Julia

Julia


Segunda parte. Arma virumque » CAPITULO XVI

Página 38 de 51

C

A

P

I

T

U

L

O

X

V

I

El 18 de enero del año 350 de la era cristiana se celebró un banquete en la ciudad de Augustodunum, en el centro de la Galia, en honor del hijo de un tal Marcelino, un oficial retirado de las legiones occidentales y también jefe de la administración personal del emperador Constante. Éste no asistió a los festejos, pues estaba de cacería en las montañas de Morvan, uno de los mejores lugares de la Galia para la caza del jabalí.

En pleno banquete, uno de los invitados, un respetado general, se ausentó de la sala no sin antes pedir permiso educadamente al anfitrión. A los pocos minutos, el invitado regresó vistiendo la purpúrea túnica imperial. Su nombre era Magnencio, el mismo que dos años atrás había asistido a cierta fiesta celebrada en Londinium y cuya modestia y reconocido valor causaron la admiración de los allí presentes.

Constante, en cuanto recibió la noticia de la usurpación, huyó hacia el sur con intención de alcanzar la costa. Sus jóvenes amantes germanos lo abandonaron sin reparo alguno, al igual que todos los demás, excepto un joven oficial. El emperador fue capturado en Elne, cerca de la frontera con Hispania, en las estribaciones de los Pirineos. Allí le dieron muerte con la misma rudeza con la que él había asesinado a su hermano Constantino II, tras la batalla de Aquilea. El joven militar, el único que permaneció fiel, también fue ejecutado. Nadie recuerda su nombre.

Al principio del golpe de estado surgieron varios candidatos al codiciado puesto de emperador, pero, para infortunio de muchos, no contaban con el suficiente poder militar para hacer de su candidatura un proyecto sólido. Magnencio los barrió. Un primo lejano de Constantino se vistió la toga púrpura en Roma, reclamando así el trono. Un destacamento de caballería de élite fiel a Magnencio lo destrozó, a él y a sus seguidores. Un tal Vetranio, apoyado por algunas fuerzas acantonadas en Iliria, se autoproclamó emperador. Éste recibió una breve misiva de Constancio II; en ella se le exponía claramente sus opciones: abandonar su proyecto de poder... o convertirse de inmediato en otro pasajero de Caronte. Como si de una revelación divina se tratase, Vitrinio recuperó de pronto su inquebrantable fidelidad frente al hijo del gran Constantino.

Mientras tanto, Magnencio consolidaba su poder en la Galia declarándose emperador de Occidente. El general contaba con el apoyo total del ejército y de una nada desdeñable facción de patricios y terratenientes. Su credo, oficialmente, era cristiano y su talante claramente tolerante frente a otros cultos, no como su rival.

En Oriente, Constancio rechinaba sus dientes de rabia ante las constantes usurpaciones de poder. No podía desplazarse a Occidente para aplastar a aquel medio bárbaro que osaba ocupar su puesto, pues la guerra con Persia distaba de ser un asunto zanjado. Sapor II volvía a la carga; estaba reorganizando sus tropas con vistas a hostigar de nuevo a su vieja enemiga: Roma. En resumidas cuentas, se hallaban en una guerra civil no declarada.

La escisión de Magnencio también tuvo repercusiones mucho más personales. Cierto

praepositus de Londinium y su sobrina, por ejemplo, se encontraron con que Marco, su pariente, se encontraba combatiendo a favor del bando opuesto, técnicamente hablando.

*

*

*

—¿Qué vamos a hacer ahora?

Lucio se inclinó hacia delante y se sirvió un poco más de vino en su copa. Quería reafirmar una máxima bastante apropiada para la ocasión:

usque ad mortem bibendum, bebamos hasta caer muertos.

—Nada, continuaremos trabajando en pro del imperio. —¿De qué imperio? —persistió Julia. —Sólo hay un imperio. Los emperadores llegan y se van, como todos, pero el imperio permanece. De todos modos, si hay un hombre capaz de mantener nuestro escaso esplendor, ese hombre es Magnencio. Un buen soldado, libre de fanatismos y aires de grandeza, no como el otro... —Cuidado, tío. Eso suena a traición. El cuestor tomó un lento sorbo de vino. No tenía el aspecto de ser un hombre al que le importase lo más mínimo si sus comentarios sonaban a traición o no. Siempre expondría su punto de vista con sinceridad.

*

*

*

Llegó el verano acompañado de noticias acerca de Sapor. El Señor de toda Persia volvía a poner en marcha su maquinaria bélica.

Tras unas breves e infructíferas escaramuzas en la península arábiga, regresó al norte para las exequias de su adorado hijo, y de paso organizar el mayor y mejor preparado ejército que jamás hubiese ocupado un campo de batalla durante su larga y brillante carrera militar. En mayo sus huestes se pusieron en marcha hacia el Tigris. Los observadores corrieron a dar la espantosa noticia a su divino emperador.

Sapor avanzaba lenta pero constantemente hacia la ciudad amurallada de Nisibis, el primer baluarte imperial de Oriente, en plena Siria, mucho más cercana de Antioch que el antiguo y tristemente recordado campo de batalla de Singara. La importancia estratégica de Nisibis era enorme, pues dominaba el tráfico fluvial del Eufrates y además, si Sapor lograba tomarla, estaría en condiciones de golpear en Palmyra, Antioch e incluso invadir Anatolia.

El aspecto positivo era que la ciudad ya había resistido dos asedios persas con éxito, y sin duda podría aguantar un tercero. Constantino ordenó reforzar la ciudad. Ordenó, asimismo, reunir todos los caballos disponibles de Dura Europus y envió seis centurias a caballo. Una de las fuerzas destacadas era la perteneciente a Milo.

Seis centurias, cuatrocientos ochenta hombres, no se podía considerar una fuerza impresionante, sobre todo si la ciudad iba a ser asaltada por cien mil guerreros persas, pero no podían dejar Dura Europus desguarnecida en caso de que Sapor decidiese dirigirse al sur y atacarla. Nisibis debería defenderse lo mejor que pudiese.

La ciudad se hallaba cerca del río Mydonius, en las estribaciones del Masius, en la fértil Mesopotamia. Contaba con murallas de adobe cocido de cuarenta pies de altura y un profundo foso, y no en vano era conocida en Roma como «el Baluarte Oriental».

Los refuerzos se presentaron poco antes del amanecer, atravesando los campos de arroz casi ocultos por una tenue bruma matutina que desaparecería con los primeros rayos solares. Las doradas murallas de la ciudad parecían difuminarse entre la niebla.

Fueron recibidos por Luciano, el prefecto de la ciudad, un hombre de aspecto recio, y el obispo, con su espesa barba y un aspecto más duro que el de su conciudadano, si cabe.

—¿Sois los refuerzos? —preguntó Luciano sin perder el tiempo con presentaciones formales. Sólo veía a un puñado de jinetes.

—A sus órdenes —le respondió Milo reprimiendo una sonrisa.

Luciano respondió con un gruñido antes de entrar en la ciudad; los soldados lo siguieron.

La ciudad contaba con estrechas callejuelas, refrescadas por la sombra de las casas, y deslumbrantes plazas con palmeras. Marco acompañó a Milo en su primera ronda de inspección. El centurión quedó gratamente sorprendido.

—No importa si Sapor se presenta con cien mil o con un millón de hombres —comentó satisfecho—; basta con una centuria para defenderla.

El suministro de agua estaba asegurado y se consideraba imposible cortarlo, y las reservas de alimentos eran suficientes para alimentar a la población durante tres años, haciendo una estimación conservadora. Cada uno de los herreros de la ciudad ya estaba manos a la obra componiendo corazas, cotas de malla, puntas de flecha, cascos, espadas, dagas, proyectiles de

ballista, cepos y cadenas. La moral no podía ser más alta.

Los ciudadanos tenían una confianza inquebrantable en su gobernador, como advirtió Marco con no poca satisfacción, y también en el obispo, lo cual denotaba unión. Una noche se paró a tomar una jarra de vino sentado en una plaza. La gente paseaba al agradable frescor nocturno y el joven oficial pronto entabló conversación con un ciudadano, un mercader.

—Durante los dos asedios anteriores —le explicó—, a duras penas pudimos contener al obispo, pues se empeñaba en abrir las puertas y salir él solo a caballo con la intención de arrollar a los persas... —se acarició la barba—. Hablaba demasiado de Gedeón, de David y de Goliat. Confiemos en que se haya sosegado ahora que ya ha cumplido su novena década.

—Que la sagrada luz de Mitra nos ampare —murmuró Marco.

*

*

*

Siguieron unos días de espera cargados, naturalmente, de tensión y ansiedad. Todos aguardaban la llegada de un explorador a galope tendido anunciando la presencia del enemigo. Pero no, los días transcurrían sin novedad. Los soldados pronto se hicieron al lugar. De día excavaban espeluznantes trampas para la caballería, aumentaron la profundidad y anchura del foso y rellenaron grandes odres de agua en lo alto de las murallas con objeto de apagar las peligrosas flechas incendiarias de los persas. Por la noche bebían y se acostaban con prostitutas. Nibisi era una ciudad cristiana, y la prostitución chocaba con su moral, pero la toleraban como un mal menor. De ningún modo hubiesen aceptado que los más de cuatrocientos nuevos legionarios atosigasen a sus hijas para desfogarse.

Hubo una chica en particular que atrajo la atención de Marco. Trabajaba en una taberna frecuentada por Milo. En una ocasión un soldado borracho trató de propasarse con ella y la muchacha le rompió un vaso de arcilla en la cabeza. No era una prostituta como las demás, o quizá no lo fuese. A Marco le recordaba a otra mujer y, aunque trataba por todos los medios de evitar pensar en ella, no podía apartar sus ojos de la camarera. De vez en cuando ella le sostenía la mirada con sus oscuros ojos negros sin pestañear. Parecía una buscona, pero no lo era. Marco sentía que podía perderse en aquellos ojos. No hablaron nunca; jamás llegó a intercambiar un solo comentario con aquella camarera del Baluarte Oriental.

Empezó a apreciar el estilo de vida de Nibisi, la tensa espera del peligro, la camaradería... las jarras de vino en la plaza a la luz de las antorchas, las historias de los que habían viajado por la ruta que llevaba al imperio de la seda, lugar donde había camellos con seis patas y hombres con cabeza de rata.

—¿Has dicho rata? —inquirió Marco arrastrando las palabras—. ¿Estás seguro?

—Claro que sí, amigo mío. Gente con cabeza de ratón de campo.

Cualquier cosa podía ser posible más allá de los límites del imperio, donde las leyes no estaban sometidas a la razón, pero gente con cabeza de rata...

Más tarde aparecieron dos bailarinas vestidas de satén anaranjado y danzaron al son de un extraño instrumento.

El músico tañía una calabaza cordada con cuerdas fabricadas de tripa animal. El sonido era bastante desagradable, así como su voz, y por añadidura cantaba en griego con un acento tan fuerte que a duras penas pudo Marco entender la letra.

En las montañas de Elam está mi hogar,

y en compañía de mi sombra

aquí llegué un anochecer.

Ahora descanso en brazos de mi amante.

Mas poco descanso me queda ya,

pues buscando la paz

encontré la pasión.

Pasado el mediodía recibieron el mensaje que tanto tiempo llevaban esperando. Uno de los exploradores, montando un veloz poni de las estepas, se presentó en la Puerta del Este y exigió a voces ser recibido por el prefecto en persona. Luciano se presentó en compañía del obispo, el cual parecía muy entusiasmado ante la inminencia de la batalla. Tras escuchar al rastreador, el anciano patriarca anunció desde lo alto de las escaleras de palacio las nuevas acerca de Sapor. El rey persa había cruzado el Tigris cerca de Peshkhabur. No tardaría más de dos días en llegar.

La noche siguiente, Marco escuchó de nuevo al músico que tañía aquel exótico instrumento.

Una perla de júbilo advertí

como un pendiente en el lóbulo de mi amada.

Hablaba de la noche y del calor de la cama.

Ven, mi amor, ven aquí.

No la pude complacer,

pues mi alma sufre por combatir.

Mi delicado corazón, pronto he de partir.

Mi sombra de pena has de romper.

Pues estoy ansioso por luchar.

Ansioso de joyas para ti.

Cuán dura es de los dioses la voluntad,

de mis penas sin sosiego estar.

Y ahora debemos, mi amor, aceptar

que las crueles guerras no tienen final.

Una mañana, los cultivos cercanos a la ciudad mostraron un color rojizo. No era un efecto extraño, si se tiene en cuenta a los cien mil hombres vestidos con mantos rojos y plumas escarlata en los cascos que asediaban sus murallas.

La primera maniobra de Sapor consistió en tentar el terreno y la capacidad de respuesta de los sitiados por medio de un ataque de caballería ligera. Luciano ordenó recoger todas las flechas que pudiesen y entregarlas a los herreros con el fin de reutilizar las puntas y, por supuesto, no responder al simulacro de ataque. Milo sonrió ante tales medidas; con un comandante así, la ciudad sería un hueso muy duro de roer.

La sonrisa de Sapor, en cambio, fue completamente distinta. «Estos malditos cristianos...», pensó.

El rey esperó que regresasen los destacamentos lanzados al ataque, y las patrullas de reconocimiento enviadas a las colinas del norte para estudiar el cauce del río Mygdonius.

—Majestad, el río trae agua en abundancia procedente de los deshielos de Armenia... no podremos rendirlos por sed —anunciaron desalentados.

—Sois un hatajo de imbéciles. Vamos, contestad, ¿cuántas murallas, por grandes que sean, aguantarían en pie si estuviesen en pleno cauce de un río caudaloso?

Los ojos de los exploradores se abrieron asombrados.

*

*

*

Milo, Lucio y Marco se desplazaron hasta la muralla norte para estudiar el trabajo de los zapadores persas. Se dedicaban a hacer algo muy extraño: excavaban grandes trincheras en dirección este-oeste con el objeto aparente de secar los pozos de la ciudad. Cosa imposible por otra parte, pues se alimentaban de agua subterránea. Había algo chocante en la nueva estrategia del rey persa...

—Sapor sabe tan bien como nosotros que esa maniobra no surtirá efecto —murmuró Luciano con los ojos entornados.

—¿Para qué esa pérdida de tiempo y energía? —preguntó Marco.

—Es algo que también quisiera saber yo.

De pronto los persas atacaron la muralla norte con sus máquinas de asedio.

—¡Trae hombres a la muralla norte, rápido! —berreó Milo a un ordenanza.

Marco distribuyó a los arqueros; éstos se parapetaron diligentemente tras las almenas preparándose para enviar una aterradora lluvia de flechas sobre los soldados que empujaban las gigantescas torres de arietes, cuyas ruedas superaban la altura de un hombre. A su vez, los arqueros que cubrían el avance de las máquinas disparaban nutridas descargas sobre las almenas. Y entonces se dio otra anómala circunstancia; las torres se detuvieron cuando casi habían alcanzado su objetivo y los soldados se pusieron a cubierto. Marco contemplaba la escena atónito. No daba crédito.

—¿Se puede saber qué mierda está pasando? —vociferó Milo.

—Algo, pero no sé qué.

—Es lo mismo que dice el prefecto. Odio las sorpresas, de verdad. Nunca son buena cosa para un soldado. —Dicho esto dio un puñetazo en la muralla para recalcar su frustración—. Pensemos... Sapor ya ha intentado tomar la ciudad dos veces, ¿cierto?

—Cierto.

—Y ha fracasado en ambas ocasiones. Sabe que las máquinas de asedio no bastan. Además, debería atacar por el este y no por el norte, pues así no debilitaría el cerco exponiéndolo a nuestro alcance. No llegaríamos a tomarlo, pero es algo que él ignora... por otro lado, las máquinas se han detenido justo ahí, donde nos pueden causar un daño ínfimo. Veamos qué hacen los zapadores.

—Quizás el objetivo de la maquinaria de asedio no fuese causar daño.

—Explícate.

—Míralas, nos impiden la visión precisamente de los zapadores.

A casi media milla de distancia, un regimiento de zapadores trabajaba con inusitado ahínco en una zanja que casi alcanzaba ya las orillas del río. Ahora, mucho más seguros, casi habían logrado...

—Están cavando para desviar el cauce del río —concluyó Marco—. Lo van a mandar contra nosotros.

Los dos hombres continuaron mirando la obra de zapa. ¿Qué sentido tenía todo aquello? Las murallas resistirían el agua.

En aquel momento, la fina pared de barro que separaba el río de las zanjas, se derrumbó y la corriente de agua comenzó a fluir por las trincheras, anegando los campos, avanzando imparable hacia las murallas... convirtiéndolo todo en un barrizal.

—Oye, Milo, ¿qué ocurre con una muralla asentada sobre un firme arenoso, cuando éste se vuelve barro?

*

*

*

Sapor observó satisfecho desde su montículo, una pequeña colina construida expresamente para él, cómo el agua tomaba posesión de los aledaños del recinto. Cruzó sus bronceados brazos sobre el pecho y sonrió. Las murallas de sus adversarios caerían como si estuviesen construidas de hojarasca. Grandes eran los dioses, y grande era el poder del gran Sapor, Rey de Reyes, hermano del sol y la luna. Cuando tomase la ciudad... cuando por fin ocupase aquella maldita urbe, no mostraría piedad. Dos veces había mandado emisarios para exponer las condiciones de la rendición, y las dos veces aquellos cerdos lo habían derrotado. No sucedería una tercera. Quería poder ver las calles alumbradas por la fantasmagórica luz de las teas, ennegrecidas con sangre cristiana. Deseaba ver a sus huestes saqueando y violando sin trabas, bien se lo habrían ganado; casi alcanzaba a ver a los lactantes ser arrancados del pecho de sus madres y despedazados. Quería ver diez mil noches como ésa, diez mil noches en que la única palabra que definiese a la odiada Nibisi fuese... horror.

*

*

*

Por un momento, hubo pánico en la ciudad. Los hombres podían combatir las descargas de flechas, el ataque de las máquinas de asedio o los embates de los arietes, pero no al cauce desbordado de un río. Las silenciosas aguas del río desharían la arena, las murallas caerían... la moral de los ciudadanos parecía hacerse barro también.

A la mañana siguiente las cosas no estaban tan mal, al menos para los sitiados. Si el cauce del río hubiese sido dirigido contra un punto concreto de la ciudad, sin duda sus murallas ya habrían caído, pero no era el caso. La obra de los zapadores había sido ejecutada con prisa, sin la necesaria ponderación por parte del estado mayor persa, por eso la ciudad de Nibisi aún se alzaba en el llano como una isla dentro de un lago de apenas una pulgada de profundidad, pero con un fondo cenagoso de al menos un pie.

Sapor intentó hacer una lectura positiva de la situación. No se habían logrado los resultados esperados, pero los cimientos de las murallas a buen seguro se habrían debilitado. Ordenó reagrupar a sus tropas al este del llano y esperar. Permanecieron allí todo un día. Al amanecer ordenó a su cuerpo de asedio acercarse a la orilla de la laguna artificial, no más. Las murallas distaban un estadio, aproximadamente. Los persas llamaban a las catapultas «asnos salvajes», pues causaban el efecto de una coz, y los romanos «tormenta» por razones obvias. Algunas de sus más grandes catapultas podían lanzar un proyectil de cien libras a cuatrocientos pasos de distancia. Mientras cargaban, el monarca volvió a supervisar el estado de la muralla este. Sin duda, estaría ya muy debilitada y su estructura habría perdido consistencia.

Comenzaron con la torre central. Era la zona que soportaba mayor peso, donde el lodazal debía ser más profundo. Los artilleros debían apuntar a la base. Los persas dispararon con sus catapultas allí donde se les había indicado.

Trabajaron con tenacidad, empapados de sudor, con paños atados a la cabeza para evitar el molesto sudor sobre los ojos. Desde las murallas, los arqueros respondían lanzando sus dardos aquí o allá, y de vez en cuando algún artillero persa caía herido en el pecho o la ingle, envuelto en horribles dolores. Sapor ni pestañeaba; lo que sobraban eran hombres.

Pesadas piedras se cargaron en los artilugios. Las poleas se tensaron lo suficiente como para enviar los proyectiles a tal distancia. Dos hombres por máquina jadeaban al girar la polea del trinquete, con los bíceps tensos por el tremendo esfuerzo. Las poderosas cuerdas chirriaban bajo la tensión y, por fin, el jefe de cada equipo introdujo una barra de hierro entre los dientes de la rueda y ésta quedó sujeta. Esperaron órdenes. Sapor dedicó otro vistazo a la ciudad y asintió.

Los jefes de equipo golpearon a las barras que sujetaban sus respectivas lanzadoras con mazos tan pesados que requerían el uso de las dos manos. Las barras saltaron y los proyectiles salieron impelidos con una fuerza tremenda. Al salir la piedra, la máquina entera parecía encabritarse, como una mula al golpear, y luego caía al suelo levantando una descomunal polvareda.

Seis de las mayores piezas de Sapor habían disparado. Cinco aciertos y un fallo; la piedra quedó corta y levantó una ingente cantidad de agua y barro. Dos de las piedras golpearon en el blanco casi al unísono; el sonido les llegó a los persas un instante después. El rey alzó la cabeza y ¡por fin! Por fin podría ver sus anhelos realizados... Desde allí se distinguía perfectamente una grieta que recorría la muralla, desde la almena junto al lado izquierdo de la torre hasta la base. Elevó una plegaria de agradecimiento a los dioses y, fijándose en la fisura, ordenó:

—Golpeadlos de nuevo.

Cerca del ocaso, la muralla mostraba una brecha de cincuenta pies de anchura. A través de ella se podía ver a los ciudadanos de Nibisi junto a sus míseros soldados corriendo espantados de un lado a otro, como hormigas a las que se les ha roto el hormiguero.

Los sátrapas habían pasado la tarde entera tratando de convencer a su monarca que la brecha ya era lo suficientemente ancha como para atacar, y debían hacerlo cuanto antes, pues aquellos condenados cristianos eran capaces de reconstruirla durante la noche. Sapor no les hizo caso, a ninguno. El rey estaba entusiasmado sembrando el pánico con el sonido de las piedras golpeando las murallas. Le gustaba incluso cuando fallaban. Después de cada andanada, la única orden que salía de sus labios era: «Golpeadlos de nuevo».

—Pero, sagrada majestad —imploró uno de sus más experimentados sátrapas, incapaz de ocultar el impaciente tono de su voz—, si no atacamos ahora... pronto caerá la noche... la muralla puede ser reconstruida...

Sapor hizo caso omiso de la sugerencia, menudos colaboradores, pensar que se podría reconstruir aquel destrozo en una noche.

—Golpeadlos de nuevo.

*

*

*

Llegó la noche y con ella cesó el monstruoso ataque persa. Milo, acompañado por Luciano y Marco, supervisó la brecha. Tras ellos avanzaba la encorvada y feroz figura del obispo.

Hasta Luciano parecía haber perdido la esperanza. Los cascotes podrían detener, quizás, una carga de caballería, pero la defensa de una brecha como aquella requería al menos un frente de mil quinientos hombres en formación de tres en fondo.

—Si se tratase de otro, podríamos optar por la rendición condicional, pero no con él. Sapor no contempla tal posibilidad.

Milo asintió con la cabeza sin dejar de estudiar los cascotes que una vez fueron parte de una muralla de cuarenta pies de altura.

—Necesitamos a todos los hombres aptos para el trabajo, aquí y ahora —sentenció volviéndose hacia el gobernador.

—Imposible, no son soldados. Será una carnicería.

—No son guerreros lo que necesitamos, sino albañiles y canteros.

Las gentes se hallaban encerradas en sus casas, abrazadas con fuerza a sus crucifijos, orando a su Dios, lamentándose y recitando a voces todos los salmos que sus atribulados cerebros pudiesen recordar. La población estaba entregada al miedo y se negaba a salir de sus casas. Pero, cuando el primero de ellos lo hizo y vio que el duro centurión procedente de Dura Europus estaba allí, sin mostrar gran preocupación por la muralla, sintieron renacer la esperanza en su corazón y se presentaron dispuestos a obedecer todo aquello que se les ordenase. Y así, bajo la débil luz de las antorchas, comenzaron las obras de reconstrucción.

—Dejad todos los cascotes que podáis en la parte exterior; nada de lo que pongamos ahí les molestará lo suficiente. Y aseguraos que se encontrarán con una pared de por lo menos seis codos de altura. Por nuestro lado necesitaremos una plataforma para poder golpear duro a esos bastardos... sí, los que vendrán mañana al amanecer, ya lo veréis.

—¿Qué hay del barro y del agua? ¿No deberíamos drenar...?

—Marco —le interrumpió el centurión sonriendo en la oscuridad—, el agua y el lodo se han pasado a nuestro bando.

*

*

*

En efecto, tal como había predicho Milo, atacaron al alba. Atacaron con elefantes, lo cual casi provoca que la gente huyese de la ciudad en estampida. El muro de seis codos de altura no era defensa eficaz contra aquellas bestias. Y Marco, por primera vez, creyó ver un tenue gesto de contrariedad en el rostro de Milo.

Se acercaron al trote, levantando remolinos de polvo, con sus torretas repletas de arqueros a la espalda y sus mahout. Los mahout, los hombres encargados de guiar a los elefantes, portaban una daga de dos palmos de hoja con la que podían matar al elefante de un solo golpe si éste se desbocaba... luego tendrían que usar su pericia para no morir aplastados por el peso del animal.

Marco esperaba sobre la plataforma empuñando su espada con fuerza tras el muro de cascotes. El joven

optio tenía la piel tan sucia de sudor y barro que le picaba, y a pesar de haber dormido sólo una pequeña cabezada, no sentía cansancio alguno. El suelo vibraba bajo sus pies, y le hacía temblar como una hoja. Deseaba que llegara el combate, pues sabía que el miedo sólo se vence encarándose con él.

Ir a la siguiente página

Report Page