Julia

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Julia » 12

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Él se apartó de su boca para besarle el rostro, recorriendo un camino que descendía por la mejilla hasta el cuello y luego subía hacia la oreja. Ella se aferraba a sus hombros, con la cabeza hacia atrás, sin fuerzas, mientras le permitía besarla como quisiera. Él la estrechó hacia sí, y sus senos se aplastaron contra el pecho de él. Aquella sensación de notar su fuerza contra su cuerpo le encantó. La cabeza empezó a darle vueltas, más de las que ya le estaba dando.

Entonces, él la besó tras la oreja, y con la lengua encontró la propia oreja y fue trazando sus recovecos. Le hacía cosquillas, un poquito, y la sensación la hizo soltar una risita. Él se tensó ante ese sonido tonto, y el brazo que la sujetaba se retiró con tal velocidad que Jewel casi se cayó hacia atrás y él tuvo que agarrarla para evitarlo. Entonces, la hizo erguirse, sujetándola del brazo de una manera muy poco amable.

—¡Sebastian! —Jewel protestó mientras lo miraba parpadeando sorprendida. Se sentía como si hubiera estado en un sueño y la hubieran despertado de repente.

—¿Cuánto vino has bebido durante la cena? —le espetó el conde, que la miraba enfadado y le hablaba con los dientes apretados.

Ella lo miró sorprendida por el repentino cambio de humor.

—¿Qué?

—Es evidente que demasiado. —Parecía del todo asqueado. Se puso en pie con brusquedad y la arrastró con él.

Jewel, sorprendida por ese trato tan duro, se sorprendió aún más al darse cuenta de que las rodillas no la sostenían. Se desmoronó y él la sujetó por la cintura para evitar que se cayera.

—Maldita sea —masculló él, mientras la cogía en brazos.

Ella, que no se esperaba el súbito cambio de altura, sintió que la cabeza le daba vueltas. Se sujetó a él, aferrándose a la áspera seda del cabello que se le curvaba en la nuca y le miró con ojos lastimosos y suplicantes.

—¿Ya no quieres besarme? —susurró con humildad.

Por un instante, él la miró con ojos llameantes y luego apretó los labios.

—Soy un cerdo, pero no tanto —masculló él—. Y hacer el amor a niñas ebrias está más allá de mis límites.

Antes de que ella pudiera protestar, él la sacó de la sala. Jewel fue vagamente consciente del rostro atónito de Johnson cuando Sebastian la llevó por el gran vestíbulo y escaleras arriba sin decir más palabra.

—Me noto... rara —masculló la joven mientras el mundo comenzaba a dar vueltas a su alrededor. Debió de palidecer de golpe, porque él la miró enfadado.

—No te atrevas a vomitar —le advirtió entre dientes.

Ella casi no le oyó, mientras dejaba caer la cabeza contra su amplio pecho que, para su sorpresa, le resultó consolador. Se sentía como si estuviera dando vueltas cada vez más rápidas. Él avanzaba a grandes zancadas por el pasillo del primer piso del ala sur y cubría con rapidez la distancia que separaba el descansillo de la habitación de Jewel. Ésta se sentía más y más mareada con cada esquina que él doblaba...

Justo cuando llegaban a la puerta de su dormitorio, el estómago se le rindió. Sebastian casi ni tuvo tiempo de apartarla antes de que ella devolviera toda la cena sobre la alfombra de lana que cubría el suelo.

—Maldita sea —exclamó él con aspereza, mientras se miraba las botas.

La puso en pie, y la sujetó con un fuerte abrazo mientras abría la puerta, con ella colgando de él como si estuviera muerta. Abrió la puerta y la volvió a coger en brazos. Jewel apretaba los ojos para mantenerlos cerrados. Prefería no ver la expresión de desagrado que, sin duda, debía de dibujársele en el rostro.

—¡Milord...!

—¿Qué ha pasado?

Las voces ansiosas correspondían a Emily y la señora Thomas, que naturalmente habían estado esperándola. A Jewel le daba vueltas la cabeza de un modo alarmante, pero se le aclaró lo suficiente como para reconocer lo mucho que había vuelto a caer en desgracia, de nuevo. Oh, no, gimió por dentro y deseó estar muerta.

—La señorita Julia se ha indispuesto durante la cena —respondió irritado Sebastian ante las alarmadas preguntas, mientras dejaba a Jewel sobre la cama sin ceremonias.

La dejó caer desde tanta altura que Jewel rebotó sobre el colchón y, de inmediato, el estómago se le revolvió de nuevo. Gimiendo, se puso boca abajo y escondió la cabeza en la almohada.

—¡Oh, mi pobre señora! —oyó decir a la doncella, compasiva, mientras que los murmullos menos caritativos de la señora Thomas no conseguían apagar el sonido de unas botas que se retiraban o el seco sonido de la puerta al cerrarse tras Sebastian.

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