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68. Un paseo por la Atlántida
Ignoro si la manufactura e industria de antaño merecían la encendida defensa de mi abuela, pero la balsa que el abuelo construyó para papá había durado, en efecto, más de veinte años. Medía un metro por metro y medio, en los que cabían dos personas con comodidad, y por ende tres niños. Cada detalle de realización hablaba de una mano hábil, o cuanto menos amorosa: la laca que le dio para evitar que los listones absorbiesen el agua, las abrazaderas de metal, el uso de tornillos en lugar de clavos. El abuelo la rescató de uno de los galpones, aunque no tuvo suerte con el mástil que se colocaba en el centro, desde el cual, según papá, solía ondear una bandera con tibias y calavera que la abuela fabricó bajo sus instrucciones.
Cuando el abuelo se apareció con la balsa en la caja de la camioneta, no había forma de distinguir quién estaba más contento: si él por su orgullo de artesano, papá por la invasión de sus recuerdos o yo ante la perspectiva de la navegación. Tardamos segundos y no empleamos más que un par de monosílabos para acordar que la situación era propicia: estaba el sol, estaba la laguna, estaba la balsa. ¿Quién se habría resistido a semejante tentación?
En la orilla quedaron las zapatillas, las medias y el abuelo, cuyo peso excedía las posibilidades de la nave —probablemente hubiese excedido las de la Kon Tiki—. Yo le pedí que al menos se metiese al agua con nosotros pero no quiso saber nada y dijo que se iba a quedar ahí, mirándonos desde afuera. Papá se remangó los pantalones, me dijo que me sentase en la balsa y empezó a empujar.
Y así fue. Navegamos hacia el centro de la laguna, con papá empleando sus manos como remos y timón. Yo iba tumbado panza abajo, haciéndome pantalla con las manos para que el sol no me diese en los ojos mientras intentaba ver el fondo. Según el abuelo, la laguna no siempre había estado ahí. Años antes de que comprase los terrenos funcionaba allí una cantera de mármol. Se ve que alguien se excedió en su celo y excavó de más, porque dio con una napa de agua que empezó a salir como sale el petróleo en las películas y no paró hasta que inundó la zona y obligó a la gente de la cantera a buscar otro horizonte. Papá juraba que había maquinaria en el fondo y casillas construidas por los dueños de la cantera y hasta árboles enteros (del otro lado de la laguna, en la parte que daba al campo de los Podetti, se veían árboles que hundían bajo el agua buena porción de su tronco), que él decía haber visto, haciendo snorkel con un tubo fabricado con cañas. Yo escuchaba sus historias con cierto escepticismo, porque sonaban demasiado buenas para ser reales. ¿Cuánta gente tiene una Atlántida propia a pasos de su casa?
Con el tiempo comprobé que ninguno de los dos me había mentido. Abajo había dos máquinas cubiertas de verdín y una casilla sin techo por cuya puerta salí buceando y troncos de árboles con pececitos rondando sus ramas. Pero esa vez no vi nada desde la balsa, más allá de unas plantas de hojas largas con forma de huso que ondulaban de forma hipnótica y tendían a fundirse con la oscuridad a medida que la profundidad aumentaba.
Papá remaba con ambas manos alternativamente, para corregir la dirección de la balsa. A esa altura estaba empapado, pero no parecía importarle.
Desde la orilla, el abuelo nos saludaba.
«Se podría haber metido», dije yo.
«El abuelo no sabe nadar.»
«¿Cómo no va a saber nadar?»
«¿Vos te creés que todo el mundo va a la pileta? El abuelo trabajó desde muy chico y su mamá no tenía para pagarle un club.»
«¿Y cómo hacía cuando vos te metías? ¿No le daba miedo? Digo, si te pasaba algo con la balsa, ¿cómo te iba a rescatar?»
«Tenía un bote a motor, amarrado al muelle. Pero él dice que nunca sintió miedo. Yo siempre nadé bien. Él confiaba en mí. El abuelo piensa que cuanto antes empiece uno a arreglárselas solo, mejor. En eso yo estoy de acuerdo. Por algo te enseñé las calles y a viajar solo desde chiquito.»
«Bien que me perdí, aquella vez.»
«Y después no te perdiste nunca más.»
Papá remaba con un propósito. Buscaba un pilote que según él tenía que estar en el centro de la laguna. Era un viejo poste de luz que había sido cubierto por las aguas, salvo por su metro más alto. Quería comprobar si las cosas que había escrito ahí con un cortaplumas seguían estando, pero el pilote no se veía por ninguna parte.
«Lo deben haber sacado. O a lo mejor se pudrió. Siempre íbamos hasta ahí con dos amigos, Podetti chico y Alberto, un sobrino de Salvatierra. Un día Podetti se paró en el pilote y empezó a probar poses de estatua. Imitó al Pensador de Rodin, hizo un David medio afeminado y después dijo, ahora voy a imitar un angelito de fuente. Se bajó la malla y nos empezó a mear. ¡Qué turro! Se reía como una hiena, hasta que Alberto y yo empezamos a remar y lo dejamos arriba del poste. ¡Tuvo que nadar media laguna hasta alcanzarnos!»
Papá siguió remando, incansable. Yo me cansé de intentar ver lo profundo y me di media vuelta, panza al sol. Cerré los ojos y me dejé llevar, mientras papá seguía recordando historias como si no pudiese cerrar el grifo de su memoria. En algún momento dejé de oírlo. Flotar se siente sabroso; como volar, imagino. Quizá hasta me haya dormido, al menos unos minutos.
«Me estoy asando», dije al final.
«Mojate un poco.»
«¿No me puedo tirar?»
«El agua está muy fría. Es difícil nadar así. Te pesan los brazos y las piernas y te cansás enseguida.»
«Ufa. Juguemos a algo, entonces.»
«Con Podetti hacíamos equilibrio. Nos parábamos los dos, con mucho cuidado, y a la cuenta de tres empezábamos a mover la balsa con los pies, intentando que el otro se fuese al agua.»
«¡Juguemos, dale!»
«Te vas a ir al agua.»
«Vos te vas a ir al agua.»
«Estás soñando.»
«Lo que pasa es que me tenés miedo.»
«Uh. Ha pronunciado usted su sentencia de muerte. ¡Dese por empapado!»
Pararse era todo un tema. La balsa bailoteaba como loca. Nos tentamos tanto que ninguno de los dos se podía levantar.
«¿Vos quién sos?», pregunté entre risas.
«Yo soy el capitán Nemo. ¿Y vos?»
«Yo soy Houdini.»
«Nemo versus Houdini a la una. No vale empujar. Nemo versus Houdini a las dos…»
«No vale hacer cosquillas.»
«Nemo versus Houdini a las… ¡tres!»
Era como patinar sobre hielo por primera vez, el más precario de los equilibrios. Ya es difícil pararse uno solo, y ni hablar con otra persona sometiendo a la balsa a una serie errática de fuerzas que tienden a anular cada esfuerzo propio.
Mi destino era la laguna, a no ser que mediase un milagro. O una trampa.
Papá estaba en medio de una frase («… Nemo gambetea, confunde, desborda…») cuando le pegué el empujón. Lo tomé tan de sorpresa que cayó para atrás como si fuese de piedra. Si no me hubiese echado sobre la balsa me habría caído también, por la súbita ausencia de mi contrapeso.
«¡Increíble, señoras y señores!», grité, «¡Houdini humilla y conserva el invicto! ¡Nemo se fue a pique de manera i-na-pe-la-ble! ¡Ovación para el vencedor!».
Hubiese seguido gritando como un pavo, pero mientras papá no apareciese la burla no tenía gracia. Y papá no había aparecido, todavía.
No había burbujas, siquiera. Me asomé por el costado por el que había caído, pero una nube acababa de ocultar al sol y no veía nada más allá del agua negra.
Empecé a pensar en lo que papá había dicho. Lo fría que estaba el agua. Cómo te pesa sobre los brazos, sobre las piernas. Te cansás enseguida. ¿Y si el frío le había producido un shock? ¿Y si se había ido a pique hasta el fondo, con las máquinas, las casitas y los árboles?
Quise gritar pero no me salió nada. Tenía demasiado frío, los dientes me sonaban como castañuelas, el calor me había abandonado de un segundo para el otro, esa nube de porquería, nube negra, agua negra. Sólo atiné a girar de un lado a otro de la balsa, como una pantera en el interior de una jaula invisible, esperando que papá apareciese de un segundo a otro, que la nube se fuese y el agua se aclarase y papá volviese de una vez de su paseo por la Atlántida.
De repente sentí un chorrito helado. Papá había asomado la cabeza; me escupía el agua con que se había llenado la boca, una paráfrasis incolora e inodora del angelito de Podetti, creyéndose gracioso, devolviéndome la trastada. Pero apenas me di vuelta se le desintegró la sonrisa. No sé qué vio en mi cara, que lo hizo ponerse pálido. Supongo que adivinó la que se venía, los golpes que le tiré, golpes de verdad, con fuerza, con rabia, que paraba con un brazo empapado mientras con el otro trataba de agarrarme por el cuello, de abrazarme, mientras decía perdoname, perdoname amor, no me di cuenta, te juro, no me di cuenta, yo le pegaba y él pedía perdón, hasta que me cansé de pegarle pero él no se cansaba de hablar, de decirme lo mismo, hasta que ya no pudo más.
La versión oficial fue que se había caído solo, de puro torpe.
Nunca le contamos a nadie.