Kim

Kim


Capítulo 9

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—Si fueran hombres, o caballos —dijo—, lo haría mejor. Este juego con pinzas, cuchillos y tijeras es demasiado poco.

—Aprende primero, enseña después —repuso el

sahib Lurgan—. ¿Es él tu maestro?

—Lo es. ¿Pero cómo se hace?

—Repitiéndolo muchas veces hasta que se hace perfectamente, porque vale la pena aprenderlo.

El muchacho hindú rebosante de satisfacción incluso le dio a Kim unas palmaditas en la espalda.

—No desesperes —dijo—. Yo te enseñaré.

—Y yo me cuidaré de que seas bien enseñado —dijo el

sahib Lurgan, hablando todavía en la lengua nativa— porque, excepto aquí mi chico, fue una estupidez de su parte comprar tanto arsénico blanco cuando, si lo hubiera pedido, se lo podría haber dado yo mismo… excepto aquí mi chico digo, hacía mucho tiempo que no me encontraba con alguien a quien valiera la pena enseñar. Y tenemos otros diez días antes de que puedas volver a Nucklao, donde a la larga no enseñan nada, a pesar de pagar tanto. Creo que seremos amigos.

Fueron diez días de locura, pero Kim se divertía demasiado para pensar en ello. Por la mañana jugaban al juego de las joyas, a veces con piedras auténticas, a veces con montones de espadas y dagas, a veces con fotografías de nativos. Por las tardes, él y el muchacho hindú montaban guardia en la tienda, sentados en silencio detrás de un embalaje de alfombra o de un biombo, observando a los muchos y peculiares visitantes del señor Lurgan. Había pequeños rajás, con sus escoltas tosiendo por la veranda, que venían a comprar curiosidades, como los fonógrafos y los juguetes mecánicos. Había señoras a la búsqueda de collares y señores, eso le parecía a Kim —aunque su mente podía estar viciada por un entrenamiento temprano—, a la búsqueda de señoras; nativos de cortes principescas independientes y feudales, cuyo motivo aparente era el de reparar los collares rotos —ríos de luz que se derramaban sobre la mesa—, pero cuyo verdadero propósito parecía ser el de reunir dinero para maharanís fastidiosas o para jóvenes rajás. Había babus a quienes el

sahib Lurgan hablaba con severidad y autoridad, pero al final de cada entrevista les daba dinero en plata acuñada, en billetes y en pagarés del tesoro. Ocasionalmente, había reuniones de nativos, de aspecto teatral en sus largos ropajes, que discutían de metafísica en inglés y en bengalí, para gran edificación del señor Lurgan. Este estaba siempre interesado en las religiones. Al final del día se esperaba que Kim y el muchacho hindú, cuyo nombre cambiaba a capricho de Lurgan, dieran un detallado informe de todo lo que habían visto u oído, su opinión sobre el carácter de cada hombre, tal como se reflejaba en su cara, charla y modales y su parecer acerca del verdadero motivo de su visita. Después de la cena, el gusto del

sahib Lurgan se centraba más en lo que se podría llamar disfraces, en cuyo juego se tomaba un interés de lo más instructivo. Podía pintar caras de maravilla; con un trazo aquí y una línea allá, cambiándolas y haciéndolas irreconocibles. La tienda estaba llena de toda suerte de vestidos y turbantes y Kim fue ataviado de diversas formas; como un joven musulmán de buena familia, un aceitero, y una vez, durante una velada estupenda, como el hijo de un terrateniente de Oudh con un traje extremadamente suntuoso. El

sahib Lurgan tenía un ojo de halcón para detectar el mínimo defecto en el disfraz; y recostado en un desgastado diván de teca les explicaba largo y tendido cómo hablaba tal y tal casta, o andaba, o tosía, o escupía, o estornudaba y, puesto que los cornos importan poco en este mundo, les explicaba sobre todo el porqué de cada cosa. El muchacho hindú jugaba este juego con torpeza. Su limitado intelecto, agudo como un témpano de hielo cuando se trataba del recuento de piedras preciosas, no conseguía amoldarse y penetrar en el alma de otro; sin embargo, en Kim se despertaba un demonio y cantaba de contento mientras se vestía con los diferentes trajes, cambiando con cada uno la voz y los gestos.

Una noche, llevado por el entusiasmo, Kim se ofreció voluntario para mostrarle al

sahib Lurgan cómo los discípulos de una cierta casta de faquires, viejos conocidos de Lahore, mendigaban limosnas en la acera y qué tipo de lenguaje usaban con un inglés, un campesino punyabí camino de una feria y una mujer sin velo. El

sahib Lurgan se partió de risa y rogó a Kim que se quedara como estaba, con las piernas cruzadas, cubierto de cenizas, con ojos de loco, inmóvil, durante media hora en la habitación trasera. Transcurrido ese tiempo entró un babu obeso y grande, cuyas piernas con calcetines temblaban por la grasa y Kim le lanzó una sarta de bromas callejeras. El

sahib Lurgan, para fastidio de Kim, miraba al babu y no a la comedia.

—Creo —dijo el babu pausadamente, encendiendo un cigarrillo—, soy de

opeenión que esta es representación extraordinaria, muy

efeecaz. Si no me hubiera prevenido, hubiera creído que… que… que me estaba tomando el pelo. ¿En cuánto tiempo puede ser

efeecaz agrimensor? Porque

entonces le daré tarea.

—Eso es lo que debe aprender en Lucknow.

—Entonces ordénele que sea endiabladamente rápido. Buenas noches, Lurgan. —El babu salió balanceándose con el paso de una vaca caminando por el barro.

Cuando estaban repasando la lista diaria de visitantes, el

sahib Lurgan le preguntó a Kim quién pensaba que era ese hombre.

—¡Sabe Dios! —dijo Kim con desenfado. El tono casi podría haber engañado a Mahbub Ali, pero fracasó por completo con el curador de perlas enfermas.

—Es verdad. Dios, Él lo sabe; pero deseo saber lo que tú piensas.

Kim miró de reojo a su anfitrión, cuyos ojos sabían cómo sacarle a uno la verdad.

—Yo… yo creo que me escogerá cuando vuelva de la escuela, pero —confidencialmente, mientras el

sahib Lurgan asentía con aprobación— no comprendo como

él puede disfrazarse con muchos trajes y hablar varias lenguas.

—Más tarde entenderás muchas cosas. Él escribe historias para un cierto coronel. Su renombre es grande sólo en Simia y es importante que no tenga nombre, sino sólo un número y una letra, esa es la costumbre entre nosotros.

—¿Y su cabeza también tiene precio, como la de Mah… todos los demás?

—Todavía no, pero si un chico que está ahora aquí sentado se levantara y se fuera, ¡mira, la puerta está abierta!, hasta una cierta casa con la veranda pintada de rojo, detrás de lo que fue el viejo teatro en el bazar de abajo, y susurrara a través de las contraventanas: «Hurree Chunder Mookerjee llevó las malas noticias del mes pasado», ese chico podría conseguir un cinto lleno de rupias.

—¿Cuántas? —dijo Kim con presteza.

—Quinientas, mil, tantas como exigiera.

—Bien. ¿Y cuánto tiempo viviría un tal chico después de dar la noticia? —Kim sonrió divertido a las mismas barbas del

sahib Lurgan.

—¡Ah! Eso hay que pensárselo bien. Quizás, si fuera muy listo, pudiera sobrevivir el día, pero no la noche. La noche de ninguna manera.

—Entonces ¿cuál es la paga del babu si dan tanto por su cabeza?

—Ochenta… quizás, cien… quizás, ciento cincuenta rupias; pero la paga es lo de menos en el trabajo. De vez en cuando, Dios hace que nazcan hombres, y tú eres uno de esos, que tienen ganas de salir al camino a riesgo de sus vidas y descubrir cosas nuevas, hoy puede ser sobre sitios muy alejados, mañana sobre alguna montaña escondida, y al día siguiente sobre hombres cercanos que han cometido alguna estupidez contra el Estado. Estas almas son muy pocas; y de estas pocas, no más de diez son de lo mejor. Entre estas diez cuento al babu y es curioso. Por eso, ¡qué grande y deseable tiene que ser un cometido para que inflame el corazón de un bengalí!

—Verdad. Pero para mí los días pasan despacio. Soy todavía un chico y sólo hace dos meses que aprendí a escribir

angrezi[110]. Todavía no puedo leerlo bien. Y pasarán todavía años y años y largos años antes de que pueda ser por lo menos un agrimensor.

—Ten paciencia, Amigo de todo el Mundo —Kim se sorprendió por el título—. Si tuviera todavía alguno de esos años que a ti tanto te fastidian. Te he probado de muchas pequeñas maneras. No me olvidaré de ello cuando haga mi informe al

sahib coronel. —Luego, con una risa grave, pasando de repente al inglés—: ¡Por Júpiter! O’Hara, creo que hay buena madera en ti, pero no tienes que volverte orgulloso, ni parlotear. Tienes que volver a Lucknow y ser un buen chico y meter las narices en tu libro, como dicen los ingleses, y ¡quizás, en las próximas vacaciones, si te apetece, puedas volver conmigo! —A Kim se le puso cara larga—. Oh, quiero decir

si tú lo deseas. Ya sé dónde quieres ir.

Cuatro días más tarde fue reservado un asiento para Kim y su pequeño baúl en la parte trasera de un tonga para Kalka. Su compañero de viaje era el babu con aspecto de ballenato, quien, con un chal de flecos enroscado en la cabeza y sentado sobre su regordeta pierna izquierda con calcetín calado, temblaba y refunfuñaba en el frío de la mañana.

—¿Cómo es que este hombre es uno de

nosotros? —pensó Kim, observando la espalda gelatinosa mientras se alejaban traqueteando carretera abajo; y la reflexión le empujó a placenteras divagaciones. El

sahib Lurgan le había dado cinco rupias, una suma espléndida, así como la garantía de su protección si trabajaba con ahínco. A diferencia de Mahbub, el

sahib Lurgan había hablado de forma explícita sobre la recompensa que seguiría a la obediencia y Kim estaba contento. ¡Si sólo, como el babu, pudiera disfrutar de la dignidad de una letra y un número, y un precio sobre su cabeza! Algún día sería todo eso y más. ¡Algún día sería casi tan grande como Mahbub Ali! Las azoteas a investigar se extenderían por media India; seguiría a reyes y ministros, como en los viejos tiempos había seguido a

vakils[111] y a emisarios de abogados a través de Lahore por encargo de Mahbub Ali. Entretanto, justo ante sus ojos estaba la realidad inminente, y no desagradable, de la vuelta a San Javier. Habría nuevos chicos con los que ser condescendiente e historias de aventuras estivales que escuchar. El joven Martin, hijo de un plantador de té de Manipur, se había pavoneado de que él iría a la guerra con un rifle contra los cazadores de cabezas. Quizás lo hubiera hecho, pero seguro que el joven Martin no había sido proyectado por el aire al centro del patio delantero de un palacio de Patiala por una explosión de fuegos artificiales; ni había… Kim empezó a contarse a sí mismo la historia de sus propias aventuras de los últimos tres meses. Podría paralizar a todo San Javier, incluso a los chicos más grandes que se afeitaban, con el recital, si le estuviera permitido. Pero, lógicamente, quedaba descartado. A su debido tiempo abría un precio por su cabeza, como el

sahib Lurgan le había asegurado; y si él cotorreaba a lo tonto ahora, no sólo ese precio no sería puesto nunca, sino que el coronel Creighton lo expulsaría, y quedaría a merced de la ira del

sahib Lurgan y de Mahbub Ali… por el corto tiempo de vida que aún le quedara.

—Así perderé Delhi por un pez —era su filosofía proverbial. Le convenía olvidar sus vacaciones (siempre le quedaría la diversión de inventar aventuras imaginarias) y trabajar, como el

sahib Lurgan le había dicho.

De todos los chicos que se apuraban de regreso a San Javier desde Sukkur en las arenas a Galle bajo las palmeras, ninguno estaba más lleno de virtud que Kimball O’Hara, traqueteando hacia Ambala detrás de Hurree Chunder Mookerjee, cuyo nombre en los libros de una sección del Departamento Etnológico era R.17.

Y si se necesitaba un estímulo adicional, el babu lo proporcionó. Tras una copiosa comida en Kalka, habló sin pausa. ¿Iba Kim a la escuela? Entonces él, un licenciado M.A.[112] de la Universidad de Calcuta le explicaría las ventajas de la educación. Había puntos a ganar poniendo la debida atención al latín y a

La excursión de Wordsworth (todo esto a Kim le sonaba a chino). El francés también era esencial y el mejor se aprendía en Chandernagore, a unas pocas millas de Calcuta. En resumen, un hombre podía llegar lejos, como él había hecho, prestando una cuidadosa atención a obras llamadas

Lear y

Julio César, ambas muy solicitadas por los examinadores.

Lear no estaba tan lleno de alusiones históricas como

Julio César; el libro costaba cuatro annas, pero podía ser comprado de segunda mano por dos en el bazar Bow. Aún más importante que Wordsworth, o autores eminentes como Burke y Hare, era el arte y la ciencia de la agrimensura. Un muchacho que hubiera pasado los exámenes en estas materias, para las cuales, a propósito, no había libros que empollar, podía, caminando simplemente sobre un terreno con una brújula, un nivel y un buen ojo, elaborar un dibujo de ese terreno que podría ser vendido por una elevada suma de plata acuñada. Pero como en ocasiones era inapropiado llevar consigo cadenas de medición, un muchacho haría bien en conocer la longitud precisa de su propio paso, de manera que, cuando estuviera falto de lo que Hurree Chunder llamaba «ayudas ocasionales», podría a pesar de todo calcular las distancias. Para mantener la cuenta de miles de pasos, según la experiencia le había mostrado a Hurree Chunder, no había nada mejor que un rosario de ochenta y una cuentas, o de ciento ocho, porque «era divisible y subdivisible en muchos múltiplos y submúltiplos». De entre el torrente de verborrea inglesa, Kim pescó las ideas principales del tema y las encontró muy interesantes. He ahí una nueva habilidad que un hombre podía almacenar en su cabeza; y a la vista del vasto y ancho mundo que se desplegaba ante él, parecía que cuanto más supiera un hombre, mejor para él.

Cuando hubo hablado durante hora y media, el babu dijo:

—Espero que algún día pueda tener el placer de conocerle

ofeecialmente. Ad interim[113], si se me permite la expresión, le daré esta caja de betel, que es muy valiosa y me costó dos rupias hace sólo cuatro años. —Era una caja barata, con forma de corazón y tres compartimentos para llevar la eterna nuez de betel, la cal y la hoja

de pan; pero estaba llena de pequeños frascos con comprimidos—. Es una recompensa por mérito de su actuación en papel de hombre santo. Ve, es tan joven que piensa que vivirá siempre y no se preocupa de su cuerpo. Es un gran fastidio caer enfermo en medio de una misión. Soy aficionado a las medicinas y son prácticas cuando hay que curar también a la gente pobre. Estas son buenas medicinas oficiales, quinina y demás. Se las doy de recuerdo. Ahora, adiós. Tengo asuntos privados urgentes aquí, a la vera del camino.

Se bajó sin hacer ruido, como un gato, en la carretera de Ambala, detuvo un carro que pasaba y se alejó en el tintineante vehículo, mientras Kim, enmudecido, le daba vueltas a la caja de betel de hojalta.

El historial de la educación de un chico no le interesa a nadie excepto a sus padres, y, como el lector sabe, Kim era huérfano. Según consta en los libros de San Javier en Partibus, al final de cada trimestre se enviaba un informe sobre los progresos de Kim al coronel Creighton y al padre Víctor, de cuyas manos llegaba puntualmente el dinero para su escolarización. También consta en el mismo libro que Kim mostraba una gran aptitud para los estudios matemáticos así como para la cartografía y que se había llevado un premio (

La vida de lord Lawrence, en cuero marrón, dos volúmenes, nueve rupias, ocho annas) por su dominio en la materia; y el mismo trimestre jugó en el equipo de críquet de San Javier contra el Colegio Universitario Musulmán de Aligarh, a la edad de catorce años y diez meses. Fue también revacunado (de lo que podemos deducir que había habido otra epidemia de viruela en Lucknow) por esa misma época. Notas a lápiz en el margen de una vieja lista dejaban constancia de que fue castigado varias veces por «conversar con personas desaconsejables» y parece que, una vez, fue sentenciado a un castigo severo por «ausentarse un día entero en compañía de un mendigo». Eso fue cuando escaló la verja de entrada y durante un día entero, a la orilla del Gumti, le suplicó al lama que, en las próximas vacaciones, le dejara acompañarle en el camino durante un mes, durante una breve semana; y el lama se negó a ello con un gesto duro como el mármol, aduciendo que el momento todavía no había llegado. El deber de Kim, dijo el viejo mientras comían pasteles juntos, era adquirir toda la sabiduría de los

sahibs y después ya se vería. De alguna manera, la Mano de la Amistad tuvo que haber desviado el Látigo de la Calamidad porque, al parecer, seis semanas más tarde Kim aprobó un examen de agrimensura elemental con «mención honorable», a la edad de quince años y ocho meses. A partir de esa fecha el registro guarda silencio. Su nombre no aparece entre el grupo que aquel año presentó su candidatura para el Departamento Topográfico de la India, sino que aparecen las palabras «transferido por nombramiento».

Durante esos tres años, el lama recaló varias veces en el templo de los Tirthankaras en Benarés, un poco más delgado y un tono más amarillo, si ello era posible, pero amable e intachable como siempre. A veces venía del sur, del sur de Tuticorin, desde donde los maravillosos barcos de fuego zarpaban para Ceilán, donde había sacerdotes que conocían el

pali[114]; otras veces llegaba del oeste, húmedo y verde, y de las miles de chimeneas de las fábricas de algodón que rodeaban Bombay; y una vez del norte, donde hizo ochocientas millas de ida y vuelta para hablar durante un día con el Conservador de las Imágenes en la Casa de las Maravillas. A su regreso se recogía en su celda de fresco mármol pulido —los sacerdotes del templo eran buenos con el anciano— se limpiaba el polvo del viaje, hacía sus oraciones y, muy familiarizado ya con las costumbres del ferrocarril, se marchaba a Lucknow en un compartimento de tercera clase. A su regreso, como señaló su amigo el buscador al sacerdote superior, llamaba la atención que durante un tiempo cesara de lamentar la pérdida de su río o de dibujar prodigiosas imágenes de la Rueda de la Vida, y prefiriera hablar de la belleza y la sabiduría de un cierto

chela misterioso, a quien nadie del templo había visto. Sí, había seguido los rastros de los Pies Benditos por toda la India (el conservador está todavía en posesión de una extraordinaria crónica de sus peregrinaciones y meditaciones). No le quedaba más en la vida que encontrar el Río de la Flecha. Sin embargo, le fue revelado en sueños que no era una misión para ser acometida con esperanza de éxito a menos que el buscador tuviera consigo el

chela predestinado para conducir el proceso a buen término, un

chela investido de gran sabiduría, la sabiduría que posee el Conservador de las Imágenes de pelo blanco. Por ejemplo, (aquí sacaba la tabaquera con rapé y los amables sacerdotes jaines se apresuraban a guardar silencio):

—Hace mucho mucho tiempo, cuando Devadatta era rey de Benarés, ¡escuchad todos al

Jâtaka[115]!, un elefante fue capturado durante un tiempo por los cazadores del rey y antes de que se escapara, le colocaron un cruel anillo alrededor del pie. Con odio e ira en su corazón, el elefante intentó quitárselo y corriendo arriba y abajo por la selva, suplicó a sus hermanos elefantes que se lo arrancaran de cuajo. Uno a uno lo intentaron con sus fuertes colmillos y fracasaron. Al final, emitieron el parecer de que el anillo no se podría romper con ningún poder bestial. En un matorral, recién nacida, mojada con la humedad del nacimiento, había una cría del rebaño que tenía un día y cuya madre había muerto. El elefante anillado, olvidando su propia agonía, dijo: «Si no ayudo a este cachorro, perecerá bajo nuestros pies». Así que se colocó por encima del pequeño animal, usando sus piernas como contrafuertes contra la manada que se movía inquieta; y le pidió leche a una vaca virtuosa y la cría creció y el elefante anillado era su guía y su defensa. Ahora bien, un elefante, ¡escuchad todos al

Jâtaka!, tarda unos treinta y cinco años en alcanzar la plenitud de sus fuerzas y durante treinta y cinco lluvias el elefante anillado fue el amigo del animal más joven y todo ese tiempo el anillo se le fue clavando en la carne. Entonces un día el joven elefante vio el hierro medio incrustado en la carne y volviéndose al más viejo dijo: «¿Qué es esto?». «Este es mi dolor», dijo aquel que era su amigo. Entonces el otro sacó su colmillo y en un abrir de ojos rompió el anillo diciendo: «El momento señalado ha llegado». Así que el elefante virtuoso que había esperado pacientemente y realizado actos nobles, llegado el momento, fue aliviado por la cría misma a la que él había elegido cuidar, ¡escuchemos todos al

Jâtaka!, porque el elefante era Ananda y la cría que rompió el anillo no era otro que el Señor en persona…

Luego, el lama solía sacudir la cabeza con benevolencia y repasando el rosario, que siempre chasqueaba, señalaba lo libre que era esa cría de elefante del pecado de orgullo. Era tan humilde como su

chela quien, viendo a su maestro sentado en el polvo ante las Puertas de la Sabiduría, saltó sobre esas puertas (a pesar de que estaban cerradas) y acogió a su maestro en su corazón en presencia de una ciudad altanera y saciada. ¡Grande será la recompensa de un tal maestro y un tal

chela cuando les llegue a ambos el momento de buscar la libertad juntos!

Así hablaba el lama, yendo y viniendo a través de la India, silencioso como un murciélago. Una vieja mujer de lengua afilada en una casa entre árboles frutales más allá de Saharunpore le honraba como la mujer honró al profeta, pero su aposento no estaba en absoluto sobre el muro[116]. El lama se sentaba en un cuarto del patio delantero a la vista de las palomas que zureaban, mientras ella se quitaba su inútil velo y charlaba de espíritus y de enemigos de Kulu, de nietos por nacer y del mocoso deslenguado que había hablado con ella en el sitio de descanso. En una ocasión, el lama se desvió solo de la Gran Ruta, por debajo de Ambala, hacia el mismo pueblo cuyo sacerdote había intentado drogarle; pero el Cielo clemente que protege a los lamas le envió al ocaso a través de las cosechas, absorto y confiado, hasta la puerta del ressaldar. Aquí casi se produjo un serio malentendido, porque el viejo soldado le preguntó que por qué el Amigo de las Estrellas se había ido hacía sólo seis días.

—No puede ser —replicó el lama—. Él ha regresado con su gente.

—Hace cinco noches estaba sentado en esa esquina contando cientos de historias divertidas —insistió el anfitrión—. Es verdad, de repente se esfumó al despuntar el día, después de tontear con mi nieta. Crece muy rápido, pero es el mismo Amigo de las Estrellas que me trajo el aviso verdadero de la guerra. ¿Os habéis separado?

—Sí… y no —replicó el lama—. Nosotros… nosotros no nos hemos separado del todo, pero aún no es el momento adecuado para tomar el camino juntos. Él está adquiriendo sabiduría en otro sitio. Debemos esperar.

—Todo uno. Pero si no era el chico, ¿cómo puede ser que hablara de ti todo el tiempo?

—¿Y qué contaba? —preguntó el lama con avidez.

—Dulces palabras, cien mil, que tú eras su padre y su madre y demás. Lástima que no se ponga al servicio de la reina. Es valiente.

Estas noticias asombraron al lama, que no sabía aún cuán religiosamente Kim se mantenía fiel al trato hecho con Mahbub Ali y ratificado a la fuerza por el coronel Creighton…

—No hay forma de impedir al poni joven que juegue —dijo el tratante de caballos cuando el coronel comentó que vagabundear por la India durante las vacaciones era absurdo—. Si se le niega el permiso para ir y venir a su antojo, se burlará de la prohibición. Entonces ¿quién va a atraparle?

Sahib coronel, sólo una vez cada mil años nace un caballo tan bien dotado para el juego como nuestro potro. Y necesitamos hombres.

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