Katrina

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KATRINA » Capítulo XXXII

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¿Por qué tardaría tanto?… Acaso estuviera divirtiéndose con otros muchachos de su edad. Pero ella le esperaría, y lo haría aunque tuviese que esperarle la noche entera. La veleta giraba, chirriando, sobre el tejado. Los hielos estaban próximos a romperse. Pronto los buques se harían a la mar… ¿Por qué no venía Gustav? Mañana se vería obligado a madrugar para acudir al trabajo… ¡Ahora…, ahora entraba alguien por la verja! No, era un anciano: el abuelo de la casa, con toda seguridad. ¿Qué estaría haciendo Gustav fuera hasta tan tarde? Katrina se pegó más aún a la pared para que nadie advirtiera su presencia. El ganado mugía en el establo. El viento soplaba más fuerte. Y a lo lejos, más allá de la aldea y del bosque, Katrina oía el rugido del mar. ¡Que Dios protegiera a todos los navegantes!… ¿Qué hora sería? Ya debía de ser tarde. Las luces de las casas se iban apagando una tras otra. Ahora se había extinguido la de la cocina de la granja. ¿Esperaría aún? Quizá Gustav estuviera durmiendo en la cocina… Los habitantes de Storby gustaban de observar las viejas costumbres. ¡Dios mío! ¿Debería volver a casa sin haber conseguido su deseo? ¡Qué tonta había sido! Lo que debía haber hecho al principio era entrar en la casa prescindiendo de cumplidos y preguntar por Gustav. Era cosa muy natural que una madre quisiera ver a su hijo; seguramente nadie le hubiera molestado por eso. Pero ahora ya era demasiado tarde para entrar.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas; la nariz le goteaba. El viento se le filtraba hasta los huesos. Seguramente, lo único que iba a conseguir con su excursión, sería coger un resfriado. Con el cuerpo encogido, las manos metidas bajo la chaqueta de punto, temblaba de frío y de tristeza, y lloraba como una niña. ¡Qué infeliz y miserable se sentía! Así debía de haberse sentido Johan muchas veces. ¡Qué sensación de desconsuelo produce al reconocerse débil e incapaz! Tropezando con las raíces y los guijarros, con los ojos nublados por las lágrimas, Katrina emprendió el camino hacia su casa. Muchos días después de haber dado aquel paso, tenía aún el ánimo profundamente decaído; el malestar del resfriado la ponía aún más triste y abatida. Pasaba horas y horas revolviendo en su mente negros pensamientos, sacudida de vez en cuando por escalofríos.

Un día recibió la noticia de que la tripulación del

Venus se preparaba para marchar a Mariehamn. Cabía ahora realizar un último intento. Hizo un paquete con todo lo que había preparado para el equipo de su hijo; y, sin quererlo, inundó de lágrimas las recias medias de lana. En cuanto el sol se puso, cogió el paquete y volvió a emprender el camino de Storby. Al hallarse a poca distancia de la iglesia se sentó en una piedra, al borde del camino. Terminaba allí el atajo que venía del pequeño templo, con lo cual, cualquiera que fuese el camino por donde él viniese, había de pasar por delante de ella. ¡Ojalá viniera solo!

Transcurría el tiempo. Katrina sabía que el vapor no pasaría antes de la madrugada siguiente. ¿Qué dirían los aldeanos de Storby si la veían permanecer allí hasta cerrada la noche? ¡Que pensaran lo que quisiesen, con tal de que ella pudiera hablarle y obtener su perdón antes de partir! La noche era hermosa, una noche de primavera, serena y tibia.

¡Ahora!… ¡Alguien se acercaba! Katrina se levantó y, oprimiéndose con las manos su agitado corazón, fué a esconderse detrás de un árbol. Los pasos se aproximaban. Era un hombre… Venía solo… ¡Gracias a Dios! ¿Sería Gustav aquel que se acercaba con paso pesado, la cabeza caída, como si le agobiaran quién sabe qué tristes pensamientos? Sí, sí; era él; llevaba su saco al hombro. Katrina se acercó cautelosamente al borde del camino.

—¡Gustav! — llamó con voz queda.

Gustav se volvió.

—¿Eres tú, mamá? —repuso inseguro.

—Sí, hijo mío. ¿Vas a embarcar? ¿Puedo acompañarte un poco?

—Sí. ¿Qué estabas haciendo aquí a estas horas de la noche? —murmuró Gustav con embarazo.

Katrina sintió que el llanto le oprimía la garganta; pero se dominó y contuvo las lágrimas. No quería enternecer a su hijo con sollozos.

—¿Cómo podía dejar que partieras sin haber hablado antes contigo? ¿No quieres perdonarme lo del perro, Gustav?

—Aquello no fué nada. Ya lo he olvidado.

—¿De veras, Gustav? ¡Yo jamás lo olvidaré! ¡Haber hecho una cosa así, y luego haberte mentido, como si no bastara con…! Pero cuando me irrito, no puedo remediarlo, me vuelvo mala y soy capaz de todo…

—¡Bah…! Todos hacemos lo mismo. La culpa fué mía por dejarte un perro al que había que alimentar.

—Pero, al menos, hubiera podido decirte la verdad en seguida. De eso es de lo que más me arrepiento.

—No hablemos ya de eso ahora. Pensaba ir a verte, pero se me ocurrió que parecería que sólo iba a buscar mi equipo.

—No, Gustav; nunca hubiera yo pensado una cosa así. Y aunque así hubiera sido, ¿qué importancia tendría? Mientras servimos para algo en este mundo, es prueba de que vivimos para algo también… Y dime: ¿cómo estás de ropa?

—No muy bien que digamos. Yo no sé zurcir ni remendar. Deberé comprarme algo antes de ir a bordo. Pero medias como aquellas que tú me haces me será difícil encontrarlas.

—Te he traído algunas cosas en este paquete.

—¡Oh, mamá!… ¿Por qué lo hacías?

—No he tenido otra cosa en qué ocuparme durante todo el invierno… ¡Y me ha parecido tan largo!… ¿Cómo te has encontrado en Storby?

—Muy bien. Son buena gente, aunque no sean capitanes ricachones como los de allí. Aquí todo el mundo come en la misma mesa.

—¡Vaya!

—Sí. No te dan cosas delicadas; pero en cuanto a patatas, tocino, arenques, pan, leche y manteca, puedes tomar hasta hartarte.

Sin darse cuenta habían llegado así a la orilla. Allí continuaron hablando todavía por espacio de un buen rato. Luego Gustav empezó a dirigir nerviosas ojeadas a las rocas envueltas en la obscuridad. Por fin, dijo:

—Mamá: espero a alguien que ha de venir a despedirme. Tal vez… esté ya por aquí; pero seguramente no querrá salir hasta que me vea solo…

—¿Quieres, pues, que me vaya?

—No…, no es que quiera echarte…, pero sólo quería decirte…, ¿no lo tomarás a mal, mamá?

—De ninguna manera. Estoy muy contenta de que haya quien venga a despedirte,

Gusta lilla[18].

—¡

Gusta lilla! ¿Todavía me llamas así?

—Claro —dijo Katrina riendo—. No hace tanto tiempo que eras así de pequeño y tenías los ojos cerrados como un gatito.

—No digas eso, mamá; yo no he sido nunca tan pequeño como dices.

—¡Vaya si lo eras!… Bien, Gustav: no quiero que esa muchacha pase más angustia esperando por culpa mía. Despidámonos.

—Bien, si no te molesta… ¿Sabes quién es? Es Saga, la que está en la Cooperativa.

—¿Saga, la de la Cooperativa? Pues es preciosa, Gustav, no has tenido mal gusto.

—No… Es una chica risueña, amable con todos, y la primera en las salas de baile; pero, eso sí, no permite que nadie se propase con ella. No es de las que se van con el primero que se les presenta —dijo Gustav con orgullo.

—Sí; es una chica como hay pocas… Has hecho muy bien buscándola por compañera… Y ahora me voy a escape. ¿Me escribirás, Gustav?

—Claro que te escribiré. Cúidate, mamá: procura no matarte trabajando. ¿Cómo te va ahora?

—Voy defendiéndome como puedo. Claro que ya no tengo veinte años… Adiós, hijo mío. Cúidate mucho y que Dios te ayude. No sabes qué aliviada me voy ahora.

—Adiós, mamá. ¡Y cúidate mucho!

—Sí, sí… Adiós.

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