Kepler

Kepler


I. Misterium Cosmographicum

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A lo largo de las semanas y meses siguientes casi se sintió feliz. En mayo llegaron de Tubinga los primeros ejemplares del Misterium. El delgado volumen le produjo una enorme satisfacción. Y su satisfacción quedó algo mancillada por una pequeña y oscura vergüenza, como si hubiese cometido una indiscreción cuya atrocidad el público distraído aún no había notado. Fue el primer vistazo de su actitud protectora hacia el libro, que en años posteriores haría que pareciera la producción de un niño despreocupado pero genial que sólo vagamente recordaba haber sido. Repartió ejemplares entre una selección de astrónomos eruditos y unos pocos estirios influyentes a los que conocía; para indignación y consternación de su parte, ninguno fue generoso en sus manifestaciones de sorpresa y alabanza.

La cantidad de libros que se había comprometido a comprar, según las condiciones del impresor, costaba treinta y tres florines. Antes de casarse no habría podido pagarla, pero ahora tenía la impresión de ser rico. Además de la cifra que le había asignado Jobst Müller, le aumentaron el salario en cincuenta florines anuales. Todo eso era una miseria en comparación con la fortuna de su esposa. A lo largo de la vida de Barbara no logró averiguar cuánto había heredado exactamente, pero la cifra era superior a lo que pudo imaginar el más impaciente de los casamenteros. Regina contaba con una cifra de diez mil que le había dejado su difunto padre, el ebanista Wolf Lorenz, la primera víctima de Barbara. Y si la niña tenía esa cantidad, ¿cuánto más debía de haber heredado la madre? Kepler se frotó las manos regocijado y algo escandalizado de su actitud.

Hubo otro tipo de riqueza, más palpable que el dinero y que dilapidó con la misma rapidez: una especie de fortuna creciente de los sentidos.

Pese a su nerviosa estupidez, Barbara era carne, un mundo corpóreo que Johannes tocó y encontró sorprendentemente real, algo que era totalmente otro y, al mismo tiempo, reconocible. Se encendió con su luz, su olor, el sabor apenas salobre de su piel. Llevó tiempo. Los primeros encuentros fueron un fracaso. La noche de bodas, en el enorme tálamo con dosel del dormitorio que daba a la Stempfergasse, chocaron con un crujido en la oscuridad. Johannes tuvo la sensación de que luchaba cuerpo a cuerpo con un cadáver pesado y ardiente. Barbara cayó jadeante sobre él, le hundió un codo en las costillas y lo dejó sin aliento mientras la cama crujía y gemía como si se lamentara con la voz espectral de su antiguo inquilino, el pobre y difunto Marx Müller. Cuando por fin se consumó la unión, Barbara se dio la vuelta y se quedó instantáneamente dormida. Sus ronquidos eran una protesta estridente y monótonamente repetida. Sólo muchos meses después, cuando acabó el verano y de los Alpes llegaron vientos fríos, se encontraron fugazmente.

Kepler recordaba aquella noche. Corría septiembre y los árboles empezaban a perder las hojas. Había concluido un buen día de trabajo y entrado en el dormitorio. Barbara estaba metida en la bañera, ante un fuego de brasas marinas, y se enjabonaba extasiada una pierna extendida y sonrosada a causa del calor. Johannes le dio rápidamente la espalda, pero ella lo miró y le sonrió atolondrada. Un estrecho haz de luz solar tardía, del color del bronce viejo, cruzaba oblicuamente el lecho. ¡Uf!, exclamó Barbara y se incorporó en medio de una cascada de jabonaduras y agua resbaladiza. Fue la primera vez que Kepler la vio completamente desnuda. La cabeza de Barbara se veía extraña sobre ese cuerpo descubierto y desconocido: se mostraba radiante envuelta en humos, con su trasero grande, sus piernas robustas preparadas como si fuera a saltar y una barba de forzudo del circo y en forma de pala brillante en el corazón del regazo. Desviados hacia fuera y sorprendidos, sus pechos lo contemplaron, fruncidas las puntas oscuras. Johannes avanzó hacia Barbara y sus ropas cayeron como láminas de carey. La mujer se puso de puntillas para espiar la calle por encima del hombro de Kepler, se mordió el labio y rió tiernamente.

—Johannes, alguien nos verá.

Los omoplatos de Barbara dejaron una húmeda huella de alas sobre la sábana. La espada broncínea del sol los golpeó intensamente.

Fue, a la vez, mucho y demasiado poco. Habían entregado sus texturas más íntimas a una pura conspiración de la carne. Kepler tardó mucho tiempo en comprenderlo y Barbara jamás se apercibió. Era muy poco lo que tenían en común. Barbara podría haber tratado de entender su trabajo pero, como la superaba, lo detestó. Él también podría haberlo intentado, podría haberle preguntado por su pasado, por Wolf Lorenz el comerciante acaudalado, por los rumores según los cuales Marx Müller —el pagador del distrito— había malversado fondos del Estado, pero desde el principio fueron tema prohibido y celosamente guardado por los centinelas de los muertos. Así, como si fuera lo más natural del mundo, comenzaron a odiarse esos dos extraños íntimos que no habían estrechado lazos de su propia creación. Vacilante y tímidamente, Kepler se volcó en Regina y le ofreció todos los excedentes de su matrimonio porque, congelada en el arquetipo, ella representaba ese estado del conocimiento y la consideración que Johannes no había encontrado en su madre. Barbara, que lo veía todo y no entendía nada, se volvió caprichosa, empezó a quejarse y ocasionalmente pegó a la niña. Reclamó cada vez más tiempo a Kepler, lo requirió para conversaciones frenéticas e incoherentes, fue presa de súbitos ataques de llanto. Una noche Johannes la encontró agazapada en la cocina, dándose un atracón de pescado en escabeche. A la mañana siguiente se desmayó en brazos de su marido y a punto estuvo de derribarlo. Barbara estaba preñada.

Cumplió los plazos profusamente, como todo lo que hacía, con muchos sobresaltos y abundantes lágrimas. Pese a su volumen, se volvió extrañamente bella. Parecía destinada a ese estado antiguo y elemental: conquistó una especie de armonía ideal con la barriga y los pechos bamboleantes. Kepler se dedicó a eludirla: en ese momento lo aterraba más que nunca. Pasaba los días encerrado en el estudio, enredado con el trabajo, escribía cartas, revisaba sus cuentas desesperadamente desequilibradas y de vez en cuando alzaba la cabeza para tratar de oír los pesados pasos de la diosa.

Se puso de parto antes de tiempo, se lo encontró una mañana y soltó agudos gritos. Ola tras ola, su marejada de dolor recorrió la casa. El doctor Oberdorfer llegó jadeante y mascullando y subió dificultosamente la escalera con la ayuda de su negro bastón, como un remero cansado que lleva una embarcación que se hunde. Kepler se sorprendió de ver que el hombre estaba incómodo, como si hubiera pescado en una vil travesura a esa pareja cuyos turbulentos destinos había contribuido a enmarañar. El parto duró dos días. Cayó la lluvia de febrero, ensombreciendo el mundo exterior, de modo que sólo existía esa casa palpitante en tomo a su centro de dolor. En un estado febril de entusiasmo y consternación, Kepler caminó arriba y abajo sin dejar de restregarse las manos. El niño nació a mediodía y era varón. En el corazón de Kepler se abrió una gran flor de inusitada felicidad. Sostuvo en sus manos al crío tembloroso y comprendió que se había multiplicado.

—Lo llamaremos Heinrich, como mi hermano —dijo—. Pero tú serás un Heinrich mejor y más sutil, ¿no? Claro que sí.

Pálida en medio de la cama ensangrentada, Barbara lo miró inexpresivamente a través de una nube de sufrimiento.

Johannes preparó el horóscopo. Auguraba todas las bondades posibles después de unas pocas adaptaciones. El niño sería ágil e inteligente, capaz para las matemáticas y las habilidades mecánicas, imaginativo, diligente y encantador. ¡Oh, sí, encantador! La felicidad de Kepler duró sesenta días. La casa fue nuevamente penetrada por los gritos, minúsculos ecos de los gozosos gemidos de Barbara, y Oberdorfer volvió a impulsarse con el remo escaleras arriba. Kepler tomó al pequeño en brazos y le ordenó que no, ¡que no muriera! ¡Miró a Barbara, ella lo sabía, tanto dolor le había indicado que todo estaba mal, pero no había dicho nada, ni una sola palabra de advertencia, zorra rencorosa! El médico chasqueó la lengua de vergüenza, señor, de vergüenza. Kepler se abalanzó sobre él. ¡Y usted… y usted…! Con los ojos llenos de lágrimas, obnubilada la visión, Kepler se alejó sin apartar al niño de su abrazo y notó cómo se contorsionaba, tosía y de pronto, como si se sobresaltara de asombro, moría: su hijo. La cabeza húmeda y caliente se le escapó de la mano. ¿Qué jugador impío le había lanzado esa tierna bola de aflicción? Conocería otras pérdidas, pero ninguna como ésta, como si una parte de su ser reptara a ciegas y lloriqueara rumbo a la muerte.

Sus días se ensombrecieron. La muerte del niño agujereó la trama de la vida y la negrura se coló por ese minúsculo rasgón. Barbara no tenía consuelo. Le dio por esconderse en habitaciones con los postigos cerrados, en cubículos, incluso bajo la ropa de cama, mordisqueando a solas su bocado de angustia, sin emitir sonido alguno salvo un débil y ocasional gemido seco, semejante a un arañazo, que ponía a Kepler los pelos de punta. La dejó estar y se apostó en su refugio, atento a lo que sobrevendría. El juego —y ellos no se habían percatado de que se trataba de un juego— había concluido; de pronto la vida se los tomaba en serio. Recordó la primera paliza que le dieron de pequeño, a su madre convertida en una extraña giganta roja de ira, sus puños, la asombrosa intensidad del dolor, el mundo pasando bruscamente a una nueva versión de la realidad. Sí, pero esto era peor: ahora era adulto y el juego había terminado.

Empezó un nuevo año y acabó el invierno. Este año la primavera no lo engañaría con sus esperanzas vanas. Algo se estaba organizando subrepticiamente, lo notaba, la tormenta reunía sus ingredientes a partir de brisas, nubecillas y el canto de los zorzales. En abril el joven archiduque Fernando, gobernante de toda Austria, peregrinó a Italia y, presa de un arrebato piadoso, en el santuario de Loreto juró suprimir de su reino la herejía del protestantismo. Y la provincia luterana de Estiria tembló. Las amenazas y las alarmas duraron todo el verano. Hubo movilización de tropas. A fines de septiembre clausuraron iglesias y escuelas. Por fin se publicó el edicto largamente esperado: los clérigos y los educadores luteranos debían abandonar Austria en una semana so pena de afrontar la Inquisición y la muerte.

Jobst Müller viajó deprisa desde Mühleck. Se había convertido al catolicismo y abrigaba la esperanza de que su yerno lo imitara sin dilaciones. Kepler bufó. Señor, no haré nada por el estilo, mi Iglesia es la reformada y no reconozco ninguna otra. Se abstuvo de añadir: ¡Aquí me planto!, porque habría sido exagerado. Además, no era tan valiente como esas osadas palabras habrían sugerido. La posibilidad del exilio lo atormentaba. ¿Adónde iría? ¿A Tubinga? ¿A casa de su madre en Weilderstadt? Con insólita vehemencia Barbara declaró que no abandonaría Graz. En ese caso, también perdería a Regina: lo perdería todo. No, no, era impensable, pero lo estaba pensando: había preparado la maleta y pedido prestada la yegua a Speidel. Bienvenido o no, iría a ver a Maestlin a Tubinga. ¡Adiós! El beso de Barbara, húmedo de pesar, le estalló en el oído. La mujer depositó en sus manos temblorosas pequeños paquetes de florines, alimentos y ropa interior limpia. Regina se acercó indecisa y, hundiendo el rostro en su capa, susurró algo que Kepler no entendió, algo que ella no quiso repetir, que se convirtió para siempre, para siempre, en un pequeño eslabón de oro ausente de la cadena de su vida. Anegado en lágrimas, Johannes titubeó entre la casa y la yegua, sin saber, finalmente, cómo partir, revolviendo los bolsillos a la búsqueda de un pañuelo con el que restañar su nariz chorreante y soltando gemidos afligidos y moquientos. Tirado como un saco húmedo sobre la silla de montar, abandonó la ciudad una tarde de octubre injustamente gloriosa, dorada y azul.

Cabalgó hacia el norte por el valle del Mur y observó con aprensión los relucientes despeñaderos cubiertos de nieve de los Alpes, que parecían tomarse más altos cuanto más se aproximaba. Los caminos estaban transitados. Trabó relación con un viajero llamado Wincklemann. Era judío, de oficio pulidor de lentes, y ciudadano de Linz: el rostro una cuña cetrina, una pizca de barba y ojos oscuros e irónicos. Cuando entraron en Linz diluviaba, el Danubio parecía acero picado de viruela y Kepler estaba enfermo. El judío se compadeció de la tos, los temblores y las uñas azules del atribulado viajero y propuso a Kepler que fuera a su casa y descansara uno a dos días antes de poner rumbo al oeste, hacia Tubinga.

La casa del judío se encontraba en una callejuela próxima al río. Wincklemann mostró el taller a su huésped: una estancia larga y de techo bajo con el homo en el fondo, homo atendido por un chiquillo gordo. El suelo y las mesas de trabajo eran un caos de moldes rotos, arena derramada y manojos de trapos aceitados, todo lo cual quedaba desdibujado bajo una película azulada de harina molida. En la penumbra, entre sus pies, destellaban gotas de cristal caídas. La ventana baja, que daba al empedrado húmedo, los aguilones de madera y a un atisbo de muelle, dejaba entrar una luz blanquecina y granulosa que parecía formar parte del trabajo que se cumplía en el taller. Kepler bizqueó para mirar la librería: Nostradamus, Paracelso, la Magia naturalis. Wincklemann lo miró y, sonriente, alzó una copa de cristal empañado con su mano del color de una hoja seca.

—Aquí tiene la transmutación, una magia comprensible.

Tras ellos el chiquillo accionó el fuelle y la boca roja del homo rugió. Con la cabeza embotada por la fiebre, Kepler tuvo la sensación de que algo se posaba suavemente sobre él, una sombra inmensa y alada.

Subieron a la planta alta, una colmena de cuartos pequeños y oscuros donde vivían el judío y su familia. La tímida y joven esposa de Wincklemann, pálida y regordeta como una paloma y con la mitad de los años de su esposo, les sirvió la cena compuesta de salchichas, pan negro y cerveza. Un olor extraño y dulzón impregnaba la atmósfera. Los hijos de la casa, chicos pálidos con trenzas aceitadas, se presentaron solemnemente para saludar al padre y a su huésped. Kepler tuvo la impresión de encontrarse en medio de una ceremonia antigua, aunque atenuada. Después de la cena Wincklemann sacó el tabaco de pipa. Fue la primera vez que Kepler fumó: por sus venas se difundió una sensación verde, no del todo desagradable. Le convidaron a vino con unas gotas de destilado de adormidera y mandrágora.

Esa noche el sueño fue un corcel brioso que lo lanzó de cabeza por la oscuridad tumultuosa y cuando por la mañana despertó, cual jinete caído, la fiebre había desaparecido. Se mostró desconcertado pero sereno, como si a su alrededor se desplegara un potencial benigno aunque enigmático.

Wincklemann le mostró los instrumentos de su oficio, las piedras perfectamente afiladas de las ruedas de pulir y las amoladeras de acero azulado. Sacó muestras de todo tipo de cristal, de arena a prisma pulido. A modo de agradecimiento, Kepler le describió su sistema del mundo: la teoría de los cinco sólidos perfectos. Se sentaron en el largo banco situado debajo de la ventana cubierta de telarañas, mientras el homo jadeaba a sus espaldas, y Kepler volvió a experimentar aquel entusiasmo y placer ligeramente incómodo que no había vivido desde sus días de estudiante en Tubinga y de las primeras e interminables discusiones con Michael Maestlin.

El judío había leído la Narratio prima de von Lauchen acerca de la cosmología copernicana. La nuevas teorías lo asombraban y divertían.

—¿Cree que son verdaderas? —inquirió Kepler, asumiendo la eterna pregunta.

Wincklemann se encogió de hombros.

—¿Verdaderas? Siempre tengo problemas con esta palabra. —Cuando sonreía era más judío que nunca—. Puede que sí, que el sol sea el centro, el dios visible, como dice Trismegistus. Pero cuando el doctor Copérnico lo demuestra en su célebre sistema, yo me pregunto: ¿lo que ahora sabemos es más prodigioso de lo que sabíamos?

Kepler no entendió y dijo enfurruñado:

—Pues la ciencia… la ciencia es un método de conocimiento.

—Por supuesto, de conocimiento. ¿Pero lo es de la comprensión? Le diré cuál es la diferencia entre cristianos y judíos. Ustedes creen que nada es real si no ha sido verbalizado. Para ustedes las palabras lo son todo. ¡Si hasta Jesucristo es el verbo hecho carne!

Kepler sonrió. ¿Le estaba tomando el pelo?

—¿Y los judíos? —se interesó.

—Según uno de nuestros viejos chistes, en el principio Jehová le habló de todo, absolutamente de todo al pueblo elegido, razón por la cual ahora conocemos todo… y no comprendemos nada. Pues a mí no me parece un chiste. En nuestra religión hay cosas de las que no puede hablarse porque verbalizar las cosas definitivas equivale a… a dañarlas. ¿Cabe la posibilidad de que ocurra lo mismo con su ciencia?

—¿A qué daño se refiere?

—No lo sé. —El judío se encogió de hombros—. Sólo soy un fabricante de lentes. No entiendo esas teorías y sistemas y soy demasiado viejo para estudiarlas. Pero usted, amigo mío —volvió a sonreír y Kepler supo a ciencia cierta que le estaba tomando el pelo—, usted hará grandes cosas, es evidente.

Fue en Linz, bajo la divertida mirada de Wincklemann, donde oyó por primera vez, casi imperceptiblemente, el zumbido del gran acorde de cinco notas de que se compone la música del mundo. Por todas partes empezó a ver relaciones que formaban el mundo: en los cánones de la arquitectura y la pintura, en el metro poético, en las complejidades rítmicas, hasta en los colores, los olores y los sabores, en las proporciones de la figura humana. Una fina y plateada cadena de entusiasmo se ciñó sin cesar a su alrededor.

Por las noches se sentaba con su amigo en las habitaciones de arriba del taller, bebían, fumaban y hablaban sin tregua. Aunque se había recuperado lo suficiente para seguir viaje a Tubinga, no dio señales de partir a pesar de que aún estaba en Austria y los hombres del archiduque podían capturarlo. El judío lo observaba con una calma y una intensidad peculiares y en ocasiones Kepler, atontado por el tabaco y el alcohol, imaginaba que con esa mirada, esa espera reconcentrada y paciente, algo le era extraído lenta y amorosamente, un fluido precioso e impalpable. Pensó en los volúmenes de Nostradamus y de Alberto Magno que el judío tenía en su librería, en ciertos silencios, en los murmullos tras las puertas cerradas, en las formas grises y difusas de los potes lacrados que apenas había entrevisto en un armario del taller. ¿Lo estaba encantando por arte de birlibirloque? La idea despertó en su interior una ternura confusa y culpable, una especie de incomodidad semejante a la que lo llevaba a dar la espalda a la sonrisa locamente enamorada que a veces el judío mostraba en presencia de su joven esposa. Sí, esto… esto era el exilio.

Tocó a su fin. Un amanecer tormentoso un mensajero de Stefan Speidel se presentó al galope en la puerta de la casa de Wincklemann. Descalzo, con tiritona y embotado por el sueño, Kepler soportó la húmeda ráfaga de viento de la puerta y con mano temblorosa rompió el conocido sello de la secretaría. En sus cejas se posó una mancha de espuma que escapó de la quijada enfrenada del rocín. El archiduque se había dignado hacer una excepción a la orden de destierro general: podía volver a Graz.

Posteriormente tuvo tiempo de evaluar la enmarañada red de influencias que lo salvó. Por razones propias y de dudosa índole, los jesuitas eran afectos a su obra. Gracias al sacerdote jesuita Grienberger de Graz, el canciller bávaro Herwart von Hohenburg —católico y aprendiz de sabio— le había consultado cuestiones de cosmología de algunos textos antiguos. Intercambiaron correspondencia a través del embajador bávaro en Praga y del secretario del archiduque Fernando, el capuchino Pedro Casal. Además, Herwart era empleado del duque Maximiliano, primo de Fernando, y los dos nobles habían estudiado juntos en Ingolstadt con el maestro Johann Fickler, gran amigo de los jesuitas y oriundo, como Kepler, de Weilderstadt. Eran extensos los hilos de la red. ¡Si pensaba en ello, tenía defensores acá y acullá! Por alguna oscura razón, se inquietó.

Retornó íntimamente desilusionado. Con un poco de tiempo, podría haber aprovechado el exilio. La Stiftsschule seguía clausurada y era libre: al menos contaba con eso. Pero su etapa en Graz estaba cumplida, consumida. La situación ya no estaba tan mal y otros exiliados habían regresado lentamente y sin armar alharaca, pero le pareció más prudente permanecer de puertas adentro. En noviembre Barbara anunció su embarazo y Johannes se retiró al sanctasanctórum de su taller.

Se dedicó a estudiar en profundidad y devoró por igual a antiguos y modernos, a Platón y Aristóteles, a Nicolás de Cusa y a los académicos florentinos. Wincklemann le había regalado un libro del cabalista Cornelius Agripa, cuyo pensamiento era tan extraño y, a la vez, tan afín al suyo. Volvió a las matemáticas y afiló sutilmente el instrumento que hasta entonces había esgrimido como un mazo. Se volcó en la música con renovado ímpetu y se obsesionó con las leyes de la armonía de Pitágoras. Del mismo modo que se había preguntado por qué sólo existían seis planetas en el sistema solar, entonces analizó el misterio de las relaciones musicales: por ejemplo, ¿por qué la razón 3:5 produce armonía y no ocurre lo mismo con la 5:7? Hasta la astrología, durante tanto tiempo denigrada, adquirió nueva relevancia en su teoría de los aspectos. El mundo era una abundancia de armaduras y formas. Meditó consternado sobre las complejidades del panal, la estructura de las flores, la extraña perfección de los copos de nieve. Lo que en Linz comenzó como un juego intelectual acabó por convertirse en su interés más profundo.

El nuevo año comenzó bien. Se sentía en paz en el seno mismo de ese súbito arrebato de especulaciones. Gradualmente adquirió un impulso temible. Las convulsiones religiosas renacieron con más encono. Promulgaron un edicto tras otro, cada uno más severo que el precedente. Proscribieron todo tipo de culto luterano. Sólo se podía bautizar a los niños según el rito católico y sólo podían asistir a escuelas de los jesuitas. Después se ensañaron con los libros. Recogieron y quemaron textos luteranos. Un manto de humo cubrió la ciudad. Las amenazas agitaron el aire y Kepler tembló. Después de la quema de libros, ¿qué les quedaría salvo quemar a sus autores? La situación se desmandó. Se sintió atado, con la cabeza y los hombros pegados a la tabla y los ojos fijos presa de un terror mortal, atado a una máquina ingobernable que rodaba cada vez más deprisa hacia el precipicio. El nuevo hijo, una niña, nació en junio. La llamaron Susanna. Johannes soñó con la mar océano. Jamás la había visto despierto. Le pareció una calma inmensa y lechosa, muda, inmutable y aterradora, el horizonte cual una línea de belleza sobrecogedora, una grieta finísima en la corteza del mundo. No había sonido, movimiento ni ser vivo a la vista, a menos que el océano mismo estuviera vivo. El terror de esa visión contaminó su mente durante semanas. Una tarde de julio, con el aire claro e inmóvil como esa mar ilusoria, regresó a la Stempfergasse luego de una de sus insólitas salidas por la ciudad atemorizada y se detuvo ante la casa. En la calle un niño jugaba con un aro, del otro lado una anciana cargada con una cesta se alejaba cojeando y un perro roía un jarrete en la cuneta. Hubo algo en esa escena que lo aleló, la pulcra inocencia con que se organizó bajo esa luz ilimitada, como si quisiera darle un suave codazo. El doctor Oberdorfer lo aguardaba en el vestíbulo y lo contemplaba con expresión tétrica y compungida. La niña había fallecido. Tuvo fiebre del cerebro, el mismo mal que se llevó al pequeño Heinrich. Kepler permaneció en pie junto a la ventana del dormitorio y vio extinguirse el día, oyó como en lontananza los gritos desesperados de Barbara y, con profundo respeto, hizo caso a su mente, que por decisión propia pensó: tendré que interrumpir mi trabajo. Trasladó personalmente el minúsculo féretro hasta la fosa, acosado por visiones de conflicto y desolación. Del sur llegaron informes según los cuales los turcos habían acantonado seiscientos mil hombres al sur de Viena. El consejo católico le puso una multa de diez florines por haber realizado el funeral según el rito luterano. Escribió a Maestlin: No hay día que pueda aliviar las congojas de mi esposa y la palabra está próxima a mi corazón: oh, vanidad…

Jobst Müller volvió a presentarse en Graz y exigió la conversión de Kepler: conviértase o váyase, y esta vez no vuelva. Jobst Müller se llevaría a su hija y a Regina a Mühleck. Kepler ni se molestó en responder. También lo visitó Stefan Speidel, un hombre de negro, delgado, frío y de labios apretados. Sus noticias de la corte eran espantosas: esta vez no habría excepciones. Kepler estaba fuera de sí.

—¿Qué haré, Stefan, qué haré? ¿Qué será de mi familia? —Tocó la mano helada de su amigo—. Estabas en lo cierto cuando te oponías al matrimonio, no te lo echo en cara, tenías razón…

—Ya lo sé.

—No, Stefan, te repito… —Calló, dejando que la idea calara y oyó claramente el débil chasquido de otra cuerda que se parte. El día que se conocieron en las habitaciones del rector Papius, Speidel le había prestado el Timeo de Platón. Debía acordarse de devolverlo. Añadió cansinamente—: Sí, claro… Oh, Dios, ¿qué voy a hacer?

—¿Puedes contar con Tycho Brahe? —preguntó Stefan Speidel, se quitó una pelusa de la capa y partió, desapareciendo para siempre de la vida de Kepler.

Sí, podía contar con Tycho. Estaba en Praga desde junio, era matemático imperial de la corte de Rodolfo y recibía un salario de tres mil florines. Kepler había recibido cartas del danés apremiándolo para que fuera a Praga y compartiera la beneficencia real. ¡Pero Praga estaba a un mundo de distancia! ¿Tenía otra opción? Maestlin le había escrito para comunicarle que no había posibilidades de que obtuviera un puesto en Tubinga. El siglo tocaba a su fin. En su visita a Graz, el barón Johann Friedrich Hoffmann —consejero del emperador y antiguo mecenas de Kepler— invitó al joven astrónomo a sumarse a su séquito durante su regreso a Praga. Kepler metió las maletas, su esposa y su hija en un carro destartalado y el primer día del nuevo siglo, algo sorprendido por la fecha, partió hacia su nuevo mundo.

La travesía fue aterradora. Pernoctaron en fortalezas con goteras y en puestos militares infestados de ratas.

La fiebre volvió y soportó kilómetros y kilómetros en un semisueño embotado del que, presa del pánico, Barbara lo arrancaba cerniéndose como una figura surgida de los sueños y lo sacudía, temerosa de que hubiera muerto. Johannes apretaba los dientes.

—Señora, si sigues molestándome de esta guisa, por Dios que te tiraré de las orejas.

Entonces ella lloraba y Johannes gemía y se maldecía, llamándose perro sarnoso.

Corría febrero cuando llegaron a Praga. El barón Hoffman los alojó en su casa, los alimentó, les dejó dinero e incluso prestó a Kepler un sombrero y una capa decentes para su reunión con Tycho Brahe. Pero de Tycho no había ni noticias. Kepler detestaba Praga. Los edificios estaban torcidos y abandonados, apresuradamente construidos con barro, paja y tablas. Las calles estaban anegadas y el aire era pútrido. Hacia el final de la semana apareció el hijo de Tycho en compañía de Frans Gransneb Tengnagel, borrachos y resentidos los dos. Portaban una carta del danés, a la vez formal y obsequiosa, en la que manifestaba untuosos sentimientos de pesar por no haber acudido personalmente a recibir al visitante. Tyge y el junker lo conducirían a Benatek, pero postergaron una semana más la partida pues querían divertirse. Nevaba cuando por fin emprendieron la marcha. El castillo se encontraba a treinta kilómetros al norte de la ciudad, en el corazón de un paisaje rural llano e inundado. Kepler aguardó en las habitaciones de huéspedes durante toda la agitada mañana y estaba dormido cuando a mediodía lo llamaron. Descendió por la pétrea fortaleza del castillo envuelto en un estupor de fiebre y temor. Tycho Brahe se mostró autoritario. Miró con el ceño fruncido al caballero de figura temblorosa que tenía delante y declaró:

—Mi alce, señor, mi alce domesticado, aquél por el que sentía tanto amor, fue aniquilado por los desatinos de un patán italiano. —Con un ademán del brazo cubierto de brocado hizo pasar a su huésped a la sala de paredes altas en la que desayunarían. Tomaron asiento—. Rodó por las escaleras del castillo de Wandsbeck, donde hicieron alto para pasar la noche. Según dice el italiano el animal bebió un cubo de cerveza, se quebró la pata y murió. ¡Mi pobre alce!

La enorme ventana, el sol sobre el río, los campos anegados y, más lejos, la distancia azul. Kepler sonrió y asintió como un juguete de cuerda, pensando en su pasado desaliñado y en su futuro incierto y en 0,00 algo algo 9.

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