Joy

Joy


1974 » Capítulo 05. Octubre

Página 8 de 100

05

Octubre

A las nueve menos cinco sonó el teléfono.

—Diga.

—¿Huidobro?

—Sí, capitán; estoy esperándolo.

—Subo enseguida.

Sepúlveda no subió. Bajó. Bajó del cuarto al tercero.

Por la mañana Sepúlveda y Mena habían instalado un sistema de escuchas entre la habitación que ocuparía Huidobro en el tercero, y la que ocupaban ellos en el cuarto. Desde su habitación, Sepúlveda había seguido los movimientos de Huidobro. Antes de hacer otra cosa, el viejo había llamado al zoológico; luego había salido durante veinte minutos —se comprobó que a la cafetería— y al regresar telefoneó a un tal Perlado, pero sin mencionar los ferrocarriles, ni el chequeo médico que se había hecho en Pinar del Río. Luego, se escucharon los sonidos que producen las pilas del baño y el papel al plegarse. Sin duda, había estado leyendo algún periódico. Se oyó también el crujir de la cama y algunos ruidos sordos, tonitruantes, característicos de los estados de plétora e intimidad. Habría que seguir vigilándolo durante un par de semanas más, para comprobar su discreción. Desde el domingo se instalarían escuchas en su finca.

Se sentaron frente a frente.

Sepúlveda apoyó su maletín sobre una mesita de centro y extrajo de él diez láminas de colores. Tenían cuidadosamente recortados los bordes y no aparecía en ellas ninguna leyenda.

—Estas láminas han sido extraídas de un álbum de ornitología. ¿Puede usted identificar algunos de esos ejemplares?

—¡Claro que sí! —dijo, rebosante de entusiasmo infantil—. Estas cuatro son palomas mensajeras. A este pelaje le llamamos mosaico, este es un empedrado, este otro un canelo, este un azul de barras…

De pronto se interrumpió, con una expresión de perplejidad, y escrutó el rostro de Sepúlveda, que lo miraba divertido.

—Pero, ¿cómo sabían ustedes…?

—Nosotros sabemos muchas cosas, compañero Huidobro —sonrió indulgente el militar.

—No sé… como usted solo me había hablado de ferrocarriles…

—Sí, no queríamos ir directo al grano, hasta estar seguros de su discreción. Para nuestros planes ese es un factor decisivo. Déjeme decirle además, que antes de decidirnos por usted, hemos investigado otros seis casos de gente que habría podido servirnos.

—Bien. Usted dirá —dijo Huidobro expectante.

—Por el momento queremos saber si usted se siente en condiciones físicas de instalar y mantener un palomar en su finca.

—¿Palomar de mensajeras?

—Por supuesto.

—¿Criarlas y entrenarlas?

—Exactamente —repuso Sepúlveda.

—¿Para qué distancia?

—No más de quinientos kilómetros, ida y vuelta.

—En fin… creo que sí. El único problema son mis sesenta y dos años, porque una responsabilidad como esa…

—¿Su carro funciona bien? —interrumpió Sepúlveda.

—Bueno; sirve para los mandados en la zona; pero ya para un viaje largo…

—No, eso no será necesario. Cuando haya que soltar palomas a más de cien kilómetros, nosotros nos encargaremos de hacerlo. Además, le vamos a proporcionar un carro en buen estado.

—Lo único que me preocupa, capitán, es la responsabilidad ante ustedes; porque atender un palomar es un trabajo fuerte, y a mi edad…

Sepúlveda lo interrumpió con un ademán tajante. Encendió un cigarro y le dirigió a Huidobro una sonrisa benévola.

—Si nosotros, es decir el Ministerio, se ha atrevido a dar este paso, es porque sabemos que la tarea está perfectamente a su alcance.

—Sí, pero imagínese…

—¡Déjeme hablar! —le interrumpió Sepúlveda autoritario—. A la edad de dieciséis años, usted ganó su primer premio de colombofilia con la paloma Mejorana…

«¡Coño, qué bárbaros!», pensó Huidobro, ignorante de que en la Biblioteca Nacional José Martí de La Habana, cualquier lector podía consultar el Anuario Cubano de Colombofilia de 1928.

—… y casi sin interrupción —prosiguió Sepúlveda— ha seguido en contacto con las palomas hasta 1962. Además, conocemos su integración revolucionaria, su expediente laboral y no nos cabe ni la menor duda de que si la Patria o el Partido reclaman su colaboración, usted no vacilará en dar el paso al frente.

A Sepúlveda le había costado bastante trabajo aprenderse de memoria aquel párrafo, pero ahora que lo acababa de soltar, le pareció que lo había hecho con gran naturalidad. Quedó satisfecho.

Por su parte, Huidobro, cada vez que se emocionaba, trataba de tragar saliva y no podía. «Integración revolucionaria… la Patria… el Partido».

¡Claro que sí! Haría lo que le pidieran.

—Además, nos ha interesado el que usted no haya mantenido recientemente ningún vínculo con la Asociación de Colombófilos. Eso contribuirá a manejar esta operación con mayor reserva. Usted ya sabe cuánta importancia, nosotros le damos a eso.

—En ese sentido, pueden estar tranquilos —se apresuró a decir Huidobro.

—Quiero recordarle que desde el momento en que usted comience a trabajar para nosotros, será considerado un miembro más de los servicios secretos del país, y cualquier confidencia sobre nuestro trabajo, constituye una falta gravísima…

Sepúlveda se retiró a las diez y media de la noche.

A las seis de la mañana del día siguiente, vestido de civil, viene a recoger a Huidobro el teniente que lo había trasladado al hotel el día anterior. Mientras recorren el lobby, el hombre alecciona a Huidobro sobre los pasos inmediatos que debe dar y le pide las llaves del cuarto. En ese momento Huidobro se da cuenta de que las llaves se le han quedado adentro. El hombre se dirige a la carpeta y habla algo en voz baja.

Lo de la llave no importaba. Ya estaba resuelto. Huidobro debía, por favor, sentarse en los asientos de atrás. Era un carro contratado por ellos hasta San Juan y Martínez. Desde allí, Huidobro cogería otro transporte para trasladarse a su finca. ¿Huidobro estaba de acuerdo? Sí, Huidobro estaba de acuerdo. Por aquí, por favor. Muy amable. Que Huidobro tuviera muy buen viaje.

Al cerrar la puerta trasera del carro, el hombre miró al chofer y entornó imperceptiblemente los ojos. El carro se alejó y el hombre lo siguió con la vista hasta que dobló por la calle O en dirección a La Rampa. Luego volvió a subir la escalinata y regresó a la habitación del cuarto piso, donde lo esperaba Sepúlveda.

Se había dado el primer paso en el plan Joy.

«El centro no podrá quejarse», pensó Sepúlveda. «Hemos demorado apenas cuarenta días en reclutar al colombófilo».

Media hora después, Mena retiraba el sistema de escuchas en el cuarto de Huidobro y a las siete los dos hombres desayunaban en la cafetería del hotel. A las siete y veinte liquidaban su cuenta en la carpeta y montaban en un Chevrolet 57, con Mena al timón.

Ir a la siguiente página

Report Page