Kim

Kim


Capítulo 1

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—Así sea —dijo el conservador, sonriente—. Soporta entonces el que yo quiera adquirir mérito ahora. Ambos somos hombres hábiles del mismo gremio, tú y yo. Aquí tienes un nuevo cuaderno de papel blanco inglés: estos son lápices afilados, dos y tres, grueso y fino, buenos para escribir. Ahora déjame tus anteojos.

El conservador miró a través de ellos. Estaban muy rayados, pero la graduación era casi la misma que la de su par, el cual colocó en las manos del lama diciendo:

—Prueba estos.

—¡Una pluma! ¡Una verdadera pluma sobre la cara! —El viejo giró la cabeza encantado y arrugó la nariz—. ¡Apenas los noto! ¡Qué claro veo!

—Son de

bilaur, cristal y no se rayan nunca. Espero que te ayuden a encontrar tu río porque ahora te pertenecen.

—Los aceptaré, y los lápices, y el cuaderno blanco —dijo el lama— como signo de amistad entre sacerdote y sacerdote… y ahora —revolvió por su cinto, desató el plumier de hierro calado y lo puso sobre la mesa del conservador—. Esto como recuerdo entre tú y yo, mi plumier. Es un poco viejo… igual que yo.

Era una pieza de antiguo diseño chino, de un hierro que ya no se fundía en estos días; y el corazón de coleccionista en el pecho del conservador se rindió ante él desde el primer momento. Ningún argumento persuadiría al lama de retomar su regalo.

—Cuando regrese, después de haber encontrado el río, te traeré una pintura escrita del Padma Samthora, tal como yo solía hacerla en seda en la lamasería. Sí, y de la Rueda de la Vida —y soltó una risita— porque ambos somos del mismo oficio, tú y yo.

El conservador lo habría retenido; hay pocos en el mundo que aún tengan el secreto de las tradicionales pinturas budistas con pincel, que, en realidad, eran mitad escritas y mitad pintadas. Pero el lama salió a grandes pasos, con la cabeza bien alta, y, deteniéndose un instante ante la gran estatua de un Bodhisattva en meditación, cruzó el torniquete.

Kim le siguió como una sombra. Lo que había escuchado le excitó sobremanera. Ese hombre era algo completamente nuevo para él y se proponía seguir investigando, justo como habría investigado un nuevo edificio o una fiesta extraña en la ciudad de Lahore. El lama era su hallazgo y tenía la intención de tomar posesión de este. La madre de Kim también había sido irlandesa.

El viejo se paró al lado del Zam-Zammah y miró a su alrededor hasta que sus ojos se posaron sobre Kim. La inspiración de su peregrinación lo abandonó por un instante y se sintió viejo, triste y con el estómago vacío.

—No se siente bajo ese cañón —dijo el policía con altanería.

—¡Huh! ¡Búho! —fue la respuesta de Kim en defensa del lama—. Siéntate bajo el cañón si te apetece. ¿Cuándo robaste las zapatillas de la lechera, Dunnoo?

Era una acusación completamente infundada, surgida de la inspiración del momento, pero acalló a Dunnoo, pues sabía que, si fuera necesario, el berrido agudo de Kim convocaría a legiones de gamberretes del bazar.

—¿Y a quién adoraste ahí adentro? —preguntó Kim con afabilidad, acuclillándose en la sombra, al lado del lama.

—No adoré a nadie, niño. Me incliné ante la Ley Excelsa.

Kim aceptó ese nuevo dios sin emoción. Conocía ya unos cuantos.

—¿Y qué haces?

—Mendigo. Acabo de recordar que hace tiempo que ni como ni bebo. ¿Cuál es la manera de mendigar en esta ciudad? ¿En silencio, como hacemos en el Tíbet, o a voces?

—Aquellos que mendigan en silencio, mueren en silencio —dijo Kim, recitando un proverbio local. El lama intentó levantarse, pero se repantigó de nuevo, suspirando por su discípulo muerto en el lejano Kulu. Kim le miraba con la cabeza ladeada, reflexivo e interesado.

—Dame la escudilla. Conozco a la gente de esta ciudad, aquellos que son caritativos. Dámela y la traeré de vuelta llena.

Tan dócil como un niño, el viejo le alargó la escudilla.

—Descansa.

Yo conozco a la gente.

Kim se fue trotando a la tienda abierta de una

kunjri, una vendedora de verduras de casta baja, que había frente a la línea circular del tranvía a lo largo del bazar Motee. La vendedora conocía a Kim desde hacía mucho tiempo.

—Oho, ¿te has vuelto un yogui con la escudilla de mendigo? —gritó esta.

—Nay —respondió Kim con orgullo—. Hay un nuevo sacerdote en la ciudad; un hombre como no había visto nunca antes.

—Sacerdote viejo, tigre joven —dijo la mujer con irritación—. ¡Estoy harta de nuevos sacerdotes! Se abalanzan sobre nuestras mercancías como moscas. ¿Acaso es el padre de mi hijo un pozo de caridad para dar a todos los que piden?

—No —dijo Kim—. Tu marido es más bien

yagi (de mal genio) que yogui (un hombre santo). Pero este sacerdote es nuevo. El

sahib de la Casa de las Maravillas ha hablado con él como con un hermano. Oh madre mía, lléname esta escudilla. Me está esperando.

—¡Esta escudilla precisamente! ¡Querrás decir esta cesta grande como el estómago de una vaca! Tienes tanta gracia como el toro sagrado de Shiva. Él ya se ha cogido lo mejor de la cesta de cebollas; y ahora todavía tengo que llenarte la escudilla. Aquí viene de nuevo.

El toro brahmán de la zona, grande y de color ratón, estaba abriéndose camino entre la variopinta multitud con un plátano robado colgando de la boca. Se dirigió derecho a la tienda, buen conocedor de sus privilegios como animal sagrado, agachó la cabeza y lanzó un fuerte bufido a lo largo de la fila de cestas antes de hacer su elección. En ese momento el pequeño y duro talón de Kim se alzó por el aire, dándole en el morro azul y húmedo. El toro resopló indignado y se alejó hacia la otra parte de los raíles del tranvía, con la giba temblando de ira.

—¡Mira! He salvado más de lo que te costará la escudilla, tres veces más. Ahora, madre, un poco de arroz y pescado seco encima… sí, y algo de curry de verduras.

Un gruñido vino de la parte trasera de la tienda, donde estaba tumbado un hombre.

—El chico ahuyentó al toro —dijo la mujer en voz baja—. Es bueno dar a los pobres. —Tomó la escudilla y la trajo de vuelta llena de arroz caliente.

—Pero mi yogui no es una vaca —dijo Kim serio, haciendo un hueco con los dedos en el montón de arroz—. Un poco de curry es bueno, una torta frita y un trozo de alguna conserva, creo que le gustará.

—Es un hueco tan grande como tu cabeza —se quejó la mujer. Sin embargo, lo rellenó con un buen curry de verduras humeante, colocó una torta frita sobre ello con un trozo de manteca clarificada encima y, a un lado, un poco de conserva de tamarindo amargo; Kim miró el montículo con apreciación.

—Así está bien. Cuando yo esté en el bazar, el toro no se acercará a esta casa. Es un pedigüeño desvergonzado.

—¿Y tú? —rio la mujer—. Pero habla bien de los toros. ¿No me dijiste que algún día un toro rojo vendrá de un campo para ayudarte? Ahora sujétalo derecho y pide al santo que me dé sus bendiciones. Quizás conozca alguna cura para los ojos enfermos de mi hija. Pregúntale también eso, oh Pequeño Amigo de todo el Mundo.

Pero, antes del final de la frase, Kim ya había salido al galope, esquivando a los perros callejeros y a las amistades hambrientas.

—Así mendiga el que sabe cómo hacerlo —le dijo con satisfacción al lama que abrió los ojos ante el contenido de la escudilla—. Come ahora y… yo comeré contigo. ¡Ohé,

bhisti! —Kim llamó al aguador, que regaba por el museo las plantas de crotón—. Danos agua. Estos hombres están sedientos.

—¡Estos hombres! —dijo el

bhisti burlándose—. ¿Bastará un odre lleno para semejante pareja? Bebed pues, en el nombre del Compasivo.

El hombre soltó un hilo de agua sobre las manos de Kim, que bebió a la manera nativa; pero el lama necesitó sacar una taza de entre los inacabables pliegues de su ropaje y bebió con ceremonia.

—Pardesi (un extranjero) —explicó Kim, mientras el anciano pronunciaba en una lengua desconocida lo que era a todas luces una bendición.

Comieron juntos con gran contento hasta que la escudilla quedó limpia. Luego, el lama tomó un poco de tabaco rapé de una portentosa tabaquera de madera, con forma de calabaza, pasó las cuentas de su rosario entre los dedos un momento y cayó en el sueño fácil de la edad, mientras la sombra del Zam-Zammah se iba alargando.

Kim se dio una vuelta hasta la vendedora de tabaco allí cerca, una muchacha musulmana muy vivaracha y le mendigó un cigarrillo fétido, de la clase que se vendía a los estudiantes de la Universidad del Punyab, quienes gustaban de imitar las costumbres inglesas. Luego fumó y reflexionó con el mentón sobre las rodillas, bajo el vientre del cañón; el resultado de sus reflexiones fue su partida, repentina y sigilosa, en dirección al almacén de madera de Nila Ram.

El lama no se despertó hasta que no empezó la vida nocturna de la ciudad, con el encendido de las luces y el regreso de los funcionarios vestidos de blanco y de los subordinados de las oficinas gubernamentales. El anciano miró mareado en todas direcciones, pero nadie se fijaba en él, excepto un golfillo hindú con un turbante sucio y ropas de un tono amarillo grisáceo. De repente inclinó la cabeza sobre las rodillas y gimió.

—¿Qué te pasa? —preguntó el niño, de pie ante él—. ¿Te han robado?

—Es que mi nuevo

chela (discípulo) se marchó de mi lado y no sé dónde está.

—¿Y qué tipo de hombre era tu discípulo?

—Era un chico que vino a mí, en lugar de otro que murió, a causa del mérito que adquirí cuando me incliné ante la Ley ahí dentro. —Señaló el museo—. Se acercó a mí para enseñarme el camino que había perdido. Me condujo a la Casa de las Maravillas, y sus palabras me dieron valor para hablar con el Conservador de las Imágenes, ello me consoló y fortaleció. Y cuando estaba desfalleciendo de hambre, mendigó por mí, como haría un

chela por su maestro. De repente me fue enviado. De repente se fue. Tenía pensado enseñarle la Ley de camino a Benarés.

Kim se quedó atónito al oírlo porque había escuchado la conversación en el museo y sabía que el viejo estaba diciendo la verdad, lo cual es algo que un nativo muy rara vez ofrece a un extranjero de paso.

—Pero ahora veo que fue enviado con un propósito. Por ello, sé que encontraré un cierto río que busco.

—¿El Río de la Flecha? —dijo Kim, con una sonrisa de superioridad.

—¿Eres otro enviado? —exclamó el lama—. No he hablado con nadie de mi búsqueda, salvo con el Conservador de las Imágenes. ¿Quién eres?

—Tu

chela —dijo Kim simplemente, sentándose sobre los talones—. Nunca he visto a nadie como tú en toda mi vida. Me voy contigo a Benarés. Y además, creo que un viejo como tú, diciéndole la verdad al primero que se le cruza al anochecer, tiene mucha necesidad de un discípulo.

—¿Pero el Río… el Río de la Flecha?

—Oh, eso lo oí cuando estabas hablando con el inglés. Estaba con la oreja pegada detrás de la puerta.

El lama suspiró.

—Pensé que me había sido enviado un guía. Esas cosas suceden a veces, pero yo no soy merecedor. Entonces ¿tú no conoces el río?

—Yo no —rio Kim inquieto—. Voy a buscar… a buscar un toro… un toro rojo sobre campo verde que me ayudará.

Si un conocido elaboraba un plan, Kim, como todo chico, saltaba enseguida con un plan propio; y, como todo chico, había reflexionado de veras al menos unos veinte minutos seguidos sobre la profecía de su padre.

—¿Para qué, niño? —preguntó el lama.

—Sabe dios, pero eso me dijo mi padre. Te oí hablar en la Casa de las Maravillas de todos esos sitios nuevos y extraños en las montañas y si alguien tan viejo y tan poco… quiero decir, tan acostumbrado a decir la verdad… puede marcharse a causa de un pequeño asunto de un río, me parece que yo también debo ir de viaje. Si es nuestro destino encontrar esas cosas, las encontraremos; tú, tu río; y yo, mi toro, y las grandes columnas y otras cosas que he olvidado.

—No son columnas de lo que me liberaré, sino de una Rueda —dijo el lama.

—Es todo uno. Quizás me hagan rey —dijo Kim, tranquilo y preparado para toda eventualidad.

—Te enseñaré otros deseos más provechosos por el camino —replicó el lama con la voz de la autoridad—. Vamos a Benarés.

—De noche no. Los bandidos andan merodeando. Espera a que se haga de día.

—Pero no hay un sitio para dormir. —El viejo estaba acostumbrado al orden de su monasterio y, aunque dormía en el suelo, como mandaba la Regla, prefería observar un cierto decoro en esas cosas.

—Conseguiremos un buen alojamiento en el caravasar de Cachemira —dijo Kim, riéndose ante la preocupación del lama—. Tengo un amigo allí. ¡Ven!

Los bazares sofocantes y llenos de gente resplandecían bajo las luces mientras ambos se abrían camino entre el tumulto de todas las razas de la India septentrional; el lama lo atravesaba como en un sueño. Era su primera experiencia de una gran ciudad industrial, y el tranvía abarrotado le asustaba con su continuo chirriar de frenos. Medio a empujones, medio en volandas, llegó a la gran puerta del caravasar de Cachemira, una amplia plaza a cielo abierto del otro lado de la estación de tren, rodeada de soportales, donde las caravanas de camellos y caballos repostaban a su vuelta de Asia Central. Aquí había todo tipo de gente del norte ocupándose de ponis amarrados y camellos arrodillados; cargando y descargando embalajes y bultos; sacando agua para la cena en el pozo de tornos crujientes; apilando hierba ante los asustadizos sementales de ojos saltones; pegándoles una palmada a los perros rebeldes de la caravana; pagando a los conductores de camellos; tomando nuevos mozos de cuadra; jurando, gritando, discutiendo y regateando en la atestada plaza.

Los soportales, a los que se accedía subiendo tres o cuatro escalones de manipostería, ofrecían un refugio en medio de aquel mar turbulento. Muchos de ellos se alquilaban a los comerciantes, como en nuestro caso los arcos de un viaducto; el espacio entre pilar y pilar estaba tapiado con ladrillos o con tablas y convertido en habitaciones protegidas por sólidas puertas de madera y pesados candados nativos. Las puertas cerradas indicaban que los dueños habían salido y unos garabatos, con tiza o con pintura, un poco toscos, a veces muy toscos, informaba sobre el paradero. Por ejemplo: «Lutuf Ullah se ha ido a Kurdistán». Debajo, en un verso vulgar: «Oh Alá, Tú que permitiste a los piojos sobrevivir bajo el abrigo de un kabuli[25], ¿por qué has permitido a este piojo de Lutuf vivir tanto tiempo?».

Kim, protegiendo al lama entre hombres excitados y animales excitados, se deslizó a lo largo de los soportales hacia el extremo más cercano a la estación de tren, donde vivía Mahbub Ali, el tratante de caballos, cuando venía del misterioso país más allá de los pasos del norte.

En su corta vida Kim había hecho muchos tratos con Mahbub —especialmente entre los diez y los trece años— y el afgano alto y fornido, de barba teñida de escarlata con cal (porque ya era mayor y no quería que sus canas se vieran), conocía el valor del niño como fuente de rumores. A veces le pedía al chico que vigilara a un hombre que no tenía nada que ver con caballos, que le siguiera durante un día entero y le informara de todo bicho viviente con quien este hubiera hablado. Kim desembuchaba la historia por la noche y Mahbub solía escuchar sin articular palabra ni hacer un gesto. Kim estaba seguro de que se trataba de algún tipo de intriga; pero lo importante era no decir nada a nadie excepto a Mahbub, el cual le ofrecía comidas excelentes, recién preparadas en la tienda de comida a la entrada del caravasar y una vez incluso dinero contante, ocho annas[26].

—Él está aquí —dijo Kim, golpeando en la nariz a un camello malhumorado—. ¡Ohé, Mahbub Ali! Se detuvo en un soportal oscuro y se escondió detrás del desconcertado lama.

El tratante de caballos, con su cinturón de brocado de Bucara colgando sin desabrochar, estaba tumbado sobre un par de alforjas de tapiz asedado, chupando con pereza de un enorme narguile[27] de plata. Al oír el grito, giró ligeramente la cabeza y viendo sólo la figura alta y silenciosa, soltó una risita para sí.

—¡Alá! ¡Un lama! ¡Un lama rojo! Lahore está muy lejos de los pasos. ¿Qué haces aquí? —El lama alargó mecánicamente la escudilla de mendicante.

—¡Dios maldiga a todos los infieles! —dijo Mahbub—. No le voy a dar a un piojoso tibetano; pero pregunta a mis baltis[28] allí, detrás de los camellos. A lo mejor ellos aprecian tus bendiciones. Eh, mozos, aquí hay un paisano vuestro. Mirad a ver si tiene hambre.

Un balti afeitado y encorvado, que había bajado del norte con los caballos y que profesaba una especie de budismo degradado, se inclinó ante el sacerdote y con densos sonidos guturales suplicó al hombre santo que se sentara al fuego con los mozos de cuadra.

—¡Ve! —dijo Kim, empujándole un poco y el lama se alejó a grandes pasos, dejándole en el borde del soportal.

—¡Márchate! —dijo Mahbub Ali, volviendo a su pipa—. Esfúmate, pequeño hindú. ¡Dios maldiga a todos los infieles! Mendiga de aquellos de mi séquito que son de tu fe.

—Maharajá —lloriqueó Kim, usando la fórmula de cortesía hindú y disfrutando inmensamente con la comedia—, mi padre está muerto, mi madre está muerta, mi estómago está vacío.

—Pídeles a mis hombres allí entre los caballos, te digo. Debe de haber algún hindú en mi séquito.

—Oh Mahbub Ali, pero ¿soy

yo un hindú? —dijo Kim en inglés.

El tratante no dio muestras de asombro, pero lo observó bajo sus pobladas cejas.

—Pequeño Amigo de todo el Mundo —dijo—, ¿qué es esto?

—Nada. Ahora soy el discípulo del hombre santo y, según él, vamos a hacer una peregrinación juntos, a Benarés. Está bastante loco y yo estoy harto de la ciudad de Lahore. Tengo ganas de otros aires y otra agua.

—¿Pero para quién trabajas? ¿Por qué vienes a mí? —El tono era desabrido a causa de la sospecha.

—¿A quién si no podría dirigirme? No tengo dinero. No es bueno ir por ahí sin dinero. Tú vas a vender muchos caballos a los oficiales. Son caballos de primera clase, esos nuevos; los he visto. Dame una nipia, Mahbub Ali, y cuando llegue a ser rico te daré un pagaré y te lo devolveré.

¡Um! —dijo Mahbub Ali, sopesándolo con rapidez—. Nunca me has mentido. Llama a ese lama… tú quédate en la oscuridad.

—Oh, nuestras historias coincidirán —dijo Kim, riéndose.

—Vamos a Benarés —dijo el lama tan pronto como comprendió en qué dirección iban las preguntas de Mahbub Ali—. El chico y yo. Voy a buscar un río.

—Puede ser… ¿pero el chico?

—Es mi discípulo. Me fue enviado, creo, para guiarme hasta ese río. Yo estaba sentado bajo un cañón cuando apareció de repente. Tales cosas han sucedido al afortunado al que se le otorga un guía. Pero, ahora lo recuerdo, dijo que él era de este mundo… un hindú.

—¿Y su nombre?

—No se lo pregunté. ¿No es mi discípulo?

—¿Cuál es su país, su raza, su pueblo? ¿Es musulmán, sij[29], hindú, jain, casta baja o alta?

—¿Por qué debería preguntárselo? En la Senda Media no hay ni alto ni bajo. Si es mi

chela ¿quiere o puede alguien apartarlo de mí? Porque, mira, sin él no encontraré mi río. —Y meneó la cabeza con solemnidad.

—Nadie lo va a apartar de ti. Ve, siéntate entre mis baltis —dijo Mahbub Ali, y el lama se retiró, confortado por la promesa.

—¿Verdad que está un poco loco? —dijo Kim, saliendo a la luz—. ¿Por qué habría de mentirte,

hajji[30]?

Mahbub echó una calada al narguile en silencio. Luego comenzó, casi en un susurro:

—Ambala está de camino a Benarés… si es cierto que vais allí.

—¡Tck! ¡Tck! Te juro que él no sabe mentir… como nosotros sabemos.

—Y si tú llevas un mensaje de mi parte hasta Ambala, te daré el dinero. Tiene que ver con un caballo, un semental blanco que vendí a un oficial la última vez que volví de los pasos. Pero entonces… acércate y levanta las manos como para pedir… el pedigrí del semental blanco no estaba del todo claro y el oficial, que está ahora en Ambala, me solicitó que lo aclarara. —En este punto, Mahbub describió la casa y la apariencia del oficial—. Así que el mensaje para ese oficial será: «El pedigrí del semental blanco está plenamente confirmado». Con esto sabrá que vienes de mi parte. Te preguntará entonces: «¿Qué prueba tienes?», y tú contestarás: «Mahbub Ali me ha dado la prueba».

—Y todo por culpa de un semental blanco —comentó Kim con una risita sarcástica y ojos chispeantes.

—El pedigrí te lo daré ahora, a mi manera, junto con una reprimenda.

Una sombra y un camello rumiando pasaron detrás de Kim. Mahbub Ali alzó la voz.

—¡Alá! ¿Eres el único mendigo en la ciudad? Tu madre está muerta. Tu padre está muerto. Eso dicen todos. Bueno, bueno… —Se giró como palpando por el suelo a su lado y lanzó al niño una torta de pan musulmán blando y graso—. Ve y acuéstate entre mis hombres por esta noche, tú y el lama. Mañana puede que te dé una tarea.

Kim se escabulló, hincando el diente en el pan, y, tal como esperaba, encontró una pequeña bola de papel de seda, envuelta en hule, con tres rupias de plata, una gran generosidad. Sonrió e introdujo el dinero y el papel en su amuleto de cuero. El lama, alimentado con suntuosidad por los baltis de Mahbub, estaba ya dormido en la esquina de uno de los establos. Kim se acostó a su lado y sonrió. Sabía que le había hecho un servicio a Mahbub Ali, y ni por un segundo se había tragado la historia del pedigrí del semental.

Sin embargo, Kim no sospechaba que Mahbub Ali, conocido en el Punyab como uno de los mejores tratantes de caballos, un comerciante rico y emprendedor, cuyas caravanas se adentraban profundamente en regiones remotas, estaba registrado en uno de los libros del Departamento de Topografía indio[31] como C.25.IB. Dos o tres veces al año C.25 enviaba una pequeña historia, mal contada, pero muy interesante y generalmente —era contrastada con las declaraciones de R.17 y M.4— cierta en gran medida. Trataba sobre toda suerte de remotos principados de montaña, sobre exploradores que no eran ingleses y sobre el tráfico de armas; era, en resumen, una mínima parte de la vasta cantidad de «información» recibida, en base a la cual el Gobierno indio actúa. Pero, recientemente, cinco reyes confederados, que no tenían por qué confederarse, habían sido informados por una amable potencia del norte de que había una filtración de noticias desde sus territorios hacia la India inglesa. Por ello, los primeros ministros de estos reyes estaban muy molestos y habían tomado medidas a la manera oriental. Sospechaban, entre otros, del prepotente tratante de caballos de barba roja, cuyas caravanas se adentraban en sus posesiones fortificadas con nieve hasta la barriga. Y es verdad que esa temporada, en el camino de regreso, su caravana había sufrido dos emboscadas donde fue tiroteada y en la refriega los hombres de Mahbub dieron cuenta de tres extraños rufianes, quienes pudieron o no haber sido contratados para el trabajo. Por ello, Mahbub había evitado detenerse en la insalubre ciudad de Peshawar y había hecho sin pararse la travesía hasta Lahore, donde, conociendo a sus conciudadanos, anticipaba curiosos acontecimientos.

Y tenía algo Mahbub Ali que no deseaba llevar un minuto más de lo que fuera necesario —una bola de papel de seda bien plegado, envuelto en hule—, una declaración anónima, sin dirección, con cinco microscópicos pinchazos de aguja en una esquina, que delataba de forma escandalosa a los cinco reyes confederados, a la simpática potencia del norte, a un banquero hindú de Peshawar, a una firma belga de fabricantes de armas y a un importante gobernante musulmán semiindependiente del sur. Esto último fue tarea de R.17; Mahbub la había recogido más allá del paso de Dora y la estaba transportando en lugar de R.17, quien, debido a circunstancias fuera de su control, no podía abandonar su puesto de observación. La dinamita era suave e inofensiva comparada con el informe de C.25; e incluso un oriental, con su percepción del valor del tiempo, podía darse cuenta de que cuanto más rápido llegara a las manos adecuadas, mejor. Mahbub no tenía un deseo especial de morir de forma violenta, porque, del otro lado de la Frontera, tenía entre manos dos o tres sangrientas querellas familiares pendientes de resolver y, cuando estas cuentas estuvieran ajustadas, se proponía asentarse como un ciudadano más o menos respetable. Desde su llegada hacía dos días, no había traspasado la entrada del caravasar, pero había enviado con ostentación telegramas a Bombay, donde depositaba parte de su dinero; a Delhi, donde un subsocio de su propio clan estaba vendiendo caballos al agente de un estado de Rajputana; y a Ambala, donde un inglés preguntaba con nerviosismo por el pedigrí de un semental blanco. El escribiente público, que sabía inglés, redactó telegramas estupendos, tales como:

«Creighton, Banco Laurel, Ambala. Caballo es árabe como ya anunciado. Lamentable pedigrí retrasado que estoy traduciendo». Y más tarde, a la misma dirección:

«Muy lamentable retraso. Enviaré pedigrí». A su subasociado en Delhi, le telegrafió:

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