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KARNAVAL 2 » DK 25

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DK 25

TESTIMONIO ORAL

El dios K está tan obsesionado con el incidente coprotagonizado por la bruja africana que lo sedujo contra su voluntad que a menudo siente una extraña culpabilidad, una vergüenza impersonal que se proyecta en fantasías y pesadillas recurrentes. Pero en este caso no es así. Lo que está viendo en este momento posee un grado de objetividad superior al habitual. Ha tardado en descubrirlo, todos se lo habían ocultado para evitarle más disgustos, pero al fin lo ha visto en internet, algunos días después de su primera emisión televisiva en horario mayoritario. La bruja tribal ha concedido una entrevista para la cadena de televisión ABC donde cuenta la verdad de lo sucedido, según dice, con detalles escandalosos que no escandalizan ya ni a los puritanos más acérrimos de este país de puritanos acérrimos. La «verdad», así es como la llaman ahora, piensa el dios K, burlándose del uso periodístico del término. La única verdad es que la verdad es volátil, como los valores en bolsa, y está siempre en proceso de construcción por alguna de las partes interesadas en que prevalezca su versión deformada de cualquier suceso o acontecimiento. La verdad no es, por supuesto, la reconstrucción que ella ofrece en pantalla a cambio de unos miserables dólares y una cuota de impopularidad creciente. La verdad es lo que ella misma, al irrumpir en la habitación con el ímpetu con que solía hacerlo sabiendo quién la aguardaba cada día escondido tras una mampara, o debajo de la cama, o tras una cortina decorativa, para jugar con ella al deporte más viejo del mundo, le había pedido hacer esta vez. Esa es la única verdad que se siente capaz de nombrar ahora sin avergonzarse. No, ella ya no se conformaba con los escarceos, los roces, el flirteo, estaba cansada de simulacros de contacto, de caricias pueriles, quería mucho más, quería jugar en serio. La hechicera afrodisíaca le había pedido entonces al dios K un tratamiento personalizado y de primera clase, un partido de entrega absoluta y máximo rendimiento digno de un genuino campeón de la primera división mundial. Se lo había suplicado, provocándolo con sus gestos y muecas a tomar una actitud más decidida, ostentando los encantos de ese disfraz de camarera especialmente diseñado por un modisto demoníaco para acelerar el pulso cardíaco y el flujo sanguíneo de los clientes más sensibles a la belleza en todas sus variantes, incluidas las más rebuscadas y caprichosas o los productos descatalogados desde hace siglos.

Ella mentía de modo flagrante ante las cámaras, desfigurando la situación a su conveniencia. Su versión era hipócrita, sesgada, su interpretación de los hechos mendaz. Una elaboración capciosa urdida por sus abogados para incriminarlo sin apelación y exculparla a ella, la víctima universal, ante la opinión pública, identificada con ella como con todos los perdedores y los fracasados de la tierra. La periodista responsable de la entrevista, una rubianca pavisosa y nada agraciada, no fingía ignorarlo, para qué si todo era una parodia sin humor y nadie, ni los productores ni los espectadores ni mucho menos los patrocinadores, querría que fuera otra cosa que eso, basura televisiva de consumo masivo. Un subproducto más de esta subcultura excrementicia y este tiempo corrupto. Una comedieta moralizante de máxima audiencia y mínima inteligencia para cerebros ociosos que solo buscan entretenerse y preservar una visión conformista de la realidad.

Cansado de soportarla merodeando como una pantera enjaulada por la espaciosa suite, el dios K se había sentado en la cama, sí, señoras y señores del jurado, en la cama de tamaño regio, un lugar tan bueno como cualquier otro para apartarse del radio de su influencia sensual, y la había obligado a sentarse en un sillón frente a él, a cierta distancia, para que escuchara con atención lo que tenía que decirle. Le había explicado, al parecer en vano, el efecto pernicioso que causaba en él, día tras día, la falda plisada con ese esmero libertino y las medias negras ajustadas a las piernas como una segunda piel aún más sensual, esos arrebatadores volantes de la blusa blanca y el provocativo peto a rayas blancas y negras con que adornaba el busto, los zapatos de insinuante punta redonda y la cofia voluptuosa. Todas estas prendas irresistibles, así reunidas para adornar un cuerpo escultural como el suyo, era necesario que ella lo comprendiera y dejara de acosarlo de una vez, la hacían aparecer aún más atractiva que si se hubiera presentado desnuda para realizar el trabajo encomendado de limpiar la habitación y hacer la cama y poner, como cada día, algo más de orden, si esto era posible, en su ordenada vida. Y ese color de piel, añadió con una sonrisa irónica en los labios, sí, no podía negar la evidencia, como caramelo líquido derramado sobre un baño de azúcar cristalizado, esa tonalidad maligna de la dermis parecía diseñada en los laboratorios más avanzados del infierno para tentar a las almas cándidas y a los ingenuos de la tierra con la promesa de su posesión fehaciente. Todo esto es lo que trató de explicarle, con la sabiduría y la calma de un buen padre de familia, humillado por la desnudez en que la camarera insistía en mantenerlo por su propia seguridad, mientras ella, sentada frente a él con indiferencia, jugueteaba a desabrocharse una y otra vez los botones del peto y lo dejaba caer hacia delante para luego recogerlo de nuevo, como si no pasara nada, mostrándole cada vez una sugestiva franja de la piel tostada del escote asomando entre los pliegues de la blusa entreabierta. El dios K llegó incluso a suplicarle, con lágrimas en los ojos, que se calzara de nuevo y se abstuviera de provocarlo y distraerlo de ese modo en el momento decisivo en que ella alzó el pie izquierdo del suelo para remarcar el efecto cromático general de la seda negra y el muslo enfundado en la media y lo extendió en el aire hasta plantárselo delante de la cara, en señal de paradójico desprecio, haciéndolo descender luego lentamente, bajo su atenta mirada, hasta depositarlo sobre la rodilla izquierda, donde quedó reposando al fin a la espera de nuevas órdenes.

A simple vista, el escenario parecía extraído de una mala novela de espías, una de esas trampas tramadas por el archienemigo ubicuo para atrapar en ella al agente secreto protagonista, pero era indudable desde el principio lo que ella había venido a buscar, lo que quería llevarse con ella a toda costa, y no se trataba esta vez de los planos de la nueva base militar ultrasecreta o el arma de destrucción masiva último modelo, ni tampoco de los microfilmes delatores de políticos, empresarios y financieros imputados en un caso de soborno a escala internacional con implicaciones de alta traición. Nada de eso. Yo solo pretendía escuchar su parecer sobre algunos asuntos de actualidad, señor juez, conversar con ella sobre las posibilidades de renegociar la deuda alarmante de algunos países africanos e incrementar allí la inversión europea para ayudarlos al desarrollo, combatir la pobreza y la hambruna, y neutralizar de paso la peligrosa injerencia china, discutir los últimos detalles de un proyecto urgente de rescate global del subcontinente subsahariano que planeaba hacer público en unos meses, pero ella no mostraba interés en nada de esto, indiferente a mis palabras, ostentando la hermosa pierna torneada en la media ante mis narices sin prestar atención a la exposición de mis generosos argumentos y planes, interesada, más que nada, en que admirara de cerca la cualidad afrodisíaca incontestable de la pulsera de plata abrochada a su tobillo izquierdo como un signo de esclavitud asumida con orgullo. La muy perversa, instruida a la perfección por los enemigos que la contrataron para arruinarme, solo aspiraba a explotar mis debilidades masculinas, estimular los fantasmas sexuales del viejo colonialismo occidental, los peores vicios del hombre blanco en sus relaciones con la excitante mujer negra. Esas imágenes de pornografía racial tan intolerables y ofensivas en este país, como declaraba el histriónico fiscal en los medios cada vez que estos le concedían la oportunidad de hacerse aún más famoso entre sus votantes, desde que el presidente Thomas Jefferson convirtiera en su amante a la esclava mestiza y medio cuñada suya Sally Hemings y engendrara con ella, según algunas fuentes bien informadas, media docena de hijos naturales tan mestizos como la madre. El peso histórico de la mala conciencia americana es lo que me ha caído encima como una losa de granito y me está aplastando la carne y triturando los huesos sin que nadie quiera hacer nada para salvarme.

Viéndola contestar como si fuera tonta, o pretendiera pasar por tal ante la audiencia para ganarse su complicidad y simpatía, a las inquisiciones absurdas de la periodista, otra de esas falsarias feministas de derechas que encubren la falta de éxito en la cama con argumentos denigratorios del sexo que no les hace ningún caso, el dios K percibe de nuevo en ella las mismas cualidades ocultas que supo intuir cuando la vio entrar en la suite del hotel aquella última vez y le propuso pasar la tarde juntos viendo dibujos animados en televisión. Reponían en la Fox los primeros episodios de la novena temporada de Padre de familia en un maratón especial y no quiso perdérselos por nada, cambiando todos sus planes e invitando a la camarera a compartir con él las burlas punzantes y las corrosivas caricaturas de esa teleserie cómica incomparable con la que conseguía siempre restablecer su maltrecho estado de ánimo, a pesar de todo lo que en el mundo conspiraba por deprimirlo. Ella se negó en redondo, pretextando tener mucho trabajo por delante, y cuando la vio desaparecer de inmediato en el cuarto de baño y la oyó empezar a poner orden en el desorden que él mismo, para distraerla con actividades extra, se había molestado en causar, este hombre, sí, señoras y señores del jurado, este hombre se temió lo peor, y con razón. Lo peor para él, desde luego, y lo peor para ella, sobre todo. Pasó más de una hora sentado frente al televisor, absorbido en las delirantes peripecias de la familia Griffin, mientras ella seguía limpiando a conciencia, con la puerta cerrada, el enorme cuarto de baño, azulejo por azulejo, ranura por ranura, hueco por hueco, superficie por superficie, accesorio por accesorio, combatiendo con heroísmo y obstinación cualquier resto de suciedad, mugre o grasa depositado allí durante décadas de promiscua convivencia y dudosa higiene. El dios K entendió entonces con claridad a lo que se enfrentaba por primera vez en su vida. Un espécimen de sexo femenino y raza mestiza concebido como un arma definitiva por la perversa evolución natural para autodestruirse y con ello destruir toda posibilidad de vida digna sobre la tierra. Era una tarada integral, sin ninguna duda, una tarada con un fuerte componente masoquista en su mapa genético aún por cartografiar con todas sus coordenadas exactas y sus fronteras mal delimitadas. Ese masoquismo innato del género y la raza a los que pertenecía por nacimiento, esa pasividad idiota de las facciones faciales, esa inercia moral del cuerpo, esa voz meliflua hasta la crispación, esa siniestra humildad y perverso servilismo, defectos que se potenciaban en ella hasta extremos insoportables, toda esa dotación malsana la transformaba, aquí y ahora, en una tentación imposible de rechazar para él. Un regalo envenenado al que no sabría, llegado el momento, decir que no. Dos siglos de educación ilustrada apenas lo habían preparado para un desafío ético de la envergadura psicológica de este.

Todo en ella, así lo sentía el dios K volviendo a verla ahora en la grabación televisiva difundida urbi et orbi por internet, reclamaba que se la tratara como a una puta, sí, pero una puta sin reputación como puta, una puta de nula categoría, una de esas depresivas mujerzuelas que se prestan a cualquier servicio, por repulsivo que sea, a cambio de un paquete de cigarrillos, una pastilla de jabón o el monto sin propina de una cena rápida en un restaurante barato. En eso no se parecía en nada a otras profesionales que conocía como la palma de su mano derecha desde que era un adolescente, elegantes y refinadas damas de la promiscuidad comercial por unas pocas horas del día o de la noche, variando la elevada tarifa, y ejecutivas de sus intereses bursátiles y bancarios, aguerridas gestoras de sus inversiones y compras, todas las demás. Sí, ha llegado la hora de reconocer, señoras y señores del jurado, que el dios K supo descubrir en ella una anomalía patológica, una brecha ancestral en su dócil carácter, una perversidad inscrita en el cuerpo o en la personalidad de esta exótica pieza de coleccionista que parecía exigir que se la humillara con rudeza y hasta violencia, si hacía falta, y se la rebajara a la abyección de ese rango ínfimo que ella ocupaba en la escala del mundo y del que hacía ostentación con cada uno de sus gestos para, a su vez, humillarlo a él y arrastrarlo con ella a su infierno particular. El infierno social del gueto, el infierno cultural del analfabetismo, el infierno doméstico de la mala vida y los malos tratos quizá, el infierno económico de la pobreza y la miseria, todos los infiernos del mundo reunidos en uno solo, intransferible, personalizado. No, no, no, decía el dios K agitando una y otra vez la cabeza en señal de que el sacrificio que se le exigía a cambio de disfrutar de esa porción del pastel de la mediocridad del que se alimentan tantos habitantes del mundo globalizado era a todas luces excesivo. Excesivo e inútil, al mismo tiempo.

Eso al menos sintió en todo el cuerpo cuando ella, tomando su lugar en la cama con una decisión inesperada, le obligó a introducir el pene en su boca, como especifica el informe forense con vividos detalles, venciendo su resistencia inicial. No podía disimular por más tiempo el tamaño culpable de su erección. El atractivo de la chica africana no hacía sino multiplicarse en su cabeza con el paso de las horas frente al televisor y la exhibición insolente de esas malditas cualidades ya enumeradas la hicieron aún más irresistible en cuanto terminó de limpiar y ordenar a fondo el cuarto de baño y salió de él dispuesta a hacer lo mismo con el resto de la suite. Por si fuera poco, ella parecía haber aprovechado todo ese tiempo encerrada allí para volverse más seductora, maquillándose la cara, perfumándose todo el cuerpo y pintándose los labios de un rojo agresivo, como una mujer fatal plenamente consciente de su principal misión en la vida. Y así lo entendió enseguida el dios K, que la estaba esperando con los brazos abiertos. Pero ese mismo dios K, señoras y señores del jurado, no estaba dispuesto, pese a todo, a degradar su miembro, hundiéndolo sin protección, como le exigía la mujer arrodillada sobre la colcha, en ese pozo de infecciones y enfermedades tropicales en potencia, por más que las palpitaciones de la sangre amorataran el glande hasta transformarlo en una gruesa pelota de textura gomosa que ella succionaba ahora, sin embargo, como si fuera una golosina minúscula clavada en el extremo de un bastón rugoso. Debía interrumpirse antes de que fuera demasiado tarde, debía extraerlo de allí a toda prisa, debía escapar de la sima inmoral de esos labios acolchados y esa lengua sinuosa en que su pene, indefenso, naufragaba una y otra vez, contra su voluntad. Aunque quisiera negarlo, el dios K se mostraba dominado absolutamente por la idea abyecta de que, sí, en el fondo es muy placentero dejarse atrapar así y degradarse hasta ese extremo, sin control, arruinar tu vida privada y tu imagen pública supone un goce supremo, tirar por la borda en unos minutos de bienestar sexual la privilegiada posición ganada en un mundo de incontables obstáculos y dificultades es, sin duda, la actividad más estimulante y la más acorde con el deseo profundo de cada individuo, en conflicto permanente con su ego racional, como señalan algunos magazines alternativos, la tarea más gratificante, en suma, a la que puede consagrarse una inteligencia de primer nivel. La suya lo es, o lo era, o lo había sido, la cronología y la conjugación se muestran imprecisas en este aspecto concreto del relato de los hechos, hasta el momento en que ese intelecto del más alto rango y reconocimiento, una inteligencia acostumbrada a imperar sobre los cerebros y los cuerpos de los demás con sus palabras y acciones determinantes, sucumbía a las vulgares solicitaciones de la boca y el cuerpo de la camarera negra que se había desnudado con urgencia para sentirse más a gusto en su compañía. Sí, qué delicioso es, al final, sentir cómo todo eso se estrella, sin solución de continuidad, contra la cavidad bucal de una paria depravada, cómo todo eso acaba estampándose a velocidad de vértigo contra la dentadura cariada de una inmigrante ilegal, una fugitiva desarrapada del tercer mundo, cómo todo eso, posición, carrera, relaciones, fortuna, influencia, ambiciones, propiedades, viene a mezclarse como una efusión molecular con la saliva repulsiva de una proletaria de salario deleznable y maneras rudas. Es un placer morboso inigualable, desde luego, en especial para un cerebro de tan alto coeficiente intelectual, ver todo ese patrimonio diseminarse en la boca de esta mujer, irrigando cada recoveco, cada orificio, cada úlcera, cada pliegue, como una inundación anual en un terreno desertizado por la sequía persistente.

Vuelve a sentirlo, renovado, ese placer, ese goce, ese júbilo de entonces, como una conmoción nerviosa en todo el cuerpo, o un desarreglo sensorial que afecta ya a su cordura, hasta que la ve quedarse callada en la imagen, de pronto, ella que se mostraba tan locuaz y dicharachera cuando se trataba de difamarlo, como si hubiera descubierto algún grave defecto en la forma o en el fondo del guion sensacionalista que le han entregado antes de comenzar la entrevista para que se aprendiera de memoria las respuestas prefabricadas. En efecto, señoras y señores del jurado, ahora esta mujer guarda un inquietante silencio en la grabación, intrigando a la periodista con su visible cambio de actitud, y se vuelve hacia los espectadores y la cámara uno, en la dirección donde adivina que el dios K, esté donde esté, ha decidido colocarse esta noche para verla y escucharla con atención. Se vuelve hacia él y deja de mirar a los ojos cristalinos y a los labios plastificados de la periodista androide que la ha sonsacado sin escrúpulos durante una hora y media, le pagan una fortuna por lograr ese resultado, es buena en su especialidad, conviene reconocerlo, para que dijera la verdad, eso anunciaba la propaganda del programa, para que repitiera lo que todo el mundo quiere oír, lo que todo el mundo quiere que se diga sobre el caso, no lo que pasó en realidad, no lo que realmente vivieron, ella, ahora famosa, una nueva estrella de los medios y los tribunales de justicia, y él, su ya famoso o infame agresor, lo que hicieron de verdad los dos en la intimidad de una habitación de hotel que nunca limpiará de nuevo con la misma inocencia, una habitación de hotel que nunca estará limpia, nunca volverá a estar limpia, ya se ocupó ella de eso. Lo está mirando a la cara sin temor, después de todo lo que ha pasado y todo lo que ha dicho, su imagen en la pantalla se atreve a encararse con el dios K para decirle lo que piensa, sin disimulos morales ni ficciones jurídicas, la amarga verdad de lo sucedido entre ellos, en primerísimo plano. A mí me gustó y sé que a ti también, cerdo, nadie podría entenderlo, nadie podría entender por qué, arrastrarte a mi mundo fue una victoria como pocas veces se consiguen en la vida, pero nunca lo diré, nunca diré la verdad, no esperes de mí que sea tan tonta aunque haya sido tan tonta de hacer esta guarrada contigo, ni ante un tribunal ni ante el fiscal ni ante la policía, solo la puedo decir ante ti, solo te la puedo decir a ti, cerdo, quiero que te pudras en la cárcel para que no me olvides nunca, para que lo que hicimos, signifique lo que signifique para ti, no sea una aventura más en tu vida, y me recuerdes siempre, ese es el precio por lo que me hiciste, por lo que te hice, por lo que hicimos, y quiero que cada vez que te mires la polla descapullada y tiesa, como la tenías aquella tarde metida en mi boca, te acuerdes de mí y de que estás en la cárcel por culpa de ella y de mí, de lo que ella me hizo a mí y yo le hice a ella, nadie puede saber la verdad, nadie quiere vivir con la verdad, nadie quiere la verdad, no sirve para nada, a nadie le importa. Así que no llores más, mi amor, no te tortures ni atormentes por lo que hicimos o no llegamos a hacer o nunca volveremos a hacer. Hubo de todo, como sabes, en aquel intercambio interrumpido demasiado pronto, quizá te precipitaste, me precipité, nos precipitamos. El tiempo conspiraba contra nosotros y no pudimos hacer otra cosa. Qué importa ya. Lo que tú y yo vivimos aquella tarde en aquella suite, como si tú fueras mi cliente y yo tu puta, una de ellas, déjame que me ría de los estereotipados papeles que nos ha tocado representar, como mujer y como hombre, ante la opinión pública, no nos lo podrá quitar nadie, me oyes, nadie, nunca, ni tu esposa, pobre desgraciada, ni ninguna otra mujer, eso se acabó, me oyes, cerdo, en la cárcel no te dejarán tenerlas. Ese momento es solo nuestro. Tuyo y mío. Nos pertenece en exclusiva. Para siempre. Y aquí tienes la prueba de que hablo en serio… En ese instante de suspensión inesperada del discurso, restándoles protagonismo a las palabras y los sentimientos expresados en ellas, se encadenan dos acciones sucesivas, una menos previsible que la otra. Mientras el dios K, estupefacto, acerca cada vez más la cara a la pantalla del ordenador para no perderse ningún detalle informativo y quizá poder escuchar saliendo de su boca, como un mensaje subliminal solo a él dirigido, la suma exacta de dinero por la que estaría dispuesta a poner fin a esta carnavalesca locura, la entrevistada aparta la mirada de él, frustrando sus expectativas, y se vuelve hacia la periodista de nuevo, que la acoge con su mejor sonrisa robótica y se inclina a su vez hacia ella con fingido interés, aproximándose todo lo posible a su invitada, esperando quizá una última confesión escandalosa sobre el incidente, imaginando una nueva confidencia obscena de las que elevan mecánicamente los índices de audiencia como una erección adolescente ante un escote superlativo, así de previsible y de manipulable es la televisión, según dice, con resignación, todo el que ha trabajado alguna vez en ella, y entonces le escupe a esta profesional de la verdad fáctica, echándose hacia delante con fuerza para no fallar el tiro, en plena cara, todo el veneno acumulado en estas semanas y meses, el depósito de semen rancio y viscoso que el dios K había ingresado en su boca a un altísimo interés como gratificación por su excelente trabajo. ¿No querías un testimonio oral directo sobre lo sucedido? Ahí lo tienes, guapa, oral y directo, más directo imposible, ¿cuánto hace que no veías esta mierda de tan cerca?…

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