencia, llámalo alma, y dejó atrás una cáscara de carne en forma de hombre.

* * *

Paul se había despertado por el rumor que salía de su piel. En su cama no había nadie más que él. La voz se oía apagada.

—¿Qué han hecho? ¿Qué han hecho? —Eso fue lo primero que oyó Paul—. ¿Qué me han hecho esos hijos de puta?

Cuando por fin se quitó los vendajes el hechizo se había esfumado y Paul vio el verdadero tatuaje. Dos conmociones inmediatamente sucesivas: lo que llevaba era una cara; y, mucho peor, (mucho, mucho peor, mucho más importante, de lo pasmoso), que se estaba moviendo.

La cara también estaba estupefacta. Tardó unos minutos en comprender qué le había sucedido. Aterrorizó a Paul. Se puso a decirle qué debía hacer.

No había comido.

—Necesitas tu salud —dijo el tatuaje que llevaba a la espalda—. Come, come, come.

Hasta que Paul comió. Puso a prueba su fuerza. Lo evaluaba como un entrenador. Él le decía que lo dejara en paz, que no existía. Por supuesto, consultó con una doctora y le exigió que le dijera cómo podía eliminarlo. El tatuaje permaneció inmóvil, así que la doctora supuso que Paul era un simple borracho exaltado que la había tomado con aquel espantoso diseño suyo. La lista de espera era larguísima, le dijo la doctora. Por estética.

Paul intentó eliminarlo usando métodos de su propia cosecha, con papel de lija, pero fracasó todas las veces, entre gritos, y el Tatuaje gritando con él. Volvió al local del tatuador, pero hacía mucho tiempo que el propietario se había ido.

Lo tapó, pero aquel envoltorio no duró. Cuando las mordazas se caían, el Tatuaje se ponía a gritar estando en mitad de la calle, lo insultaba y se mofaba de él. Soltaba repugnantes calumnias, tacos e insultos racistas, tratando, en ocasiones con éxito, de conseguir que Paul se llevara sus buenas palizas.

—Ahora, calla —le susurraba después—. Calla. Tú haz lo que yo te diga, no hay necesidad de que vuelva a pasar.

Lo mandaba a garitos clandestinos de magos. Le hizo tejer relaciones, murmurándole las palabras clave necesarias para entrar, le hacía describirle a la clientela por lo bajo, o darse la vuelta para dejar que el Tatuaje mirara a través de su fina camisa, para que supiera quién había dónde, y para orientar a Paul hacia los que conocía.

—Borch —decía, cuando Paul se sentaba de espaldas a las mesas, al otro lado de las cuales se sentaban, sorprendidos, los manejantes—. Ken. Daria. Goss. Soy yo. Mirad. Soy yo.

La intención de Grisamentum debió de ser exiliarlo en esa cárcel móvil de piel, donde no tendría ninguna fuerza, transportado por un huésped que lo detestaría, atormentado por la incorporeidad hasta que su débil portador muriera. Pero el Tatuaje envió a Paul a buscar a sus socios. Volvió a atraerlos a su órbita. Mandó a Paul a alijos secretos de dinero, los empleó para comprar los servicios de magos y conocedores del submundo. El Tatuaje solo tenía su voz y su mente, pero fue suficiente para volver a levantar su imperio.

Uno de los primeros trabajos que desempeñó estando en el cuerpo de Paul fue seguirle la pista y ejecutar al tatuador que lo había dejado atrapado. Paul no lo vio (estaba de espaldas a la masacre, por supuesto), pero pudo oírlo. No fue ni rápido ni sosegado. Se estremecía cuando la sangre le salpicaba la parte trasera de las piernas, inmóvil a manos de los primeros seguidores del Tatuaje que este había hecho convertir en hombres puño.

El Tatuaje quería obviar a Paul. Le dejaba comer lo que quería, leer, ver deuvedés y llevar puestos auriculares mientras él hacía sus negocios. Paul habría podido disfrutar de noches libres, salidas al cine, sexo. Pero después de su primer intento de huida la relación se tensó. Después del segundo, el Tatuaje le había advertido que a la próxima le amputarían las piernas, con una gran incógnita en cuanto a la anestesia.

El Tatuaje estaba tramando su venganza. Pero mientras sometía a examen a los posibles candidatos a asesinos, se enteró de los rumores: Grisamentum se estaba muriendo de todos modos.

* * *

—¿Por qué quiere el Tatuaje al kraken? —dijo Fitch. Paul miró al dios embotellado.

—No lo sabe —dijo—. Simplemente se enteró de que alguien lo quería. Así que él lo quiere primero.

Paul se encogió de hombros.

—Solo eso. Ese es su plan. «No dejar que nadie más lo tenga». Si por él fuera, le prendería fuego…

Paul no advirtió las miradas que suscitó su comentario.

—Sé quiénes sois —les dijo a Billy y Dane—. He oído todo lo que decía.

—Mira —le dijo Billy a Fitch—. Nosotros estamos aquí. Lo tenemos. Lo estamos protegiendo. No vamos a dejar que arda, eso para empezar. Ahora tenemos en nuestras manos a uno de los agentes importantes. Toda esta historia del… fuego debería ser cada vez menos probable, ¿no?

Los londromantes se habían empleado a fondo, desesperadamente, a la caza del futuro. Fitch se paraba a picar acera a cada rato; precipitados paseos ambulománticos para ver qué desvelaban los recodos de la ciudad; ailuromancia con gatos de ligeras patas; lecturas de polvo y otros objetos londinenses al azar.

—Eso tendría que haber ayudado, ¿no?

—No —dijo Fitch. Abrió y cerró la boca, y volvió a intentarlo—. Se aproxima más rápido que nunca. Pronto. No sé cómo, pero no hemos conseguido nada.

Sin redención, sin remisión, sin reversión. Solamente la misma inminencia de siempre.

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