Kalashnikov

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Capítulo 24

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Aunque los nativos eran partidarios de acabar con ellos, tanto Román Balanegra como su pistero consideraron que los prisioneros se encontraban en tan pésimas condiciones que no valía la pena. En el mejor de los casos tardarían una semana en estar en disposición de moverse, por lo que se limitaron a dejarles comida y un par de machetes con los que defenderse del ataque de las fieras.

El hecho de que consiguieran sobrevivir o no era ya su problema.

Gunic, que era el único que tenía una clara idea de dónde se encontraba el lugar en el que al parecer Joseph Kony pensaba congregar a parte de su ejército, se ofreció para avanzar en vanguardia acompañado por dos de los

dinkas.

Señaló con un gesto a los que había elegido para ir con él al tiempo que aclaraba:

—Para localizar a los enemigos necesitan silencio, y yo sé caminar en silencio; es preferible que vosotros nos sigáis algo más retrasados.

El sistema garantizaba una mayor seguridad, ya que haciendo uso de su extraordinaria capacidad auditiva los

dinkas que marchaban en cabeza detectaban con nitidez los sonidos metálicos, las voces humanas y cualquier ruido impropio del bosque o el pantanal.

A la menor señal de alarma se detenían e imitaban a la perfección el canto de una de las incontables aves de las marismas, consiguiendo de esa forma que el compañero que marchaba en retaguardia interpretara de inmediato sus mensajes.

La progresión era por desgracia demasiado lenta, aunque muy apropiada al ritmo de vida de los nativos del Sudd, visto que en su lugar de origen apenas había ocurrido nada digno de mención en el transcurso de los últimos cuatro mil años.

Incluso para dos veteranos cazadores acostumbrados a moverse con enorme sigilo a la hora de aproximarse a un elefante de buen olfato, excelente oído y amenazadores colmillos, la parsimonia con la que se tomaban la vida los

dinkas resultaba ciertamente irritante, puesto que en ciertos momentos más parecía que se encontraran participando en una placentera excursión campestre que en la persecución de un peligroso genocida.

Y por si fuera poco de tanto en tanto se detenían con el fin de atizarle con su larga varita flexible a una rana, una rata de campo o una lagartija que de inmediato despellejaban para que desapareciera para siempre en el interior de sus insaciables estómagos.

Hasta los saltamontes les resultaban apetitosos.

La impaciencia de quienes se aburrían mortalmente se vio, no obstante, compensada por el hecho de que pasado el mediodía quienes marchaban en vanguardia anunciaron que habían detectado la presencia de grupos de hombres armados al sur y al oeste, uno de los cuales avanzaba con tanta rapidez en dirección oeste que pronto superarían por la derecha su posición actual, lo cual quería decir que en esos momentos los siete se encontrarían en el corazón de un territorio controlado por los hombres de Joseph Kony.

—Tan sólo el norte parece despejado… —no pudo por menos que comentar casi en susurros el cazador—. Y no creo que lo esté por mucho tiempo.

—¿Pretendes decir que al fin nos hemos metido en la boca del lobo? —quiso saber Gaza Magalé. Y ante el mudo gesto de asentimiento añadió—: En ese caso me temo que ha llegado la hora de utilizar «las patas de pato».

—¡No fastidies! —protestó su compañero—. ¡Menudo coñazo!

—En casos como éste los «coñazos» salvan el pellejo, blanco, o sea que a joderse.

Buscaron un arbusto cuya resina no resultara tan fuerte y corrosiva como la Sangre de Satanás, le practicaron varios cortes verticales, permitieron que el líquido blanco y pegajoso manara en abundancia, aguardaron a que comenzara a solidificarse y tan sólo entonces se aplicaron a la tarea de extenderlo con profusión sobre las suelas de las botas.

A continuación pisotearon varias veces sobre hojas y ramas secas hasta el punto de que a los pocos minutos ambos se veían obligados a avanzar como auténticos patos, levantando mucho los pies por culpa de cuanto se les había adherido al calzado. Resultaba engorroso e incluso ridículo, pero ofrecía la ventaja de que a sus espaldas no quedaba rastro alguno de que un ser humano extraño al bosque hubiera pasado por allí.

Era aquél un viejo truco de cazador furtivo africano visto que la inmensa mayoría del suelo de sus selvas se encontraba cubierto por hojas, ramas y semillas sobre las que otras hojas, otras ramas y otras semillas no dejaban la más mínima huella capaz de ser detectada a simple vista.

Pocos guardas forestales, incluso los muy experimentados, estaban en condiciones de asegurar que alguien que utilizaba «patas de pato» rondaba por las proximidades de una manada de elefantes, una familia de gorilas o cualquier otra especie protegida.

Manero les observaba divertido aunque aceptando que las huellas de dos pares de botas de las que solían usar los cazadores profesionales, con suelas de goma y dibujos triangulares, nada tenían en común con las que dejaban a su paso el calzado oficial de los miembros del Ejército de Resistencia del Señor.

—Me da en la nariz que a partir de este momento empieza el juego del gato y el ratón… —masculló Gaza Magalé mientras se introducía el dedo índice en el interior del oído derecho y lo agitaba arriba y abajo como si estuviera intentando perforárselo—. Y que nos ha tocado hacer de ratón.

—No lo seremos mientras los gatos ignoren que estamos aquí.

—¿Y estás seguro de que lo ignoran?

—¿Qué quieres decir?

—Que esos hijos de puta han perdido un considerable número de efectivos en los últimos días por lo que se estarán planteando una interesante disyuntiva: o efectivamente su gente ha desertado, lo cual no es muy plausible tratándose de un desolado territorio en el que no hay adonde ir, o alguien se la está cargando sin el menor reparo.

—¡Conclusión acertada, sí señor!

—Y si se los están cargando se verán obligados a suponer que los culpables no andan muy lejos…

—A menudo me sorprendes con tus agudas observaciones, negro; siempre he sostenido que eras una especie de Sherlock Holmes africano.

El pistero le propinó un empujón que casi le obliga a perder el equilibrio al tiempo que replicaba visiblemente malhumorado:

—¡Déjate de coñas, que esto es muy serio! Ya sé que cuando las cosas comienzan a ponerse feas te suele entrar la risa tonta, pero no es el momento.

—¿Y por qué no? —pareció sorprenderse el otro—. Docenas de veces nos hemos enfrentando a «orejudos» cabreados y siempre nos lo hemos tomado con buen humor.

—Puede que a los elefantes les hagan gracia tus bromas, pero te aseguro que a los miembros del Ejército de Resistencia del Señor, no. —El pistero parecía muy seguro de sí mismo al añadir en un tono de manifiesta preocupación—: Si nos atrapan nos darán por el culo, y te consta que no se trata de una frase coloquial porque a su modo de ver ésa es la mejor forma de humillar a un enemigo que vivirá siempre con el terror de que le hayan contagiado el sida que por estos lares abunda más que los mosquitos. Y yo acepto que me aplaste un elefante, pero no que me viole y me contagie un degenerado.

—En eso tienes toda la razón ya que visto desde el lado opuesto el culo es siempre lo primero… —no pudo por menos que reconocer Román Balanegra—. O sea que vamos a dejarnos de bromas y pensar en la mejor forma de pasar desapercibidos.

—Con respecto a eso creo que tenemos mucho que aprender de los

dinkas —puntualizó Gaza Magalé—. Esos puñeteros desaparecen de pronto como si se los hubiera tragado la tierra.

—Y tengo la impresión de que pueden ver de noche porque se mueven en la oscuridad sin hacer ruido ni tropezar con nada.

—Disponemos de prismáticos que también nos permiten ver en la oscuridad.

—No es lo mismo… —le hizo notar el cazador—. Ni por lo más remoto. Nuestros prismáticos están anticuados; nos permiten distinguir siluetas verdes, pero su campo de visión es muy limitado y carecen de profundidad. En lo que a mí respecta nunca consigo determinar si el objetivo se encuentra a veinte metros o a cuarenta, ni qué demonios se está moviendo a su alrededor, mientras que me da la impresión de que los

dinkas lo perciben todo sin el menor problema.

—Habrá que preguntárselo.

Manero sirvió una vez más de intérprete, y pese a que el nativo del Sudd que se había quedado con ellos se mostró en un principio renuente a comentar el tema, cuando le hicieron ver que estaban en juego sus vidas acabó por reconocer que, en efecto, en el gigantesco tórrido pantanal la actividad solía comenzar con el rápido crepúsculo, por lo que con el paso de los siglos los ojos de los habitantes habían acabado por adaptarse a la oscuridad.

De noche cazaban y pescaban, de noche solían sufrir el ataque de las fieras, de noche jugaban con sus hijos o se amaban, y también de noche formaban un círculo con las balsas con el fin de sentarse a charlar amistosamente.

Incluso los enfrentamientos que en muy raras ocasiones tenían lugar entre clanes rivales se desarrollaban la mayor parte de las veces de noche.

En un mundo hostil e implacable en el que la temperatura se aproximaba durante el día a los cincuenta grados, con la movilidad limitada por el agua y espesos muros de cañas, tan sólo el hecho de haber desarrollado al máximo los sentidos de la vista, el oído y el olfato les había permitido sobrevivir generación tras generación donde cualquier otro ser humano se hubiera dado por vencido al cabo de una semana.

—¡De acuerdo…! —indicó el cazador cuando dio por concluida la larga y a su modo de ver instructiva charla—. La paciencia es algo que tan sólo se aprende a base de paciencia, o sea que a partir de este momento nos tomaremos las cosas con más calma y tan sólo nos moveremos de noche.

Fue sin duda la mejor decisión que hubiera tomado en los últimos tiempos, porque si había algo que supieran hacer tanto los

dinkas como los nativos del Alto Kotto o dos veteranos cazadores furtivos era «pasar desapercibidos» en la espesura de las densas selvas o los intrincados pantanos en los que había transcurrido la mayor parte de sus vidas.

En ocasiones se habían visto en la necesidad de mantenerse cinco horas sin mover un músculo a la espera de que un macho con sesenta kilos de marfil en los colmillos se pusiera a tiro sin sospechar que un viejo termitero abandonado ocultaba a un cazador cubierto de barro, o que la bala que le destrozaría el cráneo le llegaría en vertical desde la copa de un árbol de treinta metros de altura.

«Matarifes» se denominaba con desprecio a quienes abatían traicioneramente a los «orejudos» en el justo momento en que cruzaban bajo un árbol, y aunque era una técnica que tanto Román Balanegra como Gaza Magalé menospreciaban, a veces no les había quedado otro remedio que camuflarse entre hojas y ramas con el fin de evitar encararse con un grupo de paquidermos en exceso agresivo o numeroso.

Debido a ello les sobraba experiencia a la hora de mimetizarse trepando a una frondosa copa, y apenas habían transcurrido quince minutos desde que se encontraban «cómodamente instalados» sobre las gruesas ramas de un sicómoro cuando dos patrullas del Ejército de Resistencia del Señor hicieron su aparición llegando desde el este y el oeste para ir a coincidir en un amplio claro a menos de cien metros de distancia.

Casi la mitad de sus componentes no sobrepasarían los catorce años, pero cada uno de ellos cargaba con un reluciente AK-47.

Por si no bastara semejante demostración de capacidad de tiro cuatro fornidos adultos transportaban además largos y amenazantes tubos lanzagranadas.

Tras saludarse efusivamente ambos grupos se dedicaron a charlar, fumar y beber hasta que quien parecía disfrutar de mayor rango emitió una perentoria orden, lo que dio lugar a que de inmediato sus subordinados se desplegaran por el claro observando detenidamente el terreno y apartando con sumo cuidado hojas y ramas.

Román Balanegra amartilló su arma puesto que entraba dentro de lo posible que cualquiera de ellos descubriera algún rastro de su presencia, y aunque le constaba que pocas oportunidades se le ofrecían a la hora de enfrentarse a una veintena de fanáticos armados con lanzagranadas y fusiles automáticos, no estaba dispuesto a pasar por la humillación de que le violaran.

Calculó cuánto tiempo faltaba para que se pusiera el sol, llegó a la conclusión de que la oscuridad tardaría demasiado en acudir en su ayuda, se lamentó por el hecho de que sus días acabaran haciendo el ridículo papel de chorlito atrapado en una alta rama, y fue entonces cuando presenció algo en verdad desconcertante: una docena de los seguidores del degenerado Joseph Kony comenzó a quitarse la ropa mientras el resto se sentaba a observar.

Desde lo alto de un árbol cercano Gaza Magalé no pudo por menos que intercambiar una mirada de sorpresa con su compañero de andanzas, quien se limitó a encogerse de hombros admitiendo que no tenía ni la menor idea sobre el tipo de ceremonia ritual que tendría lugar a tan corta distancia.

Seis de los soldados se habían quedado absolutamente desnudos mientras que los otros seis tan sólo conservaban puestos unos sucios calzoncillos.

La escena obligaba a imaginar lo peor.

No obstante, al poco, de una de las mochilas surgió un pequeño balón de fútbol sala, por lo que de inmediato comenzó a disputarse una encarnizada lucha entre seis «despelotados» y seis «encalzoncillados» que a base de gritos, patadas y empujones trataban de introducir la pelota en rústicas porterías cuyos postes se encontraban delimitados por los cuatro tubos lanzagranadas.

El chirriante silbato de un improvisado arbitro obligó a emprender el vuelo a cientos de aves, mientas monos, lagartos, camaleones y siete seres humanos ocultos entre las ramas de los árboles observaban estupefactos el insólito espectáculo.

Y no era malo.

Alguno de aquellos jugadores desnudos y descalzos hubiera hecho un lúcido papel en cualquier equipo profesional, y especialmente el guardameta de los «despelotados» daba muestras de una increíble agilidad y unos magníficos reflejos, lo que le permitió mantener la portería imbatida durante casi cuarenta minutos pese al constante acoso de sus desmelenados rivales.

Por fin un impresionante disparo a bocajarro del delantero centro contrario le superó con tan mala fortuna que el balón fue a parar a la copa de una acacia espinosa en la que quedó clavado hasta el punto de que muy pronto comenzó a desinflarse lenta y sonoramente.

Tanto jugadores como espectadores emitieron quejumbrosos lamentos e incluso gritos de indignación al tiempo que el arbitro reprendía al autor del gol por haberse mostrado tan impetuoso.

Concluido el pintoresco espectáculo por «carencia de material», ambos grupos volvieron a vestirse y continuaron su camino en direcciones opuestas.

El ya inservible balón permaneció donde estaba con el fin de que años más tarde quienquiera que pasase por tan inhóspito lugar se rompiera la cabeza preguntándose cómo demonios había llegado hasta allí.

Cuando con las primeras sombras los siete hombres descendieron de sus escondites, el pistero se apresuró a comentar dirigiéndose al cazador:

—¿Qué te ha parecido?

—Que no me importaría convertirme en el representante de ese portero —señalo el aludido muy serio—. Me recuerda a Kameni, el camerunés que ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Sidney.

—Pues el que le metió el gol tampoco sería un mal fichaje.

—Pega muy duro, pero le falta técnica; me gustaba más el bajito de los calzoncillos cagados; corría como una ardilla.

—La verdad es que, a esos chicos tan sólo les han dejado dos opciones: o convertirse en millonarios a base de pegarles patadas a un balón, o violar y asesinar gente.

—Intentaremos que las cosas cambien cargándonos a la comadreja.

—¿Y crees que con eso se solucionará el problema? —quiso saber un escéptico Gaza Magalé—. Aunque consiguiéramos volarle la cabeza pronto aparecería otro Joseph Kony, y luego otro y otro…

—Lo que importa es que también aparezcan tipos que se los carguen puesto que ése parece el destino del hombre desde los tiempos de Caín y Abel, y ése seguirá siendo su destino hasta que se borre a sí mismo de la faz de la tierra. Creo que ha llegado el momento en que este par de seres humanos se enfrente a la verdad, porque me temo que en cuanto amanezca nos encontraremos no en la boca, sino en las tripas del lobo…

—¿Te temblará el pulso?

—Supongo que si no estoy muy cansado, no. Que yo sepa tan sólo una vez me tembló en un momento clave.

—No lo recuerdo.

—Es que no estabas presente.

—Yo siempre he estado presente en tus momentos «clave».

—No en éste, negro, no en éste; fue mientras intentaba desabrocharle el traje de novia a Zeudí.

El pistero permaneció unos instantes pensativo, observó a su amigo de medio lado, agitó una y otra vez la cabeza como si dudara, y por último asintió con una burlona sonrisa:

—Puede que tengas razón y en ese justo momento no estuviera presente, aunque si te digo la verdad no estoy del todo seguro…

Ya apenas se distinguían los rostros a un metro de distancia, por lo que llegó el momento de iniciar la que estaban convencidos de que sería su última noche de perseguir a la comadreja y tal vez la última noche de sus vidas.

Abrían la marcha los

dinkas, que en este caso no portaban las lanzas alzadas tal como tenían por costumbre, sino con el brazo extendido y paralelas al suelo, de tal modo que quienes marchaban tras cada uno de ellos las aferraban por su parte posterior siguiéndoles a un metro de distancia de la misma forma que un ciego sigue a un lazarillo.

Y es que en cuanto las tinieblas se apoderaron definitivamente del bosque, quien no perteneciera al minúsculo grupo de seres casi prehistóricos que sobrevivían en el Sudd corría el riesgo de estamparse las narices contra un árbol o caer de bruces a las primeras de cambio.

El avance era evidentemente lento, lentitud que se veía incrementada por el hecho de que de tanto en tanto los

dinkas se quedaban muy quietos, recuperando fuerzas o analizando hasta el más ligero rumor que llegara a sus privilegiados oídos, porque no cabía duda de que los sonidos del bosque durante la noche resultaban notablemente diferentes a aquellos que lo poblaban durante el día.

Principalmente se debía a que saurios, felinos y reptiles habían salido de caza.

En las selvas la luz y el alboroto significaban vida, mientras que las tinieblas la quietud y el silencio significaban muerte, y ello se debía a que por cada animal que era cazado de día, cinco resultaban abatidos de noche.

Los depredadores acechaban desde la oscuridad a sus dormidas presas, se aproximaban sigilosas centímetro a centímetro, y tan sólo un leve grito de terror o el estertor de una agonía indicaban que «algo» había sido devorado por «algo».

Por fortuna los retintos y esqueléticos nativos de los cañaverales les hacían la competencia a las panteras a la hora de merodear en plena noche.

Se detuvieron en seco por tres veces liberando sus lanzas con el fin de colocarlas en posición defensiva, y en las tres Román Balanegra pudo constatar, con ayuda de sus viejos prismáticos nocturnos, que un amenazante leopardo les cortaba el paso.

Ninguno de ellos quiso enfrentarse a un grupo de hombres armados, limitándose a enseñar los afilados colmillos, gruñir por lo bajo y alejarse con gesto displicente, aunque visiblemente molestos por el hecho de que unos extraños invadieran un territorio en el que los de su especie reinaban de forma indiscutible desde hacía cientos de años.

El ser humano nunca había sido bienvenido por tan remotos andurriales.

En otra ocasión aguardaron durante casi media hora a que una veintena de elefantes cruzaran a unos cincuenta metros de distancia, y que tras amenazarles con sonoros berridos se alejaran muy despacio rumbo al norte.

Uno de los machos lucía unos colmillos de casi dos metros y Román Balanegra no pudo por menos que sentir nostalgia al recordar cuánto tiempo hacía que no perseguía a una bestia con tan magníficas defensas.

Al último,

Abdullah le tuvieron que seguir la pista durante seis largas jornadas ascendiendo por un riachuelo infestado de sanguijuelas que les desangraban, y cuando ya creían tenerlo a tiro desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.

Ciertamente su vida como marfilero había sido muy dura, sobre todo en la época en que se les consideraba furtivos, pero la echaba de menos.

Cuando su esposa falleció y los chicos se fueron a estudiar al extranjero la casa se le vino encima, tan vacía y desolada que lo único que deseaba era echarse el arma al hombro e internarse en la selva para no volver nunca.

Un solo día siguiéndole la pista a un «orejudo» resultaba mucho más reconfortante que un mes contemplando el paisaje desde el porche.

Y le horrorizaba la idea de morir en la cama.

A los cazadores profesionales les debía estar prohibido morir en la cama aunque tan sólo fuera por consideración al mucho sufrimiento que habían causado.

Y Román Balanegra era consciente de ese sufrimiento porque sabía muy bien que no en todas las ocasiones había conseguido abatir a sus víctimas de un disparo fulminante.

Se consideraba un tirador fuera de serie, pero no siempre consiguió evitar que en un momento dado en que el animal realizaba un inesperado movimiento la inmensa bala que se encaminaba hacia su cerebro acabara por incrustarse en alguna otra parte de su cuerpo.

Comenzaba entonces la parte más difícil, peligrosa y desagradable de su difícil y peligroso oficio: perseguir por selvas, ríos, cañaverales y pantanos a una bestia dolorida, furiosa y decidida a defenderse empleando para ello toda su fuerza, astucia y experiencia.

Recordaba con especial amargura la larga noche en que un gran macho malherido en un pulmón no cesó de barritar desesperadamente durante horas vagando en círculo mientras Gaza Magalé y él permanecían con las espaldas pegadas contra el grueso tronco de un árbol aguardando con las armas amartilladas a que de las tinieblas surgiera de improviso una masa de cinco mil kilos de músculos dispuesta a machacarles.

Y por aquel entonces no existían prismáticos de visión nocturna.

Tuvieron que aguardar hasta poco antes del amanecer para que se hiciera el silencio, y con la primera claridad descubrieron al enorme paquidermo. Curiosamente estaba muerto, pero pese a ello aún se mantenía en pie.

Fue la única vez en su vida que presenció semejante fenómeno.

También fue la única vez que se le pasó por la cabeza la idea de abandonar un trabajo que le obligaba a ser testigo de tan crueles escenas.

Pero nunca lo hizo porque, como en una ocasión comentara la propia Zeudí, «llevaba la pólvora en la sangre».

Los

dinkas reemprendieron la marcha en cuanto la manada de elefantes se perdió en la distancia, pero apenas transcurrió una hora se detuvieron de nuevo y en esta ocasión se les advertía en verdad desconcertados puesto que con sus lanzas apuntaron al unísono al cielo.

Pasaron unos minutos antes de que el resto de sus acompañantes comprendieran la razón de su sorpresa; cobrando cada vez más fuerza llegaba desde el suroeste el inconfundible runruneo de los motores de un avión.

Qué demonios podía hacer un avión volando en plena noche y a baja altura sobre tan desolado rincón de África era algo capaz de dejar estupefacto a cualquiera, sobre todo cuando se advertía que comenzaba a trazar círculos como si ignorara que bajo él tan sólo se extendían selvas, ríos, lagunas y pantanos.

—Se va a estrellar… —afirmó convencido Gaza Magalé.

—No, si se trata de quien imagino.

—¿Canadá Dry? —inquirió el pistero—. No sabía que pudiera volar de noche.

—Ese maldito calvo es capaz de volar de día, de noche, sin viento, con huracanes, sobre el desierto, sobre el Himalaya e incluso bajo tierra si se lo propusiera. Probablemente está buscando el campamento de Kony.

—¿Y cómo diablos piensa encontrarlo a oscuras?

—¡Y yo qué sé…!

La respuesta llegó apenas dos minutos más tarde, cuando el cielo de la selva se iluminó a causa de una serie de bengalas que al caer se balanceaban muy despacio puesto que se encontraban colgadas de diminutos paracaídas.

Durante cuatro o cinco minutos la noche pareció convertirse en un día de luces anaranjadas que permitían distinguir con casi absoluta nitidez las copas de los árboles, el cauce de los ríos y la extensión de las lagunas.

Y cuando las bengalas descendían sobre estas últimas, se reflejaban en el agua sobre la que luego permanecían flotando de tal modo que, incluso desde el punto en que se habían ocultado los siete hombres, pudieron distinguir los contornos de una laguna de poco más de un kilómetro de largo por trescientos metros de ancho.

—El jodido Frank sabía muy bien que estaba ahí, y tal como suele decir, «lleva siempre la pista de aterrizaje puesta»; llenará de bengalas flotantes la laguna y aterrizará con la misma facilidad que si se lo estuviera haciendo en un aeropuerto internacional.

—¿Pero cómo se las ha arreglado a la hora de encontrar un lugar tan pequeño en la inmensidad de esta región? —se asombró el pistero—. ¡Es cosa de locos!

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