Joy

Joy


Capítulo 13

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Al día siguiente todo era diferente. El ambiente era gris y desapacible como un día de Todos los Santos. Evitábamos miramos y, cuando nuestras miradas se cruzaban por descuido, ella se esforzaba en sonreír. Hubiera querido abrazarla, pero sabía que me habría rechazado diciendo no, ahora no. El café estaba amargo como el fondo de mi alma, el silencio era insoportable, todo muy desagradable después de una noche tan hermosa. Nos habíamos despertado temprano, yo temiendo que llegara el momento en que ella se fuera. De pronto, sin ninguna razón aparente, se relajó. Se sentó junto a mí, buscó fuego para encender un cigarrillo, le ofrecí mi encendedor y torció el cuello mirándome de reojo.

—Joy… Marc me lo contó todo. Me dijo que le querías, incluso añadió que no era razonable querer de esa manera. Me dijo que él también te quería. Pero a su manera, ¿comprendes, Joy? Es como los demás, cuando te acercas, huye.

—Yo no me he acercado —le respondí secamente—. No me ha dado ocasión.

—Eres demasiado sincera, hablas demasiado. Tienes que conservar un poco de misterio con los hombres como él y sobre todo, Joy, no permitas que estén tranquilos…

No quería contestarle.

—Joy, lo que hiciste ayer noche, es por Marc, ¿no? ¿Querías desquitarte? ¿Es eso?

Estaba horrorizada. Me sentía traicionada, desnuda, despreciada. Hubiera querido confesarle que la había deseado de verdad, que aún la deseaba; pero ¿de qué hubiera servido? Me encogí de hombros con un gesto sombrío y terco. Se arrodilló ante mí y me acarició el pelo con ternura, rozó con cuidado mis labios con su dedo.

—Joy, uno no puede resistirse a ti. Yo no quería, esta noche, pero también tenía ganas.

Un poco después, murmuró:

—Das demasiado de ti misma, lo das todo, eres demasiado frágil, demasiado tierna, endurécete, ataca la primera…

Sacudí la cabeza con desesperación. Ella no entendía nada.

—No puedo. No puedo ser de otra manera, yo no tengo la culpa, soy así, siempre lo he sido. Tengo el corazón de cartón y cuando alguien llora sobre él se pone blando.

Unas estrellas brillaron en sus ojos.

—Sí, ya lo sé, ya lo sé.

Se fue y no volvió. Encontré una nota azul en el buzón y la leí temblando:

«Joy».

Nunca olvidaré lo que ha pasado entre nosotras, será nuestro secreto, pero la vida continúa. Tú quieres a Marc, las cosas son demasiado complicadas para mí, sin duda también para ti. Te lo ruego, no le digas nada a Marc. Un abrazo fervoroso.

«Joëlle».

La noche de aquel día fúnebre, Bruce me invitó a cenar a un restaurante famoso de Chinatown. El establecimiento, perdido en una calle oscura, consistía en una larga sala con artesonado dorado, ocupada por unas diez mesas. Minúsculas adolescentes servían en silencio a los escasos clientes. Nos trajeron delicados platos especiados, de exquisito sabor, y se inclinaban temerosas cada vez que Bruce les dirigía la palabra. Como nunca he sido capaz de guardar un secreto durante mucho tiempo, le conté la noche fabulosa que había pasado con Joëlle.

—Lo sabía —me respondió con una ligera sonrisa en los labios.

Me encanta hacerle preguntas porque siempre tiene una respuesta. Hablamos mucho y la conversación siempre volvía al tema de los viajes.

—A mí no me gusta viajar —le confesé—, destruye mi equilibrio. Pero el día en que ya no espere nada, sé que me iré, lejos. Con frecuencia he imaginado que una mañana me encontraría un billete de avión para el fin del mundo. Un solo billete. Un billete de ida hacia lo desconocido.

—Una situación tentadora. Pero ¿está segura de que tendría valor? ¿Realmente aceptaría irse?

—Si ya no tengo nada, sí, sin duda. Pero hasta el momento, la idea no ha seducido a nadie. Le he contado este sueño a todos los hombres que he conocido y hasta ahora ninguno ha sentido deseos de aislarse conmigo en una isla desierta…

—Los hombres son unos necios —contestó—. ¿Le gustan los frutos de la pasión?

Le propuse a Bruce que subiera a mi casa a tomar una copa porque no me apetecía volver a quedarme sola.

—Nunca bebo la última copa —respondió lentamente Bruce.

El Rolls se desvaneció en la esquina de Central Park y decidí volver a París. King Lorrimer fue el primero en saberlo, y me dijo:

—Está bien, Joy, lo entiendo —sin manifestar excesiva pena.

Llamé a mamá a Lausana; me escuchó antes de decirme:

—¡Qué pena, Joy, que no pueda ir a verte! Nos vamos con unos amigos a Saint-Moritz. Pero cuando vuelva, te lo juro, pasaremos unos días juntas.

Las humillaciones, las decepciones, las desilusiones, los fracasos y el regreso. Bruce quiso que mi sueño se hiciera realidad y, la víspera de mi partida, me llevó a Disneyworld. Al amanecer, un avión nos transportó al mundo de las hadas y los animales mágicos. Vi corsarios, conejos y muñecas rubias haciendo un corro; Mickey y Donald bailaban por las calles de la Ciudad Encantada; estaba maravillada, tenía ocho años, creía en todo, era pequeña y feliz y comía manzanas acarameladas mientras Bruce iba a comprarme un reloj de plástico con Mickey que decía sí con la cabeza para dar la hora.

—Ha llegado el momento de irse —repetía sin cesar, y me entraban ganas de llorar.

Llegué con retraso al aeropuerto Kennedy, corrí con mi enorme maleta y mi billete de «turista» arrugado en la mano, la azafata de Air France me miró enfurruñada; tuve dificultades en encontrar un asiento vacío cerca de la ventanilla. Pude constatar la diferencia que existe entre un vuelo en Concorde y un trayecto turista. Es más largo y además los servicios son menos satisfactorios; ¡puaf!, ¡la comida! Es menos agradable, menos confortable. Da igual. Un señor alto, con gafas, que iba en primera, deambulaba con frecuencia alrededor de mi zona, lanzándome largas miradas insistentes e implorantes. En algún momento, la persona que se sentaba a mi lado se levantó y él ocupó con precipitación su asiento.

—Perdone si la molesto, pero un día que esté libre me gustaría mucho invitarla a comer. Permita que le dé mi tarjeta. Me llamo Henri y podrá encontrarme en este número de teléfono en cualquier momento. Si dispone de una noche, piense en mí. Le aseguro que no se arrepentirá…

Intenté poner una cara amenazadora, con la nariz arrugada y enseñando los dientes.

—¿Y por qué no me arrepentiré?

El desconocido sonrió encantado.

—Pero señorita, todas las mujeres tienen un precio, y yo estoy dispuesto a pagar el precio que sea necesario. Hay que saber apreciar las cosas raras en su justo valor. ¿Cuál es su precio?

Me ruboricé, me levanté y me alejé muy digna en dirección a los lavabos.

No reconocí París. Las calles se habían estrechado, los edificios habían encogido. Todo parecía pequeño y daba una sensación a la vez triste y tranquilizadora. Los americanos miran más lejos, por lo tanto se ven obligados a construir más alto. El conductor del taxi que me llevó hasta la avenida Breteuil llevaba boina, el coche olía a ajo y él me lanzaba miradas picantes a través del retrovisor: ¡Viva Francia! Dejé la enorme maleta en la acera y me dirigí hacia la portería. La portera, por supuesto, no estaba. Estuve una hora en la entrada, muerta de cansancio. Ya añoraba Nueva York, a King, y sobre todo a Bruce. Necesitaba un baño caliente, un teléfono para gritarle a todo el mundo que había vuelto, Joy había vuelto, Joy estaba sola, necesitaba música, ruido para exorcizar la melancolía que arruina sus días y entierra sus noches en el infierno.

La portera llegó cojeando.

—¡Dios mío, qué sorpresa! ¡No cambiará nunca!

Me contó que le había tocado la lotería.

—Siete mil francos, ¿se da cuenta?

Se empeñó en enseñarme el número ganador, que había fotografiado.

—¡Tóquelo, tóquelo, le traerá suerte!

Y yo, como una gilipollas, lo toqué para acabar cuanto antes.

—Quisiera las llaves, por favor.

Mamá solo tenía un juego de llaves, que le había dejado a la portera para que cuidara las plantas.

—¿Las llaves? —respondió sorprendida.

—Sí, las llaves.

—Pero ¿es que no lo sabe?

—No —le respondí terriblemente cansada—, no lo sé. ¿Qué tengo que saber?

—Su madre ha alquilado el apartamento a unos amigos de Suiza. Se instalaron el lunes. Ya no tiene llaves…

Me eché a llorar.

—Pero ¿qué es toda esta historia? Era mi casa, ¿por qué ha alquilado mamá mi apartamento? Y además, hablé con ella ayer y no me dijo nada…

—La pobre, pensaba que usted iba a quedarse en Nuevayor, debe entenderla, pobre señorita.

Cogí la maleta y comencé a caminar bajo los plátanos que bordean la avenida. Estaba desesperada, ya no tenía casa, ni dinero, nadie me esperaba en ninguna parte. Me paré delante de una cabina telefónica. Averiada. Entré en un bar, dejé la maleta y pedí un cortado y pan con mantequilla. Compré dos fichas y bajé a la cabina estrecha y rancia. Marqué el número de Alain (¿a quién queríais que llamara?), descifrando las frases deplorables, tristeza infinita del erotismo de masas, ¿cuándo leeremos sobre esas paredes envenenadas palabras de ensueño y no palabras asquerosas? El teléfono no paraba de sonar en la casa puntiaguda donde habría aceptado acabar mis días, mientras me aprendía de memoria las inscripciones sórdidas y los deseos vanidosos. Alain no contestó y al final colgué. Llamé a Marc, con el corazón que se me salía por la boca. El teléfono sonó una vez, dos, tres.

—¿Sí?

—Marc, soy yo, Joy. —Me lancé al vacío—. Acabo de llegar a París.

Me callé. Él se quedó en silencio. La música, que sonaba a lo lejos, sincopaba los latidos de mi corazón.

—Ven. Te espero.

Sonreí. Si hubiera podido ver mi sonrisa, se hubiera derretido.

—Ya voy —le contesté procurando que mi voz no pareciera demasiado alegre.

Un taxi me condujo a su casa por un camino que no conocía. Imaginaba que llegaba a Belgrado, o a Budapest, una ciudad hostil y cerrada, que un desconocido me esperaba en un apartamento vacío con las paredes amarillentas por el paso del tiempo. Dejé la enorme maleta sobre la moqueta roja y pulsé el timbre. En seguida abrió la puerta de par en par, como si me hubiera visto desde detrás. Dijo:

—Joy —y me atrajo hacia sí, olor a cachú y a vieja lavanda, puso sus labios sobre mi boca, me besó, me besó durante mucho tiempo, dulce, melancólico, sincero, creo; me hizo avanzar.

—Joy, ven de prisa, ven conmigo.

Me condujo hasta el salón, cogiéndome por la cintura, prácticamente me llevaba, me dejó en el sofá. Me dio de beber, le miraba con los ojos entornados, una gruesa bola obstruía mi garganta, no debía hacer ninguna tontería. Dios mío, no sabía quién iba a cometer el primer error, esperaba que fuera él, para poder reprochárselo después. Trajo una botella de champán, me hundí en el sofá, tenía las sienes heladas. Así pues, era eso, la felicidad, inesperada, el estallido del látigo. El gran espejo me decía que estaba hermosa, más hermosa que nunca. Vi cigarrillos manchados de rojo en el cenicero. Una mujer se había ido por culpa mía, una mujer había sido menos fuerte, creí en el triunfo y mi imagen se tornó sublime.

Le conté mi vida en Nueva York, la gente, mi apartamento, mi trabajo. Le enseñé con orgullo Harper’s Bazaar, Yogue, Playboy.

—Eres una star —murmuró con ad-mi-ra-ción.

Me estrechó entre sus brazos acariciando mis pechos.

—¿Has tenido muchos amantes?

Hice un gesto gracioso pero no contesté, él frunció el entrecejo y su alegría desapareció.

—¿Y tú? —le pregunté.

—Estoy muy cansado. Trabajo demasiado. Necesito unas vacaciones.

Le dejé hablar un buen rato y luego le pregunté:

—¿Y Joëlle?

Bajó la cabeza haciendo un gesto evasivo, comprendí que estaba de mal humor, hubiera hecho cualquier cosa por verlo sonreír, me hubiera gustado sacar a Joëlle del bolsillo y decirle:

—Toma, aquí está, te la he traído.

Sé que nadie puede entender esto, y sin embargo soy yo la que está en lo cierto. Cuando se ama, hay que llegar hasta el final. En mi faceta Leo, soy una leona, los leones van hasta el fin aunque revienten. Necesito tanto que me necesiten que cuando me llaman, SOS Joy, ven rápido, soy capaz de olvidarlo todo, porque en esos momentos lo único que cuenta es la demostración de lo inigualable, megalomanía afectiva, orgullo desmesurado, masoquismo. No sé por qué y me da igual, pero cuando Marc baja la cabeza porque no es el más fuerte, no puedo dejarle así. Cogí su rostro entre mis manos, le besé los ojos rogándole al cielo que un día llorara por mí; le susurré:

—Marc, estoy aquí y te quiero como no te querrán nunca, porque después de mi amor, todo será minúsculo e insignificante.

Su mirada se endureció. Acababa de cometer el error fatal. Se levantó sonriendo y me preguntó con una voz pérfida:

—¿Por qué has traído la maleta?

Me sentía humillada hasta lo más profundo de mi ser. Balbuceé algo que no entendió, ni yo tampoco.

—¿Tienes intención de quedarte? —añadió.

Se desabrochó la camisa, se sirvió champán, bebí temblando, apagó las luces y me miró con un ligero brillo irónico en los ojos.

—Ven —dijo—. Deja la maleta y paga el alquiler.

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