Katrina

Katrina


CAPITULO VIII

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KATRINA atendió a todas las necesidades del zar. Durante muchos días después de su colapso, no tuvo fuerzas para moverse. Permaneció sentada a su lado durante el corto día, dándole cucharadas de caldo, nata y huevos. Por la noche, se hacía un ovillo junto a él, y dormía con sueño ligero, preparada para despertar al menor movimiento o murmullo febril.

La enfermedad del zar era más mental que física. Con frecuencia —sobre todo si el fuego llameaba y chisporroteaba durante la noche— sudaba en plena pesadilla y daba roncos gritos dormido. Katrina le confortaba con su dulce voz y le alzaba la cabeza para que sorbiera agua, como un crío, de un tazón.

Una noche despertó del inquieto sueño de la convalecencia y se sentó en la cama.

—¡Dios! —dijo—, no he conocido noches semejantes desde…

Le tembló la voz.

—Enciende más velas, Katrina —pidió.

Y miró a su alrededor, con aprensión.

Se sintió más tranquilo cuando la muchacha hubo encendido un buen puñado de cirios. Tenía demacrado él rostro y con expresión de cansancio.

—Los soldados llegaron una noche —dijo— y llenaron el Kremlin, armados de antorchas y espadas. Era mi hermanastra Sofía, que intentaba apoderarse del trono… Yo tenía unos diez años entonces. Los soldados arrancaron a mi querido tutor de entre mis brazos… y le tiraron por el balcón. Los Streltsi le recibieron sobre la punta de sus lanzas…

—Calla —murmuró Katrina—, calla, Majestad.

Pedro movió, negativamente, la cabeza.

—Lo tengo en el cerebro —repuso—, siempre en el cerebro. Cuando se aviva el fuego y se alzan las llamas, lo veo. Los soldados dieron caza a mi familia a través del Kremlin. Vi sacar a rastras a mis tíos…, a todo el mundo…, de sus escondites…, hasta de las iglesias. Perdonaron la vida a mi madre la zarina y ¡a nadie más!

—Te la perdonaron a ti también —dijo Katrina, con dulzura—. No podían matarte. Porque es voluntad de Dios que vivas para ver tos sueños convertidos en realidad.

—¿Mis sueños? Son sueños de pesadilla, criatura. Me puse enfermo después de la matanza. Se me contraía con una especie de tic nervioso la cara. Dime —preguntó—, ¿se contrae ahora?

Katrina le contempló a la luz de las velas. El rostro del zar se torcía y retorcía sin reposo, y de una manera horrible.

—Apenas si es un leve parpadeo —contestó con voz firme—. Un guiño nada más, como el que pudiera hacerle un joven a una muchacha.

El zar se quedó un poco parado. Pero, al cabo de un instante, se le dulcificó él rostro y la contracción disminuyó.

—Todas las mujeres son seres malvados —observó, ásperamente—. Mi tía Sofía, mi esposa Eudoxia y, la peor de todas. ¡Ana Mons!

Aquélla era la primera vez que le hablaba a Katrina de su esposa. La muchacha ardía en deseos de hacerle un centenar de preguntas; pero se abstuvo.

—Tu madre no era mala —dijo—, y yo no creo ser mala, ni que lo sea Matilde. Las mujeres son como los hombres… Algunas son buenas y otras malas. Yo no juzgo a todos los hombres por Dakof, que me azotó, ni por Sheremetief, que me cortó el pelo.

Pedro nada dijo. Se quedó con la mirada fija en el fuego un buen rato, como si en él viese visiones que no parecían producirle tanto temor. Porque, al cabo de unos momentos, cuando las velas se hubieron consumido casi por completo, dijo, de pronto:

—Tráeme vino, Katrina. Luego… creo que dormiré.

Hubo mejores noticias que mandarle al príncipe Menshikof por el correo siguiente. Transcurrieron las semanas y el zar Pedro se dio cuenta de que había empezado a hablar con sorprendente libertad a aquella criatura, rubia y ojiverde que, con tan rara sabiduría y sencillo humor sabía responderle, directa, como lo hubiese hecho un hombre y, sin embargo, con una dulzura que hallaba confortadora. Era agradable encontrarse con una muchacha que no se sobrecogía en su presencia ni se quedaba muda.

A veces no hablaban, sino que se pasaban las horas sin fin, él en su cama junto al fuego, y ella acurrucada en el suelo a su lado, apoyada la cabeza en la punta de su almohada.

No tardó en empezar a recibir a los correos él mismo y en interrogarles con avidez acerca de los progresos que hacía la campaña, ansiando conocer hasta él más mínimo detalle.

—Alec no debe tomar Narva —dijo— hasta que yo me encuentre lo bastante restablecido para hallarme presente.

Al correo le ordenó:

—Diles al príncipe Menshikof y al mariscal Sheremetief que, cuando lleguen a las defensas de Narva, deben detenerse y mandar un carruaje en busca mía.

Katrina no interrumpió mientras él correo recibía sus órdenes; pero, cuando hubo saludado y partido, preguntó:

—Majestad, ¿estás lo bastante bien para ir a la guerra? No tienes fuerzas para moverte de la cama.

El zar la contempló con leve regocijo y afecto en los hundidos ojos.

—Tráeme la chaqueta, Kati —murmuró, débilmente.

Ella le fue a buscar la burda chaqueta de mariné holandés que había llevado en él momento de caer enfermo. Se le antojaba tan grande y pesada como una tienda de campaña.

El zar rebuscó con débiles dedos en los bolsillos basta encentrar un estuche pequeño, de cuero negro. Contenía una pesada medalla de bronce, y Katrina la sacó, con curiosidad.

En el anverso se veía la figura de un hombre que se calentaba las manos al fuego de los cañones defensivos suecos. El rostro del hombre era una cruel caricatura del zar.

—¿Se supone que éste eres tú? —inquirió, con tu certidumbre, la muchacha.

El zar asintió con un gesto y empezaron a observarse contracciones espasmódicas en su cara de nuevo.

—Si —contestó él—, y el del otro lado del medallón también.

Por el reverso, la grotesca caricatura del zar estaba corriendo, caída de su cabeza la ornamental gorra, y caído también su cetro tras él.

—¿Qué dice la escritura? —preguntó Katrina.

—Ésta dice… —y el dedo del zar señaló la caricatura en que se calentaba junto a los cañones—, dice: «Pedro salió y lloró amargamente».

No se estaba molestando en leer las inscripciones. Se las sabía ya de memoria.

—Los suecos acuñaron esa medalla para conmemorar mi derrota en Narva. Fíjate en la fecha: 1700.

Katrina no pudo leer la fecha, pero movió afirmativamente la cabeza, fingiendo entenderla. Recordaba las fiestas celebradas en Marienburgo más de tres años antes, y cómo se habían jactado los dragones suecos de haber derrotado al Gran Zar en Narva. «Nuestros hombres no pudieron acercarse lo bastante a los rusos para matarlos —habían dicho en vanagloria—, porque los rusos tiraron los mosquetes y corrieron más aprisa que nosotros». Esto no se lo dijo a Pedro, pero él se dio cuenta de que lo sabía.

—No ocurrirá lo mismo la próxima vez —susurró, sombrío.

Se había agotado ya.

—¡Oh, cuánto me alegro!

Katrina había soltado las palabras antes de darse cuenta de lo que decía, y el zar hizo una mueca de regocijo.

—¿Siendo tú sueca? —exclamó—. ¡Traidorzuela! Rió, casi por primera vez desde su colapso.

—Me quieres, ¿verdad? —dijo, para hacerla rabiar. Katrina se puso colorada, pero sostuvo serenamente la mirada de los oscuros y burlones ojos.

—Toda mujer ama al hombre a quien cuida, Majestad —repuso—. Y ya es hora de que tomes tu caldo.

Se lo dio a cucharadas, porque aún no podían sus dedos sujetar una taza sin derramarla. Cuando le limpiaba la barbilla, que estaba suave y lisa por donde ella le había afeitado, el zar dijo:

—Pequeña Katrina… Kati…, cuando tome Narva, tú me verás hacerlo. Será una victoria para mí, te lo prometo.

Le tomó la mano y le dio la misma sensación de siempre, la de un minúsculo animalito acunado entre sus dedos, con toda confianza. Había temido a aquel hombre grande y terrible antes de conocerle. Y ahora, después de haberle cuidado, atendido a sus necesidades y aliviado sus pesadillas, habían dado tal cambio sus sentimientos, alejándose tanto de sus primitivos temores, que le trataba con osadía, con cierta insolencia incluso a veces, corriendo riesgos que hubiesen espantado a cortesano de tanta experiencia como Menshikof. Quizá no temiera al zar Pedro tanto como hubiese sido prudente temerle. Pero, durante los días en que fue recobrando lentamente sus fuerzas, su ingenua impertinencia parecía encantarle.

—Mañana —dijo— me levantaré e iremos a ver el mar.

Era a fines de mayo, y el sol brillaba con fuerza.

—Mañana —anunció Katrina, con sonriente firmeza—. Vuestra Majestad podrá levantarse; pero, a menos que podamos ordenarle al mar que visite los campos vecinos a esta casa, Vuestra Majestad no lo verá, porque una milla de camino es demasiado el primer día de levantarse de la cama.

Matilde, al escucharla, abrió desmesuradamente los ojos, sin ocultar su asombro. Pero el zar se limitó a sonreír.

—Una visión del mar me hará más bien que todos tus malditos caldos —dijo, tranquilamente.

Al día siguiente, él zar salió con paso inseguro y respiró el dulce aire. Los pájaros cantaban en los abedules y el cabello de Katrina, que empezaba a crecer, se agitó bajo la caricia de la brisa del Báltico.

—Huélelo —dijo el zar, olfateando con placer—. Ahí está… mi ventana, mi entrada al mundo occidental. ¡Qué rayos! —agregó, con rebeldía—. ¡Tengo que verlo!

—Y puedes —le repuso Katrina—, desde este montículo de detrás de los cobertizos.

Le condujo, cuidadosamente, ladera arriba hasta que vieron extenderse ante ellos él mar Báltico, gris y centelleante, en la distancia.

—¿Ves esa isla? —murmuró Pedro—. Pondré allí una fortaleza. Y todo esto —gesticuló, con los brazos—, será una gran ciudad. La construiré con ayuda de los prisioneros de guerra.

—Pobres prisioneros —dijo Katrina.

El zar bajó la mirada hacia ella. La curva de su boca le turbaba. Se inclinó y le dio un beso, con una ternura casi pensativa. Katrina se puso de puntillas y alzó las manos hacia los hombrazos del otro en busca de apoyo. Aunque el zar había perdido mucho peso, seguía siendo ella como una muñeca entre sus brazos.

—El estar contigo, Kati —dijo—, parece hacerme volver a mis días de inocencia, como si…, como si fuera el hombre que había soñado con ser durante mi infancia.

Rió, y se le hinchó el pecho al inhalar el fresco aire marino.

—Es bueno —dijo—, limpio…, ¡pruébalo!

Al día siguiente llegó el correo salpicado de barro con un mensaje de Menshikof:

«Tomaré contacto con los ejércitos de Sheremetief mañana, a ocho millas al sur de Narva, para dar principio al asalto de las defensas exteriores. El carruaje está en camino».

Por la tarde entraron en el patio los jinetes de vanguardia, seguidos por los oficiales con coraza de la Guardia del Zar, que daban escolta a un coche negro y oro primorosamente adornado y tirado por cinco caballos blancos con dorados penachos. En las portezuelas figuraba el águila bicéfala de la casa de los Romanof.

El zar salió con avidez a inspeccionarlo, abrió la portezuela antes de que el oficial pudiera alcanzarla, y atisbo dentro. Katrina, que le siguió con ansiedad, oyó su bramido de cólera.

—¡Maldita sea la estampa de ese vendedor de pasteles Menshikof! ¿Se ha creído que va a entrar en batalla un moribundo?

El interior del gran carruaje estaba equipado suntuosamente con frascos de vino colgados de las paredes, soportes de hachas de viento para linternas de viaje, y hasta con un hornillo pequeño para hacer bebidas calientes. Pero no había asientos. Ocupaba el coche entero una enorme cama con colchón de plumas, profundo como la nieve amontonada, y mullido a más no poder. A Katrina se le antojaba invitador.

El zar se volvió hacia él coronel de la Guardia al mando de la escolta.

—¿Cuánto tardarán los ejércitos en llegar a las defensas exteriores de Narva? —quiso saber.

El coronel reflexionó:

—El mariscal Sheremetief fue rechazado ayer al atardecer, señor —repuso—, después de partir el correo con los despachos para ti. Tuvo que retirar los cañones a media milla de las defensas por el Sur y por el Sudoeste. Ahora quizá no pueda llegar ya hasta dentro de quince días o más.

—En tal caso, cabalgaré —anunció, con severidad. Pedro—. Ensilladme un caballo y dejad esta maldita cama con ruedas aquí, en la granja. Podemos hacer el viaje despacio.

Se pusieron en marcha al amanecer siguiente, pálido e incómodo el zar a caballo. Katrina corrió a ofrecerle un humeante tazón de vino caliente y hierbas para él viaje. El zar se lo tomó y la contempló sin sonreír, pero con un gesto interrogador. Bajó una manaza y le acarició la rubia cabellera casi con dureza. Luego, sin volverla a mirar, picó espuelas y la cabalgata se puso en movimiento. El carruaje se quedó, desgarbado y brillante, en medio del patio.

—¿A qué distancia está Narva? —preguntó Katrina, sintiendo un cosquilleo en la garganta.

Matilde le posó una mano rolliza, consoladora, sobre el hombro.

—Ah, criatura, debieras aprender a no hacer caso de las promesas de un gran hombre. Es capaz de decir cualquier cosa que de momento le convenga.

Después de la marcha del zar, los correos dejaron de llegar cada tres días del frente, y las noticias sólo se iban conociendo muy despacio a la llegada de grupos de prisioneros con sus escoltas a Petrogrado. Al parecer, el ejército del zar aún se hallaba detenido cerca de Narva, luchando rudamente por hacer una brecha en las defensas exteriores.

Era un atardecer de principios de agosto, y Katrina —que había vuelto a compartir con Matilde los deberes de la cocina— estaba cortando un trozo de carne para cenar cuando un pequeño grupo de jinetes apareció al galope por la carretera. Katrina corrió a la puerta.

Vio al zar entre ellos cuando entraron en el patio. Tenía él rostro curtido y salpicado de barro y polvo en él uniforme. Saltó de su caballo antes de que éste se hubiese detenido del todo, y alzó alegremente en vilo a la muchacha.

—Señor —dijo ésta, cuando hubo recobrado el aliento tras su beso—, has recobrado la salud… Casi me estás rompiendo las costillas.

El zar sonrió.

—He echado de menos tus lindas impertinencias, Kati —le dijo—. ¿Qué hay de cenar? Mis hombree tienen hambre, y yo también. Estamos acampados junto a las puertas de Narva…, y ¡mañana atacamos!

—Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Katrina, abriendo desmesuradamente los ojos.

—Por ti. He venido por ti, Kati. Te prometí que presenciarías la captura de Narva, y así será. ¿Dónde está ese coche…, esa maldita cama con ruedas? Viajaremos esta noche en él.

—¿Esta noche? —murmuró la muchacha, con voz desfallecida.

El zar rió a carcajadas.

—Sí, el carruaje más grande…, la cama más grande…, los brazos más grandes de Rusia para tenerte esta noche, Kati. Viajaremos mientras dormimos, y dormiremos mientras viajamos. ¿Qué te parece eso?

Katrina bajó la mirada y se le encendió vivamente el rostro.

Estaba demasiado excitada para cenar mucho aquella noche, demasiado desasosegada para estar sentada tranquila a la larga mesa. Mientras los otros comían con abundancia los manjares de Matilde y bebían para todo el largo viaje que les esperaba, Katrina subió corriendo la escalera y rebuscó entre sus vestidos, y se preguntó, pensativa, cuál escoger, porque ninguno de ellos parecía del todo apropiado para la vida en un campamento militar tal como lo vislumbrara antes.

* * *

El enorme carruaje del zar avanzó, dando tumbos, por la carretera que conducía a Narva. Los cinco caballos blancos corrían abiertos en abanico, tirando frenéticamente al restallar el látigo del cochero entre ellos. A los lados, una docena de nobles jóvenes de la Guardia del Zar cabalgaban a un paso entre trote y medio galope por el quebrado y sombrío sendero, y la luz de la luna que limaba sus corazas de plata iluminaba la negra carrocería en espectral imitación de plata. Katrina estaba arrodillada sobre la cama del carruaje para observar a los soldados que cabalgaban cerca de ella. La noche veraniega semiártica tenía una tonalidad azul que parecía espectral también.

—¡A1 diablo con estos malditos pantalones! —exclamó el zar Pedro, luchando por despojarse del uniforme en el estrecho espacio comprendido entre la cama y la portezuela.

Dio, de pronto, un traspiés, y cayó sentado sobre el lecho, que rebotó y lanzó a Katrina hacia delante. Pedro sonrió, perlada de sudor la cara.

—Descorramos el techo —dijo.

Las rodillas se le hundieron profundamente en el mullido colchón cuando estiró los brazos para soltar dos cierres de plata del acolchado techo.

Alzó una sección del mismo que dejó al descubierto la mitad del carruaje… Katrina rió, contemplando las estrellas que tachonaban el firmamento.

—Viajamos tan aprisa —dijo—, y ellas parecen estarse quietas. Dan la sensación de que van a fundirse y caer sobre nosotros como copos de nieve.

El zar se metió debajo de un delgado edredón de seda.

—¡Enano! —gritó—. ¿Dónde esté ese maldito enano?

Grog saltó de su asiento junto al cochero, hizo equilibrios sobre el oscilante techo del coche, y miró hacia el interior iluminado por la luna.

—¿Di, Majestad?

—¡Canta, enano! —ordenó Pedro, y las mejillas de Grog temblaron de emoción.

Se colgó, grotesco y pequeñuelo, de la barandilla del asiento, y entonó una canción de amor de Livonia:

Los ojos, cual ambarinas estrellas,

profundos eran, y llenos

de sueños sin cosecha y que los sombreaban.

En su cabello, dormido se habían las floree

blancas y bellas…

¿Era la luna de los enamorados la que los

marchitaba?

Los húsares le sonrieron desde sus cabalgaduras, y se dirigieron unos a otros miradas expresivas contemplando las corridas cortinas del carruaje.

Katrina había vuelto a arrodillarse junto a la portezuela, agarrándose a la cortina para sostenerse. Bajó la mirada hacia el zar y sintió, de pronto, temor a cambiar el santuario de la sombra de junto a la ventanilla por la almohada; iluminada por la luna, junto a la cabeza del zar. Él la observó, sonriendo. Las oscuros rizos de vello de su pecho parecían un manchón más profundo de las sombras cambiantes del carruaje.

Sin alzarse, Pedro alargó los brazos y asió a la muchacha por el talle. Las oscuras ramas por debajo de las cuales se deslizaba el coche sacudieron un enrejado de sombra y plata sobre el cuerpo del zar, en el que los músculos se contrajeron al alzar éste a Katrina y atraerla hacia sí. Vio cómo se le entreabría a ella la boca en mezcla de avidez y temor. En el bamboleante carruaje se hallaban todos los elementos de una tempestad. Katrina sintió el sabor de sangre al apretarle el zar la boca contra sí. Jadeó, sin aliento, sintiéndose impotente entre sus forzudos brazos. Le clavó las uñas en los hombros; pero el otro ni se dio cuenta siquiera. El coche corrió y dio saltos. Las corazas de los húsares tintinearon como amortiguadas campanillas de plata, y las grandes ruedas rodaron como palpitantes por la oscura carretera. Pero el zar no oyó ninguno de estos sonidos, ni la voz profunda y perfecta del enano que cantaba por encima de ellos canciones de amor. El cabello de Katrina parecía llevar revuelto en sí olor a tréboles y pinos. La cálida y brumosa noche pasó por delante de las ventanillas y por encima de su cabeza sin que en ella repararan al girar lentamente las acuosas estrellas hacia el amanecer.

En Narva, los rusos habían construido una muralla para aislar a la asediada ciudad que yacía en un agudo recodo del río Narova. Esta muralla cruzaba el río de ribera a ribera. Los rusos no tenían la menor intención esta vez de verse sorprendidos por la espalda. Detrás de la almenada pared se alzaban las tiendas de campaña del ejército del zar. Las primeras hileras se componían de las parduscas tiendas de fieltro de los tártaros

calmucos[9], aquellos hombres rechonchos y taciturnos que observaban con ojos de una oblicuidad exótica.

Entre sus tiendas, las

ruedas de rezar[10] giraban sin cesar en centenares de toscas pagodas de madera pintadas y festoneadas de chucherías producto del saqueo durante la larga campaña.

Las tiendas de los cosacos, a las orillas del río, eran toscas y chillones. En noches cálidas como aquélla, los cosacos escogían las estrellas por techo, y sus campamentos eran poco más que

vivaques de ramas, sobre las que había echadas, con descuido, sedas y pieles que valían el rescate de un boyardo. Los cosacos, jinetee altos, arrogantes, de estrechas caderas, se alzaban con la aurora. Llevaban chaquetas escarlata, sujetas con cinturones de paño de oro, y sus pantalones de damasco, abombados por las rodillas, iban metidos en brillantes botas encarnadas o amarillas de talones enjoyados y con incrustaciones de plata. En los altos gorros negros de piel lanuda brillaban las piedras preciosas. No había nacido cosaco capaz de salir con vida de una batalla sin adornarse el sombrero con una fortuna en botín. Gritaron y aullaron con indisciplinada alegría y buen humor al pasar el carruaje del zar.

Las tiendas de la infantería rusa principal, las tropas de confianza entrenadas por alemanes que constituían los regimientos personales del soberano, se hallaban acampadas en él terreno más alto y descubierto entre los emplazamientos de los cañones.

Se encontraban casi a la sombra de los grises muros de Narva. Las tiendas estaban colocadas tan ordenadamente como nabos en un campo. Apartada de ellas y protegida por unos cuantos árboles acribillados de balas, se alzaba la tienda del mariscal Sheremetief, sobre la que ondeaba la enseña de mando. Cuando el zar y Katrina se hubieron vestido, el carruaje se detuvo allí, y el príncipe Menshikof salió a recibirles, seguido del mariscal. Los ojos de Sheremetief se contrajeron al ver a Katrina. Antes de que pudiera recordar si la conocía, el zar le dio una afectuosa palmada sobre el obeso hombro.

—Permíteme que te refresque la memoria, Boris. ¡Le cortaste el pelo de un sablazo en Marienburgo! Y ahora —dijo Pedro contemplando la brillante calva del mariscal— ¡tiene permiso mío para quitarte el tuyo si es que encuentra alguno!

Bramó de risa y, al sonreír, de mala gana, el mariscal, Pedro le cogió un puñado de panza y sacudió hasta que Sheremetief soltó un gruñido de dolor.

—¡Te das una vida demasiado muelle, Boris! El único ejercicio que haces no es suficiente. ¡Debieras verte obligado a correr con la lengua fuera tras tus mujeres primero!

A Sheremetief se le encendió, no sólo la cara, sino el cuello y la calva. Se alegró de que el zar le volviese la espalda para llamar a voces al sastre del regimiento:

—¡Buzhenina! ¡Buzhenina!

La llamada repercutió por el campamento, siendo repetida por soldado tras soldado.

Katrina miró con curiosidad a Sheremetief y, durante un instante, su mirada se encontró con la de él. Tenía los labios secos y trémulos y vio las leves cicatrices que sus uñas le habían dejado en las mejillas. Sabía que, aunque ella le tenía miedo, ahora le tenía él mucho más miedo a ella. En aquel momento, se observaba que el ilustre mariscal Sheremetief era un cobarde, por lo menos en cuanto a semejante ocasión social difícil se refería.

Un

calmuco pequeño y patizambo, sin aliento de correr cuesta arriba, se postró ante él zar, que le dio, de buen humor, un cariñoso puntapié. El

calmuco parecía como si alguien hubiese barrido todos los retales y desperdicios del suelo de una sastrería y se los hubiera echado por encima. Su piel era seca y morena, y el rostro tenía el aspecto de un cerdito afectuoso.

—¡Ah, perrillo! —murmuró el zar—. ¿Acabaste los uniformes suecos que te pedí?

—Sí, sí, señor… ¡Toodos ter-minar! —el

calmuco hablaba espasmódicamente, con voz alta y armoniosa—. Heer-mo-so paño azul… ¡Todo terminar!

—Muy bien. Aunque, a juzgar por tu ropa, serías incapaz de coserle un nudo al

dogal[11] de un verdugo.

En los labios del

calmuco se dibujó una sonrisa de oriental sabiduría. Los soberbios uniformes del príncipe Menshikof y del mariscal Sheremetief daban testimonio de su habilidad.

—Ahora —dijo el zar—, quiero un uniforme para esta muchacha…, como el de un húsar de Moscovia.

El pequeño

calmuco miró a Katrina, estudiando su tamaño y forma. Si tras sus ojos turbios y sabios se ocultaba algún pensamiento determinado, no dio muestra alguna de ello al pasar su cordón por el cuerpo de la muchacha y hacer en él nudos para señalar las medidas.

—Sí, señor. ¿Mañana?

—¡Esta noche! —gritó el zar—. No quiero que la confunda con una ramera del campamento ningún maldito cosaco y le eche el guante.

Menshikof soltó una risita seca de regocijo, y Katrina entró apresuradamente en la tienda de mando tras el zar para huir de su mirada.

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