Julia
Julia » 20
Página 27 de 48
LO primero que pensó al verla fue que había cambiado.
Julia abrió la puerta del salón y por un momento permaneció en el umbral, con el esbelto cuerpo recortado contra el fulgor de la araña del vestíbulo. La buena educación dictaba que él debía levantarse al entrar ella, pero verla allí parada, aparentemente tan fría y tranquila, mientras que él estaba tan nervioso como una debutante en su primer baile, lo molestó tanto que siguió recostado en el sillón.
Entonces ella lo vio. Había estado recorriendo la sala con la mirada, y al fin la fijó en él, sentado en el sillón de respaldo alto que se encontraba junto a la ventana. Lo primero que hizo Sebastian fue observarla. Contempló cómo abría mucho los dorados ojos que se le habían grabado como con ácido en la mente y cómo desaparecía su leve ceño fruncido de su rostro marfileño. Lo segundo fue pensar: «¡Dios, qué hermosa es!». Lo tercero fue sentir una rabia irracional porque eso fuera así.
—Veo que sus modales son tan vulgares como siempre, milord.
Que aquella vocecita le tomara la delantera en la ofensiva le irritó como le hubiera irritado que le pincharan con la punta de una espada. Notó que su enfado aumentaba. Se suponía que ella no podía reprocharle a él su falta de buenas maneras, por el amor de Dios. Aunque quisiera fingir que era una dama de nacimiento, él sabía mejor que nadie que eso no era cierto. Sólo era una barriobajera a la que él había decidido ascender por encima de su clase social.
—Hola, Julia.
En vez de entrar en una discusión con ella, decidió seguir recostado en el sillón, con las piernas estiradas ante sí en una pose de absoluta relajación. Estaba convencido de que ella había aprendido lo suficiente para reconocer el insulto que representaba esa pose, porque un caballero nunca permanecería sentado en presencia de una dama que estaba de pie. La recorrió con la mirada, apreciando sus bonitas curvas. Su memoria no le había engañado, como había esperado. Era tan deliciosa como la recordaba. Eso no debería ponerle de tan mal humor como lo hizo. Después de todo, era suya y podía disfrutar de ella.
Como el hombre no hizo ningún comentario más, Julia entró en el salón y cerró la puerta. Fue hasta la chimenea y le dio la espalda. Hubo un momento de silencio mientras él volvía a recorrerla con la mirada, desde lo alto de su elegante peinado hasta la punta de sus botas de cabritilla, que sobresalían por debajo de una ancha falda de seda negra, muy a la moda. Cualquiera que no supiera que no había nacido siendo una dama, nunca hubiera podido suponerlo con sólo mirarla. Sus altos pómulos y su fina barbilla, su delicada nariz recta y su amplia frente, sus enormes ojos dorados rodeados de negras pestañas y su boca carnosa, el lustroso brillo de su cabello de ébano y las esbeltas curvas femeninas de su cuerpo no tenían nada del descaro con el que la belleza solía expresarse en las clases bajas. Suzanne le había quitado el aliento, pero la misma abundancia de sus encantos, el brillo de su cabello rubio «intensificado» con Dios sabe qué preparados, la redondez de su rostro e incluso la forma de sus manos y sus pies seguían siendo testigos silenciosos de su humilde nacimiento. Pero Julia tenía los huesos largos y esbeltos, las manos con dedos largos y los pies estrechos. De repente, a Sebastian se le ocurrió pensar en quién habría sido su padre. Su madre había ejercido de prostituta; los investigadores de Bow Street que había contratado para investigar la trayectoria de la muchacha, se lo habían confirmado. Pero ¿y su padre? Mirándola, el conde pensó que su desconocido padre debía de haber sido alguien de buena cuna. No había ninguna otra explicación para su apariencia o para la facilidad con la que había aprendido a actuar como una dama.
—¿Me has hecho venir a la ciudad sólo para mirarme? —preguntó ella, malhumorada.
Eso le hizo sonreír sin querer durante un instante. Poca gente se atrevía a hablarle así. Fuera lo que fuese, desde luego la joven no era una cobarde. Pensó en su inminente asociación con satisfacción. Disfrutaría teniendo una querida de lengua aguda. Durante todo el tiempo que Suzanne había disfrutado de su protección, nunca había mostrado el más mínimo desacuerdo con sus palabras.
—¿Te gusta esta casa? —La pregunta, totalmente fuera de contexto, sorprendió a Julia, y Sebastian lo supo.
A él también le había sorprendido. Su intención había sido seducirla, y luego informarle del cambio de sus circunstancias. Había aprendido por experiencia que ésa era la manera de evitar tener que escuchar un montón de protestas debidas a la timidez. Por cómo le había respondido en la biblioteca, no le había quedado duda alguna de que estaría encantada de compartir la cama con él. La única pega, al igual que con todas las demás, era conseguir que lo admitiera. Pero Julia era una joven inteligente, sin duda mucho más que cualquiera de las queridas que había tenido antes. Quizá pudiera ser sincero con ella. Sería un agradable cambio. Además, lo cierto era que no se sentía con ganas de seducirla. Lo que de veras le apetecía era retorcerle el cuello.
—¿La casa? Es... muy bonita —le contestó mirándolo de un modo raro.
Él se puso de pie de repente y metió las manos en los bolsillos de sus calzones de color gris perla. Era la única manera que se le ocurrió de controlar el impulso casi irresistible que tenía de agarrarla por los hombros y zarandearla hasta que se descoyuntara.
—Es tuya, si la quieres. —No pudo evitarlo, y gruñó las palabras cuando su intención había sido ser encantador. Ella lo estaba volviendo loco sólo con estar ahí de pie, con ese aspecto tan inocente, cuando él sabía que no lo era en absoluto.
—¿Esta casa? ¿Es mía si la quiero? —Lo dijo como si pensara que Sebastian había perdido la razón. Lo miró frunciendo el ceño. Pero de repente relajó la frente—. Oh, ¿pertenecía a Timothy?
Sebastian apretó los dientes mientras daba un paso hacia ella, hundiendo aún más las manos en los bolsillos.
—No, no era de Timothy. Tu herencia de Timothy consiste en unas veinte mil libras invertidas en fondos. No es una fortuna, pero sí suficiente para evitar que algún día pases hambre, si cuidas bien de tus ingresos. Pero esa paga no te proporcionará lujos como esta casa.
—Si no es de Timothy, entonces, ¿de quién es y cómo es que puede ser mía? ¿Me estás sugiriendo que la compre?
Sebastian torció la boca en una fea sonrisa.
—Como tutor de tus asuntos económicos, nunca te sugeriría que desperdiciaras el dinero con una compra tan innecesaria. No, no estaba sugiriendo que la compraras. La casa ya es tuya, si la quieres. Me pertenece a mí, y estaré encantado de regalártela.
—¿Me la regalarías? —Julia se quedó mirándolo.
La desconfianza en ojos dorados se percibía con claridad. Él le sonrió de nuevo, pero no con la encantadora sonrisa que había preparado para seducirla, sino con una expresión dura y fría, mostrando los dientes.
—Y no sólo la casa, sino también los muebles, un carruaje y una importante asignación, para que puedas mantenerlo todo. ¿Digamos que sean veinte mil libras, para igualar lo que recibirás por la herencia de Timothy? Juntos, ambos ingresos serán suficientes para que vivas cómoda y tranquila el resto de tu vida.
Por supuesto, no había tenido la intención de ofrecerle tanto. Era una locura. Lo habitual era que un hombre mantuviera a su querida según sus posibilidades mientas ella viviera bajo su protección. Cuando el hombre se cansaba del arreglo, le regalaba una pequeña suma y la mujer era libre de buscarse otro admirador. Nunca antes había ofrecido a ninguna mujer la posesión de la casa, que era muy céntrica y le resultaba muy conveniente para visitarla, y por la que ya habían pasado tres queridas. Pero, claro, nunca antes había deseado a una mujer como la deseaba a ella. Había descubierto, primero para su sorpresa y luego para su enfado, que eso de que «por unas se dejan otras» no era tan fácil como había pensado desde que regresara a la ciudad. Al menos, había una en concreto de la que le resultaba difícil olvidarse. La necesitaba, sí, y la tendría con sus propias condiciones y costara lo que costase.
—¿A cambio de qué, Sebastian?
Él volvió a esbozar su sonrisa depredadora. Y apretó los puños dentro de los bolsillos del pantalón.
—A cambio de convertirte en mi querida —contestó sin ambages.
Se hizo un largo silencio mientras ella parecía asimilar lo que él había dicho. Sebastian la vio palidecer de tal modo que por un momento temió que fuera a desmayarse. Ella lo miraba fijamente con unos ojos que parecían dos topacios en un rostro sin color. Una mano fue a agarrarse al respaldo de una silla cercana, pero eso y su palidez fueron las únicas señales externas de su agitación.
—¿Me has traído a Londres para que sea tu querida? —Las palabras salieron de una tensa boca. Parecía que le costara formularlas.
Sebastian notó un impulso violento. ¿Cómo se atrevía esa mujer a quedarse ahí y mirarlo como... como si fuera un animal herido, cuando él sabía y ella también que no era más que una puta barata?
—Tú misma te convertiste en mi querida aquella noche en la biblioteca de White Friars. Lo único que te propongo es formalizar el acuerdo. —Sus palabras eran frías y de ningún modo expresaban las emociones que lo reconcomían por dentro.
No podía librarse de la rabia absurda que se le había despertado todos esos meses atrás, cuando había descubierto que su inocente protegida no era mucho mejor de lo que cabía esperar.
Ella se movió; soltó la silla con lo que parecía un gran esfuerzo y fue hacia él. Sebastian la observó acercarse, con las manos aún en los bolsillos. Cuando ella estuvo frente a él, tanto que no los separaban ni dos palmos, se detuvo. El conde casi podía sentir el calor de su cuerpo a través del espacio que los separaba. Pero ese calor no era nada comparado con el fuego dorado que manaba de sus ojos. Él comenzó a sacar las manos de los bolsillos para asirla por la cintura, pero aún las tenía entre los pliegues del forro cuando ella echó la mano hacia atrás y le abofeteó con todas sus fuerzas.
El seco sonido de la piel de ella al pegarle fue seguido por la inhalación aún más seca de él. Se le fue la cabeza hacia atrás, no tanto por la fuerza de la bofetada como por lo inesperada que le había resultado. Mientras se recuperaba, con la furia creciendo en su interior como un río desbordado contra un dique, se llevó la mano a la mejilla, que le ardía, y miró a la joven con sorpresa. Ella seguía ante él, sin rebajarse a huir, mirándolo con la barbilla levantada y sus dorados ojos en llamas.
—Usted me insulta —repuso con frialdad, al tiempo que se daba la vuelta para marcharse.