Karnaval
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DK 1
LA MIRADA CIENTÍFICA
¿Quién soy yo? Es una buena pregunta para empezar. Ni yo mismo lo sé, pero tampoco importa mucho. No soy, desde luego, DK. Eso conviene saberlo desde el principio, para evitar malentendidos, no dar lugar a más equívocos. En esta historia abundarán estos, es inevitable, pero no es necesario que se refieran a mí. ¿A mí? Sí, a mí, a quien les habla, por quien se preguntan. Yo no soy importante. A quién le importa quién habla aquí. Lo importante, lo fundamental, lo que todo el mundo quiere es que se hable de algo. De algo a ser posible interesante. Moralmente interesante, incluso, ya nos vamos conociendo. Quién lo haga, cómo y para qué, eso importa menos, aunque la última interrogación sí suele contar al final. Pero para entonces ya será demasiado tarde. Hora quizá de pedir la devolución del dinero. Desengáñense. No la habrá. Seamos serios. He tenido muchas vidas. Muchos nombres. En el curso de esta historia adoptaré muchas formas, pero me reconocerán enseguida. Mi voz será mi contraseña para adentrarse en el mundo. Por tanto quién pueda ser yo, quién pueda decir que soy, importa mucho menos que empezar de una vez. Ahí vamos. Soy ahora un principio de perplejidad. Una mirada incisiva recogiendo muestras alrededor de la cama. La cama, ese mueble criminal, tan importante en las ramificaciones inesperadas de esta trama. No una sola, muchas camas, muchas tramas. Quizá para mí sea la primera vez que investigo en torno a una de ellas. En esta habitación de hotel que no podría pagar ni sumando cuatro años de salario. Esta cama donde ha sucedido todo, o una parte de todo. Donde nadie sabe todavía con exactitud qué ha podido suceder. Indicios, solo indicios. Eso busco. Huellas. Me pagan para eso, se lo digo cada mañana a mi mujer. Se lo cuento cada noche a mis dos hijas, como prueba de la importancia objetiva de papá. La pequeña mitología del padre que vuelve a casa después de haber cumplido con su deber profesional, su relevante papel en el mundo. Una casa a salvo de toda la mierda que recojo y examino durante el día. Una casa lejana, comprada hace años en un suburbio decente a las afueras de la ciudad, donde la mierda que cosecho en mi trabajo nunca podría llegar ni con la ayuda de los malhechores que cometen los crímenes que me permiten pagar la hipoteca con su estupidez innata. Este de hoy es un pez gordo, no un mafioso de poca monta, ni un delincuente de barrio. Un tipo que se trataba con las más altas instancias. Me río. Es imposible no volverse un cínico rastreando las huellas inscritas en esta cama y sus alrededores sin pensar en quién las dejó. Aquí somos todos iguales. Algunos peor que otros, desde luego. Este pájaro acusado de violación y maltrato es un caso más de lo de siempre. Ninguno de los indicios declara otra cosa. Ni siquiera bajo la lente del microscopio, horas después, refugiado en el laboratorio haciendo horas extra. Presiones del fiscal. Tiene prisa por justificar ante la opinión pública su decisión de encarcelar al presunto violador. Es lógico. En esa cama que conozco como si hubiera pasado en ella toda mi vida veo muchas más cosas de las que vería el fiscal con su miopía disimulada. Muchas más que los propios actores de la escena, demasiado absorbidos por las obligaciones de sus papeles respectivos en esta comedia. Una cama es una cama. Es un problema de perspectiva, como casi todo. El papel del fiscal es acusar. Mi papel es fundar tal acusación con pruebas. Está todo bien planificado. Pero solo yo he interrogado a la cama. Solo yo conozco la información que la cama me ha proporcionado sin presionarla en exceso. El fiscal no tiene ni idea. El juez tampoco. El acusado aún menos. La víctima quizá sea la única, porque se dedica a hacer camas a diario, es su triste oficio, y quizá a deshacerlas para ganarse un sobresueldo, que sepa algo parecido a lo que ahora creo saber. En casa, ya en pijama, parado frente a la gran cama de matrimonio que mi mujer y yo compramos nueva para nuestra nueva casa, me pregunto muchas cosas. Sigo preguntándome muchas de las cosas que mi cabeza no podía dejar de plantearse mientras examinaba la cama de la habitación que también conozco como si hubiera vivido en ella toda la vida. Casi tanto como este dormitorio donde dejé embarazada a mi mujer dos veces sin buscarlo en especial. En esta cama que miro ahora como si fuera la misma me pregunto cómo puede haber formas de vida tan distintas. Estilos de vida, como el mío y el de mi mujer y también el de mis vecinos, todos iguales, sí, que parecen preservados de otros estilos de vida, como el del acusado. Los vemos en televisión, en los noticiarios o en algunas teleseries, pero pensamos que no nos conciernen. No van con nosotros. Qué sabrán ellos. Estoy a punto de acostarme en esta cama, mientras mi mujer se entretiene más de la cuenta en el cuarto de baño contiguo, y miro las sábanas bien ajustadas y la colcha replegada y las almohadas bien colocadas y siento un estremecimiento al pensar que mi mujer ha hecho la cama con el mismo amor, pensando en mí y en ella, en la pareja perfecta que constituimos, con que la víctima hace a diario las camas del lujoso hotel. Una cama es una cama. Todas las camas se parecen, pero en unas ocurren cosas que me obligan a intervenir, como hoy, y en otras no ocurre gran cosa, nada que merezca la pena investigar a conciencia. Así es, me digo, sentado en el borde mientras ajusto el despertador, mañana tengo que estar más temprano en el laboratorio. Las conclusiones no son sólidas aún. El informe. Debo acabar el informe antes de que el fiscal me lo reclame por teléfono a las nueve. Me meto en la cama y espero a mi mujer. Cuando llega apago la luz, me aproximo a su cuerpo en la oscuridad. Está desnuda y me excito pensando en las huellas que alguien tan avezado como yo podría encontrar mañana en esta cama. Ocultas entre las sábanas revueltas y la colcha caída al suelo. Pruebas que me incriminan una vez más. ¿Pero quién soy yo? Es pronto para saberlo.