Kraken

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Sexta parte » 65

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Todo aquello no les había valido absolutamente para nada, pensaba Collingswood. Una mierda pinchada en un palo. Estaba claro que algo gordo había pasado. Tampoco sabía aún de qué se trataba: había aparecido en el escenario de una especie de berenjenal, percibiendo en el ambiente el sabor de gente conocida, el sabor de los mismísimos Billy y Dane, a los que albergaban la esperanza de echar el lazo, con los trucos que había arrojado degradándose penosamente en aquella atmósfera, como babosas en sal. Se había producido un cambio, desde luego. Algo había oscilado, y era de locos, y ridículo, lo mucho que estaba costando averiguar qué. Y Baron y Vardy no ayudaban.

Es lo que hay. Collingswood agotó todos sus recursos. Hizo llamadas y pidió favores, mandó a la dispuesta de Jeta a husmear recados, con un estrés demencial por las prisas, por lo que fuera que se avecinaba. Pese a su costumbre de evitar pensar en ello, se hizo cargo de la investigación. Parecía que algunos personajes de los que no esperaba volver a oír hablar, a los que nunca se había enfrentado personalmente pero que eran bien conocidos en el entorno de los especialistas policiales, habían vuelto, o habían vuelto de nuevo, o no estaban muertos, o estaban promoviendo el fin del mundo, o venían a por ti.

Esta vez fue ella la que hizo caso omiso de las llamadas de Baron por un tiempo. Trabajando desde casa, desde cafeterías que ocupaban líneas ley, con un ordenador portátil. Algunas escalas con contactos.

—¿Qué oyes? Y no me cuentes esa milonga de que nadie lo sabe, no hay nada de lo que nadie sepa nada.

Porque la única línea de argumentación con la que se topaba una y otra vez, la única conexión que le hacía pensar que aún no iba del todo desencaminada, en esos tiempos de declive, tenía que ver con los pistogranjeros. A los que oficialmente, para sí misma, había aumentado de rango, despojándolos de su simple condición de rumor. Cosa que había hecho, como más tarde se recordaría, rebuscando el orgullo en aquellos tiempos de debacle, antes de recibir todas aquellas señales recabadas y que se solidificaran en una masa crítica en forma de intuición, y de repente no solo supo que los pistogranjeros estaban a punto de atacar, sino también dónde.

Hostia puta. ¿Qué? ¿Por qué? Eso iba a tener que esperar. Pero, aun así, Collingswood no pudo evitar pensar: Si están en el punto de mira, deben de habérselo llevado ellos. Lo que significaba que la UDFS tenía menos idea aún de lo que creían.

—Jefe. Jefe. Cállese y escuche.

—¿Dónde está, Collingswood? ¿Dónde ha estado? Tenemos que hablar de…

—Jefe, cierre el pico. Tenemos que vernos.

Estaba negando con la cabeza. La indefinidamente repentina clarividencia del propósito interceptado la había dejado anonadada. Ella sabía que era buena, pero ¿tanto como para enterarse de esa clase de cosas? Han salido de su escondrijo, ya les da igual.

—¿Vernos dónde? ¿Por qué?

—Porque está a punto de producirse un ataque de tres pares de narices, así que traiga refuerzos. Traiga armas.

* * *

¿Escaparía a la atención del Londres oculto que la noche en que una competición apocalíptica a pequeña escala se había convertido en la cuña que abría una grieta en el cielo, Fitch y su facción londromante se habían ausentado de las proximidades de la Piedra de Londres? ¿Se podía ignorar algo así?

—Vivimos en un tiempo prestado —dijo Saira.

Nada de eso podía durar. Los miembros de la facción londromante que podían, analizaban obsesivamente el futuro (o posibles futuros, como ellos mismos se encargaban de recordarse a sí mismos) desde la seguridad de un tráiler. El trabajo se había vuelto sencillo y mínimo: mantener al kraken alejado de cualquier problema hasta, durante y después del crepuscular último día. Para evitar que fuera ese día. Era lo único que se les ocurría que podían hacer. Un nuevo deber sagrado.

«Ha habido otro». «Otros dos». Los londromantes, por medio de la interpretación de sueños agónicos y recuerdos, interpretaban la historia de la ciudad y las ampollas de quemaduras en su cronología, recopilaban estas nuevas y extrañas guías, estas víctimas arquitectónicas, temporales, del fuego premeditado.

—¿Te acuerdas de aquel taller que había junto a la planta de gas? ¿Aquel art déco que molaba tanto?

—No.

—Ves, a eso me refiero, ahora ya no ha estado nunca allí. Pero mira.

Una postal antigua del edificio, con machas de hollín y aspecto volátil, que hacía esfuerzos denodados por seguir existiendo, por no apagarse en la cronología lacerada por el fuego.

Wati estuvo ausente durante horas, luego un día. No respondía a ninguna palabra susurrada a las figurillas que sacaban del vehículo. ¿Era una retirada, una rendición, lo que estaba negociando?

A Paul lo instalaron cómodamente. No tenían problemas de comida. Se paraban un momento y Saira metía las manos en el muro de la esquina de algún callejón, lo trabajaba como si fuera arcilla, y a lo mejor, de una curvatura en un andamio, los ladrillos pasaban a ser un llavero, unas llaves y, por fin, una bolsa de comida para llevar.

En dos ocasiones le destaparon la boca al Tatuaje, con la vana esperanza de que dijera algo incriminatorio o útil o revelador. Ahora ya todo debería estar reconduciéndose, en la presencia de aquel malévolo elemento, y no era así. El Tatuaje guardaba silencio. Esa actitud estaba a años luz de ser propia de él. Pero a juzgar por ciertos ademanes de las líneas de tinta de su rostro, cualquiera habría pensado que había perdido el hechizo.

—Sigue teniendo tropas ahí fuera —dijo Paul. Pequeñas acciones desesperadas en la retaguardia. Cabezas huecas en situación medio de asalto, medio de defensa, contra enemigos tradicionales, forzados a tomar sus propias iniciativas, precisamente aquello que tanto se habían esforzado por evitar. Gente revelando secretos despreocupadamente, cabezas huecas peleando por ellos, ganando y muriendo, pereciendo, con sus armaduras de cuero ajadas, sus cascos reventados, dejando súbitamente a la vista unas manos enanas en sustitución de sus pollas y pelotas, ecos carnosos de las manos que tienen por cabezas.

—Tal vez Goss y Subby hayan vuelto.

Fitch gritó. Le camión dio un bandazo. No en respuesta al sonido emitido por él —el conductor londromante no pudo haberlo oído—, sino porque algo se encendió en la mente del conductor al tiempo que se encendía en la mente de Fitch, en ese mismo instante. Fitch gritó.

—Tenemos que regresar —dijo, una y otra vez.

Todo el mundo se había puesto en pie. Incluso Paul se había levantado de un salto, listo para lo que fuera.

—Atrás, atrás, al corazón —dijo Fitch—. He oído un…

En el tañido de las antenas, en la llamada de la ciudad,

—Alguien ha venido a por ellos.

* * *

Tenían que sacar el camión de su círculo de evasión por calles que a duras penas permitían el paso, tan estrechas que Billy estaba seguro de que el conductor lo había trucado para evitar que chocasen. Por todas partes había violencia, oculta y convencional. Policía y ambulancias y camiones de bomberos transitando sin rumbo fijo, los edificios que habían sido erigidos y las propias llamadas de alarma borrados de la memoria, de forma que a mitad de camino ningún bombero lograba recordar para qué habían salido. El camión se acercó todo lo posible a la tienda de deportes desmantelada donde se albergaba la Piedra de Londres. Oyeron más sirenas y oyeron disparos.

Había unos cuanto transeúntes en la calle, pero demasiado pocos para lo que aún no se podía llamar noche. Aquellos que habían salido deambulaban como lo que eran: gente de un régimen en guerra. Había cinta policial alrededor del edificio. Agentes armados les hacían señas para que dieran media vuelta, cauterizando la zona.

—No podemos pasar —dijo Billy. Pero estaba con los mismísimos londromantes. Como si esos callejones a los que se asomaban fueran a rechazarlos, como si las callejas no fueran a cambiar de nuevo para ondularse amablemente ante Fitch y Saira y sus camaradas, ahora que no se escondían y no les importaba si la ciudad lo advertía. Así que guiaron a Dane y a Billy, corriendo como escolares a la fuga, por algún callejón de ladrillo sin salida que los volcó con arquitectónica brusquedad hacia un pasillo de aquel desagradable espacio, cercano al corazón de Londres, donde aún se batallaba.

La policía no entraría en una zona de fuego libre. Desde la guarida de los londromantes en el corredor de escaparates de comercios, emergieron dos figuras vestidas de oscuro. Portaban pistolas y disparaban por detrás de ellos en su avance. Dane abrió de una patada la puerta de una tienda vacía, y Billy arrastró a Saira y a los demás adentro, fuera de su alcance. Fitch se sentó pesadamente y resolló.

—Quítame las manos de encima —dijo Saira. Estaba apretando para convertir la materia plástica de Londres en algo mortífero, presionando con los dedos lo que había sido un trozo de pared y se estaba transformando en esa otra parte de Londres, una pistola. Estaba temblando, valiente y aterrorizada. Los hombres disparaban, y dos londromantes que seguían en el pasillo salieron despedidos de espaldas.

Los hombres vestían trajes oscuros, sombreros, abrigos largos: atuendo de asesino. Billy disparó y falló, y el estallido de su fáser fue trémulo y vacilante. Se estaba agotando. Un impacto de la pistola de Dane alcanzó a un hombre, pero no lo mató, y le hizo gemir.

Por la entrada de la tienda, detrás de ellos, salieron figuras estrepitosas. Eran cosas compuestas, hechas de ciudad. Papel, ladrillos, pizarra, alquitrán, señales de tráfico y olor. Uno se movía casi como un artrópodo, otro más como un ave, pero ninguno se parecía a nada. Piernas de tubos de andamio o vigas, brazos de astillas de madera; uno tenía una espina dorsal de cristales rotos sobre cemento, como un caballo de Frisia. Billy les espetó un grito a aquellos mestizos seres urbanos. Uno agarró con dedos de canalón otoñal al atacante que tenía más cerca y lo mordió, exactamente como mordería una azotea. El otro gritó, pero el ser lo succionó, así que aquel pataleó mientras lo vaciaba. Su compañero echó a correr. Hacia alguna parte.

Los dos londromantes contra los que habían disparado estaban muertos. Saira apretó los dientes.

Los depredadores-fragmentos de la ciudad se dirigieron hacia ella.

—Rápido —gritó Billy, pero ella les chasqueó los dedos como si de perros se tratase.

—No es nada —dijo—. Son anticuerpos de Londres. Me conocen.

El sistema inmune gorjeó y traqueteó. Otro joven londromante se reunió con Saira, y ella no levantó la mirada. Cuando Dane y Billy se acercaron, los seres defensivos se encabritaron, adoptando complejas posturas, haciendo alarde de la esencia urbana que tenían sus armas. Saira chasqueó la lengua y se calmaron.

Dentro de la tienda de deportes había una amalgama de cuerpos y accesorios desmembrados. No todos los londromantes que quedaban estaban muertos. La mayoría sí, con heridas de bala en la cabeza y el pecho. Saira fue pasando por todos los supervivientes, uno a uno.

—Ben —dijo—. ¿Qué ha pasado?

—Hombres —dijo él. Apretó los dientes. Se miró el muslo empapado en sangre.

Los hombres de traje oscuro habían entrado. Habían disparado contra todo el que les hizo frente, con armas feroces, sobrecogedoras. A los que quedaban con vida les preguntaron con insistencia: «¿Dónde está el kraken?» Habían oído llegar a la policía, pero la policía, siguiendo un protocolo de no entrada, había encerrado juntos a los atacantes y a los atacados.

—Tenemos que darnos prisa —le dijo Billy a Dane. Él esperó, aguardó, lo mejor que pudo, pero tuvo que decirle a Saira que se apresurara ella también. Se quedó mirándolo, inexpresiva.

Los atacantes sabían el secreto que Fitch y Saira y sus camaradas traidores habían guardado. Pero el resto de los londromantes a los que habían ido a masacrar, no; ellos estaban al margen, el núcleo duro de excluidos, un camuflaje involuntario dejado en su sitio para fingir que todo estaba como debía. No entendieron la pregunta de los pistogranjeros. Cosa que debe de ser toda una provocación para un asesino. Algunos videntes, desesperados, habían logrado provocar la aparición de los anticuerpos, un poco tarde.

—Intentábamos mantenerlos a salvo —dijo Saira—. Por eso no les contamos nada.

Con un martilleo de fragmentos de madera y yeso desprendido a patadas, Fitch llegó al umbral. Miró dentro y, simplemente, profirió un alarido. Se agarró a la entrada.

—Tenemos que irnos —dijo Billy—. Saira, lo siento. Los polis van a entrar en cualquier momento. Y los cabrones que han hecho esto saben que tenemos al kraken.

Dane le cogió la mano a Billy y la puso sobre la herida de una mujer muerta. En la carne de la londromante, que se estaba enfriando, había una calidez.

—Incubación —dijo Dane—. Pistogranjeros.

En los muertos, las balas eran huevos. Las pistolas crecerían y saldrían del cascarón, y tal vez una o dos pistolitas conseguirían reunir la fuerza suficiente para emerger, y llamar a sus padres.

—No nos los podemos llevar —murmuró Billy.

—No nos los podemos llevar —dijo Saira, con la voz muerta, al ver la acción de Dane.

El último de los londromantes y los anticuerpos de Londres se volvieron con su líder, si es que Fitch aún lo era, a través de aquellos atrayentes y estrafalarios caminos urbanos, de regreso a su camión.

—Nosotros somos los londromantes —repetía y se lamentaba Fitch sin cesar—. ¿Quién querría hacer esto?

Vosotros quebrantasteis la neutralidad primero, evitó decir Billy.

—Hay normas nuevas —dijo Dane—. Todo está a disposición de cualquiera. Es de locos. No les importaba ser vistos.

Era como si lo desearan. Así funciona el terror. Se quedaron mirando a Paul.

—Esto no —dijo. Sacudió la cabeza hacia su propia espalda—. Nazis y puños y Boba Fetts, pero pistogranjeros, no.

Salpicaba la sangre. Los londromantes que habían sobrevivido miraron al kraken chapoteando en su tanque.

—Pero ¿por qué está…? —decían—. ¿Qué hace aquí? ¿Qué está pasando?

Fitch no contestó. Saira apartó la mirada. Paul los observaba a todos. Billy sintió como si el kraken lo estuviera contemplando con sus ojos vacíos.

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