Joy

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1975 » Capítulo 09. Mayo 29, jueves

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Mayo 29, jueves

¿Sara? No, no había venido a merendar, compañero. No, tampoco la había visto. Muchas veces ella no venía a merendar a la cafetería y se quedaba en el campo, pero si el compañero director quería verla, podía coger con el jeep por atrás de aquel bajareque y seguir por el trillo hasta la ceiba quemada, que seguro seguro, allí mismitico la encontraba.

Hacía varios días que los técnicos de Sanidad Vegetal estaban trabajando por allí. Sí, el compañero director provincial sabía. Sabía que allí se estaban haciendo conteos de rutina entre la población de insectos. Él, precisamente, dirigía y controlaba esos conteos. Sí, sí, muchas gracias, él ya había estado allí y conocía el camino.

¡Qué raro estaba aquello! Una muchacha tan callada, tan sobria como Sara, con aquella urgencia y aquel misterio. La nota la había encontrado sobre su buró, dentro de un sobre cerrado con lacre. ¿De dónde habría sacado el lacre? Seguro que lo había pedido en la oficina de correos de Pinar.

Compañero Enrique Cárdenas.

Director de Sanidad Vegetal.

Pinar del Río.

No, Enrique no creía que la muchacha aquella hubiera enloquecido. Pero, ¿por qué tanto misterio? Para hacerle saber que tenía urgencia de hablar con él no necesitaba dejarle un sobre lacrado. Si era tan urgente, ¿por qué no le había adelantado algo en la nota? ¡Que no le fuera a salir ahora con una bobería!… ¡Coño! ¿Qué le pasaba al carro? No debía haberse metido hasta allí con el jeep. Había tremendos baches. Ella debió de viajar a Pinar desde San Luis, en alguno de los carros del plan. ¡Qué lástima! Él pasó cerca del Dos de Diciembre y estuvo a punto de entrar. Si lo hubiera hecho se habrían ahorrado dos viajes. Y ahora, lo mejor era apearse allí y caminar hasta la zona del censo. No fuera a pasarle algo al carro de Eduardo. Había quedado en devolvérselo a mediodía.

¡En qué mal momento se le ocurrió a aquella muchacha mandarlo a llamar! Justo el día precedente había entrado su carro en mantenimiento, y hasta el lunes no se lo entregarían. Si Sara se le aparecía ahora con algún despiste, le iba a meter tremenda descarga. Bueno, después de todo, era preferible que fuese un despiste… Pero si era, tenía que regañarla igual.

Enrique sabía muy bien una cosa. Como agrónomo y dirigente de Sanidad Vegetal, él estaba allí para mandarse a correr cada vez que se prendiera un bombillo rojo en los campos de su provincia. Fuera donde fuese. Y a pie, en carro, en bicicleta, debía presentarse donde lo llamaran. Para estar alerta y al acecho lo habían formado y ubicado en aquel puesto. ¿Y aquella muchacha de la pañoleta amarilla? ¿No era Sara? Sí, ella misma era. Estaba recogiendo las trampas del censo. ¿Quién sería la que estaba con ella? A Sanidad Vegetal no pertenecía. Y pensándolo bien, ante tanta reserva de Sara, lo mejor era sugerirle que fueran hasta el jeep, para poder hablar a solas en el camino.

¡Vaya, compañero! ¡Qué milagro él por ahí!

Bueno, de vez en cuando había que estirar un poco las piernas… ¿Y por qué Sara le guiñaba el ojo? ¡Qué raro estaba aquello!

Bueno, y los conteos, ¿qué?

Todo bien, compañero. ¿Quería ver cómo se habían dispuesto las trampas del censo? ¿Mary la disculpaba un momento? Sí, sí; de todas maneras, Mary ya se estaba por marchar. ¡Qué cara tan inteligente! ¡Qué ojazos los de aquella mulata! ¿Cómo era que Enrique no se había dado cuenta antes? Que mirara con disimulo. Sí, director, que mirara con disimulo el cuarto árbol de la hilera de la derecha. Sí, que se fijara junto a los brotes tiernos, por el envés de las hojas.

¿El cuarto? ¿Qué se traería aquella muchacha? ¡Co… ñó! ¿No le parecía raro al director?

Sí, sí, sin duda, estaba rarísimo. ¿Aquellos áfidos no eran pulgones del melocotón? Eso mismo. Ella los había examinado al microscopio. En ese árbol, Sara contó más de trescientos; pero lo más raro, compañero, era que en los árboles vecinos no había casi ninguno. Y entonces ella había dicho, qué raro está esto, y siguió mirando. Y oiga, compañero, siete árboles más allá, otra tonga de pulgones… ¡Qué linda era! Y en los árboles vecinos, nada; y esa misma situación la encontró luego en otros veinticinco árboles. ¿Quién sabía cuántos más podría haber así? ¿Al compañero aquello no le parecía rarísimo?

¿¡Que si qué!? ¿Con quiénes había comentado aquello? ¡Qué va, compañero! ¿Cómo se le ocurre? Sara no comentó el caso con nadie del plan. ¿Y de afuera? Tampoco, compañero: solo él y ella lo sabían.

Ya decía Enrique que aquella muchacha iba a salir buena. Desde que la viera en el cursillo tan atenta siempre, tan inteligente en las preguntas, él pensó que sería un buen técnico. ¿Pulgón del melocotón en los cítricos? ¿En aquellas cantidades? Seguro que debía mandarse a correr… Y luego aquel fenómeno: la población distribuida en uno de cada siete árboles. Eso no era obra de la naturaleza sino de una mano peluda. Aquella misma tarde saldría para La Habana. Sí, sí, como fuera.

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