Julia

Julia


Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO III

Página 12 de 51

La niña golpeó las puertas con los puños hasta hacerse daño. No obtuvo respuesta alguna. La desesperación, el hambre, el frío, el cansancio y el enfado empezaron a hacer mella. Julia buscó por los alrededores algo más contundente, y al final se decidió por un grueso cascote semienterrado en una zanja. Lo sacó y comenzó a aporrear la puerta con todas sus fuerzas.

—¿Quién va? —rugió una voz desde una almena de la torre.

La niña retrocedió un paso y estiró el cuello para ver mejor. Sólo pudo distinguir la oscura figura de un fornido soldado tras una antorcha.

—Yo —contestó.

Se escuchó una risita divertida.

—Muy bien, señorita «yo» —rugió la sombra—, vuelve a tu chabola. Las puertas se cerraron al anochecer, hace tiempo ya. Será mejor que te prepares para pasar la noche al raso.

—No tengo ninguna chabola, no tengo lugar alguno donde ir. Quiero entrar.

Silencio.

—Quiero entrar para buscar a mi tío Lucio —añadió—. Es un hombre muy importante. Tiene más de diez mil esclavos... —hizo una pausa—. ¿Hay alguien ahí?

De nuevo le respondió el silencio. Evidentemente el legionario había regresado a su puesto para terminar su turno calentándose las manos junto a sus camaradas, como solía ser habitual en las plazas tranquilas.

Como parecía notorio que las buenas maneras no habían surtido el efecto deseado, la niña tomó de nuevo el cas cote de adobe y, sujetándolo con ambas manos esta vez, tornó a dar furiosos golpes contra las sólidas planchas de roble británico. Continuó dando tremendos golpes aun después de volver a escuchar las desaforadas imprecaciones de los soldados de la torre.

—Da un golpe más, uno solo —berreó la recia voz de antes—, y yo...

El guarda no pudo completar su amenaza porque la niña, tomando impulso, asestó un último ladrillazo tan fuerte que se le desmenuzó en las manos.

—Bien, ahora prepárate —le dijo a su fiel y devoto sordomudo.

Tal como había previsto, el iracundo legionario bajó de la torre haciendo sonar sus botas claveteadas contra el pavimento. Se abrió una pequeña portezuela y allí apareció. Un enorme veterano, de pelo casi blanco con los ojos saltones inyectados de sangre y con la mano derecha levantada, dispuesta a dar tremendas bofetadas. En un periquete, Julia atravesó el umbral pasando al lado del soldado como una exhalación con el marino sujeto de la mano. Dentro ya del recinto, la niña se plantó ante el legionario con las manos firmemente ancladas en las caderas. El soldado los miraba atónito. El desparpajo de aquellos dos lo había dejado sin habla. Delante de él tenía a una pequeña zorra, como se la describiría en cualquier guarnición, preguntando por un fulano llamado Lucio que parecía ser un tipo importante dentro de la comunidad. Dudaba entre sacarlos a patadas o a latigazos.

—Así que Lucio, ¿eh? —preguntó con sarcasmo—. Quizá te sorprenda si te digo que puede haber más de un «Lucio» en Londinium Augusta.

—Pero no con el mismo nombre gentilicio que mi madre —explicó Julia, paciente—, Fabia. Él es Lucio Fabio y su apodo es Quintiliano. Su padre también era Lucio Fabio Quintiliano el Viejo, naturalmente.

Para el legionario no resultaba nada natural todo aquello y se limitó a mirarla con cara de pocos amigos. El guerrero no entendía por qué las familias patricias se empeñaban en mantener el antiquísimo sistema de llamar a la gente con tres nombres distintos. Entre la plebe esas costumbres eran motivo de escarnio. Se rumoreaba que los nuevos ricos de Roma se ponían cuatro y hasta cinco nombres en un intento, patético y vano donde los haya, de aparentar mejor posición social que sus vecinos. Y, por si fuera poco, mezclaban los nombres romanos con los bárbaros, dando como resultado nombres del tipo: Flavio Aufidio Zenobio Argobasto. Obviamente, a los ciudadanos de a pie esos nombres les sonaban ridículos. Un nombre compuesto significaba cierta clase, en otros tiempos; hoy no significaba absolutamente nada de nada.

La niña alzó la barbilla con orgullo, un gesto que el rudo legionario supo reconocer como uno de los más rancios ademanes patricios. Y, en un intento de sintetizar su árbol genealógico, añadió:

—Quintiliano, como el célebre Marco Fabio Quintiliano, retórico y orador, autor de la célebre

De Institutione Oratoria y cónsul bajo el reinado del gran emperador Domiciano. Yo provengo de la familia Fabia por parte de madre y mi padre es... era —titubeó un momento—, era Marco Julio Valerio, uno de los mejores soldados y caballeros del ejército imperial. Descendiente de la familia Julia.

El soldado era un veterano curtido en crueles combates a lo largo de la frontera caledonia, el Rhenus y la mismísima Pannonia, por ello su experiencia en debates literarios y genealógicos era más bien escasa y su moral decayó rápidamente.

—¿Te refieres a Lucio, al

praepositus, el director del Tesoro Público? ¿Es ése tu tío? —masculló mirando con los ojos abiertos como platos a su orgullosa interlocutora y a su más orgulloso acompañante, tanto que ni siquiera hablaba.

—Ése debe ser —afirmó muy segura de sí misma—. ¿Nos podría llevar hasta él, por favor? Seguramente habrá dispuesto a mil esclavos para que nos reciban.

El guardia les lanzó otra fulminante mirada.

—No tan rápido, damisela.

—¡Entran dos... dos personas en el recinto de la ciudad! —anunció asomando la cabeza a la puerta del puesto de guardia—. He de escoltarlas hasta casa de Lucio Fabio Quintiliano.

Desde la torre llegó un gruñido que el guardia interpretó como una señal de asentimiento, se volvió una última vez hacia la puerta y echó una inquisitiva mirada hacia la desierta Vía del Norte por si hubiera más diminutos descendientes de oradores, militares y filósofos esperando ser admitidos dentro de las murallas a tan intempestivas horas de la noche. Satisfecho de no ver un alma, cerró firmemente la puerta y rezongó un «seguidme» que no sonaba precisamente amistoso.

Julia respiró tranquila, sintiéndose reconfortada por la sensación de haber encaminado sus pasos en la dirección correcta, rumbo a una casa donde vivir. La perspectiva de un nuevo hogar produjo un efecto balsámico en ella haciendo que todo su cansancio se esfumara como por arte de magia. Se sentía envuelta en un sopor reconfortante, vagamente consciente tan sólo de estar esperando junto a un legionario y un marino sordomudo a que un esclavo abriese la pequeña puerta trasera que daba paso a una de las más grandes mansiones de la ciudad.

El soldado intercambió en voz baja unas pocas palabras con alguien apostado tras la portezuela. Ésta se abrió y salió un esclavo portando una antorcha. El hombre miró fijamente a los dos indigentes plantados ante él: un muchacho de pelo blanco como la estopa y aspecto de bruto junto a una niña bajita, delgadísima, casi en los huesos, con el pelo despeinado y lleno de nudos a causa de semanas de aire marino, de mejillas hundidas y ojos más hundidos aún fruto, probablemente, de una rigurosa dieta a base de pan y agua. La niña, se fijó, emanaba una inquietante fuerza interior, algo salvaje, primitivo, un poder parecido al de las mujeres druidas, y el gato pelirrojo que sujetaba al hombro no hacía más que ratificar esa impresión.

Finalmente el esclavo hizo entrar a los dos jóvenes con un gruñido que no tenía nada de hospitalario y les indicó que lo siguieran. Los guió a través de un corredor hasta llegar a una gran cocina donde había, a pesar de la hora, varias fuentes puestas al fuego con su contenido hirviendo a fuego lento. Se volvió hacia ellos y les indicó con un gesto que podían dormir allí.

Julia se tumbó en el suelo y casi de inmediato cayó en un sueño profundo, sin pesadillas, con el marino echado muy cerca de ella, dispuesto a defenderla ante cualquier peligro que la amenazase.

Ir a la siguiente página

Report Page