Katrina

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KATRINA » Capítulo XXIV

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UN par de días después emprendieron el viaje. A fin de limitar los gastos, habían pedido prestado un bote, en el cual pensaban ir remando hasta Bomarsund. Era un hermoso día de otoño, de mar tranquilo, y el uno al lado del otro se pusieron en marcha de madrugada con el espíritu alegre de los días de fiesta. Se habían puesto sus mejores vestidos y llevaban consigo algunas provisiones, como si fueran a una excursión de recreo. A pesar de los varios años que llevaba Katrina viviendo en la isla, nunca había adquirido la práctica suficiente para conducir un bote, porque, generalmente, cuando se iba a trabajar en los

holmar eran los hombres los que se ocupaban de los remos y las velas. Sin embargo, tan pronto como hubo saltado a la embarcación empuñó los remos con el mayor brío.

—Tú no sabes remar. ¡Trae! —dijo Johan.

—¿Quién es el enfermo, tú o yo? Eres tú quien va a ver al doctor. No te conviene cansarte.

—¡Aparta de ahí! Esto podría hacerlo yo aunque estuviese medio muerto.

—Te digo que no. Toma: uno tú y otro yo.

—¡Bueno! ¡

All right!, como decía el inglés.

Desatracaron del muelle y, por entre los islotes, se dirigieron hacia el

fjord de Torsö, a poniente; pero conservar el rumbo no era cosa fácil. Johan hacía lo posible por mantener el bote en la dirección debida; y ora sostenía levantado el remo mientras esperaba que Katrina pusiera la embarcación en la posición conveniente —cosa que hacía ésta mediante golpes de remo breves y desiguales, bañada ya en sudor—, ora había de remar hacia atrás y empuñaba a veces el remo de ella y daba un par de golpes recios y hábiles. Johan acabó por echarse a reír.

—¡Por suerte, nadie nos ve! Creerían que habíamos bebido.

—¡Quiero remar! —insistió Katrina—. Nunca he tenido ocasión de aprender a hacerlo; pero si me empeño, vas a ver cómo me salgo con la mía.

Salieron del

fjord de Torsö. Ahora, por lo menos, tenían un amplio espacio por el cual avanzar dando bordadas en su incierta ruta. El sol estaba ya alto y el calor se dejaba sentir de firme. Johan tenía la frente bañada en sudor. Se quitó la chaqueta, y Katrina, que iba más cerca de la popa, observó que la camisa de su marido estaba completamente mojada.

—¡Válgame el Cielo, Johan! ¡Cómo sudas!

—Sudar un poco es siempre sano —contestó él con indiferencia. Pero sus golpes de remo iban haciéndose más débiles y su respiración más jadeante. Katrina empezó a sentirse intranquila.

—¡Basta ya, Johan! —le dijo resuelta—. Déjame los remos a mí.

—No, no. Ahora vamos bien.

—Por lo menos descansa un poco.

—Bueno, si tanto te empeñas…

Dejó los remos y se sentó en la popa, reclinado en uno de los flancos de la embarcación y con la frente apoyada en una mano, mientras con la otra se apretaba un costado como si allí sintiese algún dolor. Katrina, que hasta entonces no había podido verle de cara, se alarmó al verle tan pálido.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó.

—No…, no es nada… Un poco aquí…

—¿Lo ves? No debías haber tocado los remos.

—En cuanto haya descansado un poco me encontraré bien.

—Échate un rato. ¿He de remar hacia adelante?

—Sí. ¿Tenemos agua?

—Llevamos un poco de leche en la cantimplora. Toma la que quieras.

—Gracias… ¡Qué rica está! Ya puedo volver a coger los remos.

—¡Déjate de remos! Quédate donde estás. No te preocupes, que ya llegaremos a Bomarsund. Dime sólo hacia dónde he de remar.

—Rema directamente hacia aquellas dos islas.

Johan se dejaba persuadir con facilidad. Quedóse acurrucado en el mismo sitio, con un aspecto tal de fatiga que parecía que no hubiese ya de poder levantarse. Katrina se puso a remar con denuedo. Ahora, siendo ella la única en empuñar los remos, la barca avanzaba con gran lentitud; pero fué probando distintos modos de empuñarlos hasta que encontró la manera de maniobrar el bote como deseaba. Siempre se había mostrado reacia a manifestar sus inhabilidades ante sus convecinos. Pero frente a Johan era distinto. Sentía ahora cierta satisfacción al ver trocados sus papeles y ser él quien daba las instrucciones y ella quien obedecía. Tenía la impresión de que con ello se restablecía entre los dos un cierto equilibrio.

Al cabo de una hora de remar, el bote embocaba el hermoso estrecho entre Presto y Bomarsund. Katrina miraba a una y otra parte llena de curiosidad. La parte de Bomarsund era escarpada y árida; entre las roquedas se veían enclavadas unas pocas cabañas. Pero más a lo lejos, hacia lo alto de la vertiente, allí donde aparecían las viejas murallas de las fortificaciones, parecía todo más acogedor. La ribera de Presto era verde y frondosa, y sobre una grande extensión de agua se levantaba un enorme muro de roca que parecía construido por la mano del hombre.

—¡Mira, Johan, qué iguales y bien puestas están aquellas rocas! —dijo Katrina.

—¡Bah! —exclamó Johan con desdén—. ¡Eso no es nada! Si vieras los puertos de las grandes ciudades… Allí verías millas y millas de muelles construidos con piedras como éstas, y con tal cantidad de barcos anclados, que aquello parece un bosque de mástiles.

—Habrás visto mucho mundo, ¿verdad, Johan? —preguntó Katrina con curiosidad.

—¿Que si he visto? Pocos hay que hayan visto lo que yo. Esas piedras que ves, están ahí desde los tiempos de los rusos.[16] Bomarsund era entonces una gran ciudad y Presto no le andaba muy a la zaga.

Amarraron el bote en una pequeña ensenada bordeada de rocas, del lado de Bomarsund.

—Estará mejor aquí en el muelle —opinó Johan—. Allí nos lo podrían robar. Ahora no estamos en Torsö, en donde todo el mundo se conoce; aquí hay mucha gente de intenciones poco claras.

Avanzaron hacia el interior. Katrina, aturdida como una niña, caminaba mirando siempre hacia atrás, y a cada paso tropezaba en el empedrado de las calles, atraída por las ruinas que evocaban el dominio de los rusos en las islas Åland. Al llegar a una esquina vieron una verja con una flecha indicadora de la posada, y dirigieron allí sus pasos. Cerca ya de la puerta, Katrina se detuvo, cogió a Johan del brazo, y mirándole con aquella vivacidad infantil que de cuando en cuando iluminaba su rostro prestándole un encanto irresistible, le dijo:

—Ahora debes ser tú quien disponga; yo me haré la señora. Contrata el carruaje en la posada y lo pagas cuando lleguemos. Aquí tienes cinco marcos: creo que te bastarán.

Johan miró con sorpresa a Katrina; pero, sonriendo halagado, se hizo cargo del dinero. Tratándose de jugar a hacer los señores y de alquilar un carruaje, no podía él oponer ninguna objeción, y mucho menos viendo que también ella se sentía con ganas de jugar. Dándose los mismos aires de importancia que pudieran darse dos chiquillos, entraron en la posada y pidieron un carruaje de un caballo. A los cinco minutos el carrito estaba dispuesto y la feliz pareja subió a él.

Era un carrito alto, de ruedas desproporcionadas, y que carecía de muelles; brincaba y se tambaleaba por los baches del camino, y rodaba de una manera horrible por las pendientes. Pero para Johan y Katrina era aquél un viaje delicioso, que de buena gana hubieran deseado continuar hasta el fin del mundo. El conductor de la posada iba sentado en la delantera, y los dos viajeros, encaramados en los elevados asientos posteriores. Desde allí dominaban el paisaje a derecha e izquierda del carruaje, y al propio tiempo disfrutaban de completa libertad. De los depósitos de grano que encontraban a su paso les llegaba el tan conocido ruido de los batidores, y desde su asiento contemplaban con mirada compasiva a los que trabajaban allí. ¡Se sentían tan lejos de todo aquel trasiego! El día de hoy era para ellos una fiesta solemne y, desde los bosques, desde los prados, desde la transparencia de la atmósfera otoñal, les llegaba como un eco de maravillosas campanas que sólo ellos oían.

Hacia las once de la mañana el carruaje hacía su entrada en Kastelholm. Allí pagaron al conductor, porque, a fin de ahorrar en lo posible, habían resuelto efectuar a pie el camino que les faltaba. Siguieron andando despacio, contemplando las granjas y las casas que encontraban a su paso, y por fin llegaron a Slottsundet. Se detuvieron en la colina, a la entrada de un pequeño puente de madera tendido sobre una corriente de agua, y Katrina dió una rápida ojeada al paisaje que se les ofrecía de improviso. Allá, en el promontorio, se levantaba la recia fortaleza medieval, rodeada de una verde arboleda; sus viejos muros se reflejaban en las aguas del Sund, que besaban las dos orillas, vestidas de verde follaje.

—¿No te parece que podríamos sentarnos a comer un bocado aquí, entre el castillo y el mar? —propuso Katrina.

—¡Claro que sí! No creo que nadie nos diga nada. Pensarán que somos unos veraneantes que hemos venido a dar un paseo.

Se sentaron en el asoleado declive que se extendía al pie de los contrafuertes del castillo y colocaron las provisiones sobre la hierba. Además de la cuajada llevaban pan de centeno, un arenque y patatas frías, que comieron espolvoreadas con sal. Katrina había puesto una buena porción de manteca en el pan de su marido; ella se lo tomó solo. Johan comió con más apetito del que acostumbraba desde hacía mucho tiempo. La singular excursión en compañía de su mujer y la comida al aire libre habían despertado su alegría.

Concluido el refrigerio, cruzaron el puente de Slottsund y siguieron por la carretera que se extendía en dirección noroeste. Era la hora más calurosa del día; el sol ardía con una fuerza impropia de la estación. Los dos caminantes avanzaban fatigosamente por la carretera cubierta de una arena seca y blancuzca. Atravesaron dos o tres aldeas; entre una y otra se veían de vez en cuando espaciosas granjas y algunas casitas modestas a ambos lados del camino. Campos, valles y prados de un intenso verdor se extendían por todas partes entre alturas coronadas de pinares. De vez en cuando se cruzaban con un carro cargado de trigo y se veían obligados a meterse en la zanja del borde para dejarle libre el paso. Cada vez que pasaba uno de aquellos carros, los caballos levantaban una nube de polvo del suelo reseco por el sol, y Johan se sentía acosado unos momentos por aquella tos obstinada que tanto intranquilizaba a su mujer.

La próxima etapa fué Haraldsby, en la isla de Saltvik. Llegaron así al estrecho de Farjsund, que debían cruzar para proseguir su camino. Un barquichuelo les llevó a la otra orilla.

Ya de nuevo en tierra, reemprendieron la marcha por un camino que en dirección suroeste llevaba en línea recta hacia la ciudad. A medida que el camino se hacía más empinado por encima de la orilla del mar, a una y otra parte se abría el maravilloso espectáculo del agua iluminada por el sol y visible entre los troncos de los árboles. Luego el camino se adentraba en un tupido bosque de abetos, a la salida del cual se ofreció a sus ojos el panorama de la ciudad. Por fin veían ante sí la meta de su viaje.

Mientras bajaban la cuesta que llevaba a la residencia del médico, Johan, que ya había estado otras veces en la ciudad, señalaba a Katrina las casas y tiendas principales.

—¿Ves, Katrina? Godby es distinto de Västerby —le decía—. Ya es casi una gran ciudad. Aquí encuentras todo lo que quieres: farmacia, hospital y una barbaridad de tiendas.

Hacía las dos se fueron a casa del médico y se sentaron en la sala de espera; había ya allí otros muchos que esperaban turno. Johan, ya con uno ya con otro, entablaba conversación con todos ellos, y hablaba con prosopopeya y en alta voz de la «aldea de los capitanes», y muy especialmente del capitán Nordkvist, el gran armador.

—Sí, allí tenemos una flota inmensa y vamos haciendo nuevas adquisiciones. Ahora empezamos a botar barcos de acero; nos parece que dan mucho mayor rendimiento —afirmaba.

Aquel tiempo de espera ponía nerviosa a Katrina. A cada instante hacia advertencias a su marido y le daba instrucciones sobre lo que debía hacer cuando se le llamara.

—Habla sólo cuando te pregunten y nada más, Johan. Y no escupas al suelo. Acuérdate de explicarle bien al médico lo que notas en el pecho y todo lo que te pasa, para que pueda saber bien cómo estás.

La espera no fué tan larga como habían temido pronto supieron que el doctor recibía a los pacientes dando preferencia a los que venían de más lejos. Cuando le tocó el turno, Johan carraspeó, y, un tanto azorado, avanzó hacia la puerta en que le esperaba aquel caballero de blanca barba. Al cabo de un rato, que a Katrina le pareció una eternidad, volvió a abrirse la puerta y salió otra vez el médico. Después de dar una ojeada a los que aguardaban, hizo una seña a Katrina:

—¿Es usted la esposa?

—Sí.

Apartándose a un lado, la invitó a entrar. Katrina vió que su marido estaba vistiéndose detrás de un biombo. El médico se sentó detrás de su soberbia mesa escritorio y empezó a interrogarla sobre las costumbres de su marido, sobre el apetito que tenía y otras cosas semejantes. Katrina contestaba con monosílabos. El médico que estaba ante ella no era un hombre sencillo como el que había ido a visitar a Sandra: por el contrario, era un hombre reservado, altivo y que parecía disfrutar haciendo sentir su ignorancia a la pobre campesina. Ella procuraba ocultar su inferioridad con el tono áspero y seco de sus respuestas. Al parecer, Johan no padecía ninguna enfermedad determinada; su estado era debido a debilidad general, y lo que convenía evitar era que contrajera una enfermedad grave, porque, llegado el caso, ésta podría serle fatal. Le recomendó descanso, comida buena y abundante, y mucha tranquilidad.

—Pero esa tos… —objetó Katrina—. ¿Está seguro de que no tiene nada en los pulmones?

El médico levantó los ojos con expresión de impaciencia.

—Los pulmones los tiene bien. Eso de creer que un hombre está tísico porque tiene un poco de tos es una estupidez.

Y dicho esto se levantó del sillón, dando a entender así que la visita había terminado. Katrina vacilaba; no se marchaba convencida.

—¿Y no necesita ninguna medicina? —preguntó lentamente.

—No estará de más. Si cuentan con medios para poder medicarle, le haré una receta —replicó el médico con aspereza.

Katrina cogió la hoja llena de signos indescifrables, y, después de haber pagado, fué a reunirse con Johan, que la esperaba ya al otro lado de la puerta. De allí se fueron a la farmacia para comprar el medicamento.

—No me ha gustado este médico —murmuró Katrina—. ¡Quién sabe si es ésta la medicina que en realidad te conviene! Parece como si la hubiera recetado de mala gana. ¿Te ha examinado bien, Johan?

—¡Qué sé yo! Me ha golpeado el pecho, se ha puesto a escuchar; luego me ha mirado la garganta tan adentro como ha podido. Pero parecía una avispa…, siempre estaba zumba que te zumba.

—Cuando viene uno de tan lejos y paga lo que se le pide, debería ser tratado como un cristiano.

—Sí. Pero ésos no se preocupan por los cristianos como nosotros.

—Precisamente es a quienes mejor deberían tratar.

Llegaron a la farmacia y entregaron la receta. El boticario era un hombrecito simpático y locuaz. Mientras les estuvo despachando no dejó de hacerles preguntas sobre los habitantes de la isla, sobre el tiempo, los vientos y la pesca. Esto infundió ánimos a Katrina para preguntarle su parecer sobre la receta.

—¿Es buena la medicina que pone aquí?

—¡Vaya si lo es!… ¡Ya lo creo! Una gran medicina para las personas agotadas. Despierta el apetito y devuelve las fuerzas —afirmó el boticario.

Katrina se sintió algo más animada. Pero se desalentó de nuevo cuando oyó lo que tenía que pagar, porque se llevaba una buena parte del presupuesto de viaje.

Al salir de la farmacia echaron a andar por la calle mayor de la ciudad. Al pasar por delante de una tienda, Johan se atrevió a proponer que entraran a dar una ojeada. Con gran sorpresa suya, Katrina asintió. Era una tienda como hay muchas en todas las ciudades, pero mucho mayor y mejor provista que los pobres tenduchos de Västerby.

—Voy a comprar una barrita de regaliz para Erik —susurró Katrina a Johan.

—No, Katri, cómprale una pipa. Fíjate qué pipas de regaliz tan bonitas hay en los escaparates.

—Ya que no fumas, compraré también una para ti, pero no debes tocarla hasta que lleguemos a casa.

—Pues entonces compra otra para ti también: así fumaremos los tres —propuso Johan mientras se le iluminaba el rostro como a un niño.

—Primero veamos cuánto valen —dijo ella.

Pero compró las tres pipas. Y en cuanto se las entregaron metidas en una bolsa de papel, salieron de la tienda y se dispusieron a regresar a casa.

Llegados al embarcadero, se sentaron para comer el resto de las provisiones. Se acercaba el anochecer: el sol corría ya a la puesta tras los bosques del monte. La obscuridad no tardaría en cubrir toda la lengua de tierra que se extendía entre la montaña y el mar; pero por la parte de la bahía y de Haraldsby brillaba todavía un sol espléndido.

—El vapor viene por este lado, ¿verdad, Johan? —preguntó Katrina.

—Sí.

—¿Qué te parece si regresáramos por mar en vez de hacerlo por tierra? No va a costarnos mucho más. A pesar de todo, tendríamos que alquilar un carruaje en Haraldsby: hoy tú no puedes dar un paso más.

Johan se puso radiante.

—¡Oh, sí, Katri, tomemos el vapor! ¡Cómo me gustaría! Esta noche viene de Mariehamn; llegará a eso de las ocho.

—Vamos, pues —dijo Katrina. Ella estaba loca por hacer un viaje de aquéllos, aunque sólo fuese una vez en su vida.

—Pero, Johan —dijo de pronto pensativa—: hemos dejado el bote en Bomarsund…

—¡Malhaya! —exclamó Johan, despechado—. Es verdad. Y nos lo hemos de llevar con nosotros.

—Claro.

—Katrina —dijo—: podemos dejar el vapor en Bomarsund y continuar con el bote. El vapor hace escala allí.

—¿Te gustaría viajar en el vapor, Johan?

—¡Que si me gustaría! Figúrate: ¡ver otra vez el mar libre!

—¿Es que se mete en seguida mar adentro?

—No, pero tiene que doblar la punta al norte de Lumparen, y esto es ya salir a alta mar.

—Pues, entonces, tomaremos el vapor —decidió Katrina, recordando que el médico le había recomendado que procurara tener siempre contento a su marido.

Poco antes de las ocho se oyó muy distintamente el silbido de la sirena, y no tardaron en ver entrar en la bahía el vaporcillo que efectuaba el servicio entre islas. Al hacer éste escala en Godby, Johan y Katrina subieron a bordo, y a los pocos minutos se quitó la pasadera y empezó el viaje. El vapor volvía por la misma ruta que ellos habían seguido a la venida: cruzando el estrecho y poniendo proa al sur, hacia Lumparen, aquel hermoso mar interior encerrado en el archipiélago de Åland. El espectáculo era soberbio: la tierra se iba deslizando ante sus ojos bañada en el oro del sol poniente. En algunos puntos la ribera era baja y estaba cubierta de hierba y festoneada por profundas ensenadas bordeadas de cañaverales, donde las vacas pastaban en el agua pantanosa; en otros, se veían asomar a flor de agua los desnudos picos de algunos escollos. Algunos pinos retorcidos habían crecido en la altura, entre las grietas de los picachos. Aquí y allá, el terreno descendía en terrazas pobladas de bosque, cuyos últimos árboles, frondosos alisos, combaban sus verdes ramas hasta besar el agua clara. En lo alto, el verde más obscuro de las coníferas, mezclándose a los demás árboles, revestidos ya de los colores del otoño, hacía resaltar vivas manchas amarillas en el verdor intenso de aquel bosque.

De pronto la bahía se ensanchaba como un verdadero mar.

—Éste es el

fjord de Korsnäs —dijo Johan a Katrina.

Inmediatamente el vaporcito se metió por un pequeño brazo de mar que desembocaba en la extensión azul de las aguas de Lumparen. Como ya había dicho Johan, el vapor puso la proa hacia el oeste para doblar la punta al norte de aquellas aguas, y mientras a un lado se veían las costas de Fasta Åland, en la parte opuesta se extendían las de Lumparen, y hacia el sur empezaba a descubrirse una elevación de tierra envuelta en la bruma.

El sol se había puesto ya, y el aire empezaba a volverse un poco frío. El agua había adquirido un tono verdeobscuro y, en pequeñas olas inquietas, batía contra los flancos del vapor.

Johan y Katrina habían ido a sentarse a popa, entre montones de fardos.

—Ven, Katri —dijo Johan cuando el vapor viraba hacia la salida de la bahía—. Vamos al puente superior: allí la vista es más bonita.

Subieron al puente de paseo, donde se veía a señoras con sombrero y a elegantes caballeros, que, provistos de anteojos, iban explorando el paisaje. Katrina se sentía avergonzada a causa de su pañuelo de algodón, de su chaqueta corta y de su tosco calzado; pero, al propio tiempo, se sentía profundamente feliz. De pronto descubrió caras conocidas. Allí estaba el capitán Larsson, sentado en una silla de tijera, fumando un enorme cigarro y conversando con un caballero desconocido; apoyada en la borda, veíase a la joven esposa del capitán Engman. Poco a poco, el frío se hizo insoportable y los pasajeros fueron a refugiarse en los salones. Johan y Katrina se sintieron entonces más audaces y empezaron a recorrer la cubierta de una parte a otra, observando y curioseando todo lo que les saltaba a la vista. A través de las ventanillas redondas del salón veían a los pasajeros de lujo sentados en torno a las mesas adornadas con vasos de flores. Una linda camarera iba de un lado a otro con una bandeja, sirviendo café y licores fuertes. Aquel interior, con su sillería de rojo terciopelo, daba una agradable sensación de comodidad. Los caballeros fumaban enormes cigarros, y su rostro se iba poniendo encendido y jovial. Las flores y las plumas de los sombreros de las señoras ondeaban graciosamente. Afuera, por el contrario, la noche se hacía cada vez más densa.

—Hay otros dos saloncitos en el centro; vamos a verlos —dijo Johan—. Hay un saloncito para señoras: puedes entrar en él…, yo me meteré en el fumadero.

El matrimonio se separó. Katrina fué a sentarse en la pequeña sala, en donde cuatro o cinco mujeres leían novelas. Se estaba algo apretado, pero caliente; los asientos, de cuero almohadillado, eran blandos y cómodos.

No habían transcurrido dos minutos cuando se presentó el revisor. Katrina le había visto desde el muelle de Torsö. El hombre preguntó si las señoras llevaban billete.

—Yo no —dijo Katrina.

—¿Va usted en segunda o en tercera? —dijo el revisor.

—¿Cuál es la diferencia?

—Hasta Bomarsund, dos marcos.

—Entonces, en tercera. Haga el favor de dos billetes.

El hombre arrancó dos hojas de su talonario, y alargándoselas a Katrina, le dijo con cierta brusquedad:

—Tendrá que salir de aquí. Este salón es de segunda clase.

Katrina, algo confusa, cogió sus paquetes y salió a la cubierta, a la sazón barrida por el viento. Allí encontró a Johan con la cabeza encogida entre los hombros y las manos metidas en los bolsillos. El viento hinchaba sus pantalones de tela delgada en torno a sus flacas piernas; su rostro tenía un color ceniciento.

—¿Por qué estás aquí con este frío, Johan? —le preguntó Katrina.

Él se irguió, esforzándose en adoptar un aire desenvuelto. Pero no pudo lograrlo; por el contrario, su aspecto era más abatido que nunca:

—Estaba mirando hacia Lumparen. Sabe Dios si volveré a ver el mar libre.

—¿Te ha hecho salir de la sala el revisor?

—La verdad, sí… Ha dicho que sólo era para pasajeros de segunda.

—¿Y no hay donde poder abrigarnos?

—Podemos ir bajo cubierta. En la bodega hace siempre más calor.

Bajaron la escalerilla del puente de popa, adonde llegaban las salpicaduras del agua, y de allí fueron a guarecerse bajo el puente cubierto, situado en el centro del buque. Allí no había luz, y el lugar estaba abarrotado de sacos y barriles. Uno de los lados estaba enteramente ocupado por una hilera de vacas y bueyes sujetos con cabestros. La paja y el heno desparramados por el suelo olían fuertemente a estiércol. El pataleo y los mugidos de los animales se confundían con la trepidación de la máquina.

Johan y Katrina se sentaron sobre un saco de patatas, arrimados uno a otro como dos chiquillos. De la sala de máquinas subía un agradable vaho caliente, a pesar de soplar por todas partes corrientes de aire. El monótono trepidar de la máquina no tardó en sumirlos en un estado de somnolencia, y con las cabezas apoyadas una en otra quedaron adormecidos, hasta que el estridente sonido de la sirena les despertó con sobresalto.

—Johan, ¿dónde estamos? ¿No habremos ido demasiado lejos? —exclamó Katrina.

—¡Quia! —repuso Johan; y asomó la cabeza por la escotilla—. Acabamos de llegar a Bomarsund.

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