Kim

Kim


Capítulo 8

Página 12 de 27

Capítulo 8

Le debo algo al suelo que me produjo,

Más a la vida que me alimentó,

Pero aún más a Alá que me dio

Una cabeza con dos partes distintas.

Renunciaría a camisas, a zapatos,

A amigos, tabaco o pan

Antes que perder por un instante

Una de las dos partes de mi cabeza.

El hombre de las dos partes

—Entonces, en nombre de Dios, cambia el rojo por el azul —dijo Mahbub, aludiendo al color hindú del horrible turbante de Kim.

Kim contraatacó con un viejo proverbio:

—«Cambiaré mi fe y mi ropa de cama, pero tienes que pagar por ello».

El tratante se rio hasta caerse casi del caballo. La transformación tuvo lugar en una tienda, a las afueras de la ciudad, y Kim salió convertido, al menos en apariencia, en un musulmán.

Mahbub alquiló una habitación frente a la estación, encargó una comida exquisita, con dulces de almendra y cuajada (balushai lo llamamos) y tabaco de Lucknow finamente picado.

—Esto es mejor que lo que comí con el sij —dijo Kim, sonriendo mientras se acuclillaba—, y desde luego en mi madraza no sirven estas comidas.

—Tengo ganas de escucharte contar sobre esa madraza. —Mahbub se llenó la boca con grandes albóndigas de cordero especiado, frito en grasa con col y cebollas bien doradas—. Pero cuéntame primero bien, y con sinceridad, de qué manera escapaste. Porque, oh Amigo de todo el Mundo —aflojó su cinturón que reventaba—, no creo que suceda a menudo que un sahib, hijo de sahib, se escape de allí.

—¿Cómo podrían hacerlo? No conocen la tierra. No fue nada —dijo Kim, y empezó su historia. Cuando llegó a la parte del disfraz y del encuentro con la chica del bazar, la gravedad de Mahbub Ali desapareció. Se rio a mandíbula batiente, golpeándose el muslo con la mano.

¡Shabash! ¡Shabash! ¡Oh, bien hecho, pequeño! ¿Qué dirá de esto el curador de turquesas? Ahora, despacio, oigamos que sucedió después, paso a paso, sin omitir nada.

Paso a paso pues, Kim contó sus aventuras, interrumpiéndose por algún acceso de tos cuando el tabaco, de un sabor intenso, le entraba en los pulmones.

—Ya lo dije —Mahbub Ali hablaba consigo mismo—, dije que el poni se escapó para jugar al polo. El fruto ya está maduro, excepto que debe aprender las distancias, el paso, las varas de medir y la brújula. Escúchame ahora. He desviado de tu piel el látigo del coronel y no es un pequeño servicio.

—Cierto. —Kim fumaba soltando bocanadas con serenidad—. Es verdad.

—Pero no hay que creerse que este corretear de aquí para allá es bueno para algo.

—Eran mis vacaciones, hajji. Fui un esclavo durante muchas semanas ¿Por qué no podía largarme cuando la escuela estaba cerrada? Además, fíjate que, viviendo de mis amigos o trabajando para ganarme el pan, como hice con el sij, le he ahorrado al sahib coronel un gran gasto.

Los labios de Mahbub se contrajeron bajo su bien recortado bigote musulmán.

—¿Qué son unas pocas rupias —el pastún hizo un gesto de arrojar algo con desprecio— para el sahib coronel? Él gasta el dinero con un propósito, no por cariño hacia ti.

—Eso —dijo Kim despacio— lo sé desde hace mucho tiempo.

—¿Quién te lo dijo?

—El propio coronel sahib. No con tantas palabras, pero lo suficientemente claro para alguien que no sea corto. Sí, me lo dijo en el te-ren cuando íbamos hacia Lucknow.

—Que así sea. Entonces te contaré algo más, Amigo de todo el Mundo, aunque al hacerlo pongo mi cabeza en tus manos.

—Ya estuvo en mis manos —dijo Kim con gran placer—, en Ambala, cuando me recogiste en tu caballo después de que el tambor me golpeara.

—Habla un poco más claro. Todo el mundo puede contar mentiras excepto tú y yo. Porque también tu vida está en mis manos si decido levantar aquí el dedo.

—Eso también lo sé —dijo Kim colocando el trozo de carbón ardiente sobre el tabaco—. Es un lazo muy fuerte entre nosotros. Es verdad, tu poder es más fuerte que el mío porque ¿quién iba a echar de menos a un chico muerto a golpes, o arrojado tal vez a un pozo a la vera del camino? Por el contrario, mucha gente aquí y en Simia, y más allá de los pasos, tras las montañas, dirían: «¿Qué ha sucedido con Mahbub Ali?» si fuera encontrado muerto entre sus caballos. Seguro también que el coronel sahib haría preguntas. Pero a pesar de todo —la cara de Kim se arrugó con malicia— no haría una investigación muy larga, por miedo a que la gente preguntara: «¿Qué tiene que ver este sahib con el tratante de caballos?». Pero yo… si yo viviera…

—Pero como tú seguramente morirías…

—Puede ser; pero digo, si yo viviera, yo y sólo yo sabría que alguien se acercó de noche, como un vulgar ladrón quizás, al soportal de Mahbub Ali en el caravasar y allí le había asesinado, antes o después de haber rebuscado a fondo en las alforjas y entre las suelas de sus babuchas. ¿Son esto noticias que darle al coronel o me diría él (recuerdo cuando me envió de vuelta por una caja de cigarros que no se había olvidado) «¿Qué tengo yo que ver con Mahbub Ali?»?

Una nube de humo denso se elevó por el aire. Hubo una larga pausa. Entonces Mahbub Ali habló con admiración:

—¿Y con todo esto en tu cabeza, te acuestas y te levantas entre todos los pequeños hijos de sahib en la madraza y aceptas sin rechistar las enseñanzas de tus profesores?

—Es una orden —dijo Kim con suavidad—. ¿Quién soy yo para discutir una orden?

—Un completo hijo de Eblis —dijo Mahbub Ali—. Pero ¿qué es esa historia del ladrón y del registro?

—Lo que vi —contestó Kim— la noche que mi lama y yo pasamos en tu parte del caravasar de Cachemira. La puerta no estaba cerrada, lo que no creo que sea tu costumbre, Mahbub. Entró como si estuviera seguro de que no regresarías pronto. Acerqué el ojo a la rendija de un tablón. El desconocido parecía buscar algo en particular, ni alfombras, ni estribos, ni bridas, ni cacharros de latón, algo pequeño y escondido con mucho cuidado. Si no ¿por qué hurgó con un hierro entre las suelas de tus babuchas?

—¡Ha! —Mahbub Ali sonrió con benevolencia—. Y viendo todo eso ¿qué historia te figuraste, Pozo de la Verdad?

—Ninguna. Puse mi mano sobre mi amuleto, que está siempre sobre mi piel, y, recordando el pedigrí del semental blanco que me encontré al morder un trozo de pan musulmán, me fui a Ambala sabiendo que habían puesto sobre mí una gran confianza. Si lo hubiera querido, habrías perdido tu cabeza en ese momento. Sólo necesitaba decirle a aquel hombre «aquí tengo un papel que no puedo leer, pero que trata de un caballo». ¿Y entonces? —Kim atisbo el rostro de Mahbub bajo sus cejas.

—Entonces, a renglón seguido hubieras tragado agua dos veces, quizás tres. Más de tres veces no creo —dijo simplemente Mahbub.

—Es verdad. Pensé en eso un momento, pero pensé sobre todo en que te tenía cariño, Mahbub. Por ello fui a Ambala, como sabes, pero (y esto no lo sabes) me escondí entre las plantas del jardín para ver lo que el coronel sahib Creighton hacía al leer el pedigrí del semental blanco.

—¿Y qué hizo? —preguntó Mahbub, ya que Kim había interrumpido la conversación.

—¿ das noticias por amor o las vendes? —le preguntó Kim.

—Vendo y compro. —Mahbub cogió una moneda de cuatro annas de su cinto y la sostuvo en alto.

—¡Ocho! —dijo Kim, siguiendo automáticamente el instinto comerciante del Oriente.

Mahbub se rio y agarró la moneda.

—Es muy fácil tratar en ese mercado, Amigo de todo el Mundo. Cuéntamelo por amor. Cada uno de nosotros tiene la vida del otro en la mano.

—Muy bien. Vi al sahib Jang-i-Lat (el comandante en jefe) llegar a una gran cena. Lo vi en la oficina del sahib Creighton. Vi a ambos leer el pedigrí del semental blanco. Escuché las mismísimas órdenes que dieron para el comienzo de la gran guerra.

—¡Hah! —Mahbub asintió con sus profundos ojos encendidos—. El juego está bien jugado. La guerra está ahora concluida y, esperémoslo, el mal cortado de cuajo antes de que pudiera prosperar, gracias a mí, y a ti. ¿Qué hiciste después?

—Hice de las noticias un gancho para conseguir comida y respeto entre la gente de un pueblo cuyo sacerdote drogó a mi lama. Pero como yo le guardé la bolsa al viejo, el brahmán no encontró nada. Así que a la mañana siguiente estaba enfadado. ¡Ho! ¡Ho! ¡Y también usé las noticias cuando caí en manos del regimiento de blancos con su toro!

—Eso fue una tontería —le reprochó Mahbub—. Las noticias no son para esparcirlas por ahí como si fueran tortas de boñiga, sino para usarlas con moderación, como el bhang[99].

—Ahora yo también pienso lo mismo y además, no me hizo ningún bien. Pero eso fue hace mucho tiempo —hizo como si lo borrara todo con su mano delgada y morena— y desde entonces, especialmente en la madraza, en las noches bajo el punkah, he pensado muchísimo.

—¿Está permitido preguntar adónde ha podido conducir el pensamiento del Nacido en el Cielo? —preguntó Mahbub con refinado sarcasmo, acariciando su barba escarlata.

—Está permitido —dijo Kim adoptando el mismo tono—. Dicen en Nucklao que ningún sahib debe confesarle a un negro que ha cometido una falta.

Mahbub se golpeó el pecho con la mano porque llamar a un pastún «hombre negro» (kala admi) es una afrenta que se lava con sangre. Luego cambió de opinión y sonrió.

—Habla, sahib. Tu hombre negro escucha.

—Pero —dijo Kim— yo no soy un sahib y digo que me equivoqué maldiciéndote, Mahbub Ali, aquel día en Ambala cuando pensé que era traicionado por un pastún. No tenía la cabeza clara porque acababa de ser atrapado y deseaba matar a aquel tambor descastado. Ahora digo, hajji, que estuvo bien hecho; y veo mi camino hacia un servicio de provecho muy claro ante mí. Me quedaré en la madraza hasta que esté preparado.

—Bien dicho. En este juego hay que aprender especialmente las distancias, los números y la manera de usar brújulas. Alguien te espera arriba en las montañas para mostrártelo.

—Aprenderé sus enseñanzas con una condición: que, cuando la madraza esté cerrada, mi tiempo me pertenezca sin preguntas. Pídele esto al coronel para mí.

—Pero ¿por qué no preguntar al coronel en el lenguaje del sahib?

—El coronel es el servidor del Gobierno. Basta una palabra para enviarle aquí o allá y debe pensar en su propia promoción (¡Ves cuánto he aprendido ya en Nucklao!). Además, conozco al coronel desde hace sólo 3 meses. Pero hace seis años que conozco a un tal Mahbub Ali ¡por eso! Iré a la madraza. Aprenderé en la madraza. Seré un sahib en la madraza. Pero cuando la madraza cierre, entonces tengo que quedar libre para ir con mi gente. Si no, ¡me muero!

—Y ¿quién es tu gente, Amigo de todo el Mundo?

—Esta tierra grande y maravillosa —dijo Kim, haciendo un gesto con la mano que abarcaba toda la pequeña habitación de paredes de arcilla, donde la lámpara de aceite en su nicho ardía con dificultad a través del humo del tabaco—. Y, además, vería a mi lama otra vez. Y además, necesito dinero.

—Eso lo necesita todo el mundo —dijo Mahbub con pesar—. Te daré ocho annas, porque no se saca mucho dinero con los cascos de los caballos y esto debe bastar para muchos días. En cuanto al resto, estoy muy satisfecho y no es necesario hablar más. Date prisa para aprender y en tres años, o puede ser que menos, serás una ayuda, incluso para mí.

—¿He sido tal estorbo hasta ahora? —dijo Kim con una risita de pícaro.

—No me repliques —gruñó Mahbub—. Eres mi nuevo mozo de caballos. Ve y duerme entre mis hombres. Están cerca del extremo norte de la estación con los caballos.

—Si llego sin autorización, me echarán a golpes al extremo sur.

Mahbub tanteó en su cinto, mojó su dedo en una pastilla de tinta china y marcó la huella en un trozo de suave papel indio. Desde Balkh[100] a Bombay los hombres conocen esa huella de bordes desiguales con la vieja cicatriz cruzando en diagonal.

—Basta mostrarle esto al jefe de mis hombres. Yo iré por la mañana.

—¿Por qué calle? —preguntó Kim.

—Por la que viene de la ciudad. Sólo hay una, y luego regresamos junto al sahib Creighton. Te he librado de una paliza.

—¡Alá! ¿Qué es una paliza cuando la propia cabeza está floja sobre los hombros?

Kim se deslizó en la noche silenciosamente, dio media vuelta alrededor de la casa manteniéndose pegado a los muros y se alejó de la estación una milla más o menos. Entonces, haciendo un amplio rodeo dio la vuelta despacio porque necesitaba tiempo para inventar una historia en el caso de que alguno de los guardas de Mahbub hiciera preguntas.

Los hombres estaban acampados en un terreno abandonado al lado de la estación y, naturalmente, como buenos nativos, no habían descargado los dos vagones en los que estaban los animales de Mahbub junto a una partida de caballos autóctonos, comprados por la compañía de tranvías de Bombay. El vigilante, un musulmán demacrado, de pinta tuberculosa, enseguida le dio el alto a Kim, pero se tranquilizó a la vista de la señal digital de Mahbub.

—Por su bondad el hajji me ha dado trabajo —dijo Kim con sequedad—. Si no lo crees, espera a que llegue por la mañana. Entre tanto, un sitio al lado del fuego.

Siguió la habitual charla trivial que todos los nativos de casta baja deben entablar a la mínima ocasión. Cuando se acalló, Kim se tumbó un poco más allá del pequeño séquito de Mahbub, casi bajo las ruedas de un vagón de caballos, con una manta prestada para cubrirse. Un lecho entre trozos de ladrillos, gravilla y basura en una noche húmeda, entre caballos apretujados unos contra otros y baltis sin lavar no atraería a la mayoría de los chicos blancos; pero Kim se sentía en la gloria. El cambio de escenario, de trabajo y de entorno era como oxígeno para su pequeña nariz y el recuerdo de las buenas camas blancas y limpias de San Javier, alineadas bajo el punkah, le daba tanto gusto como la repetición de la tabla de multiplicar en inglés.

—Soy muy viejo —pensó somnoliento—. Cada mes me vuelvo un año más viejo. Era muy joven y un tonto del que aprovecharse, cuando llevé el mensaje de Mahbub a Ambala. Incluso cuando estaba con ese regimiento blanco era muy joven y pequeño y aún no tenía juicio. Pero ahora aprendo algo cada día y en tres años el coronel me sacará de la madraza y me dejará ir por el camino con Mahbub a la caza de pedigríes de caballos o a lo mejor voy solo; o a lo mejor encuentro al lama y voy con él. Sí, eso es lo mejor. Caminar otra vez como chela con mi lama cuando él vuelva de Benarés. —Los pensamientos llegaban más lentos y desconectados. Estaba sumergiéndose en un bello mundo de sueños cuando sus orejas captaron un susurro, fino y agudo, por encima de la charla monótona alrededor del fuego. Venía del vagón de caballos revestido de hierro.

—¿Entonces no está aquí?

—Dónde va a estar sino retozando en la ciudad. ¿Quién busca a una rata en un estanque de ranas? Vámonos. No es nuestro hombre.

—No debe cruzar los pasos una segunda vez. Es la orden.

—Encarga a alguna mujer que le envenene. Son sólo unas pocas rupias y no hay rastro.

—Excepto el de la mujer. Tiene que ser más seguro; y recuerda el precio por su cabeza.

—Sí, pero la policía tiene un brazo largo y estamos lejos de la Frontera. ¡Si estuviéramos ahora en Peshawar!

—Sí, en Peshawar —se mofó la segunda voz—. Peshawar, lleno de sus parientes de sangre, lleno de escondrijos y de mujeres bajo cuyas faldas puede esconderse. Sí, Peshawar o Jehannum, los dos nos vendrían igual de bien.

—Entonces, ¿cuál es el plan?

—Oh, ¡serás imbécil!, ¿no te lo he contado ya cien veces? Esperamos hasta que venga a acostarse y entonces un tiro certero. Los vagones nos protegerán de una persecución. Sólo tenemos que correr de vuelta sobre las vías y seguir nuestro camino. No verán de dónde viene el disparo. Espera aquí al menos hasta el alba. ¿Qué especie de faquir eres para temblar ante una pequeña vigilancia?

—¡Oho! —pensó Kim, con sus ojos cerrados—. Se trata otra vez de Mahbub. ¡Es cierto que un pedigrí de un semental blanco no es una buena mercancía para vendérsela a los sahibs! O a lo mejor Mahbub ha estado vendiendo otras noticias. ¿Qué hay que hacer ahora, Kim? No sé dónde se aloja Mahbub y si él llega antes del amanecer, le van a disparar. Eso no te traería cuenta, Kim. Y no es un asunto para la policía. Eso no le traería cuenta a Mahbub; y —casi se carcajeó en alto— no recuerdo ninguna lección de Nucklao que me ayude. ¡Alá! Aquí está Kim y allí están ellos. A ver, primero Kim tiene que despertarse y marcharse, de tal modo que no sospechen. Una pesadilla despierta a un hombre, así…

Kim se apartó la manta de la cara y se incorporó de repente con el grito terrible, balbuceante e inarticulado de los asiáticos despertados por una pesadilla.

—¡Urr-urr-urr-urr! ¡Ya-la-la-la-la! ¡Narain! ¡El churel! ¡El churel!

Un churel es el fantasma especialmente maligno de una mujer que ha muerto de parto. Está al acecho en caminos solitarios, sus pies están girados hacia atrás a la altura de los tobillos y lleva a los hombres al tormento.

El aullido tembloroso de Kim subió de tono hasta que al final se puso de pie y se alejó tambaleante y medio dormido mientras el campamento le maldecía por despertarles. Unas veinte yardas vía arriba se echó al suelo otra vez, cuidando de que los susurradores oyeran sus gruñidos y gemidos mientras recobraba la calma. Después de unos minutos rodó hacia la carretera y se escabulló en la densa oscuridad.

Kim anduvo veloz hasta llegar a una canalización y se dejó caer detrás, con el mentón al nivel de la cuneta. Desde allí controlaría el tráfico nocturno sin ser visto.

Dos o tres carros pasaron tintineando de camino hacia los suburbios, un policía tosiendo y uno o dos apresurados caminantes que cantaban para mantener alejados a los malos espíritus. Entonces repicaron los cascos de un caballo.

—¡Ah! Este parece Mahbub —se dijo Kim cuando el animal pegó un respingo ante la pequeña cabeza por encima del conducto.

—Ohé, Mahbub Ali —murmuró—, ¡ten cuidado!

Las riendas tiraron del caballo hacia atrás quedando este casi sobre sus cuartos traseros y le forzaron a acercarse a la canalización.

—Nunca más —dijo Mahbub— tomaré un caballo herrado para cabalgar por la noche. Van recogiendo todos los huesos y clavos de la ciudad. —Se inclinó para levantarle la pata delantera y eso colocó su cabeza a un pie de la de Kim—. Agáchate, mantente agachado —murmuró—. La noche está llena de ojos.

—Dos hombres esperan tu llegada detrás de los vagones de caballos. Te dispararán cuando estés acostado porque hay un precio por tu cabeza. Lo he oído cuando me estaba durmiendo cerca de los caballos.

—¿Los viste?… ¡Tranquilo, Señor de los Demonios! —dijo con furia al caballo.

—No.

—¿Tenía uno la apariencia de un faquir?

—Uno le dijo al otro, «¿Qué clase de faquir eres que tiemblas por una pequeña vigilancia?».

—Bien. Vuelve al campamento y acuéstate. Esta noche no moriré.

Mahbub hizo girar su caballo y desapareció. Kim regresó por el foso de la canalización hasta que llegó al punto opuesto al de su segundo lugar de descanso, se deslizó como una comadreja a través de la carretera y se enroscó en su manta de nuevo.

—Al menos Mahbub lo sabe —pensó contento—. Y la verdad es que habló como si lo esperara. No creo que a esos dos les aproveche la vigilancia esta noche.

Pasó una hora, y, a pesar de tener la mejor intención del mundo de mantenerse despierto toda la noche, Kim se durmió profundamente. De vez en cuando, un tren nocturno rugía a lo largo del metal a veinte pies de él, pero Kim poseía la indiferencia oriental hacia el ruido y este no se coló en ninguno de sus sueños mientras dormía.

Mahbub desde luego no estaba durmiendo. Le enfurecía terriblemente que gente de fuera de su tribu y sin nada que ver con sus asuntillos amorosos persiguieran su vida. Su primer impulso fue cruzar la vía férrea por abajo, subirla de nuevo, pillar a sus bienhechores por detrás y ejecutarlos sumariamente. Pero aquí, reflexionó con pena, otra rama del Gobierno, totalmente desconectada del coronel Creighton, podría pedir explicaciones que serían difíciles de facilitar y Mahbub sabía que al sur de la Frontera se armaba un lío ridículo por un cadáver o dos. Desde que envió a Kim a Ambala con el mensaje, no había sido molestado de esta manera y había creído que al fin la sospecha había sido desviada.

En ese momento se le ocurrió una brillante idea.

—El inglés cuenta eternamente la verdad —se dijo—, así que nosotros, los de este país, pasamos eternamente por tontos. Por Alá, ¡le contaré la verdad a un inglés! ¿De qué vale la policía del Gobierno si a un pobre kabuli le roban sus caballos en los mismísimos vagones? ¡Esto es tan peligroso como Peshawar! Depositaré una queja en la comisaría. Aún mejor, ¡ante algún sahib joven del ferrocarril! Esos le ponen mucho empeño y si capturan ladrones se recordará como un gran mérito.

Ató su caballo fuera de la estación y anduvo hasta el andén.

—¡Hola, Mahbub Ali! —saludó un joven asistente del inspector de tráfico del distrito que iba a inspeccionar el tramo, un joven alto, con pelo de estopa y cara caballuna, vestido de lino blanco deslucido.

—¿Qué hace por aquí? Vendiendo jamelgos, ¿eh?

—No; no me preocupan mis caballos. Vengo a buscar a Lutuf Ullah. Tengo un vagón cargado vía arriba. ¿Puede llevárselo alguien sin permiso del ferrocarril?

—No lo creo, Mahbub. Si lo hacen, puede presentar una queja contra nosotros.

—He visto a dos hombres que llevan casi toda la noche agazapados bajo las ruedas de uno de los vagones. Como los faquires no roban caballos, no les he prestado más atención. Quería encontrar a Lutuf Ullah, mi socio.

—¡Rayos! ¿Los vio? ¿Y no se preocupó más de ellos? Por mi honor, tanto mejor que le haya encontrado. ¿Qué aspecto tenían esos hombres?

—Eran sólo faquires. Quizás no quisieran más que coger un poco de grano de uno de los furgones. Hay muchos vía arriba. El Estado no lo echará en falta. Vine en busca de mi socio, Lutuf Ullah…

—No se preocupe por su socio. ¿Dónde están sus vagones de caballos?

—Un poco de la parte de ese lugar más alejado donde hacen las lampearas para los trenes.

—¿La cabina de señales? Entiendo.

—Y sobre la vía más cerca de la carretera, a mano derecha cuando uno está así de cara a la línea. Pero en lo que concierne a Lutuf Ullah, un hombre alto con una nariz rota y un galgo persa… ¡Aie!

El chico se marchó corriendo a despertar a un policía joven y entusiasta, porque, como dijo, el ferrocarril había sufrido muchos pillajes en el almacén de cargas. Mahbub Ali se rio entre su barba teñida.

—Andarán con sus botas haciendo un ruido del demonio y luego se extrañarán de que no haya faquires. Son chicos muy avispados, el sahib Barton y el sahib joven.

Esperó con tranquilidad unos minutos, contando con verlos subir aprisa por la vía férrea pertrechados para la acción. Una locomotora ligera se deslizó por la estación y pudo divisar al joven Barton en la cabina de mando.

—No le he hecho justicia al chico. No es para nada lerdo —dijo Mahbub Ali—. Coger un carruaje de fuego para atrapar un ladrón es un juego nuevo.

Cuando Mahbub Ali llegó al alba a su campamento, nadie consideró interesante contarle las novedades de la noche. Nadie, excepto un pequeño mozo de cuadras, promovido recientemente al servicio del gran hombre, a quien Mahbub llamó a su pequeña tienda para que le ayudara a empaquetar.

—Lo sé todo —susurró Kim, inclinándose sobre las alforjas—. Dos sahibs llegaron con el te-ren. Yo estaba corriendo de un lado a otro en la oscuridad de esta parte de los vagones cuando el te-ren se movió arriba y abajo, muy despacio. Los sahibs cayeron sobre los dos hombres sentados bajo ese vagón, hajji, ¿qué debo hacer con este montón de tabaco? ¿Envolverlo y colocarlo bajo la bolsa de sal? Sí, y los noquearon. Pero uno de los hombres apuñaló a un sahib con un cuerno de macho cabrío de faquir (Kim se refería al par de cuernos unidos de macho cabrío negro, que son la sola arma terrenal del faquir), corrió la sangre. Así que el otro sahib, después de haber dejado sin sentido a su propio adversario, golpeó al que había apuñalado a su compañero con un arma corta que había caído rodando de la mano del primer hombre. Se enzarzaron unos con otros como si estuvieran locos.

Mahbub sonreía con una mansedumbre celestial.

—¡No! Eso no es tanto dewanee (locura, o un caso para el Tribunal Civil, la palabra puede usarse con doble sentido) como nizamut (un caso criminal). ¿Un arma dijiste? Entonces diez buenos años de cárcel.

—Luego los dos hombres se quedaron quietos, pero creo que estaban casi muertos cuando los metieron en el te-ren. Sus cabezas iban bamboleándose. Y había mucha sangre sobre la vía. ¿Vienes a verlo?

—Ya he visto sangre antes. La cárcel es el sitio más seguro y probablemente den nombres falsos y posiblemente nadie vaya a encontrarlos durante mucho tiempo. No eran amigos míos. Tu destino y el mío parecen pender del mismo hilo. ¡Qué historia para el curador de perlas! Ahora rápido con las alforjas y los cacharros de cocina. Sacaremos a los caballos y nos iremos a Simia.

Rápido, según como lo entienden los orientales, es decir, con interminables explicaciones, insultos y charla insustancial, de forma descuidada, entre cientos de pausas por pequeños olvidos, se desmontó el desordenado campamento y, en el amanecer fresco a causa de la lluvia caída, condujeron a la media docena de caballos, rígidos e inquietos, por el camino de Kalka. Kim, percibido como el favorito de Mahbub Ali por todos aquellos que deseaban estar a bien con el pastún, no fue llamado para trabajar. Avanzaron haciendo cómodas etapas, parándose cada pocas horas en un refugio al borde del camino. Muchos sahibs viajan por el camino de Kalka y, como Mahbub dice, todo sahib joven se cree con el derecho de considerarse a sí mismo un entendido en caballos y, aunque esté endeudado hasta las orejas con el prestamista, tiene que hacer como si quisiera comprar. Por esa razón, un sahib tras otro de los que pasaban por allí en diligencia se paraba e iniciaba una charla. Algunos incluso descendían de los vehículos y palpaban las patas de los caballos haciendo preguntas absurdas, o, por pura ignorancia de la lengua nativa, insultando groseramente al imperturbable tratante.

—Cuando traté por primera vez con sahibs, y esto fue cuando el sahib coronel Soady era gobernador del Fuerte Abazai y, por rencor, inundó el terreno de acampada del comisionado —le confiaba Mahbub a Kim, mientras el chico le llenaba la pipa bajo un árbol—, no sabía lo estúpidos que son y eso me hacía perder la paciencia. Y así… —y le contó una historia sobre una expresión mal usada con toda ingenuidad, con la que Kim se partió de risa—. Ahora veo, sin embargo —exhaló el humo lentamente— que con ellos es como con toda la gente; para algunos asuntos son muy listos, para otros completamente tontos. Es de tontos de remate usar la palabra equivocada con un extranjero porque, aunque el corazón puede estar limpio de ofensa, ¿cómo va a saberlo el extranjero? Es más probable que busque aclarar la verdad con una daga.

—Cierto. Cierto lo que dices —dijo Kim con gravedad—. He oído a tontos decir que un gato está maullando, cuando es una mujer que está pariendo, por ejemplo.

—Por eso, para alguien en tu situación es conveniente pensar de las dos maneras. Entre los sahibs, nunca olvides que eres un sahib; entre la gente del Indostán, recuerda siempre que eres… —Se detuvo con una sonrisa de desconcierto.

—¿Qué soy? ¿Musulmán, hindú, jain, o budista? Ese es un nudo difícil de desatar.

—Eres, más allá de toda duda, un infiel y por ello serás condenado. Así lo dice mi Ley, o creo que lo dice. Pero eres también mi Pequeño Amigo de todo el Mundo y te tengo aprecio. Eso dice mi corazón. Este asunto de los credos es como con la carne de caballo. El hombre sabio sabe que todos los caballos son buenos para algo, que de todos se puede extraer un beneficio, y, si por mí fuera, podría creer lo mismo de todas las religiones, pero como soy un buen suní, odio a los hombres de Tirah[101]. Está claro que dejarán coja a una yegua kathiawar si la llevan de las arenas de su lugar de nacimiento al oeste de Bengala, y lo mismo un semental balkh (y no hay caballos mejores que los de balkh, si no fueran tan pesados de hombros) no sirve para nada en los grandes desiertos del norte, en comparación con los camellos de nieve que he visto. Por ello, digo en mi corazón que las religiones son como los caballos. Cada una tiene mérito en su propia tierra.

—Pero mi lama dice una cosa completamente distinta.

—Oh, él es un viejo soñador de sueños de Bhotiyal. Mi corazón está un poco enojado, Amigo de todo el Mundo, por el hecho de que puedas ver tal valor en un hombre tan poco conocido.

—Es verdad, hajji; pero lo veo y mi corazón se inclina hacia él.

—Y el suyo hacia ti, por lo que he oído. Los corazones son como los caballos. Van y vienen a pesar del bocado o las espuelas. Llama a Gul Sher Khan, allí, para que clave con más firmeza las estacas del semental bayo. No queremos una lucha entre caballos a cada parada de descanso y el pardo y el negro van a enzarzarse de un momento a otro. Ahora escúchame. ¿Es necesario para la tranquilidad de tu corazón ver a ese lama?

—Es parte de mi trato —dijo Kim—. Si no le veo y si lo apartan de mí, me iré de esa madraza en Nucklao y, y… una vez me haya ido ¿quién me va a encontrar otra vez?

—Es cierto. Nunca hubo un potro atado por la pata con una cuerda tan fina como la tuya —afirmó Mahbub con la cabeza.

—No tengas miedo —Kim lo dijo como si pudiera volatilizarse en ese momento—. Mi lama ha dicho que vendrá a verme a la madraza…

—Un mendigo con su escudilla en presencia de esos jóvenes sa

—¡No todos lo son! —interrumpió Kim con un bufido—. Muchos de ellos tienen ojos azulados y sus uñas están ennegrecidas con la sangre de los de casta baja. Hijos de mehteranees[102], cuñados del bhungi (barrendero).

No necesitamos retrazar el resto de la genealogía, pero Kim aclaró la cuestión con precisión y sin acalorarse, masticando todo el rato un trozo de caña de azúcar.

—Amigo de todo el Mundo —dijo Mahbub, empujando la pipa para que el chico la limpiase—, he conocido a muchos hombres, mujeres y chicos y no pocos sahibs. Pero en mi vida me he topado con otro diablillo de tu especie.

—¿Y por qué? Si siempre te digo la verdad.

—Quizás por esa razón, porque este es un mundo peligroso para hombres honrados. —Mahbub Ali se levantó del suelo, se apretó el cinto y se fue hacia los caballos.

—¿O te la vendo?

Algo en el tono de Kim hizo a Mahbub detenerse y girarse.

—¿Qué nueva diablura es esta?

—Ocho annas y te lo cuento —dijo Kim con una sonrisa maliciosa—. Tiene que ver con tu paz.

—¡Oh shaitan! —Mahbub le dio el dinero.

—¿Recuerdas el pequeño asunto de los ladrones en la noche, allá abajo, en Ambala?

—En vista de que buscaban mi vida, no lo he olvidado en absoluto. ¿Porqué?

—¿Recuerdas el caravasar de Cachemira?

—Te retorceré las orejas en un minuto… sahib.

—No hay necesidad… pastún. Sólo que el segundo faquir, a quien los sahibs dejaron sin sentido a golpes, era el hombre que vino a registrar tu soportal en Lahore. Vi su cara cuando lo subían a la locomotora. Era el mismo hombre.

—¿Por qué no lo dijiste antes?

—Oh, ese irá a la cárcel y estará seguro unos años. No hay necesidad de contar de golpe más de lo que uno debe. Además, entonces no necesitaba dinero para dulces.

—¡Alá kerim[103]! —dijo Mahbub Ali—. ¿Venderás algún día mi cabeza por un puñado de dulces si te viene en gana?

Kim recordará hasta el final de sus días aquel viaje lento y largo desde Ambala, a través de Kalka y los cercanos jardines de Pinjore, hasta Simla. Una crecida repentina del río Gugger se llevó a un caballo (por supuesto el más valioso) y Kim casi se ahoga entre las rocas arrastradas. Más adelante en la ruta, los caballos salieron de estampida por culpa de un elefante del Gobierno y, como estaban en buena forma gracias a los pastos, costó un día y medio juntarlos de nuevo. Luego encontraron a Sikandar Khan que venía con algunos rocines invendibles, restos de su partida, y Mahbub que tiene más experiencia en caballos en su pequeña uña del dedo que Sikandar Khan en todas sus tiendas, tuvo que comprar dos de los peores y eso significó ocho horas de negociación laboriosa y abundante tabaco. Pero todo era una pura delicia, el camino serpenteante, subiendo, descendiendo y discurriendo por las estribaciones montañosas; la luz roja de la mañana extendida a lo largo de las nieves lejanas; los cactus de múltiples brazos, grada sobre grada en las laderas rocosas; el rumor de miles de corrientes de agua; el parloteo de los monos; los imponentes deodares, con sus ramas caídas, trepando uno tras otro; la vista de la llanura extendida ante ellos a lo lejos; el alboroto incesante de las bocinas de los tonga[104] y las espantadas salvajes de los caballos enganchados cuando un tonga aparecía en una curva; las paradas para los rezos (siempre y cuando el tiempo no apremiara, Mahbub era muy religioso en lo tocante a abluciones en seco y a vocear oraciones); las charlas nocturnas en las paradas de reposo, cuando los camellos y los bueyes masticaban juntos con ceremonia, y los estólidos conductores contaban las novedades del camino, todo ello daba alas al corazón de Kim y le hacía cantar en su interior.

—Pero cuando se acabe el canto y la danza —dijo Mahbub Ali—, vendrán los del sahib coronel y esos no son tan agradables.

—Una bella tierra, una tierra hermosísima este Indostán, y la tierra de los Cinco Ríos es la más hermosa de todas —canturreó Kim—. A ella iré de nuevo si Mahbub Ali o el coronel levantan la mano o el pie contra mí. Una vez que me haya ido ¿quién va a encontrarme? Mira, hajji, ¿no es aquella de allí la ciudad de Simia? ¡Por Alá, qué ciudad! —El hermano de mi padre, y ya era un hombre viejo cuando en Peshawar el pozo del sahib Mackerson estaba recién construido, podía acordarse de cuando sólo había dos casas en ella.

El tratante condujo los caballos por debajo de la calle principal al bazar de la Simia baja, una serie de conejeras atestadas que suben por el valle hasta el ayuntamiento en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Un hombre que conozca sus pasajes puede desafiar a toda la policía de la capital de verano de la India, así de astutamente se comunican veranda con veranda, callejón con callejón y escondite con escondite. Aquí viven los que suministran lo que necesite la alegre ciudad, los jhampanis que por la noche transportan a las bellas damas en los rickshaws[105] y después se dedican al juego hasta el alba; tenderos, vendedores de aceite, de curiosidades, tratantes de leña, sacerdotes, carteristas y empleados nativos del Gobierno. Aquí, las cortesanas discuten sobre cosas que son supuestamente grandes secretos del Consejo de la India; y aquí se juntan todos los subsubagentes de la mitad de los Estados nativos. También aquí Mahbub Ali alquiló una habitación cerrada, con mucha más seguridad que su soportal de Lahore, en la casa de un tratante de ganado musulmán. También era un lugar de prodigios porque allí entró al anochecer un mozo de cuadras musulmán y una hora más tarde salió un muchacho euroasiático —el tinte de la chica de Lucknow era excelente— con ropas de confección que no le quedaban bien.

—He hablado con el sahib Creighton —comentó Mahbub Ali—, y una segunda vez la Mano de la Amistad ha evitado el Látigo de la Calamidad. Dice que tú has desperdiciado sesenta días en el camino y, por ello, es demasiado tarde para mandarte a una escuela de montaña.

—He dicho que mis vacaciones son mías. No voy a ir dos veces a la escuela. Es una parte de mi trato.

—El sahib coronel aún no está al corriente del acuerdo. Vas a alojarte en la casa del sahib Lurgan hasta que sea la hora de volver de nuevo a Nucklao.

—Preferiría alojarme contigo, Mahbub.

—No te das cuenta del honor que representa. El mismo sahib Lurgan lo pidió. Subirás la colina y después seguirás la carretera de la cima todo recto y una vez allí debes olvidar por un rato que me has visto o que has hablado conmigo, Mahbub Ali, el que vende caballos al sahib Creighton y a quien tú no conoces. Recuerda esta orden.

Kim asintió.

—Bien —replicó— ¿y quién es el sahib Lurgan? Nay —dijo al captar la mirada cortante de Mahbub—, nunca he oído su nombre. ¿Es por casualidad —y bajó la voz— uno de nosotros?

—¿Qué manera de hablar es esa de nosotros, sahib? —replicó Mahbub Ali con el tono que empleaba con los europeos—. Soy un pastún; tú eres un sahib e hijo de un sahib. El sahib Lurgan tiene una tienda entre los negocios europeos. Todo Simla lo conoce. Pregunta allí… y, Amigo de todo el Mundo, es alguien a quien hay que obedecer a ciegas. Los hombres dicen que hace magia, pero eso no te concierne. Ve colina arriba y pregunta. Aquí empieza el Gran Juego.

Ir a la siguiente página

Report Page