Kanada

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Capítulo 15

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El hambre es un pozo. Un túnel muy estrecho y muy profundo, que te permite enfocar una sola cosa al mismo tiempo. Tus ojos cegados por una niebla semejante a las anteojeras de las caballerías: todo lo demás desaparece. Te concentras en los detalles minúsculos, a veces durante horas, o durante segundos que parecen horas, hasta que olvidas qué es lo que acabas de hacer o si es de día o de noche. Miras, por ejemplo, la lata de sardinas vacía. El desconchado de la pared con forma de estrella. El salvado harinoso que deja en tus dedos el último pedazo de pan. Todo eso lo piensas, lo tocas, sin razonar nada.

A veces, más que un túnel, sientes que el hambre es el interior de un telescopio que te deja mirar más allá de lo que te permiten los ojos. Una mirilla desde la que atisbar el tiempo que está por venir. Porque los telescopios no sólo sirven para mirar lo que tenemos frente a nosotros. El brillo de su lente también nos devuelve, pequeñito, lo que tenemos a la espalda, e incluso nuestro propio reflejo. Así te parece verte a ti mismo clavado en mitad del tiempo, descubriendo el pasado que se construye frente a tus ojos y el futuro que se desvanece a tu espalda. ¿O es al revés? Qué importa. Lo ves todo en cualquier caso. Ves el último puñado de patatas y te ves a ti con un cuchillo en la mano, rescatando briznas amarillas de las mondaduras negras. Tú masticando las patatas, masticando las propias peladuras, muy finas y con sabor a tierra. Ves el plato vacío, el plato lamido, el plato inútil, el plato quebrado por descuido o por rabia contra el suelo. Eso ves al mirar el montón de patatas que todavía no has comido, el plato intacto que estás a punto de romper. Sabes también que el Vecino no vendrá mañana, que no vendrá quizá nunca; te ves raspando la cal deliciosa de las paredes, atesorando hormigas, casi colgando de la ventana de la calle para arrancar y masticar las hojas ásperas de los árboles mientras esperas, porque incluso en ese futuro estás esperando que algo suceda.

Hurgas en la rajadura del colchón y lames una a una la caña de sus plumas, once mil cuatrocientas veinticinco plumas que una vez tocaron la carne de un pájaro. Muerdes sus barbas blancas, sus astillas secas, y después las vas arrojando al fuego. El olor de las plumas quemadas, tan intenso que podría tener un color -negro petróleo- y la consistencia de un puño en tu estómago. Un crematorio de pájaros que chisporrotea toda la noche, y tú acostado en el colchón vacío, por fin tan frío y tan duro como el suelo.

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