Karnaval

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KARNAVAL 2 » DK 29

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DK 29

LA ÚLTIMA CENA DE UN CONDENADO

—Los muertos andan entre los vivos, tenga cuidado, señor.

La advertencia del portero del edificio me llega cuando ya estoy con un pie dentro de la limusina negra. Son las siete en punto de la tarde y me he puesto mi mejor traje para encubrir los tatuajes y las incisiones, las cámaras me seguirán allí donde vaya y debo presentar el mejor aspecto ante ellas, mis abogados insisten en que una buena imagen es importante. Nicole se ha encargado de todos los detalles del catering, el menú de degustación del Hobukai, un nuevo restaurante japonés recomendado en las mejores guías de la ciudad, y yo me ocupo ahora de recoger a los invitados. No sé quiénes serán esta noche, ahí está lo más excitante. Le digo a Raymond, el chófer de la limusina, un irlandés moreno de casi dos metros vestido con su uniforme de gala y su gorra de autoridad portuaria, que baje más allá de Houston y luego veremos qué pasa.

Los muertos andan entre los vivos es una frase ingeniosa para describir lo que veo en cuanto llego a los sombríos alrededores de la calle Orchard. Hay muchas formas de morir y una de las más extendidas es quedarse sin trabajo y caer a las divisiones más bajas de la sociedad. Este es el territorio donde juegan las ligas menores, muchos jugadores y equipos desarbolados. El juego no suele ser muy estimulante, no se respetan las reglas y no suele haber árbitros, nadie tiene tiempo para adquirir el conocimiento necesario. La furia de algunos la ha emprendido con las farolas y no es posible distinguir en ciertos tramos más que siluetas encorvadas, rebuscando residuos en la acera, o figuras perdiéndose en la oscuridad de un callejón en pos de otra figura tambaleante que les promete alguna variedad de paraíso artificial en la tierra. Camellos y drogadictos, delincuentes y derrelictos, fugitivos del orden social. Esta es mi gente, mi pueblo, pero esta noche busco algo más selecto. En mi argot eso equivale a una presa singular, un espécimen insólito. Después de dar varias vueltas por la zona transitable veo a un tipo vomitando en cuclillas a la puerta de un establecimiento de comida rápida mexicana. La iluminación del letrero tricolor me permite distinguir que es negro y alto y viste un andrajoso chándal deportivo amarillo. Este muerto es el mío, me digo. Y doy instrucciones al chófer para que estacione en la acera sin llamar mucho la atención.

—¿Te apetece dar una vuelta, hermano?

El negro está tirado de rodillas mirando hacia la limusina con la misma actitud con que cualquier colonizado que aún no sabe que lo va a ser en el futuro inmediato miraría a un vehículo desconocido surgido de repente de las tinieblas de la historia. Para cerciorarse de que es a él a quien me dirijo, con gesto alucinado, mira a un lado y a otro, tomándose todo el tiempo del mundo en hacerlo. Cómo se ve que no está acostumbrado a capitalizarlo en su provecho. Con ese ritmo de vida exasperante, este hombre nunca podría hacerse rico, ni siquiera conquistar una posición acomodada. Hay algo anómalo en su constitución y en su forma de arrastrar el cuerpo, lenta y pesada, como si sus articulaciones no estuvieran bien acopladas, o mostraran cansancio y fatiga de vivir, y cada movimiento y cada acción le costaran demasiado tiempo decidirlos, o coordinarlos, o controlarlos una vez puestos en marcha. Su cuerpo da la sensación de carecer de una voluntad firme y parecería moverse impulsado por un instinto elemental de supervivencia. Ha sido una buena idea elegirlo a él, lo sé en cuanto se sube en el coche sin decir una palabra, sus reflejos parecen dormidos, y se sienta en el asiento situado frente al mío, replegando las piernas para no molestarme. Así estaremos más cómodos, en efecto. El intenso hedor que emana de su cuerpo y de su gastado vestuario, no olvido que acaba de vomitar mientras se revolcaba en el suelo, es una roñosa mezcla de cocina étnica, perfume hogareño y escasa higiene. Veo en todos y cada uno de sus gestos los estigmas de una larga soledad. Me sonrío pensando en la cara que pondrá Nicole cuando nos vea entrar e identifique al impresionante tipo más por el rastro olfativo de su atuendo que por las facciones africanas ocultas tras una boscosa barba, el cráneo rapado al cero o la estatura de jugador de la NBA.

—¿Quiere tomar algo?

Bourbon.

Veo que sonríe como un autómata programado para hacerlo cuando le tiendo el vaso de cristal, lleno hasta la mitad de un bourbon bastante corriente, y lo toma con torpeza entre sus dos manos como si buscara enfriarlas con el hielo abundante que diluye el impacto del alcohol. No quiero borrachos en casa, luego no saben controlarse y la violencia termina por aparecer y se arruina la noche. El negro bebe llevándose el vaso a la boca con las dos manos y pienso que lo está usando para apaciguar el malestar digestivo que hace un rato lo trastornaba hasta la náusea y el vómito. Creo que se siente mejor después.

—¿Dónde vamos, amigo? Yo no hago ciertas cosas, se lo digo de antemano para que no haya equívocos entre nosotros.

—Yo tampoco hago esas cosas, no se preocupe. Le invito a cenar.

—¿Solo eso?

—¿Quiere algo más?

—No sé. No quiero que me pase nada malo. Ustedes los de las limusinas no son nada de fiar. He visto a muchas hermanas y a algunos hermanos desaparecer dentro de estos coches fúnebres. No sé por qué, pero nunca los vuelves a ver en la calle.

—No soy uno de esos.

Para confraternizar con mi invitado, y mostrarme a la altura de la subcultura callejera en la que se diría que es un experto, le muestro con orgullo los tatuajes que llevo en las muñecas y en el vientre, unas bagatelas medio figurativas y medio abstractas, recuerdos imborrables de mi paso por la celda donde aprendí más cosas sobre mí y sobre mis semejantes y el mundo en que vivimos que en todos los años anteriores, de cargos públicos estresantes y flirteos estériles con el saber universitario.

—Vamos a mi casa, le gustará conocer a mi mujer. Es una anfitriona encantadora.

—Como usted quiera. Si hay mujeres, no me pasará nada malo. Bastante tienen con lo que tienen.

—¿Por qué dice eso?

—No soy lo que usted cree.

—No me importa lo que usted sea. Le he visto pasando un mal momento y he querido ayudarle a superarlo. Nada más.

—Y yo me lo creo. ¿Por quién me toma?

El negro no parece muy impresionado y para demostrármelo, mientras esboza el negativo de una sonrisa, abre la cremallera del sucio chándal amarillo y me descubre un torso vigoroso, donde descubro los pezones perforados por dos anillos diminutos y un tatuaje que se expande por toda la piel de la caja torácica como una erupción de figuras y colores. Una escena mítica, según me explica mirándome a la cara con esos ojos penetrantes que acobardarían a cualquiera, que tiene lugar desde la infancia en lo más profundo de su corazón y de su mente. Me indica con un gesto que me acerque para apreciar con mayor nitidez los gráficos detalles. Representa un combate ritual entre dos púgiles femeninas, dos negras de idénticos atributos, encrespada melena negra, corona regia en la cabeza, calzón corto blanco, guantes rojos de boxeo profesional, pies descalzos y grandes pechos desnudos, amenazándose la una a la otra, en posición de combate, con los puños en alto.

—Le presento a mis dos madres, Fátima y Kerry. Los dos hemisferios de mi cerebro enfermo. Ellas me enseñaron todo lo que sé. Lo dieron todo por mí. El resultado está a la vista.

—No sea negativo. Yo lo veo un privilegio. Dos madres así tienen que intimidar bastante, ¿no?

—Como hijo único, le puedo asegurar que la convivencia con ellas no era fácil. Una musulmana y la otra cristiana. Una ginecóloga y la otra artista. Una republicana y la otra demócrata. Una promiscua y la otra monógama. Una fumadora y la otra no. Solo se entendían en la cama, aunque no siempre.

—Mis padres tampoco eran un ejemplo de armonía. Todos hacemos lo que podemos.

—Me llamo Hogg, solo Hogg, ¿y usted?

—¿No me conoce? Últimamente, por razones que prefiero no comentar, salgo mucho por televisión.

—Ni idea, no veo televisión.

—Llámeme DK.

—¡No me joda! Ya sé quién es, ¿no es usted el tío ese que estafó a unos cuantos sinvergüenzas de Wall Street?

—No, soy otro. Pero da lo mismo, no se esfuerce.

El silencio se instala de pronto en la limusina como una barrera protectora para los intereses de ambos. Ninguno de los dos ha sabido encontrar en la conversación la nota justa que permitiera ponerlo de acuerdo con el otro. La negociación se revela ardua y el negro, para disimular, se distrae dando sorbos compulsivos a su vaso de bourbon de baja calidad y yo me entretengo espiando todo lo que pasa al otro lado de la ventanilla, escenas de muertos cazando a otros muertos, de vez en cuando algún vivo participa en la cacería como presa fácil. Si expulsara a mi huésped de la limusina, sus semejantes lo devorarían sin compasión. En el momento en que estoy a punto de comentarle esto en voz alta descubro al otro lado de la calle a una mujer que está siendo golpeada por un hombre pequeño y por otra mujer. Esta la mantiene agarrada por detrás mientras el hombre la golpea en la cara y en el vientre. Los muertos no tienen otro lugar para resolver sus cuestiones personales y lo hacen ante todo el mundo, en plena calle, otros prefieren hacerlo en televisión, es cuestión de rangos. La falta de luz proverbial de la zona los protege de las miradas indiscretas. Le digo a Raymond que pare el coche de inmediato. Tengo una poderosa intuición.

—Ya veo que tiene usted vocación de héroe, señor como-se- llame.

El negro corpulento me acompaña sin que se lo pida y nos encaminamos hacia el grupo que está llevando a cabo en la acera una extraña representación. Al acercarme veo que la mujer que sostiene a la otra desde atrás está aprovechándose de su posición para sobarle las tetas y besar en el cuello a la mujer maltratada por el hombre al que la actitud de su cómplice enardece aún más, golpeando en la cara a la víctima inmovilizada por su falsa amiga cada vez con más fuerza. Les grito que se detengan y los tres me miran con expresión de sorpresa, o lo que intuyo que se parece a la sorpresa, sin interrumpir sus actividades. Cuando Hogg se precipita hacia ellos con la intención de acabar con el escarmiento de la segunda mujer, el maltratador, un hispano de estatura diminuta y zapatos enormes, emprende la huida a toda prisa, dejando a la mujer a la que golpeaba sin interrupción, una asiática de aspecto varonil que ahora tengo frente a mí, en brazos de la otra, también asiática y menuda pero de rasgos más finos.

Y no tiene intención de soltarla por el momento, como si ese cuerpo le perteneciera.

—Péguele fuerte, por favor. Esta puta es una bruja peligrosa. Acabe con ella y nos hará un favor a todos. Se lo ha merecido. Además le gusta, a la muy guarra le gusta que la zurren de vez en cuando. Lo lleva en la sangre…

Hogg ataca a la captora por detrás, cogiéndole los brazos y obligándola a llevarlos a la espalda, donde quedan inmovilizados, mientras la mujer golpeada sale disparada hacia mí y me abraza con fuerza, no tanto por agradecimiento, en principio, como por no caer de bruces al suelo. Sus altas plataformas apenas si le permiten, en ese estado alucinatorio, dar un paso en cualquier dirección sin perder el equilibrio. Se me queda mirando a un palmo, cara a cara, las manos cogidas con fuerza a mis hombros. La veo en primer plano, no es un espectáculo admirable. Nariz alargada y viciosa, boca encogida, mentón puntiagudo, ojos hinchados, cejas enrojecidas. Veo los moratones como un maquillaje morboso en los pómulos y en el labio superior y ella, en señal de agradecimiento por mi buena acción, me besa en las mejillas y luego en la boca. Huele a un perfume exclusivo que no se compra en la Quinta Avenida, pero que no engañaría a nadie en ninguna otra parte.

—Ahora nos vamos a calmar todos, ¿de acuerdo?

La agresora, prisionera entre los fornidos brazos de Hogg, no para de gritar maldiciones e insultos, como una loca en trance, contra la criatura efusiva que se abraza a mí y no deja de besarme por toda la cara como si fuera su nuevo amante y benefactor. Me lo he ganado, me dice al oído derecho y luego al izquierdo, en estéreo, para que no se me olvide en toda la noche, por rescatarla de las garras de esos asesinos que la odian sin que ella les haya hecho nada malo. Todo su cuerpo me dice que es mía y, sin embargo, la aparto de mí por un momento con gentileza, restregándome el rastro de cosquillas y babas que me embadurna ambas mejillas. Me encamino decidido hacia la enfurecida asiática, revolviéndose contra el cuerpo macizo de Hogg como una fiera a la que se hubiera privado de alimento durante semanas. Extraigo mi cartera del bolsillo y cuento cinco billetes de cien, eso bastará, pienso, y se los tiendo con gesto imperativo.

—Tú y tu chulo tendréis bastante con esto para empezar una nueva vida en otra parte.

—No es mi chulo, ¿qué se ha creído? ¿Que puede comprarlo todo, hasta la reputación de la gente?

—Suéltala, Hogg.

El escupitajo me acierta de pleno en esa zona humillante que se sitúa entre el labio superior y el arranque de la nariz y aun así mi mano sigue tendida, imperturbable, con los cinco billetes en el extremo como una súplica que debería ser atendida cuanto antes para evitar otras posibles reacciones menos agradables.

—Yo te conozco. ¿No eres tú ese que sale mucho ahora en la tele?

—Me confundes con otro, preciosa. En la tele sale mucha gente estos días.

—Sois todos iguales.

Más calmada, la agresora asiática se me aproxima sin temblar, escudriñando mi cara como si algún rasgo de la misma pudiera decirle con claridad quién se esconde detrás, cuáles son las intenciones ocultas tras esa máscara en apariencia natural. No consigue identificarme como pretendía.

—No te fíes de ella. Es un bicho venenoso.

Y tras decirme esto a la cara, en voz muy baja, se apodera del dinero sin perder tiempo, creyendo haber comprendido que su silencio y su cambio de actitud tienen un precio justo en el mercado, antes de echar a correr sin miedo a caerse, a pesar de las elevadas plataformas y el complejo de inferioridad que exorciza al calzárselas, y desaparecer por el mismo siniestro callejón por el que huyó su cómplice minutos antes. Imagino a este acechando y vigilando toda la escena desde algún refugio oculto, viendo contento volver a su amiga y apropiándose enseguida del dinero. Le pertenece, él se lo ha ganado, ella es solo la intermediaria en este complicado negocio, merece solo una ínfima parte del botín.

—Volvamos al coche.

La fogosa asiática, con pinta, como su enemiga, de transexual arrepentida, nos sigue con mansedumbre, como si hubiera entendido el mensaje subliminal de la situación, y la dejamos, por cortesía, entrar antes en la limusina. Cuando el coche arranca, recupero mi papel de excelente anfitrión y le ofrezco hielo en un pañuelo para calmarle los dolores faciales de la paliza y contener la hinchazón y luego alguna bebida de su gusto para recuperar lo antes posible el sentido de la realidad.

—¿Licor de vodka? Soy adicta a ese veneno.

Le tiendo a mi invitada su vaso de cristal cargado de hielo picado y líquido marrón y me sirvo otro de lo mismo para acompañarla. No había probado nunca esa bebida empalagosa, pero ahora, sentado frente a mis estrafalarios invitados, encuentro la mezcla deliciosa, en especial el anestésico corte de bisturí del vodka en la lengua que paladea el caramelo que le da engañoso color y textura. Me parece una buena imagen de lo que está pasando aquí dentro.

—Me llamo Alexia, ¿y tú?

—Él es Hogg, acabamos de conocernos, y yo soy DK, solo DK.

—¿Te conozco de algo?

—No lo creo.

Todo está saliendo como estaba planeado. La malsana fetidez que impregna el aire dentro de la limusina me confirma en el acierto de mi elección y les propongo a mis invitados, para celebrar nuestro encuentro, un brindis inoportuno.

—Por mi mujer, Nicole, que se reirá cuando os vea llegar a casa y le cuente la aventura de esta noche.

Brindan a dúo, en mi honor y en el de Nicole, como si nos conocieran de toda la vida y hubieran compartido con nosotros una gran cantidad de experiencias. El gran Hogg esboza una mueca de disgusto, sin embargo. Es evidente que no le atrae nada la compañera que le he buscado esta noche para que se divierta, un ambiguo espécimen de rasgos achinados y voz chillona. El azar la ha elegido, no yo, que me limito a interpretar sus designios con la mejor intención. Es lo que más satisfecho me hace sentirme. La vida de esta increíble ciudad no cesa de procurarme sorpresas, a todas horas, en todas partes. He capturado sin demasiado esfuerzo a dos muertos singulares, el peso pesado y la anoréxica. Estoy seguro de que la noche será divertida y larga con ellos como protagonistas.

—Y ahora, amigo Hogg, cuéntanos tu historia.

En todo este tiempo, el triste y fatigoso relato de Hogg solo parece haberme interesado a mí, quizá porque soy el único que lo ha escuchado completo, desde el principio en la limusina, camino de mi apartamento, hasta mediada la cena, con la llegada de los primeros platos sorpresa, el salmón teriyaki empanado y el calamar marinado en bonito con salsa de vinagre.

—Entonces, Hogg, si no te he entendido mal, te echaron siendo muy joven de aquella universidad por culpa de una colega de tu misma raza, que fue tu amante durante un año hasta que decidió denunciarte cuando estabas a punto de obtener la titularidad…

En este tiempo, con todo lo que me ha contado, he llegado a la conclusión de que Hogg es un farsante y un impostor, pero me cae bien, tiene gracia contando las cosas. Estoy seguro de que se lo inventa todo, incluso la historieta de sus dos madres, pero no me importa, mientras me entretenga y haga llevadero el banquete, se lo disculpo todo. Tenemos expuesto encima de la gran mesa del comedor el delicioso menú de degustación del Hobukai.

Yo estoy disfrutando con el descubrimiento de cada nuevo plato, pero Nicole, a pesar del cuidado con que se tomó la selección de platos, se ha levantado varias veces a vomitar cada uno de ellos, como si se le atragantaran los nombres exóticos, acentuando sus viejos trastornos digestivos con las bacterias del pescado, o como si la promiscua presencia de los intrusos, que deglutían el contenido del festín gastronómico con obscena fruición, le causara esa revulsión abdominal impropia de una geisha bien educada.

—Sí, esa es la terrible verdad, señor DK. Me denunció por lo que ella llamaba abusos. No hice nunca nada que ella no quisiera, pero entonces se hizo amiga de una nueva profesora de otro departamento, y esta la convenció de que no debía tolerar más abusos masculinos de mi parte…

Por su parte, la atrevida Alexia, sin ningún pudor, se ha metido bajo la mesa para intentar hacer feliz a su anfitrión del modo más cómodo. No se puede decir, desde luego, que carezca de tesón y de cierta maña, como me advirtieron en cierto modo los hados callejeros que la golpeaban por la misma razón, pero todos sus intentos de darme placer, en la limusina y durante la cena, han sido fallidos, como cabía esperar dados los precedentes. Cada vez que ha regresado a su sitio en la mesa, con un gesto de contrariedad solo compensado por la bulímica ingestión de las suculentas tiras rojas y blancas de atún y calamar bañadas en salsa de soja fermentada o la crujiente tempura de verdura y marisco, no he podido evitar pensar, por un extraño reflejo, en el error de Nicole al elegir el tono de la vajilla de porcelana, los manteles, las servilletas y las velas. El negro no es un color, eso lo sabe todo el mundo excepto Nicole, por lo visto, y a nadie le puede alegrar tenerlo delante todo el tiempo de ese modo abusivo.

—¿Ves cómo se ríe mi mujer cada vez que me llamas señor DK?

Por una vez, el disgusto y el desprecio de Nicole no me tenían a mí por objeto preferente, a pesar de las alusiones y las indirectas. Alexia, aburrida de nuevo con el discurso de su colega y cansada de la atención inmerecida que yo le prestaba sin hacer caso a sus reiteradas provocaciones, había decidido por su cuenta que a lo mejor la anfitriona, madura y distinguida pero con esa inequívoca picardía en la mirada que parece predisponer a todos los excesos de la carne y el espíritu, se mostraría más receptiva a sus artimañas y servicios íntimos que el insensible anfitrión, un ególatra con tendencias sospechosas a confraternizar con los parias del universo.

—Y entonces, Hogg, volviendo a tu conmovedora historia, cuando fuiste juzgado por una comisión de decanos y despedido de la universidad, te encontraste con que no podías pedir trabajo en ninguna otra universidad porque tu mala fama, propagada por las arpías del departamento, son tus palabras si no me equivoco, se extendió a todas las universidades del país, como una maldición contra tu persona…

El de Alexia fue un error melodramático que casi nos arruina la grata velada. Nicole reaccionó con violencia a las insinuantes caricias que se le proponían bajo el mantel y, sin pensar en las consecuencias de su reacción, pateó la cara de Alexia con fuerza excesiva, con una brutalidad solo proporcional al grado de asco y de fastidio que le causaba la invitada, a quien ahora veía postrada a sus pies como un cuerpo blando en el que descargar su furia reprimida. Alexia aullaba de dolor bajo la mesa e insultó a su agresora llamándola puta asquerosa, y luego se calló por unos minutos, como si hubiera perdido el sentido, o recuperado la decencia. Ese mismo tiempo, segundo arriba, segundo abajo, es el que tardó Nicole en levantarse de la mesa de nuevo y regresar al cuarto de baño para vomitar la escasa porción de bacalao en salsa de soja y sake que había sido capaz de ingerir desde la última vez.

—Y hasta tu familia, creyendo la versión de ella, te volvió la espalda.

—Todas y cada una de ellas, sí. Mis madres, mis abuelas, mis tías, mis primas. Todas ellas me hicieron saber que ya no tenía el privilegio de pertenecer a una de las primeras familias íntegramente femeninas de la historia.

Cuando Alexia se levantó del suelo con la ayuda de Hogg, vi que estaba llorando y tenía la cara aún más hinchada de lo normal. En ese momento, la maltrecha Alexia trataba de mantenerse en pie por sus propios medios, alejándose todo lo posible de Hogg, a quien parecía odiar o temer, pero no aguantó mucho en esa posición, el salce hacía estragos en su sentido del equilibrio, y se dejó caer en la silla, apoyó los brazos en la mesa, apartando varios platos medio vacíos, y hundió la cabeza en esa almohada improvisada con la intención de relajarse un rato.

—Ya, me hago una idea. Y, por despecho, te fuiste a vivir a la calle, con los muertos.

—No por despecho. Yo diría que por pura necesidad.

—Sí, recuerdo que nos has contado que lo intentaste con varios trabajos temporales, pero que tarde o temprano te terminaban echando de todos, o las empresas se hundían como por ensalmo y volvías a estar en la calle, ¿no?

—Dicho así suena a una maldición eterna, pero en cierto modo lo era. Ningún trabajo me duraba el tiempo suficiente. Me veía aceptando labores indignas de mi formación con tal de pagar mis deudas. Incluso lo intenté como artista.

Me estoy empezando a preocupar seriamente. Han pasado más de quince minutos desde que se marchó y Nicole no vuelve del cuarto de baño. No suele tardar tanto en retornar a la mesa después de una de sus habituales crisis intestinales por mucho que le aburra la conversación en curso o los invitados no sean de su agrado.

—Un galerista de Chelsea se encaprichó conmigo y me montó una exposición. Me publicitó como el Basquiat de la nueva década…

—Por qué no. El buen salvaje que vino a salvar al arte de la bancarrota pintando mamarrachos de colores chillones. A Nicole le gustaba mucho en su época. Creo recordar que tenemos una de sus horribles pinturas en alguna de nuestras casas.

—A pesar de los elogios de algunos entendidos, la verdad es que no logré vender un solo cuadro. Acabado el mes, recogí todos mis cuadros de la galería y los tiré al río y luego intenté suicidarme…

—¿Y qué te privó de abandonar este mundo con tanta dignidad?

Alexia, trastornada por los duros golpes físicos y morales que ha recibido esta noche, ha vuelto entre nosotros y lleva cinco minutos mirando con fijeza obsesiva el nuevo plato, como si no le gustara lo que ve en él, cuatro montículos de huevas de pez volador, con su obscena paleta de colores y sabores, o tratara de hallar su triste reflejo en el fondo del plato.

—Viví varios días bajo esa amenaza, paseando por la ciudad y sintiendo que podía hacerlo con facilidad, arrojarme al metro, tirarme desde uno de los puentes elevados o bajo las ruedas de un autobús, cualquier cosa rápida y eficaz…

—Me has dicho que tu último trabajo digno fue de limpiador en un centro comercial, ¿verdad?

—Sí, limpiaba la mierda en váteres masculinos y femeninos. La misma mierda, se lo digo sin rencor ni odio.

No puedo dejar de mirarla. La envuelve un aura asfixiante de soledad que, me temo, es la misma que hace de ella una víctima vulnerable en la calle y en la cama. Alexia no sabe nada del amor. Nadie se ha interesado nunca de verdad por esta criatura extraterrestre, ni hombre ni mujer, que sobrevive vendiendo su anatomía estrambótica al mejor postor.

—Vaya, vaya, Hogg, qué interesante vida, cuántas emociones, y luego, como nos has contado, fue cuando te instalaste en la calle y allí, si no te he entendido mal, has sido feliz hasta ahora y has aprendido más que en ninguna universidad de las que conoces, durmiendo en vagones de metro, o en edificios abandonados, y vagando por descampados y estercoleros…

—No se equivoque, señor DK, no hay poesía alguna en mi experiencia. No lo reivindico como una forma de hacer buena literatura, no soy de esos, pero conocí a una mujer blanca que vivía en la calle, me enamoré como loco y me fui con ella.

—Muy bueno, hermano, eso me gusta mucho de ti. Eres un tío honesto. La literatura es para enfermos crónicos. A mí tampoco me agrada la gente que redime su mala vida escribiendo fantasías para otros. Eres un tío auténtico, no un impostor, y mira que al principio te tomé por uno de estos. He conocido tantos, yo mismo lo fui hasta hace no mucho. Ahora mismo me siento liberado de toda necesidad de mentir…

Nicole regresa, con puntualidad retórica, para recordarme que no debo hacer partícipes a mis invitados de nuestros problemas personales. El rostro lívido, como de muñeca de cera a punto de derretirse en la chimenea, me convence de la necesidad de extremar la discreción con los extraños. Nicole me sonríe sin ganas y, con gesto apático, se sienta en su sitio como una niña bien educada a terminarse la cena. La invito a gustar del plato sorpresa recién servido, pastel de gambas fritas y champiñones, y finge vomitar en él para fastidiarme.

—Durante un tiempo Sheila y yo pasábamos las noches en un refugio a la sombra de un rascacielos no lejos de aquí, hasta que nos echaron otra vez. No parábamos de follar, a todas horas, era muy divertido y los guardias del edificio nos tenían envidia…

Caigo en la cuenta de que, en su manera de mirar el repulsivo pastel y clavarle el cuchillo por distintos lugares, Nicole está imitando a Alexia, sentada frente a ella, revolviendo los montículos de huevas con el tenedor, mezclando las llamativas tonalidades sin molestarse en probarlas. Quizá lo haga para llamar mi atención, quizá no. La imagino calculando el tiempo que pueda quedarle a la desagradable velada mientras debate consigo misma sobre si le conviene ingerir una gamba o un champiñón y en qué orden debería hacerlo para no empeorar el estado de su estómago.

—Al cabo de un tiempo me dejó por otro negro y volví a encontrarme solo en la calle…

El menú le parece una estafa en toda regla. Deberíamos poner una reclamación y borrar ipso facto el nombre del restaurante de nuestra agenda de direcciones, me dice Nicole con tono autoritario, interrumpiendo el monólogo de Hogg. Alexia aprovecha entonces para levantarse con brusquedad, como activada por un resorte maligno. Parece querer decirnos algo trascendental acerca del banquete, algún comentario sobre la dudosa calidad del alimento, o las connotaciones cromáticas de las huevas de pescado que recubren el fondo negro de su plato, o el impacto de todo este pescado en su delicado metabolismo en fase de mutación, pero no acaba de decidir cuál sería el más adecuado y prefiere salir corriendo, en dirección al cuarto de baño de los invitados, para ocultarse al fin de nuestras inquisitivas miradas. Respiro tranquilo en cuanto la pierdo de vista. En su ausencia, me levanto para traer la caja de los puros y le ofrezco un habano a Hogg, que lo acepta sonriendo, como una señal de complicidad entre ambos.

—Como suele decirse, Davidoff hace los mejores negocios y Montecristo los mejores amigos. Esta noche nos debemos a la amistad, ¿no es cierto, amigo Hogg?

El negro asiente, complacido, y Nicole, repuesta, me pide otro cigarro, es una afición hedonista que prefiero no reprimir en ella. Me hace feliz verla mientras lo enciende, aspirando una y otra vez con encantadora negligencia entre una nube de humo que encubre una parte de su rostro real y realza la belleza de sus rasgos, como si perdiera veinte, treinta o cuarenta años de golpe, el sueño despierto que ella misma alienta cada noche cuando se mira en el espejo durante una hora y a veces más, sin adivinar que la observo con ternura y curiosidad, mientras se libera de la máscara del maquillaje y se unge con cremas tonificadoras contra el envejecimiento, y volviera a ser la ninfa irresistible que solo conozco por las escasas fotos de su adolescencia y juventud que me ha enseñado alguna vez.

—Entonces, amigo Hogg, estás ahora en perfectas condiciones de comprender la empresa espiritual y filantrópica que me propongo realizar en los próximos años. He tenido ocasión de compartirla ya con importantes personajes del mundo y la respuesta ha sido siempre de entusiasmo y estímulo.

Me siento incapaz de mirar el reloj cuando concluyo de exponerle mis prolijas ideas a Hogg, que ha sonreído en todo momento como si entendiera que eso era todo lo que se le pedía a cambio de la compañía de Nicole y la jugosa cena y el magnífico habano y el viaje de regreso en limusina de lujo. Ha pasado más de una hora, por lo que veo, y el gesto negligente de Nicole al apagar su cigarro en el cenicero de cristal me hace comprender que la ausencia de Alexia durante ese tiempo no puede ser intencionada. Comparto mi preocupación con Hogg y con Nicole, y Nicole, atemorizada por la posibilidad de una desgracia, pretende levantarse para comprobarlo. Me adelanto y me encamino por el pasillo lateral que conduce al cuarto de baño de invitados, junto a la cocina, donde la puerta permanece cerrada. Sospecho lo peor. Llamo con suavidad y Alexia no contesta. Abro la puerta y la descubro desmayada en la bañera vacía, desnuda. Le cojo la cabeza para ver si respira, los ojos y los pómulos cada vez más amoratados, y veo que sus labios hinchados balbucean la misma frase, como una broma privada.

—Sois todos iguales.

Me río, aliviado. La repetición es cómica, teniendo en cuenta todo lo que ha pasado desde que escuché la sentencia por primera vez esta noche. Ha debido de marearse mientras se duchaba. Le pido que se despabile y se ponga en pie. Se levanta aturdida y tarda en abrir el grifo de agua caliente con que pretende enjuagarse los restos de vómito que se adhieren a la piel de sus muslos y pantorrillas.

—¿Qué es eso?

Parezco un idiota plantado frente a ella señalando con el dedo índice las vendas mojadas que rodean su torso, por debajo de los ridículos pechos hasta la cintura, y que bajo el andrajoso vestido no se notaban. Primero me dice que la apuñalaron unos desconocidos hace unas semanas y luego, cuando ve mi gesto de incredulidad, reconoce que está sometiéndose a una drástica reducción de caderas. Ya no me sorprende nada de lo que veo en su cuerpo, ni siquiera las numerosas picaduras negras en ambos brazos. Sin que pueda entender el porqué, quiere que lo vea todo, ha organizado esta escena para que me fije bien en lo que ella es y no es al mismo tiempo, como el unicornio de los cuentos de hadas, un unicornio que fuera también la doncella. No hay simetría alguna en ese cuerpo escuálido, cada parte se muestra desconectada de las demás a tal punto que da la sensación de pertenecer a otro cuerpo distinto, como miembros mal ensamblados entre sí por un artesano inepto. Cuando la ayudo a salir de la bañera, con la piel fría y viscosa, siento que estoy abrazando a un ser alienígena.

Me daría miedo quedarme aquí encerrado con la famélica Alexia mucho tiempo.

—Un médico muy guapo me está ayudando con las operaciones y las inyecciones y todo el papeleo. Creo que se ha enamorado de mí. Dice que no ha visto nunca un cuerpo como el mío.

Termina de secarse y se inclina para recoger sus sucios harapos, abandonados en el suelo. Le digo que los deje. Ahora que está limpia de cuerpo y de alma, para compensarla, le digo que le quiero regalar ropa nueva. Voy corriendo al dormitorio de Nicole y, sin pedirle permiso, robo de uno de los armarios de su vestidor un precioso vestido de noche, de color turquesa, con tirantes y gasas, que casi nunca se pone desde que lo compró porque cree que no me gusta, lo que es falso, o me trae malos recuerdos de la fiesta en que lo estrenó. Al entrar de nuevo en el cuarto de baño, encuentro a Alexia ajustándose una y otra vez el sujetador inútil mientras no deja de mirarse con coquetería en el espejo, tratando de encajar su imposible imagen en alguna dimensión de la conciencia aletargada que tiene de sí misma. Prefiero no entretenerme en la morbosa descripción de lo que veo expresado en su cara en ese momento de enajenación. Alexia está acostumbrada a exhibirse con orgullo, como un monstruo de laboratorio, ante clientes de la peor especie. Ante mí, nuestras miradas se cruzan en el cristal del espejo durante un segundo, parece avergonzarse por todo lo que le falta o le sobra para ser una mujer o un hombre de verdad.

—¿Es que no te gusto nada, cabrón?

Cuando le enseño el vestido turquesa y, sobre todo, cuando descubre la etiqueta de Chanel adherida a sus costuras interiores, se acaba la tragedia y la desgracia de su vida y comienza una nueva comedia, la comedia más vieja de la historia. Alexia se muestra entusiasmada con el regalo. Me pide, por favor, que la deje sola, quiere secarse el pelo y arreglarse un poco, ponerse guapa para mí. No me río para no ofenderla.

—Usa todo lo que necesites, pero no tardes mucho.

Vuelvo al salón y veo desde la distancia que Nicole está rechazando con todas sus fuerzas los avances sexuales de Hogg. Este ha tomado mi ausencia como un buen pretexto para tratar de seducir a la atractiva anfitriona mostrándole el ambiguo tatuaje sobre la guerra del sexo único que decora la piel de su musculoso tórax. Imagino, conociéndola, que Nicole no se habrá resistido al principio a apreciar las cualidades estéticas de la escena plasmada con realismo pictórico en el robusto torso del negro, aunque haya objetado después a los estereotipos machistas con que se representan los cuerpos de las dos reinas belicosas. Imagino que Hogg, para neutralizar su rechazo, le habrá contado, como hizo conmigo, alguna mentira sentimental sobre lo que significa para él esa imagen fabulosa. Antes de lanzarse al ataque, el negro debió de pensar que era su día de suerte, convencido de que yo estaba montándomelo con Alexia en el cuarto de baño. No me enfado, soy un buen anfitrión y la principal obligación de este es hacer feliz a todos sus invitados, por excéntricas que puedan parecer sus pretensiones. Me siento a la mesa con discreción en cuanto Nicole, para poner fin a la escaramuza, decide lanzarle el postre a la cara, el helado de mango y caramelo chorrea por la tupida barba de Hogg, produciendo una comicidad inesperada.

—No te lo tomes a mal. Nicole no se siente bien estos días.

—Lo siento mucho, señor DK.

—¿Lo ves? Ya la has hecho reír otra vez.

Como estaba previsto, Alexia no tarda en volver al salón presumiendo de elegante vestido nuevo y de maquillaje suntuoso ante todos nosotros. El adefesio no se priva de nada en su reaparición estelar, dándose aires de gran dama y señora de la casa. Para lograr ese efecto estético, ha debido de saquear el neceser de Nicole y esta lo adivina enseguida. Es entonces cuando decido que los dos invitados deben irse lo antes posible. Temo que la velada, en caso de continuar por más tiempo, pueda acabar en catástrofe humanitaria. Nicole, al ver el vestido turquesa que reservaba para alguna ocasión especial colgando del anómalo talle de la invitada, como una caricatura grotesca de sí misma, ha puesto expresión de haber recibido alguna noticia terrible.

—¿No os recuerdo a nadie?

Antes de que estalle el escándalo de nuevo, con todas las consecuencias, me levanto de la mesa arrastrando la silla y haciendo mucho ruido a propósito, atrapo por el brazo a mis dos invitados y los obligo a acompañarme de inmediato a la salida. Le extiendo a cada uno un cheque por valor de mil dólares libres de impuestos y compruebo en la mímica de sus gestos el mismo asombro primitivo. La fascinación humana primordial, tanto del hombre como de la mujer, por la magia matemática del dinero, sobre todo si no ha costado mucho ganarlo y tampoco costará mucho encontrar en qué gastarlo. Dinero fácil, en todos los sentidos.

—Divertíos un poco y acordaos de vez en cuando del tío DK. Volveremos a vernos.

Bailando a mi alrededor, Alexia y Hogg, más nerviosos de lo normal, entonan a dúo un efusivo recital de agradecimientos y homenajes a mi persona. Tengo la sensación de que alargan la despedida, no quieren quedarse solos. No saben aún que, al final del largo pasillo, los aguarda el impaciente chófer para conducirlos como visitantes clandestinos a la salida de servicio y luego al garaje donde está aparcada la limusina que los devolverá sanos y salvos al mundo de los muertos al que los pedí prestados por unas horas. Alexia, conmovida por mi generosidad, me pintarrajea la cara de estigmas de un falso amor, marcas infecciosas de ese carmín robado que le permite sentirse por un momento la mujer que no es ni será nunca. Hogg, más modesto, me estruja con fuerza entre sus brazos.

—Es usted una buena persona, señor DK.

Cierro al fin la puerta y regreso, preocupado, al salón. Descubro a Nicole puesta en pie, con una mueca de burla en el rostro, girando en torno a la mesa del comedor como una sonámbula y recogiendo los restos de la cena, tiras de pescado crudo, frituras enfriadas y verdura cocida, en un plato negro desbordante. Agarrada a él, va corriendo a toda prisa a encerrarse en el dormitorio antes de que pueda detenerla para darle un beso y pedirle perdón por lo que ha pasado. Por todo el mal que le he podido hacer. Es evidente que ya no le importa. Me tiro en el sofá, extenuado, y es entonces cuando empiezo a llorar, sin saber por qué. Me cubro la cara con las dos manos. Me hace sentirme mejor. He olvidado correr las cortinas y el detective del edificio de enfrente estará disfrutando con el espectáculo benéfico que he vuelto a organizar esta noche para intentar salvar el alma de Nicole y la mía propia de todas las calumnias y las infamias que se vierten a diario contra nosotros. Estoy seguro de que mis enemigos aportarán las imágenes grabadas como prueba manifiesta de mi insensibilidad hacia las clases y los seres inferiores. La vida es injusta.

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