Josefina

Josefina


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JOSEFINA siente muchísima curiosidad respecto a Anton Godmarsson. Por eso baja hasta la aldea para ver si viene en el autobús de las diez de la mañana. Como le sobra tiempo, decide dar un paseo por la calle de la aldea. Hace calor. Los chicos comen helados y se bañan en el arroyo que pasa por la aldea. Una vieja va por el puente que cruza el arroyo bamboleando su colada. Aquí y allá hay gente que toma café y limonada en su jardín. Pero, como apenas la conocen, nadie ofrece nada a Josefina. Se limitan a saludarla con una inclinación de cabeza y ella les devuelve el saludo de la misma manera. Hoy no hay mucho que hacer en la aldea.

Por fin llega el autobús. Josefina corre hacia la parada. Pero Anton Godmarsson no ha venido. Sólo se baja una anciana. El autobús reanuda su marcha. La mujer se aleja renqueando con su bolsa de la compra.

Entonces, a Josefina parece que se le sale el corazón. ¡Es… la anciana del bosque! ¡La abuelita Lyra, como la llaman! Josefina no la ha vuelto a ver desde aquel día, pero ha pensado mucho en ella. En realidad fue muy amable, piensa Josefina, recordando todos los dulces que le dio…

Mandy dejó en la tienda la cesta donde Josefina trajo los gatitos. Así la vieja pudo recogerla. Pero la bolsa de Josefina sigue en el bosque. La anciana se acerca. Aún no ha reparado en la chica. Tal vez no la reconozca. La propia Josefina no sabe lo que quiere. Su corazón late con fuerza: ¿Desea que la vieja la vea? ¿O prefiere alejarse?

Josefina se acuerda de cuando Mandy le contó el cuento de Hansel y Gretel y de la vieja, en la casa de chocolate, que les dio tanta comida sólo pensando en comérselos después. Luego se imagina a esta anciana animada de los mismos propósitos. Y rechaza esta idea, horrorizada consigo misma al pensar así. Por eso le late con tanta fuerza el corazón.

Entonces, la vieja se detiene.

—¡Caramba, pero si es la hija pequeña del vicario! ¡Cuánto tiempo sin verte!

Y se acerca a Josefina, que se siente muy turbada.

—Hay que ver cómo corriste con aquellos gatitos. Yo estaba muy asustada con la tormenta y todo lo demás. Pero no hablaremos más de aquel día. Me alegro de verte, señorita.

—Sí —dice Josefina, y no puede pronunciar otra palabra.

—¡Hace tanto calor hoy! ¿Has tomado ya un helado?

—No —responde Josefina.

—Entonces, la abuelita Lyra te invitará a uno. Vamos ahora mismo a la tienda.

Hay varios chicos en la tienda y Josefina pide un cucurucho de los grandes. ¡Así aprenderán! ¡No es tan estúpida como se imaginan! La anciana compra también una bolsa de dulces.

—¿Hay algo más que te guste? —pregunta a la chica.

Josefina se pone colorada. Realmente no puede decirlo ¿O puede?

Bien…, sí, gracias —y por fin lo dice tartamudeando—: un… chicle…, quizá…, pero…

Inmediatamente consigue dos paquetes. Y también se dan cuenta de eso los chicos que merodean cerca del mostrador. Con la cara muy alta, Josefina abandona la tienda.

En la calle está la bicicleta de la vieja. Ahora vuelve a su casa.

Entonces se acuerda:

—¿Y tu bolsa? Te la dejaste en mi casa. He pensado muchas veces en llevarla hasta la vicaría, pero siempre he de cargar con muchas cosas cuando bajo a la aldea. Y Justus, mi hermano, es tan perezoso e inútil, que no puedo conseguir que haga nada.

—Yo misma recogeré mi bolsa —dice Josefina.

—¿Por qué no vienes ahora por ella? —pregunta la vieja—. Puedes ir sentada detrás de mí y luego te traeré de vuelta.

¿Por qué no? Josefina no tiene nada que hacer, y nadie sabe cuándo aparecerá el nuevo jardinero. Así que decide ir.

—Luego te compraré un pastel en la panadería, y así celebraremos hoy la pequeña fiesta que te había prometido.

Pronto Josefina va sentada en la trasera de la bicicleta de la vieja con una caja de pasteles, que se mece sobre sus rodillas arriba y abajo. Ya no tiene miedo de la anciana. La abuelita no puede ser una bruja si le compra tantas golosinas.

Cuando llegan a casa, la abuelita dispone la mesa en el cenador del jardín. Su hermano Justus no está en casa.

—Hoy no tenían un pastel grande y por eso compré varios pasteles pequeños. Da lo mismo. Puedes comerte todos los que quieras.

Primero Josefina toma uno verde, rematado por mazapán.

—Bueno, ¿y qué tal van ahora las cosas en tu casa? —pregunta la anciana, mientras sirve un poco de limonada—. ¿Mejor?

—Sí —dice Josefina—. Hoy vendrá a casa Anton Godmarsson.

—¿Quién has dicho?

—Anton Godmarsson, nuestro nuevo jardinero.

—¡Señor! —exclama la vieja, sentándose violentamente—. Pero ¿en qué piensan tus padres? ¿De verdad que va a ir?

—Mamá dice que conoce el oficio —replica la chica con la boca llena.

La anciana se succiona el diente, justo como la otra vez, recuerda Josefina.

—Desde luego no es amigo del trabajo —declara tajantemente—. Claro que no.

El pastel verde se ha terminado. Era maravilloso y quedan muchos más. Josefina observa el plato.

—Te gustan, ¿eh? —dice la vieja, complacida, al tiempo que coloca frente a Josefina un pastel de chocolate.

Entonces la abuela le pregunta si ha comido algo hoy. Y la niña, pensando sólo en los pasteles, se olvida de las gachas que ha tomado para desayunar y responde «no».

—Así que te envían a la calle con el estómago vacío. ¡Pobrecita mía! ¿Cómo pueden ser tan crueles contigo?

Josefina tiene la boca llena de crema de chocolate y los ojos clavados en el plato de pasteles que tiene delante. ¿Qué va a decir ahora?

—¿Son realmente tan crueles contigo? —pregunta la vieja, que está sentada a su lado.

—Sí, bueno, a veces —dice Josefina, decidiéndose por el pastel de nata.

Lo toma y se bebe otro gran vaso de zumo de frutas. Es de fresas, maravilloso.

—Pero ¿de verdad son tan crueles contigo? Bien, apenas puedo creerlo.

Josefina se come el pastel de nata y también otro de caramelo. Sólo escucha a medias lo que dice la vieja.

Piensa para sí:

«Es una anciana muy amable. Habla demasiado, sin darte tiempo a responder a todas sus preguntas, pero verdaderamente es muy amable. Casi como una abuela».

Josefina ha oído hablar a otros niños que tienen abuela. De una abuela se puede conseguir casi todo. Pero ella no tiene. Sus abuelos han muerto… Pero suponiendo… Mira a la anciana y toma una decisión.

—¿Le gustaría a usted ser mi abuela? Yo no tengo; las dos han muerto.

Para empezar, todo lo que se oye como respuesta es una violenta succión en el diente, pero luego la vieja dice que le agradaría.

—Abuelita Lyra —dice—. Ésa soy yo, ¿verdad? Muy bien, mi pequeña, me gusta de verdad.

Luego, Josefina pregunta:

—¿No tiene usted marido?

Se le ha ocurrido pensar que también podría conseguir un abuelo en el trato.

—No, mira, yo no me casé. Sólo tengo a mi hermano Justus —replica la anciana.

Y Josefina piensa que puede arreglarse muy bien sin abuelo en vez de aceptar a uno que mata gatitos. Aunque, desde luego, no dice nada.

La vieja parece muy feliz por haberse convertido en abuela.

—Entonces puedes venir a ver a la abuelita Lyra siempre que quieras. Aquí podrás comer todo lo que gustes y ponerte gordita y bonita. Es una vergüenza ver lo delgada que estás. Las personas sencillas como nosotros no somos tan avaras. Nadie se levanta con hambre de la mesa de Judith Lyra. ¿Qué comes en casa?

—Albóndigas de pescado y patata —dice, porque es lo que más le gusta.

—¿Y a eso lo llaman comida? —suspira la anciana—. Pero ¿no tomas carne?

Josefina acaba de apoderarse del merengue que se reservaba para el final, y con la boca llena de merengue no tiene ganas de hablar de carne. Así que no replica y la vieja coloca encima de la mesa una bolsa de dulces. Con la mano da un golpe cariñoso a Josefina.

—Pobrecita mía —dice—. Díselo a la abuelita Lyra. No lo pasas bien en casa, ¿verdad? Dímelo…

Al principio, Josefina no entiende nada. ¿Qué tiene que responder a eso? Luego comprende que la abuelita Lyra quiere saber si tiene tantos dulces en casa. Menea negativamente la cabeza.

—¿Y de la ropa? ¿Te dan vestidos?

—¡Oh, sí!

Josefina explica que se pone la ropa que ya han usado los hijos de su hermano Charles, porque ella es su tía. ¡Sí, son mayores que ella y ya han empezado a ir a la escuela!

Pero luego, la abuelita Lyra le pregunta si alguna vez le compran algo.

—No podemos permitírnoslo —responde Josefina. Eso es lo que mamá le dice siempre.

Después, la abuelita Lyra se siente terriblemente apenada por Josefina y pone en su plato un buen montón de dulces.

—¿De manera que es así? ¿Conque no pueden permitírselo? Y son los pequeños quienes han de pagar las consecuencias.

Josefina se atraca de dulces, y la abuelita Lyra vierte un poco de café en el platillo, pero lo sorbe y hace mucho ruido al tragar.

De repente, Josefina se siente terriblemente llena. Le duele un poco el estómago. Ya no puede tragar más dulces.

—Siempre duele la tripa cuando una no está acostumbrada a la comida. Es porque te matan de hambre, pobrecita mía. No saben lo que necesitan los niños.

Sienta a Josefina en sus rodillas, pero la chica siente náuseas cada vez más fuertes. Ahora comprende lo infortunada que es, aunque hasta entonces no lo hubiera advertido. Y salen a la luz todas las injusticias olvidadas: la vez que la zurraron por comerse toda la miel de la despensa; la vez en que trató de alcanzar el tarro del melado y se cayó en la cesta de huevos; cuando…, ¡uf! ¡Cuántas tragedias ha padecido, ahora que piensa en ello! Y se lo cuenta todo a la abuelita Lyra que le hace preguntas y que la consuela mientras le sigue doliendo la tripa.

Cuando Josefina es incapaz de contar más cuentos, la abuelita Lyra dice:

—Sí, sí, tu vida es muy dura, pobrecita mía. Pero ahora la abuelita Lyra te va a regalar una muñeca. Una muñeca grande y maravillosa con pelo y todo.

Y Josefina se olvida del dolor de tripa.

—¿Una que cierre los ojos? —pregunta, conteniendo el aliento.

—Sí, estoy segura de que también hará eso.

Josefina reflexiona.

—He oído que hay muñecas que pueden comer e ir al lavabo. ¿Lo hará también la mía? —pregunta.

—Ya veremos. Tendrás que esperar a que vaya a la ciudad.

Claro, desde luego, Josefina no pone objeciones a eso de esperar.

—Y hay algunas que también pueden andar —dice al cabo de un momento—. Pero yo no quiero ninguna de ésas.

—¡Oh! ¿Por qué no?

—Porque sería mucho pedir. ¿No le parece? —dice Josefina, tentando la suerte.

—Ya veremos, ya veremos.

Josefina, ante la anciana, parece soñar.

—Y hay algunas que también pueden hablar —dice, sobre todo para sí.

—Ya veremos, ya veremos —repite la anciana.

Luego lleva a Josefina en la bicicleta hasta cerca de su casa.

Y mientras pedalea, le señala cuidadosamente el camino para que aprenda a ir sola. No está muy lejos, y por el camino crecen frambuesas silvestres, tan grandes como huevos, y fresas silvestres, del tamaño de las cultivadas.

Las frambuesas silvestres pronto estarán maduras.

Sí, el camino hasta la casa de la abuelita Lyra está rebosante de deleites; Josefina puede advertirlo.

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