Karnaval
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DK 37
ESE OSCURO DESEO DE UN OBJETO
Ahí estaba, sí. Había venido al fin. Tal y como el dios K la recordaba. Es verdad que el recuerdo se degrada menos con el tiempo que la persona que lo causó, pero en este caso el recuerdo se confundía y el tiempo, ah, el tiempo no había tratado bien a Virginie. La vida tampoco. Con dureza y crueldad, como una madre severa trataría a una hija descarriada. Así Virginie, desde la muerte de su madre todo en su vida había ido a peor. Tal vez por eso no se negó a venir. Por qué si no, para verlo a él, más de treinta años después del incidente. Cuánto costaba esta farsa, se preguntaba el dios K todo el tiempo. Cuánto habría pagado Nicole por devolverle la juventud perdida. Cuánto cuesta mantener vivo un recuerdo. ¿Y un deseo? Cuánto cuesta un deseo.
No venía sola, esa era la sorpresa, la medida del recuerdo, la medida del deseo estaba en la acompañante. Los detectives de Nicole habían localizado a la madre y a la hija sobreviviendo en un barrio miserable, malviviendo a costa de las prestaciones sociales del Estado, sin marido, sin trabajo, sin posición, sin estudios, rodeada de inmigrantes que solo se diferenciaban de ella por el color de la piel o las creencias y costumbres. Nada más. El lote restante era idéntico. No podía negarse a la proposición que se le hizo. Algo, sin embargo, como suele pasar, había hecho bien en esa vida desperdiciada que era la suya. Una sola cosa. Reproducirse. Sí, el dios K no daba crédito. Sus cinco sentidos recibían cinco veces más información de la que podían procesar a la vez.
La madre y la niña. Virginie I y Virginie II, como dos gotas de agua sucia extraídas de la misma alcantarilla, del mismo charco, del mismo fango. Ahí estaba la genuina Virginie, insolente y provocativa a pesar de su estado de postración vital, y ahí estaba su réplica, su doble adolescente, cogidas de la mano como dos hermanas pordioseras acogidas al mismo régimen caritativo de beneficencia pública. La niña, a los ojos del dios K, mostraba una inocencia calculada al agarrarse a la madre por cuya posesión, en ciertos círculos depravados, se habrían pagado fortunas incalculables. Una lubricidad apenas oculta bajo una apariencia candorosa. De modo que era eso y solo eso. Una transacción corriente. Valor de cambio de los cuerpos y las relaciones. Los abogados de Nicole se habían ocupado de los detalles crematísticos. Virginie obtendría a cambio una cantidad de dinero que le permitiría, a partir de entonces, recuperar para ella y para su hija el tren de vida al que se había acostumbrado siendo joven. Recuperar también parte del estatus y las ilusiones perdidas estos últimos años. Ojalá no fuera tarde. El sacrificio de la hija en aras de la posición no era algo tan infrecuente ni tan innoble como la clase media, acostumbrada a vivir con sueldos de miseria y ahorros medianos, solía juzgar. Bien valía esa primicia lo que se pagaba por ella, si es que lo era de verdad. La garantía de que la niña fuera virgen no estaba asegurada ni por los detectives ni por los abogados. Al dios K, todo sea dicho, le parecía un aspecto menor de la cuestión, letra pequeña al pie de un contrato sustancioso. ¿Cómo se llamaba esta niña?, inquirió el dios K con zalamería de abuelo vicioso que se granjea la simpatía de la menor. A todos los efectos, le dijeron a coro, esta niña se llama Virginie. Su verdadero nombre no interesa a nadie, si la madre, una católica moderada, tuvo el mal gusto de no bautizarla con el nombre adecuado, era su problema. Nada debía estorbar los propósitos del encuentro. Dejadla que se acerque a mí, fue entonces la orden dada por el dios K. La pretensión inicial era desvincularla de la madre y crear en torno de esta un vacío tal que hiciera incómoda su presencia. El dios K había comenzado a prodigarle sus mimos y caricias a la niña y no estaba dispuesto a tolerar por más tiempo la amargura de la madre. No allí, no ahora. Expresada además por todos los medios. Los ojos, la boca, las manos, los gestos. Un odio atávico, un resentimiento heredado de la madre muerta, pobre Sophie, nunca le perdonó lo sucedido en Praslin. Con un gesto escénico de una inteligencia digna de sus mejores momentos televisivos, Nicole obligó cortésmente a la incómoda visitante a abandonar el apartamento, recomendándole que no volviera ni llamara por teléfono. Su hija le sería devuelta, como estaba acordado, cuando todo hubiera acabado. Un taxi pagado hasta el hotel, eso era lo estipulado. ¿Qué pasó entonces en el salón una vez que Nicole, con la misma sutileza con que se había librado de la madre, se esfumó ella misma, dejando a solas como quería al dios K y a su rubia doncella? La imaginación de Nicole, hay que reconocerlo, es limitada y, al mismo tiempo, apoteósica. Creyó que la presencia de la niña, con su nombre encantador, reactivaría de golpe la libido de DK y este, sin pérdida de tiempo, sometería a la Virginie segunda a toda suerte de rituales fálicos y liturgias obscenas. Esas mismas que la habían encandilado a ella desde la primera vez y la mantenían unida, a pesar de todo, a este hombre arruinado, a este marido en franca decrepitud y bancarrota como amante. Pero no fue así, exactamente. Nicole había pagado para recuperar ese poder venéreo y ponerlo de nuevo, con todas las licencias admitidas, a su íntimo servicio. Por eso tal vez su versión de los hechos sea algo sesgada. Demasiados intereses en juego como para admitir que la realidad nos lleva tenazmente la contraria. Por Dios, dirán algunos impacientes, por qué no va al grano de una vez. Por Dios, precisamente, por el dios K es imposible ir al grano de momento. ¿O es que viéndolo allí, escenificando una renovada versión de su retrato de salón, arrellanado en el sillón predilecto y acariciando sin fin el objeto de su pasión juvenil sentado ahora en sus rodillas, aquella niña esquiva que le había producido el único gatillazo de su feliz existencia, se podía pensar en algo distinto que en el deshojar interminable de una flor de infinitos pétalos y sépalos alternativos? Esto no es una maldita película de Rohmer, por desgracia, y el dios K se sentía reconciliado con la vida al tener la oportunidad de abrazar contra su cuerpo el cuerpo de esta nueva Virginie, duplicado juvenil y perfeccionado de la madre antipática. Así pues, lo que pasó es más difícil de contar que lo que no pasó. Conociendo las tendencias y hábitos de los últimos tiempos, esa conducta excéntrica y esas ideas extravagantes del dios K, podría decirse sin rodeos que lo sucedido en la intimidad del dormitorio, donde la condujo para hurtarla a la vigilancia del detective de la competencia, con la niña Virginie, nacida por azar el 18 de agosto de 1995 en Cajarc durante un verano loco en que su madre, persiguiendo a un hombre casado que era su amante entonces, había decidido emprender sola y embarazada el Camino de Santiago, nada de lo sucedido allí, salvo por unos pequeños detalles que luego quizá haya ocasión de mencionar, sería considerado delictivo en ningún tribunal del estado, ni por el más honesto e incorruptible de los jueces (el juez Holmes constituye un paradigma moral irreprochable), ni por el más puritano e inquisitorial de los jurados. Ese mismo, sin ir más lejos, que estaba terminando de constituirse para juzgar su caso a unas millas de allí y que se iba cerrando, día tras día, como un lazo alrededor de su grueso cuello.
Nada más encerrarse a solas con la niña en el dormitorio, viéndola desnudarse con una alegre sabiduría que no podía haber aprendido yendo al gimnasio, el dios K se preguntó por primera vez hasta dónde estaba informada Virginie, hasta dónde la habría informado su propia madre sobre los fines de todo aquello. Para poder apreciar el impacto de ese desnudo en los nervios y la sensibilidad del dios K habría que tener en cuenta lo que la niña Virginie llevaba puesto. Ese atuendo con el que V. expresaba la degeneración generacional de las de su clase y su raza, en opinión de uno de los detectives, que en uno de los informes ya había alertado sobre el escandaloso mal gusto de la niña vistiendo. A pesar de esta advertencia, el choque en la sensibilidad del dios K, experto en las últimas tendencias de la moda femenina, para mujer o para jovencita, todos los catálogos de las grandes marcas ocupaban un lugar destacado en esa memoria organizada como las estancias de un vasto palacio versallesco, al verla aparecer así vestida fue tremendo y casi arruinó las expectativas y pretensiones de la cita, o el reencuentro, de los dos modos se referían a él sus protagonistas. La niña iba muy mal vestida, todo sea dicho, y olía a perfume barato y no era solo culpa de la madre, su afán vengativo y su deseo de escarnecer a su fallido amante de antaño no llegaban tan lejos. Como muchas compañeras de generación, el descuido vestimentario no hacía sino agravarse con la llegada del verano y el calor sofocante. Y el uniforme generacional de la chica no se distinguía apenas del disfraz de otras colegas de su misma edad. Una camiseta de tirantes con franjas azules y blancas, un minipantalón vaquero ajustado a los muslos y unas chanclas rojas de diseño utilitario. Es verdad que madre e hija no vivían en la abundancia, pero tanta vulgaridad sobrecogió al principio al dios K como los signos de una hecatombe cultural de secuelas impredecibles para la sensibilidad y el gusto. Había razones para ello, desde luego. De modo que ya mientras la acariciaba en el salón estaba pensando en la necesidad de que la niña se desvistiera con urgencia. Era depresivo contemplar ese cuerpo maravilloso, en pleno desarrollo, deformado por la fealdad degradante que procede del contacto con las cosas baratas. Ya podía Nicole, o en su defecto la vieja Virginie, haberse molestado en vestir y arreglar a la niña conforme a las necesidades especiales del encuentro, aunque no podía negar que esas pulseras de pedrería calidoscópica que Virginie bis llevaba ceñidas a las muñecas y el cuello, a pesar de haberlas adquirido en un puesto de baratillo, sí le hacían tilín al viejo DK, con sus abalorios y gomillas de vivos colores como el rosa fuerte, el fucsia y el celeste. Y, antes de entrar en el dormitorio, ya la había instruido sobre la necesidad de librarse de ese disfraz de proletaria barriobajera que tanto deslucía su presencia y mortificaba al buen dios K, siempre tan preocupado con los avances cosméticos y vestuarios que embellecen la apariencia y refuerzan el poder sensual de la mujer. Así lo hizo Virginie sin rechistar, complaciendo las demandas del tío DK, un vicioso potentado que, como le había dicho su mamá, pagaría una buena pasta por verla desnuda y hacerle unas cuantas guarrerías a una niñata que, como tantas a su edad, lo sabía todo del sexo con chicos y hasta con chicas alguna vez pero nada de los entresijos del corazón y los complejos gustos y preferencias de un hombre mayor, perteneciente a otra época. El dilema de siempre, la incomunicación entre generaciones, cuántas veces le había hablado Nicole de lo mismo comentando el problemático caso de su propia hija. Sí, un desastre repetido generación tras generación para acabar aquí, al pie de esta cama matrimonial, con un hombre acabado contemplando el dudoso esplendor de una vida de la que ya siente en todo el cuerpo que va siendo hora de despedirse. El esplendor de un enigma, también. El enigma carnal que representaba ese cuerpo hermoso paseándose en ropa interior por la habitación, de aquí para allá, fisgándolo todo para distraerse del hecho de que el dios K no despegaba sus ojos de la piel aterciopelada y los miembros dorados de la niña adorada por la que estaba dispuesto, una vez más, a perderse en el laberinto de sus deseos. Ese mismo en el que se había extraviado durante y después del incidente con la africana en el hotel sin tener la sensación de haber encontrado aún la salida. La ropa interior no era de mejor calidad que el resto pero al menos podía obviarla sin esfuerzo. Le pidió que se la quitara de una vez, lo que la niña hizo enseguida, sin hacer un mundo del hecho de quedarse totalmente desnuda a unos metros tan solo de él, y el dios K decidió entonces sentarse, por lo que pudiera pasar a continuación, en el mismo sillón en que, en las últimas semanas, asistía al espectáculo denigrante e instructivo de las múltiples infidelidades de Nicole, con hombres y con mujeres, elegantes como maniquíes en un escaparate de la Quinta Avenida. Había que reconocer que Nicole le había ganado la mano y dominaba como nadie el arte de elegir a sus compañeros y compañeras de cama, con el mismo criterio incuestionable con que unos y otras elegían sus trajes y vestidos, zapatos, lencería y complementos en tiendas de moda y últimas tendencias. En cierto modo, sí, ver a Virginie desnuda desde allí mismo era una suerte de reparación moral para él. Un resarcimiento de deuda marital. Y todo como consecuencia de que durante siglos los que organizaron el enrevesado asunto del matrimonio, el derecho canónico y demás ficciones paulinas en torno a la monogamia, como pensaba el dios K, no sabían nada de la vida. Eran gentes que nunca se casarían, hombres como Ratzinger, teólogos perversos que jamás renunciarían al voto de castidad y abstinencia, que preferían asarse en la soledad y el celibato, con la escapatoria ocasional de la pederastia o la sodomía, antes que casarse de por vida con los genitales de una mujer…
—¿Te importa si fumo?
Todo lo que veía en la niña le gustaba en exceso, lo apreciaba en su justo valor, sabía lo que había pagado por él y podía calcular incluso cuánto costaba cada kilo de esa carne esbelta y de ese hueso recio que la sostenía para hacerla parecer aún más vigorosa y seductora, como demostró en cuanto se avino a tumbarse en la cama para estar más cómoda y complacer su deseo de verla posar en posición yacente sin dejar de enarbolar ese cigarrillo humeante que prestaba a su imagen prohibida un toque de vicio aún más depravado. Todo era encantador en esa niña, mucho más que en su arisca madre. Esos brazos sinuosos, esos hombros satinados, esos pechos sobresalientes, esas piernas largas y moldeadas y, sobre todo, esa cara de gata enfurruñada en permanencia por no atraer toda la atención que creía merecer en todo momento a cambio de nada. Y los graciosos pies, sí, esos pies de dedos pequeños y uñas sin pintar que ahora veía reposando en un almohadón como dos encantadoras criaturas de una nueva especie terrestre, lampiña y grácil, con la celosa esclavina de plata apresando el tobillo derecho para que no escapara con otro, como una mascota cualquiera, aprovechando la falta de vigilancia materna. Esos dedos sinuosos diseñados para ser chupados durante horas con dedicación científica. Todo era delicioso y deseable, en efecto, incluso ese lunar rojo en el vientre, del tamaño de una judía mágica o de un embrión disecado, esa marca de nacimiento con que los templarios del camino compostelano debieron de estigmatizarla al nacer, como a una bruja, para que no tentara con sus encantos y sortilegios a los peregrinos más incautos. No recordaba nada parecido en la madre. Pero prefirió no preguntar para no arruinar el efecto pictórico o fotográfico de la pose, a medio camino entre ciertos cuadros de Wesselmann y ciertas fotografías veladas de Hamilton, dos artistas por los que el dios K se había interesado siempre, a veces ocultándolo ante sus conocidos, sobre todo el segundo, como un placer culpable, inconfesable. Ahora le gustaba más que antes, ahí quieta, posando con naturalidad, podía apreciar con más calma el verdadero valor de lo expuesto, el precio tasado de lo que se exhibía con el mismo candor y la misma lubricidad, como diría un viejo poeta, con que lo había hecho estando vestida era aún muy alto, pero, como él sabía, por elevado que pareciera ese precio no haría sino devaluarse con la posesión. Es la ley mercantil del deseo, en la que el dios K era un experto reconocido, a pesar de que cada vez se sentía más retirado del mercado de la carne y sus compromisos de cambio e intercambio constantes. Hoy no parecía que las cosas pudieran cambiar mucho, sin embargo. El efecto era impresionante. Solo por esto, se dijo, valía la pena haberla hecho venir, pagando lo que hubiera que pagar. A quién le importa el dinero cuando se trata de realizar sus deseos. A él, desde luego, no. El dinero puede comprar todos los sueños y los deseos, propios y ajenos. Eso escenificaba el cuerpo de Virginie allí tendido encima de la cama con una actitud nada estudiada, eso declaraba sin tapujos para quien quisiera oír el mensaje que había venido a predicar entre bocanadas de humo. Y el dios K, con esa inteligencia situacional que le abría siempre las puertas más cerradas, le preguntó a la hermosa niña de sus sueños de eterna juventud qué quería ser de mayor, y ella contestó sin titubear que modelo. Sin especificar si de alta costura, de lencería o solo de nalgas y pechos. Los suyos eran perfectos, desde luego, así como sus nalgas y muslos, pero su modo de vestir, pensó DK, dejaba mucho que desear y no auguraba un gran futuro en el mundo de la moda y las pasarelas. Modelo, repitió ella más alto como si se tratara de un puesto o cargo de gran responsabilidad. En cierto modo lo era, la civilización se lo jugaba todo, todo lo que es importante para la conservación de la vida y los valores de la especie, al encumbrar a las mujeres elegidas a la condición de diosas universales de la belleza y el deseo. Cómo no, pensó DK para sí, temiendo que la niña, achaques menstruales de la edad, poseyera el don de la telepatía, como había llegado a creer de la madre en otro tiempo más venturoso, y pudiera leerle el sucio pensamiento. Quién de su generación no soñaba con lo mismo. Más de lo mismo, en fin. Muy bien, le dijo en cambio, dando su aprobación condescendiente a la vocación de exposición pública del cuerpo de V. Es cierto que el dios K sentía por esa profesión una debilidad comprensible y por la mayoría de sus practicantes una devoción ilimitada, pero no es menos cierto que en aquel momento no le era nada grata la idea de compartir con otras miradas la belleza furtiva de la niña Virginie, de la que pretendía disfrutar en exclusiva hasta el fin de sus días, si fuera posible. Y más ahora que Virginie dos, mostrando un vicioso temperamento, tras apagar el enésimo cigarrillo en el cenicero, había comenzado a estimularse hundiendo las manos unidas entre los muslos ligeramente entreabiertos, a la busca quizá de un precioso talismán escondido en un pozo profundo por los crueles sacerdotes de una cultura desaparecida en un pasado remoto, y luego apretaba con fuerza el dorso de las manos con el interior de los muslos.
—Es una técnica increíble para tener muchos orgasmos seguidos. Me la enseñaron unas hermanas rusas que he conocido este año en el colegio. Son unas guarrillas de cuidado. Ni te imaginas las cosas que son capaces de hacer con los pies.
¿Qué hombre, de cualquier raza o edad, cultura o procedencia social, no había soñado alguna vez con una situación de privilegio similar? Solo la hipocresía impedía incluir esta pregunta, u otra parecida, en las encuestas sociológicas donde la gente se ve forzada a opinar sobre lo que de antemano los encuestadores han decidido que se puede opinar para confirmar, uno tras otro, el catálogo de lugares comunes con que se gobierna y toman decisiones a diario sobre todos los aspectos de la vida. Si a la mayoría de los hombres les preguntaran por esto, alguna vez, en algún mundo alternativo donde otros valores rigieran la cosa pública y no los más estrechos, casi todos los encuestados, excepto los más puritanos, contestarían que sí sin dudarlo un instante. ¿Qué hombre no pagaría una fortuna por gozar en privado de la mujer de sus sueños, y más aún por la posibilidad de conocer y poseer, en todo su esplendor, si el acuerdo convenía a ambas partes, como es el caso, una versión rejuvenecida de la mujer más amada y deseada? Él no era, en absoluto, el peor de los hombres, ni hacía algo distinto de lo que muchos otros, de estar en su lugar, harían también. La fantasía estaba más extendida de lo que las encuestas permitían reconocer. ¿Qué otra cosa que esos fantasmas colectivos se veían una y otra vez en las revistas más tiradas y en los sitios más visitados de internet, ubicuas chicas desnudas y desconocidas que suplían ese deseo masculino indecente con opulencia infantil? El amor debía de ser eso. Cuando uno ama a una mujer, como él creía amar a Nicole y a la Virginie primigenia, la ama en todas las edades por las que su cuerpo ha transitado a lo largo de la vida. En el fondo, se decía el dios K sin apartar un momento la mirada del cuerpo electrizante que suscitaba todas estas reflexiones, ¿no había deseado él a Virginie como avatar de Sophie cuando el deseo por esta comenzaba a declinar? ¿Y no era esta nueva Virginie, presa ahora de unas sacudidas de placer, unos espasmos y unos temblores tremendos que provocan terror y asombro en DK, un modo de volver a comunicarse, a través del intrincado ramaje de la genética matrilineal, con la Sophie ya desaparecida y no solo con la Virginie de su juventud? El mito de la Mujer, con mayúsculas, creado para engrandecer e idealizar el poder recóndito de ese minúsculo aditamento anatómico con que la Virginie de sus sueños se entregaba ahora sin pudor al más dichoso y turbador de los desmayos. Técnicamente, se decía el dios K con sabiduría pagana aprendida en los burdeles y dormitorios de una vida plagada de ellos, la pederastia con la mujer es a todas luces imposible. Al acariciar a la niña ya estamos acariciando a la mujer y viceversa, cuando acariciamos a la mujer, aceptemos o no la idea, no hacemos sino acariciar a la niña. Ante esa cruda evidencia se rendía el dios K contemplando con avidez insaciable el atractivo cuerpo de Virginie poseído en ese momento no por él, como habría querido, sino por un frenesí dionisíaco de una obscenidad irresistible. El pubis rasurado, con su lustre perdurable y su brillo perverso, magnetizaba su mirada sin que viera en él, una vez más, otra cosa reflejada que el signo de un fracaso ontológico. Se levantó del sillón, azorado, y se acercó para escrutarlo de más cerca, como hizo en el pasado con el sexo de la madre en parecidas circunstancias. Halló en él la misma reticencia, la misma pasividad enfermiza, la misma interrogación muda, la misma renuncia inquietante a ser otra cosa que lo que se es, en todo momento. Una excusa calculada para ceder el control a la indolencia y olvidar las ambiciones, los sueños de conquista y la voluntad de poder que habían constituido el argumento contundente de su vida pública. Pagando siempre un precio muy alto por ello. Entonces y ahora. Hay un sadismo innato del hombre y un masoquismo adquirido de la mujer que cuando se encuentran, aunque sea solo con la mirada, como ahora, tienden a intercambiar sus atributos vitales. Tal vez por eso la niña postrada en la cama ante él estalló en una risa tan natural, tan desarmante, tan deliciosa y encantadora, que uno, y más si posee la extrema sensibilidad para estas cosas del dios K, solo acierta a preguntarse, a instancias del célebre escritor ruso, si es posible concebir alguna forma de arte o de conocimiento que pueda prescindir de esa explosión erótica de alegría juvenil sin perder una parte esencial de su poder de seducción. La respuesta, en caso de existir, no podría formularse en la lengua rutinaria de todos los intercambios convencionales.
—¿Qué pasa, tío? ¿Es que no te pongo?
Cuánto duele no poder responder como merece a esa llamada ancestral de la carne y quizá, quién sabe, de la sangre envenenada por siglos de una moralidad fallida, de una moralidad al servicio del fracaso flagrante de la vida. Qué daño le hace a un hombre de envergadura, imposibilitado como él para la acción determinante, no poder sostener esa visión a la altura de las expectativas generadas. Pagar con otra moneda menos endeble el precio de esa primicia carnal que se le ofrecía a domicilio, por una suma insignificante en comparación. La puntilla metálica clavada en el clítoris, como un aviso obsceno de las intenciones de la representación, era el detalle ostentoso que lo volvía todo aún más insoportable. No es justo, gritó, pasmando a Virginie con su expresiva mueca de frustración. Por qué profanar, entonces, ese momento sublime en que el dios K, liberado de la esclavitud de la carne, podía transformar la admiración por esta, como enseñaban los viejos maestros del idealismo, en un motor de elevación intelectual y espiritual. Volaba, sí, volaba por encima del mundo, ese lugar despreciable, esa burbuja de fango, como la llamó el escritor ruso que tendría mucho que decir quizá sobre una escena humillante como esta, y la vida le parecía ahora, en estas circenses circunstancias, más gratuita que nunca, un capricho insensato, un acto fortuito carente por entero de sentido y justificación. La suya y la cadena interminable de las otras. Esa niña malcriada, con su numerito de un sensacionalismo espectacular, le había devuelto intacto el pesimismo de la infancia, la idea detonante que hace que un buen día uno se levante de la cama, tras haberla mojado contra su voluntad con orina y semen por última vez, y piense que no hay otra salida, para escapar del mal atávico de la especie, que crecer y expandirse hasta donde sea posible, en todas direcciones, madurar y pudrirse al fin sin haber resuelto nada, ninguno de los enigmas y misterios que alguna vez se planteó para distraer su mente hiperactiva de la inutilidad y la intrascendencia de la vida material. Así es. Por qué, entonces, esa sumisión del entendimiento y el saber al poder del cuerpo y sus pasiones vulgares, esa necesidad de profanación inscrita en la carne y en el deseo vehemente de quien la codicia día y noche y la persigue sin descanso, como una maldición libidinal, por toda la tierra…
—¿No te gusta mi chumino sin pelo? No paras de mirarlo, tío. Se te está poniendo una cara de pirado que acojona.
Era indudable que la niña comenzaba a aburrirse. Le aburría el monólogo del dios K, bastante pesado y melancólico, empeñado en hablarle de la vida, sí, la vida, desde una perspectiva esotérica para ella, sin reparar en el fastidio creciente de su invitada, como si a ella pudiera interesarle otra cosa que terminar cuanto antes con esa farsa senil, una inmersión irrisoria en los decrépitos fantasmas de la masculinidad, como diría su profesora de literatura, y embolsarse el lucrativo porcentaje que se le había prometido para gastárselo después en discos de Rihanna, su estridente ídolo musical, en toneladas de cigarrillos rubios y prendas de ropa aún más barata, a la que él se mostraba tan aficionado, y más frascos de perfume barato para oler a lo que es y quiere ser de verdad, sin disimulos ni falsos afeites. Una putilla barata y orgullosa de serlo, sí, sin complejo alguno, una furcia adolescente de encanto voluptuoso, a pesar de todo, en cuanto se la despojaba de los ornamentos denigrantes de la edad, la barriada multicultural y la clase.
—¿Eso soy para ti? ¿Eso era mamá? No me extraña que te odie como te odia. Me das asco.
Sin que pudiera evitarlo, la niña descarada se le fue acercando en cuanto decidió volver a sentarse, fatigado por la experiencia frustrada, y empezó a bailotear a su alrededor y a acariciarlo con zalamería aprendida con otros tíos, poniéndole los redondos y firmes pechos, de duros pezones, ante los ojos, restregándoselos por la cara, una vez y otra, besuqueándole la boca después con los labios pintados de rojo con carmín barato, en eso también ahorraba, la muy pícara, para gastarlo en drogas y alcohol para la madre, besos que removían un pasado común que debía quedar olvidado, besos que no encendían ningún fuego que no apagaran al mismo tiempo con su indiferencia y repulsión, y luego bajándole la cremallera del pantalón y extrayendo un pene lacio, grande pero flácido, que no tardó en llevarse a la boca con gesto experimentado en cuanto se arrodilló ante él, demostrando estar acostumbrada a chantajear a los hombres en serio por medio de ese placer depravado. En vano. Siempre podría echarle la culpa del resultado obtenido a la ropa de mercadillo o a la fragancia infame o a las expresiones y los modales vulgares de la falsa niña. Media hora después, el dios K seguía ensimismado en sus visiones privadas de un mundo mejor, de un cambio posible de las circunstancias y condiciones que hacen de casi todos los hombres y las mujeres unos desgraciados que llevan vidas indignas hasta el fin de sus días y de sus noches, como dicen los viejos libros sagrados que los condenan de antemano a la infelicidad y muchos, sin embargo, veneran hasta el fanatismo. Como es comprensible, Virginie se hartó de chupar una golosina tan sosa y mustia, por lo que se volvió a la cama con gesto despectivo, encendió otro cigarrillo y descolgó el teléfono de la mesilla y llamó a un amigo o una amiga, el dios K no estaba ya en condiciones de distinguir, del barrio parisino donde la madre y la hija vivían en gozosa promiscuidad con la desdicha social, y le contó, con vividos pormenores, dónde estaba y qué estaba haciendo y, en especial, quién estaba con ella. No debieron de creerla al principio porque tuvo que repetirlo varias veces, cada vez más alto. El dios K, absorto en sus fantasías utópicas de dudosa ideología, ni se inmutó al escuchar su nombre real en boca de la niñata insolente que había empezado a despreciarlo como le había enseñado a hacerlo, todos esos años, con previsión inaudita, su propia madre. Con la misma ordinariez y los mismos insultos plebeyos.
—Este tío se ha vuelto maricón, te lo digo yo, el cabrón ya no se empalma con las tías.
En este trance sentimental entre el teléfono impertinente y su misterioso interlocutor del otro lado, la nueva Virginie no era ya una copia adolescente de la madre, como se podría pensar, sino al revés, la niña parecía, más bien, la encarnación chillona y odiosa de la madre adulta, un avatar aún más grosero, prodigios de la reversibilidad del deseo y la identidad, el objeto y el sujeto, como diría el dios K si conservara un asomo de esa lucidez en el análisis de los factores de cualquier operación que reservaba para otras materias quizá menos escandalosas. ¿No le advirtió otro de los detectives, en uno de los informes confidenciales que no se había molestado en leer, pero sí Nicole, esa inconsciente, que la niña visitaba una vez por semana a un psiquiatra de la seguridad social, con el que además mantenía relaciones sexuales, porque padecía graves trastornos de personalidad, un síndrome de malhablada incorregible, y eso la convertía en una candidata peligrosa para encontrarse en la intimidad con un hombre de delicado estado anímico como DK? En definitiva, escuchándola dar su versión vulgar de lo sucedido por teléfono, el dios K podría preguntarse algo esencial, ¿por qué la grosería, como forma de comunicación, expresión o discurso, nos parece más real, o más auténtica, o más veraz, más apegada a la vida, en suma, que su antípoda la cursilería? ¿Será una cuestión de clase? ¿Una más en esta vida, como la educación, la salud o el dinero?…
Para cuando la niña Virginie abandonó el apartamento, el dios K parecía haber resuelto sin apenas esfuerzo dos de los problemas que más le preocupaban en estos momentos. La necesidad urgente de subir artificialmente la calificación de la deuda norteamericana para favorecer la recuperación europea y calcular el importe exacto de la misma, con porcentajes e intereses pormenorizados, de que son dueños los chinos y los saudíes. De haberlo sabido, el Emperador estaría contento de nuevo con él y hasta podría felicitarlo por teléfono. Había cumplido con sus obligaciones, con todas las consecuencias y asumiendo todos los riesgos, y no había nadie en el mundo, sin embargo, que quisiera o pudiera felicitarlo por ello. Se sentía, con toda razón, un hombre muy desgraciado.