Kepler
V. Somnium
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Transcurrieron semanas, meses y nada se supo del judío. Kepler se sintió impelido a visitar una y otra vez la casita de la calle del río. Era un pinchazo de alfiler sobre la superficie de un mundo conocido, agujero a través del cual, si lograba poner el ojo correctamente, vería atrocidades. Desarrolló un ritual: pasaba deprisa dos o tres veces por delante de la tienda, a la que sólo dirigía una mirada de reojo, se detenía bruscamente, llamaba a la puerta y esperaba hasta que, dándose por vencido, ahuecaba las manos alrededor del rostro y dirigía una larga e inexplicablemente satisfactoria mirada por las grietas de los postigos. La penumbra interior estaba poblada de formas grises e indiscernibles. ¡Y si algún día se movían…! Luego retrocedía, meneaba la cabeza y se alejaba pensando, aparentemente desconcertado.
Se rió de sí mismo: ¿en beneficio de quién montaba esa estupidez? ¿Acaso se figuraba que había una conspiración en su contra y que por doquier había espías que lo vigilaban? Aunque al principio la tomó a broma, la idea acabó por dominarlo. Ni siquiera en sus peores momentos de temor y presentimientos imaginó que tras la trama se ocultara un poder humano.
Hasta los fenómenos azarosos crean pautas que, en virtud de la tensión de su mera existencia, generan efectos e influencias. Así razonaba y entonces se inquietaba un poco más. Una cosa habría sido un enemigo palpable, pero eso, esa inmensa e impersonal… Cuando procuró información entre los vecinos del judío, obtuvo la callada por respuesta. El cerrajero de al lado, un gigante rubio con pata de palo, lo miró furibundo largo rato, apretó los dientes y se alejó diciendo:
—Caballero, aquí sólo nos ocupamos de nuestros asuntos.
Kepler miró al bruto internarse en su tienda y pensó en la esposa rolliza y joven del pulidor de lentes hasta que su mente, incapaz de soportar las posibilidades, tomó otro rumbo.
Un día algo se movió con un estrépito casi audible de ruedas dentadas y palancas y pareció que se trataba de un intento de compensar su pérdida.
Lo reconoció de lejos por su modo de andar: los laboriosos hombros encorvados y el balanceo, como si a cada paso modelara una compleja forma en el aire que se le resistía para luego pisarlo delicadamente. De pronto Kepler recordó un salón atestado de Benatek y al susodicho bajando de la mesa de su amo y diciendo afablemente, como hacía tan a menudo, Señor, lo requieren, con la gran cabeza sonriente desde su fuente de sucio encaje y una mano sigilosamente posada en el borde de la mesa cual si fuera la mandíbula de un saurio. Sin embargo, algo había cambiado en él. Su paso era torturado más que viejo y avanzaba con el rostro cansinamente inclinado, agarrado celosamente al estribo de un caballo pío.
—Vaya, señor matemático, ¿es usted? —Palpó el aire con la mano extendida. Sólo le quedaba la clarividencia pues sus cuencas oculares eran asteriscos vacíos: lo habían cegado.
Dieciséis años atrás se habían visto por última vez en el funeral de Tycho en Praga. Jeppe no había envejecido. La ceguera había vaciado su rostro de todo lo que no fuera una especie de atención pueril, por lo que parecía atender constantemente a algo que se encontraba muy lejos, más allá de lo inmediato. Vestía como un mendigo.
—Es un disfraz, por supuesto —comentó y rió disimuladamente.
Iba de camino a Praga. El encuentro no pareció sorprenderlo. Kepler pensó que cabía la posibilidad de que en esa inmutable oscuridad el tiempo operara de otra manera y para Jeppe dieciséis años no fueron nada.
Fueron a una taberna del puerto. Kepler escogió un lugar donde no lo conocían. Dio a entender que también estaba de paso. No supo por qué sintió la necesidad de disimular. El rostro inerte de Jeppe estaba atentamente inclinado hacia el suyo y sonrió al oír la mentira. Kepler se ruborizó como si esas heridas fruncidas lo miraran. En la taberna reinaba la calma. En un rincón dos viejos jugaban una aburrida partida de dominó. El tabernero les sirvió dos jarras de cerveza. Observó al enano con curiosidad y cierto disgusto. La vergüenza de Kepler fue en aumento. Tendría que haberlo invitado a su casa.
—¿Se ha enterado de que Tengnagel ha muerto? —preguntó Jeppe—. Por lo que recuerdo, le jugó una mala pasada.
—Sí, tuvimos nuestras diferencias. No sabía que había muerto. ¿Qué hay de su esposa, la hija del danés?
El enano sonrió y meneó la cabeza, como si saboreara una broma íntima.
—También murió doña Christine. Son tantos los muertos, señor, y usted y yo seguimos aquí.
En la ventana de la taberna apareció súbitamente la vela color rojo óxido de una goleta que hacía el trayecto río arriba. Las fichas de dominó cayeron y uno de los viejos lanzó un juramento.
—¿Y qué sabe del italiano? —preguntó Kepler.
De buen principio pareció que el enano no lo había oído, pero poco después respondió:
—Hace muchos años que no lo veo. Me llevó a Roma a la muerte del maestro Tycho. ¡Qué tiempos aquéllos! —Era una historia llamativa. Kepler imaginó los pinos, las columnas y los leones de piedra, el sol sobre el mármol, y oyó la risa de las putas pintarrajeadas—. En aquella época era un bravucón propenso a los duelos y las refriegas, un gran jugador de dados que pasaba de una partida a otra con la espada al lado y este bufón, su humilde servidor, señor, tras él. —Estiró la mano en busca de la jarra de cerveza y Kepler se la acercó sigilosamente—. Señor, ¿recuerda cuando lo cuidamos en casa del danés? Aquella herida nunca cicatrizó del todo. Juraba que a través de ella percibía los cambios del clima.
—Estábamos convencidos de que moriría —rememoró Kepler.
El enano asintió.
—Señor, usted le tenía estima, veía su valía tanto como yo.
Kepler se sorprendió. ¿Era así?
—Rebosaba vida. Y, a pesar de todo, también era un sinvergüenza.
—¡Ya lo creo! —Hicieron una pausa y repentinamente Jeppe rió—: Le contaré algo para que se divierta. ¿Sabía que el danés permitió que Tengnagel se casara con su hija porque la moza estaba en estado de buena esperanza? El mocoso no tuvo nada que ver con Tengnagel. Félix estuvo en esa gruta antes que él.
—¿Y el junker estaba enterado?
—Por supuesto, pero le importaba un bledo. Sólo le interesaba compartir la fortuna de los Brahe. Señor, usted debería apreciar más que nadie esta broma. Lo que Tengnagel le estafó fue heredado por el bastardo del italiano.
—Sí, es una idea muy divertida —reconoció Kepler y rió incómodo. Entre el cornudo y el majadero no había dónde elegir. Experimentó un desasosiego archiconocido: ese enano sabía demasiado—. ¿Y ahora dónde está el italiano? ¿En la cárcel o prófugo?
Jeppe pidió otra cerveza y dejó que Kepler pagara.
—Por decirlo de alguna manera, en ambas situaciones. Ese hombre nunca fue capaz de quedarse tranquilo. En Roma pudo ser un caballero pues tenía amigos y mecenas e incluso gozaba del favor del Papa, Su Santidad Clemente. Pero bebía en exceso, apostaba demasiado a los dados, se iba de la lengua y se granjeó enemigos. Un día, en una pelea por la puntuación de una partida de raqueta, le abrió el gaznate a un jugador y lo mató. Huimos de la ciudad y pusimos rumbo a Malta, pues el italiano pensaba que los Caballeros nos concederían asilo. Lo metieron preso. Como puede imaginar, era un huésped pendenciero y una semana después lo dejaron escapar de buena gana. —Con ágil gracia un gato saltó sobre la barra en la que el tabernero apoyaba los codos mientras escuchaba. Jeppe bebió un trago de cerveza y se limpió la boca en la manga—. Deambulamos durante meses por los puertos del Mediterráneo mientras los espías del Vaticano nos pisaban los talones. Entonces nos enteramos de que había un perdón papal y, pese a que le advertí que era una trampa, sólo le interesó volver a Roma. Los de la aduana de Port’ Ercole, esos patanes españoles, lo tomaron por contrabandista y lo metieron en chirona. Cuando por fin lo soltaron, ya había zarpado nuestro barco para Roma. Se quedó en la playa mirando cómo se alejaba. Aún recuerdo la vela roja. Lloró de rabia y por sí mismo, definitivamente derrotado. Habían subido a bordo su equipaje y no tenía nada.
Salieron de la taberna. Del río llegaba un viento impío y los copos de nieve se arremolinaban en el aire. Kepler ayudó al enano a subir al caballo.
—Adiós, no creo que volvamos a encontramos —dijo Jeppe. El caballo piafó y bufó nervioso, olisqueando la inminente tormenta. Jeppe sonrió y frunció su rostro de invidente—. Señor, murió en la playa de Port’ Ercole, maldiciendo a Dios y a los españoles. Se habían reabierto viejas heridas y tenía fiebre. Le sostuve la mano hasta el final. Me dio un ducado para que pagara una misa en su nombre.
Kepler desvió la mirada. La tristeza lo dominó, una tristeza intensa y sobrecogedora.
—Rebosaba vida —añadió.
Jeppe asintió.
—Señor, creo que era algo que le envidiaba.
—Sí, sí, lo envidiaba por esa cualidad —reconoció Kepler ligeramente sorprendido y dio un florín al enano.
—¿Para otra misa? Señor, es usted muy amable.
—¿De qué vivirá en Praga? ¿Encontrará algún trabajo?
—Yo ya tengo trabajo.
—¿De verdad?
—De verdad. —Jeppe volvió a sonreír.
Al verlo alejarse lentamente en medio de la nieve, Kepler se dio cuenta de que no le había preguntado quién lo dejó ciego. Tal vez fuera mejor ignorarlo.
Esa noche tuvo un sueño, una de esas tramas involuntarias, enormes y oscuras que de vez en cuando maquina la mente dormida, una trama complicada, enigmática y plagada de sentidos inexplicables. Aparecían figuras conocidas, tímidas y algo enloquecidas, actores oníricos que no han tenido tiempo de aprender sus papeles. El italiano se presentó ataviado como Caballero Rosacruz. Portaba en el brazo una pequeña estatua dorada que de pronto cobró vida y habló. Tenía el rostro de Regina. Se celebraba una ceremonia compleja y solemne y Kepler dedujo que era el matrimonio alquímico entre la oscuridad y la luz. Despertó en medio del brillo mortecino del amanecer invernal. La nieve caía copiosamente y su vaga sombra se deslizaba por la pared contigua a su cama. En su corazón reinaba una extraña felicidad, como si por fin se hubiera resuelto un problema que lo acució toda la vida; una felicidad tan firme y sutil que no se disipó ni siquiera al recordar que seis meses antes, en el Palatinado, en su vigésimo séptimo año de vida, Regina había muerto de fiebres cerebrales.
La perdurable imagen de ese sueño nunca desapareció del todo. Su brillo argentino estuvo misteriosamente presente en todas las páginas de su obra sobre la armonía del mundo que, presa de un súbito frenesí, concluyó en la primavera de 1618. El imperio se había lanzado de cabeza a la guerra, pero apenas se enteró. Durante treinta años había acumulado el material y los instrumentos para esa síntesis definitiva. Cual un pescador desaforado recogió las líneas de la red, líneas que había arrojado a los cuatro vientos. Estaba extasiado. Por momentos se encontraba ante la mesa o deambulando junto a la muralla de la ciudad, bajo la lluvia, y casi no sabía cómo había llegado. Al responder a un comentario de Susanna, se daba cuenta de que había transcurrido una hora desde que ella le dirigiera la palabra. Por la noche las espirales giratorias de su cerebro caían sobre un saco de sueño y por la mañana forcejeaban por salir, enredadas en los mismos pensamientos, como si no se hubiese producido la menor interrupción. Ya no era joven, su salud dejaba mucho que desear y por momentos imaginaba que era una cosa de harapos y paja que colgaba fláccidamente de una enorme cabeza bulbosa, como esas marionetas que de pequeño había codiciado al verlas colgadas del pelo en la juguetería.
La Harmonia mundi supuso para él un nuevo tipo de trabajo. Hasta entonces había viajado a través de lo desconocido y los libros que trajo a su regreso fueron gráficos fragmentarios y enigmáticos que evidentemente no guardaban la menor relación entre sí. En ese momento comprendió que no eran mapas de las Islas de las Indias, sino de distintos tramos de la orilla de un único e inmenso mundo. Y la Harmonia era la síntesis. La red que recogía se convirtió en las líneas de la cuadrícula del globo. Le pareció una imagen adecuada porque, ¿no eran la esfera y el círculo el fundamento mismo de las leyes de la armonía del mundo? Años atrás había definido la armonía como aquello que el alma crea al percibir la forma en que determinadas proporciones del mundo se corresponden con prototipos que ya residen en el alma. En todas partes abundan las proporciones, en la música y en los movimientos de los planetas, en las formas humanas y en las vegetales, incluso en la fortuna de los hombres, pero son pura relación y no existen sin alma que las perciba. ¿Cómo es posible dicha percepción? Campesinos, niños, bárbaros y hasta animales sienten la armonía del tono. Por consiguiente, la percepción debe ser instinto del alma, debe basarse en una geometría profunda y esencial, la geometría que se deduce de la simple división del círculo. Exactamente lo que había defendido durante tanto tiempo. Entonces dio el corto paso hacia la fusión de símbolo y objeto. El círculo es el portador de las armonías puras, las armonías puras son innatas para el alma y, por ende, círculo y alma son lo mismo.
¡Cuánta simplicidad, cuánta belleza! Esas cualidades lo mantuvieron en pie ante el agotamiento y las rabietas periódicas por la dificultad que planteaba el material. Los antiguos habían intentado explicar la armonía mediante el misticismo de los números y se habían hundido en la complejidad y en la magia inútil. El motivo por el que algunas proporciones producen concordia y otras discordia no corresponde a la aritmética, sino a la geometría, concretamente a la división del círculo mediante polígonos regulares. Ahí moraba la belleza. Y la simplicidad residía en que sólo producen resultados armoniosos los polígonos que podemos construir con la única ayuda del compás y la regla, utensilios de la geometría clásica.
Demostraría que el hombre era el auténtico magnum miraculum. Sacerdotes y astrólogos sostienen que sólo somos barro, ceniza y humores. Sin embargo, Dios creó el mundo de acuerdo con las mismas leyes de la armonía que el porquero alberga en su corazón. ¿Nos influyen los aspectos planetarios? Sí, pero el Zodíaco no es un arco que existe realmente, sino una imagen del alma proyectada sobre el cielo. Actuamos en lugar de sufrir, somos las influencias en lugar de ser influidos.
Se movía por esas alturas etéreas. Acabó mareándose. Su vista empeoró y cuanto miraba temblaba como si estuviera bajo el agua o envuelto en humo. El sueño se convirtió en una especie de acrobacia imposible en el espacio negro. Al posarse luego de un gran salto de pensamiento, descubría que Susanna lo sacudía preocupada, cual si fuera un sonámbulo al que acababa de salvar del abismo.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —barboteaba y pensaba que se había desencadenado un incendio o una inundación, que los niños estaban muertos o que le había robado los papeles.
Susanna le cogía el rostro con las manos y murmuraba:
—Oh, Kepler, Kepler…
Se metió de lleno en el Misterium y en la teoría que a lo largo de los años había sido su dicha y su esperanza constante: la incorporación de los cinco sólidos regulares en los intervalos de los planetas. Aunque su descubrimiento de la ley de la elipse en la Astronomia nova había asestado un golpe a esa idea, no fue lo bastante contundente para destruir su fe. De alguna manera, las reglas de la armonía del plano debían explicar las irregularidades de ese modelo del mundo. El problema le encantaba. Como la nueva astronomía que había inventado destruyó las viejas simetrías, debía encontrar otras nuevas y más sutiles.
En principio, intentó asignar a los tiempos de revolución de los planetas las proporciones armónicas que dictaban las medidas musicales. No funcionó. Luego intentó extraer una serie armónica de las magnitudes o los volúmenes de los planetas. Volvió a fracasar. A continuación intentó incorporar a la escala las distancias solares menor y mayor, examinar las proporciones de las velocidades extremas y de los tiempos variables que cada planeta requería para rotar una unidad de longitud de su órbita. Por fin dio con la solución mediante la bonita estratagema de no situar el puesto de observación en la tierra, sino en el sol y calcular desde allí las variaciones de las velocidades angulares que supuestamente vería el observador situado en el astro rey. Al contrastar los dos extremos de velocidad así observados y al combinarlos de a pares con los demás planetas, dedujo los intervalos de la escala completa, las claves mayor y menor. Entonces pudo escribir que los movimientos celestes no son más que un canto continuo para varias voces, un canto que no percibe el oído sino el intelecto, una música figurada que pone mojones en el inconmensurable fluir del tiempo.
Aún no había terminado, en absoluto. En el Misterium se había preguntado cuál es la relación entre el tiempo que un planeta tarda en recorrer su órbita y la distancia desde el sol, y no había encontrado una respuesta satisfactoria. La cuestión volvió a plantearse con más urgencia. Puesto que el sol rige el movimiento planetario, tal como Johannes sostenía, dicho movimiento debe relacionarse con las distancias solares, ya que de lo contrario el universo es una estructura arbitraria y carente de sentido. Aquélla fue la hora más oscura de su larga noche. Elaboró el problema durante meses, esgrimiendo las observaciones ticónicas como si fueran los enormes artilugios de un cabalista. Cuando la solución llegó, como de costumbre arribó por la puerta de servicio de la mente, vacilando con timidez, un ángel anunciador deslumbrado por la inmensidad del camino recorrido. Una mañana de mediados de mayo, mientras Europa se doblaba bajo la espada, Kepler sintió que lo rozaba el extremo de un ala y oyó la suave voz que decía: Aquí estoy.
Parecía una nadería, una verdadera fruslería. Se instaló en la página con el mismo aire modesto de las cosas simples: una nota de Euclides a pie de página, un anagrama de Galileo, una tontería surgida de la pesadilla de un escolar. Y, sin embargo, era la tercera de sus leyes eternas y el puente que enlazaba las proporciones armónicas con los sólidos regulares. Decía que los cuadrados de los tiempos de la revolución de los planetas son proporcionales a los cubos de su distancia media al sol. Fue su triunfo. Le demostró que las discrepancias de distancia que persistían después de insertar los polígonos regulares entre las órbitas de los planetas no eran un defecto de sus cálculos, sino consecuencia ineludible del principio de armonía dominante. Comprendió por fin que el mundo es una estructura infinitamente más compleja y sutil de lo que él o cualquier otro habían imaginado. Había buscado una melodía y ahí había sinfonías. ¡Cuánto había errado al buscar un cosmos geométricamente perfeccionado y cerrado! El mejor reloj no era nada comparado con la realidad, que es lo más armónico que existe. Los sólidos regulares son materiales y la armonía es forma. Los sólidos describen las masas descamadas y la armonía establece la estructura sutil por la cual la totalidad se convierte en lo que es: una obra de arte perfeccionada.
Concluyó el libro dos semanas después de formular esa ley. Se propuso imprimirlo de inmediato porque fue presa del pánico, como si un incendio, una inundación —sus mayores terrores— o cualquier otro duende pudieran abatirlo antes de dar a conocer su testamento. Además la impresión era otro tipo de trabajo y ya no había nada que lo detuviera. La trayectoria que había trazado mucho tiempo atrás tardaría en agotarse y lo llevaría por nuevos libros, ásperos extremos de su carrera. Aunque hubiera podido descansar, el reposo no le habría sido permisible porque en esa temible quietud habría tenido que afrontar el demonio que trepaba por su espalda y cuyo aliento ardiente ya sentía en la nuca.
Durante años la Armonía del mundo lo había obsesionado, era como un peso descomunal que lo aplastaba. En ese momento reparó en una extraña sensación de ligereza, casi de levedad, como si hubiese bebido una dosis de vino con droga de Wincklemann. Ése era el demonio. Lo reconoció. Ya lo había tratado, había experimentado la mismísima sensación cuando en Astronomia nova descartó alegremente años de trabajo a raíz de un error de pocos minutos de arco y no lo hizo porque todos esos años había estado equivocado —aunque lo estuvo— sino con el propósito de aniquilar el pasado, ese pasado humano e indefectiblemente imperfecto, para reemprender el intento de alcanzar la perfección: esa misma sensación osada y eufórica de titubear al borde del abismo mientras la animada voz le susurraba al oído Salta.
A sus pies se abrieron otros precipicios mucho menos tentadores. El mundo que antaño había parecido tan ancho se estrechaba cada día que pasaba. Aunque el ejército palatino fue aniquilado en la batalla de Weisser Berg y los católicos recuperaron Bohemia, la guerra de las religiones siguió causando estragos. El imperio ardía en llamas y Johannes se encontraba en el último piso. Oía el crepitar del fuego bajo sus pies y el estrépito de la mampostería y de los maderos partidos cada vez que se desmoronaba una escalera. Ante sí sólo tenía la ventana hecha añicos y el súbito y frío aire azulado. Cuando en el otoño de 1619 el elector Federico y su esposa, la princesa Isabel, entraron en Praga y aceptaron la corona que le ofrecían los protestantes bohemios, la Armonía del mundo estaba en prensa y Kepler apenas tuvo tiempo de suprimir de los últimos ejemplares la dedicatoria a Jacobo de Inglaterra, padre de la princesa. Sólo faltaba que ese gesto lo convirtiera en sospechoso. Ni siquiera sus ataques a los Hermanos de la Rosa Cruz y su disputa con el rosacruz inglés Robert Fludd le proporcionaron elogios: por lo que le contaron, las facciones imperiales se preguntaban qué tenía que ocultar para hacer alarde de su fidelidad excesivamente entusiasta a Fernando, el emperador católico. Johannes desesperó: la política no era lo suyo. Para entonces ni siquiera sabía quién luchaba contra quién en la guerra. Los barones bohemios no aceptaron la derrota de Weisser Berg y se convirtieron en una perturbación local: se hablaba de participación francesa o incluso danesa. Kepler estaba desconcertado. ¿Era posible que esos reinos tan lejanos se preocuparan tanto por la religión y el destino de la pequeña Bohemia? Seguramente se trataba de una conjura. Y los responsables eran los rosacruces o el Vaticano.
Poco después, tal como imaginó que ocurriría, la vieja rueda volvió a girar: expulsaron de Linz a los luteranos. En su condición de matemático del emperador, al menos nominalmente, Kepler abrigó la esperanza de que le concedieran inmunidad. Suspendió sus peregrinaciones a la tienda abandonada de Wincklemann y se mantuvo al margen de todo oficio religioso. Pero los conspiradores invisibles no se dieron por vencidos con tanta facilidad. Las autoridades católicas confiscaron su biblioteca. Admiró con gran amargura la precisión a la hora de dar en el blanco: fue un revés difícil de soportar. A continuación, de una forma cómica, el luteranismo vomitó su propio atormentador en la figura del pastor Hitzler. Kepler se sintió arrinconado como una rata vieja y desconcertada.
El desorden público estaba en consonancia con la penumbra de su corazón, en el que se libraba una batalla personal. No sabía cuál era la causa de la contienda ni el premio por el que se combatía. De un lado se encontraba todo lo que para él tenía un valor inapreciable: su trabajo, el amor por su esposa y sus hijos, su tranquilidad de espíritu; del otro se alzaba aquello que no podía nombrar, un poder ebrio y anónimo. Se preguntó si seguía siendo el demonio surgido de las últimas páginas de la Harmonia mundi, demonio que había engordado con los infortunios del mundo. En ese momento intuyó que había una relación entre sus furores íntimos y la guerra europea y temió por su cordura. Huyó del campo de batalla hacia el trabajo penoso y embotador de las Tabulae Rudolphinae. Logró ocultarse entre las columnas de la obra maestra de Tycho Brahe, columnas que parecían marchar disciplinadamente. El escondite no duró mucho. La maniobra dejó de surtir efecto. Entonces emprendió el primero de sus vagabundeos extraños y frenéticos. Una vez en camino se sintió más sereno y durante un tiempo los dolores y la frustración del trayecto acallaron el fragor de la batalla interior. Al parecer, era lo que el demonio quería.
Le sirvió de excusa el dinero que la corona le debía. La impresión de las Tablas sería costosa. Partió hacia Viena y la corte de Fernando. Después de cuatro meses de regateos obtuvo, a regañadientes, el pago parcial de 6000 florines. Sin embargo, el Tesoro —más inteligente y cuidadoso que el emperador— trasladó inmediatamente la responsabilidad del pago a las ciudades de Núremberg, Kempten y Memmingen. Kepler partió una vez más y tuvo la sensación de que a sus espaldas Viena rompía a reír al unísono. A finales del invierno había recaudado en la roñosa trinidad de ciudades la suma de 2000 florines. Le alcanzaba para comprar el papel de las Tablas. El esfuerzo lo extenuó y, agotado, emprendió el regreso a casa.
Al llegar a Linz, descubrió que la ciudad se había convertido en un campamento militar. La guarnición bávara enviada por el emperador estaba acantonada en todas partes. En la imprenta de Plank, un pelotón de soldados comía repantigado entre las prensas y su hedor era más penetrante que los conocidos olores de la tinta y del aceite de las máquinas. Todo el trabajo estaba interrumpido. Lo contemplaron sin curiosidad mientras iba de aquí para allá presa de una cólera irrefrenable e inútil. Si por ellos fuera, podría haber llegado de otro planeta. En su mayoría eran hijos de campesinos sin tierras. Cuando por fin empezaron a imprimir, la soldadesca mostró un interés infantil por el trabajo: casi nadie había visto antes una máquina en funcionamiento. Formaban corrillos mudos en tomo a los trabajadores de Plank, miraban boquiabiertos y bufaban como el ganado en fila. El súbito floreo blanco de una tirada siempre provocaba un suspiro colectivo de sorpresa y contento. Más adelante, cuando penetró en sus entendederas el hecho sorprendente de que Kepler era la única causa de ese esfuerzo mancomunado, volcaron en él su respetuosa atención. Se codeaban por llegar a su lado cuando estaba en los bancos de trabajo o en el escritorio del corrector y en sus comentarios sobre fundiciones, colofones y ojos intentaban encontrar alguna pista que los llevara a desvelar el secreto de esa magia. De vez en cuando se armaban de valor y le ofrecían una jarra de cerveza o un andullo, mirándose las botas con sonrisa bobalicona y sudando a raudales. Johannes se acostumbró a su presencia y dejó de hacerles caso, salvo cuando alguien de esa cálida y ruidosa masa de vida que se apiñaba a sus espaldas le dirigía la palabra de una manera débil y perseverante a un tiempo. Entonces montaba en cólera, gritaba en dirección a esos rostros sorprendidos y, agitando los brazos, salía de la imprenta presa del frenesí.
Por primavera el campesino luterano se alzó en armas, harto de que lo acosaran, de pasar hambrunas y, sobre todo, hastiado del arrogante emperador. Ebrios de éxito e incapaces de creer en sus propias fuerzas, recorrieron la Alta Austria. A comienzos de verano llegaron a las murallas de Linz. El asedio duró dos meses. La ciudad no estaba preparada y en pocos días se vio obligada a alimentarse de carne de caballo y sopa de ortigas. La casa de Kepler daba a la muralla y desde el taller veía, más allá del foso, los suburbios donde se libraban los combates más encarnizados. Desde la altura los combatientes se veían muy pequeños, pero cuán vividas eran la sangre y las entrañas derramadas. Trabajaba impregnado del olor a sangre. En su casa se alojaba un destacamento. Reconoció entre sus miembros a algunos soldados que estuvieron acantonados en la imprenta. Había imaginado que sus hijos se aterrorizarían, pero consideraban la situación como un juego glorioso. Una mañana, en medio de una espantosa escaramuza, los niños subieron para decirle que en su lecho había un soldado muerto.
—¿Decís que está muerto? No, no, sólo está herido. Vuestra madre lo acostó para que descansara.
Cordula cabeceó. ¡Era una chiquilla tan seria!
—Está muerto —declaró con toda firmeza—. Tiene una mosca en la boca.
Una noche de finales de junio las fuerzas campesinas abrieron una brecha en la muralla e incendiaron varias calles antes de que los rechazaran. Destruyeron el taller de Plank y con éste todas las planchas impresas de las Tablas. Kepler llegó a la conclusión de que era hora de partir. En octubre, acabado hacía mucho el asedio y arrasados los campesinos, embaló cuanto tenía y partió a Ulm, excomulgado y sin dinero, para no volver jamás.
Durante una temporada en Ulm fue casi feliz. Había dejado a Susanna y los niños en Ratisbona y, a solas una vez más después de tantos años, tuvo la impresión de que el tiempo había retrocedido mágicamente y que de nuevo estaba en Graz o en Tubinga, donde la vida no había comenzado de verdad y el futuro era ilimitado. El médico municipal Gregor Horst, al que conocía de su época praguense, le alquiló una casita en el callejón Raben. Encontró impresor, un tal Jonas Sour. Al principio el trabajo fue bien. Kepler seguía soñando con que las Tablas le permitirían amasar una fortuna. Pasaba el día entero en el taller de impresión. Los sábados por la noche se emborrachaba serenamente en compañía de Gregor Horst, discutiendo de astronomía y política hasta altas horas de la madrugada.
Pero Johannes no podía estar tranquilo mucho tiempo. El viejo tormento volvía a bullir en su interior. El impresor Sour era tan avinagrado como su apellido y surgieron divergencias. Una vez más, Kepler dirigió sus expectativas a Tubinga y a Michael Maestlin. ¿Cabía la posibilidad de que Gruppenbach, impresor del Misterium, acabara la edición de las Tablas? Escribió a Maestlin y, como no obtuvo respuesta, partió a pie a Tubinga. Corría febrero, el tiempo era inclemente y dos días más tarde se detuvo en la encrucijada, en medio de un campo de nabos, exhausto y desesperado, pero no tan desequilibrado para no ver con paradójica gracia que toda su vida se sintetizaba en esa imagen de sí mismo: un hombrecillo cansado y calado hasta los huesos que tiembla en un cruce de caminos. Emprendió el regreso. El ayuntamiento de Esslingen le obsequió un caballo que pertenecía al hogar municipal para enfermos. El noble bruto lo llevó valientemente hasta Ulm, donde murió bajo su peso. Una vez más reparó en lo apto de esa entrada triunfal, a lomos de un jamelgo reventado, en una ciudad que apenas lo conocía. Hizo las paces con Jonas Sour y por fin, después de veinte años, se completaron las Tablas.
Un día lo visitaron en su morada del callejón Raben dos parientes de Tycho Brahe: Holger Rosenkrands, el hijo del estadista, y el noruego Axel Gyldenstjern. Se dirigían a Inglaterra. Kepler evaluó su propia situación. En una ocasión Wotton, embajador del rey Jacobo en Praga, había insistido para que se trasladara a Inglaterra. A Rosenkrands y a Gyldenstjern les encantaría llevarlo. Algo lo retuvo. ¿Cómo podía abandonar sus patrias, por muy fuertes que fueran las sacudidas de la guerra? Sólo podía ir a Praga. Al menos tenía las Tablas para ofrecérselas al emperador. Probablemente no bastarían. Su ocasión había pasado. En sus últimos tiempos hasta Rodolfo se había hartado del matemático. Pero a algún sitio tenía que ir, algo tenía que hacer y por eso tomó una gabarra rumbo a la capital donde, sin que ninguno de los dos lo supiera, lo aguardaba Wallenstein.
Mientras calentaba sus sabañones en la chimenea de la venta de Hillebrand Billig, meditaba sobre la temporada pasada en Sagan. Al menos había sido el refugio donde, durante un tiempo, se había quedado tranquilo, mientras el desasosiego de su corazón se alimentaba vicariamente de las actividades de su nuevo amo. El mundo de Wallenstein era puro ruido y acontecimientos, un incesante ir y venir al son de los cañoneos distantes y el chacoloteo de los cascos a medianoche: como si también él escapara de su demonio inexorable. Kepler jamás había conocido a alguien que encajara tan bien en el espacio que le había asignado. ¿Qué hueco podía existir en él como para que un demonio acechante lo escogiera como morada?
Billig llevaba laboriosamente las cuentas de la taberna sobre la mesa de la cocina, mordisqueaba el lápiz y suspiraba. Frau Billig estaba sentada a su lado y zurcía los calcetines de los niños. Parecían una pintura de Durero. Una corriente de aire se coló por la ventana y estremeció la luz de la vela. Hasta ellos llegaba el rumor del viento y de la lluvia, los rugidos asordinados de los juerguistas de la noche del sábado en la taberna, el crepitar del fuego, los ronquidos del perro anciano. Por detrás de todos reinaba un silencio profundo, secreto e inviolable; tal vez el silencio de la tierra misma. Amado Jesús, ¿por qué abandoné el hogar y emprendí esta descabellada aventura?
Al principio se había cuidado de Wallenstein. Temía que lo compraran como juguete, ya que era célebre la obsesión del general por la astrología. Kepler ya era demasiado viejo y estaba demasiado cansado para reiniciar ese juego de conjeturas y disimulo. Durante meses se había resistido, preocupado por las ofertas de Wallenstein y deseoso de averiguar qué querría a cambio. Conversación, respondió Wallenstein, afabilidad, su compañía, el beneficio de su erudición. Con mal disimulado entusiasmo, el emperador lo apremió para que aceptara el puesto que le ofrecían y aprovechó la ocasión para traspasar a Wallenstein la considerable deuda de la corona con su matemático. Wallenstein no protestó y tanta amabilidad descorazonó a Kepler. Al astrónomo también se le concedía un estipendio anual de 1000 florines que saldrían de las arcas de Sagan; una casa en Gitschin, donde el general tenía su palacio, y el uso de una imprenta con papel suficiente para todos los libros que le apeteciera publicar, todo ello sin condiciones ni impedimentos. Kepler osó hacerse ilusiones. ¿Era posible que, por fin… era posible…?
No fue posible. A decir verdad, Wallenstein creyó que había comprado un astrólogo sumiso. Con el tiempo, después de muchos disgustos, llegaron a un acuerdo mediante el cual Kepler suministraba los datos a partir de los cuales magos mejor dispuestos elaboraban horóscopos y calendarios. Por lo demás, era libre de hacer lo que le viniera en gima. No vio indicios de que saldaran la deuda imperial ni de la imprenta y el papel que le habían prometido. La situación podría haber sido aún peor. Al menos tenía la casa y esporádicamente le abonaba, a cuenta, parte de su salario. Aunque no era feliz, tampoco estaba desesperado. Recordó una palabra de Hitzler: tibio. Sagan era un lugar salvaje, extrañas y frías sus gentes e ininteligible su dialecto. Existían pocas diversiones. En una ocasión viajó a Tubinga y pasó un mes gloriosamente ebrio con Maestlin, que se había convertido en un viejo chocho y sordo pero no había perdido la alegría. Un día Susanna fue a verlo con una expresión mezcla de regocijo y sorpresa y le comunicó que estaba preñada.
—¡Por Dios! —exclamó Kepler—. Entonces no soy tan viejo como pensaba ¿eh?
—Mi querido, mi queridísimo Kepler, de viejo no tienes nada.
Susanna lo besó, rieron y guardaron silencio unos instantes, algo torpes, casi incómodos, compartiendo una vieja complicidad. Cuán feliz había sido aquel día, tal vez el mejor de todos los días de ese matrimonio divertido y respetuoso, mal emparejado y espléndido.
Wallenstein dejó de interesarse por él, incluso por su conversación. Las llamadas de palacio se tomaron raras y luego cesaron definitivamente. El mecenas de Kepler se convirtió en una presencia estilizada e intermitente entrevista cada tanto a lo lejos, más allá de una perspectiva de árboles o bajando la larga ladera de una colina una tarde bañada por el sol, al galope en medio de sus ayudantes, una figura rígida que asentía rítmicamente, como una efigie sagrada paseada en fugaz procesión un día de fiesta mayor. Más adelante, como si algo hubiera sacudido la memoria de una deidad mundana, un día un grupo de trabajadores que arrastraban un carro se acercaron a la puerta de la casa de Kepler y descargaron una máquina inmensa: la imprenta.
Podía volver a trabajar. Tenía la posibilidad de ganar dinero con almanaques y calendarios para navegantes. Pero ese invierno enfermó, estaba mal del estómago y padeció por culpa de la arenilla y la gota. Los años le pesaban. Necesitaba un ayudante. En la página de la dedicatoria de un librillo que le enviaron de Estrasburgo encontró una carta pública que el autor, Jakob Bartsch, le dirigía y en la que ofrecía sus humildes servicios al astrónomo imperial. Kepler se sintió halagado, contestó e invitó al discípulo a que lo visitara en Sagan. Bartsch fue, al mismo tiempo, bendición y maldición. Era joven y estaba deseoso de aprender, pero agotaba a Kepler con su infatigable entusiasmo. De todas maneras, Kepler le tomó cariño y no habría sentido tantos temores de que pasara a formar parte de su familia si Susanna —su hija y novia de Bartsch— no hubiese tenido tantos elementos de la estirpe Müller.
El joven aceptó de buena gana el pesado trabajo de los almanaques y Kepler pudo reanudar un proyecto muy querido: su sueño de un viaje a la luna. Dedicó la mayor parte del último año en Sagan al Somnium. Ningún libro le había proporcionado un placer tan peculiar. Fue como si por fin se desatara un viejo nudo de ansia y amor. La historia del muchacho Duracotus, de su madre —la bruja Fiolxhilda— y de los seres extraños, tristes y achaparrados de la lima, desencadenó en Johannes una sosegada risa interior, risa por sí mismo, por su ciencia y por la afable ridiculez de todo.
—Doctor, ¿pasará la noche aquí?
Frau Billig lo observaba con la aguja en el aire.
—Sí, por supuesto. Muchas gracias.
Hillebrand Billig alzó su embotada cabeza de las cuentas y rió con pesar.
—¡Ojalá pudiera ayudarme con estos números, pues soy incapaz de aclararme!
—Claro, encantado.
En realidad, desean saber qué me trae por aquí. Oh, sí, eso es lo que quieren.
Cuando acabó el Somnium estalló otra crisis, pero ya sabía que ocurriría. ¿Qué era ese deseo desenfrenado de destruir el trabajo de su intelecto y emprender viajes descabellados al mundo real? En Sagan había tenido la sensación de que no era acosado por un espectro, sino por algo semejante a un recuerdo tan intenso que, por momentos, parecía adquirir presencia física. Daba la sensación de que había extraviado una cosa preciosa y pequeña y lo había olvidado, pero la pérdida lo atormentaba. De pronto recordó a Tycho Brahe descalzo ante la puerta de su habitación, mientras el alba surcada de lluvia rompía sobre el Hradschin, su expresión desolada y desconcertada, el moribundo que buscaba demasiado tarde la vida que se había perdido, la vida que su obra le había arrebatado. Kepler tembló. ¿Era la misma expresión que ahora los Billig veían en su rostro?
Susanna lo había contemplado incrédula. No fue capaz de mirarla a los ojos.
—¿Por qué? ¿Por qué? —inquirió—. ¿Qué ganarás?
—Debo irme. —En Linz tenía que cobrar los bonos. Wallenstein había caído en desgracia y lo despidieron. El emperador estaba con la Dieta en Ratisbona para garantizar la sucesión de su hijo—. Me debe dinero, he de concluir algunas cosas, debo irme.
—Amor mío, si te vas, supongo que veré el día del Juicio Final antes de tu regreso —añadió Susanna, intentando bromear. Ninguno sonrió y la mujer apartó su mano de la de Kepler.
Johannes viajó hacia el sur en medio del cruel clima invernal. No reparó para nada en los elementos. Si era necesario, estaba dispuesto a llegar a Praga, a Tubinga… ¡a Weilderstadt! Pero Ratisbona quedaba muy lejos. Sé que nos encontraremos allí, lo reconoceré por la Rosa Cruz que luce en el pecho, estará acompañado de su señora. ¿Estás aquí? Si ahora me asomo a la ventana, ¿te veré en medio de la lluvia y la penumbra… os veré a todos, reina y caballero intrépido, muerte y demonio…?
—Doctor, doctor, debería acostarse y descansar, está enfermo.
¿Cómo?
—Está temblando…
¿Enfermo? ¿Estaba enfermo? Le chisporroteaba la sangre y su corazón era un trueno con sordina. Estuvo a punto de soltar la carcajada: sería digno de él, convencido como había estado toda la vida de que la muerte era inminente, morir en medio de una dichosa ignorancia. Pues no.
—Supongo que me quedé dormido.
Luchó hasta incorporarse en la silla, tosió y extendió las manos temblorosas hacia el fuego. Muéstrales, demuéstrales a todos que jamás moriré. No había acudido allí a recibir la muerte, sino algo totalmente distinto. ¡Levanta una piedra plana y allí la verás, innumerable y pródiga!
—Billig, he tenido un sueño, ¡qué sueño he tenido! Es war doch so schön.
¿Qué decía el judío? Se nos dice todo, pero nada se nos explica. Sí, tenemos que aceptarlo todo a ojos cerrados. Ahí reside el secreto. ¡Qué sencillo! Sonrió. Así, no fue un simple libro lo que arrojó, sino el fundamento del trabajo de toda una vida. Al parecer, no tenía la menor importancia.
—Ah, amigo mío, qué sueños…
La lluvia tamborileó sobre el mundo exterior. Anna Billig se levantó y le sirvió más ponche. Johannes le dio las gracias.
No mueras nunca, no mueras nunca.