Jennie

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[De Hugo Archibald, Recordando una vida.]

El otoño de 1973 se destaca en mi memoria como uno de los momentos más difíciles de mi vida.

El primer golpe fue cuando la doctora Prentiss perdió inesperadamente la subvención para el proyecto de Jennie. No nos dimos cuenta realmente de cuánto dependíamos de la doctora hasta que dejó de venir tres veces por semana. El corte de la subvención también fue el final de nuestro trabajo con Jennie en el museo. Harold ya había cumplido la edad de la jubilación, y yo tuve que dedicarme a otros proyectos. Todos los demás cuidados de Jennie recayeron sobre Lea. Al mismo tiempo, Sandy estaba en plena rebelión contra la autoridad establecida, y era una influencia negativa dentro de la casa.

El contraste entre aquel otoño y las vacaciones de agosto que acabábamos de pasar en la granja de Maine era tristísimo. Había sido un verano fabuloso, de los mejores de nuestra vida, el último de Jennie en Maine.

Nunca se me olvidará aquel verano. Como mínimo una hora antes de llegar, Jennie ya estaba chillando y dando golpes con las manos en el asiento del coche. En cuanto vio al indio de madera, dio un grito de alegría y saltó del coche sin esperar a que frenase. Vimos correr su silueta negra por el prado, en dirección a los manzanos. Se sentó chillando de alegría en su manzano favorito y empezó a sacudir las ramas, mientras daba palmadas. Sandy, que tenía dieciséis años, también estaba contento de irse de Kibbencook, que le parecía agobiante y «de clase media».

Aquel verano Sarah tenía nueve años. Sus pasiones eran la lectura y la música. Devoraba los libros. Algunos días se leía dos. Lea tenía que asomarse cada noche para comprobar que hubiera apagado la luz, porque si no leía a todas horas y bajaba a desayunar con ojeras. También le encantaba la música clásica. Había empezado a estudiar piano, y tocaba muy aceptablemente. Aquel verano le compramos un tocadiscos portátil de plástico. Lo puso en el salón, y se pasaba el día escuchando los preludios de Chopin, hasta que se rayaba el disco. En Maine podía escuchar música a placer, y leer sin la interrupción de los deberes.

La música era el único interés común de Jennie y Sarah. Por desgracia sus maneras de disfrutar de ella eran muy diferentes. En cuanto salían flotando del salón las notas de un preludio de Chopin, Jennie aparecía como por arte de magia y se sentaba en el sofá con los ojos entornados y los labios apretados. Cada vez que se acercaba un clímax, empezaba a hacer ruidos desagradables. Nosotros teníamos la compasión de llamarlos «cantar», pero se parecían más a los jadeos de un caniche moribundo. Cuando Sarah escuchaba a su amado Chopin, no soportaba ningún ruido. Tenía muchas maneras inteligentes de quitarse a Jennie de encima. A veces paraba el disco, se iba a la cocina y sacudía el candado de la nevera. Jennie, que nunca pudo resistirse al ruido de abrir una nevera, corría a la cocina. Entonces Sarah volvía deprisa al salón por el pasillo de atrás, cerraba con llave y ponía otra vez el disco, mientras Jennie aporreaba la nevera y sacudía las puertas. (Nuestra casa de Maine tenía cerraduras a ambos lados de las puertas, como la de Kibbencook, y también en la nevera y los armarios). Si le fallaba aquel ardid, cogía un plátano y lo tiraba al césped. Cuando Jennie salía corriendo a por el plátano, Sarah cerraba la puerta con llave.

Aquella primavera compré un barco, un Boston Whaler de segunda mano con motor de dieciocho caballos. No era grande, pero servía para navegar. La primera vez que lo sacamos fue en agosto de aquel año. Naturalmente, Jennie insistió en venir. Cuando ya estábamos bien familiarizados con el barco, le dejamos coger el timón. Estaba sentada en mi regazo, mientras yo controlaba la velocidad. Iba haciendo eses por el mar, moviendo el timón entre saltos y gritos de alegría. En un momento dado se emocionó tanto que soltó el timón y empezó a dar vueltas, su máxima expresión de felicidad. Manejar el timón le daba una sensación de poder y de control que le emocionaba muchísimo.

Fuimos con el barco a un sitio que se llamaba Brackett’s Ledge. Con la marea baja estaba cubierto de focas. Era una protuberancia rocosa alargada, negra por las algas, en la que rompían constantemente las olas. Jennie nunca había visto una foca. Se las señalábamos, pero ella, por mucho que mirase, no conseguía distinguirlas de las rocas. Cuando nos acercamos demasiado, y empezaron a zambullirse todas en el agua, Jennie chilló de miedo y se escondió lloriqueando debajo del asiento. Las focas empezaron a asomarse por curiosidad alrededor del barco. Al final convencimos a Jennie de que las mirara.

Las observaba atentamente, con una mirada de profundo interés. Después de un rato se le pasó el miedo y les hizo signos de ¡Jugar, jugar! Nosotros no sabíamos el signo de foca, y como no llevábamos encima el diccionario de ASL, nos inventamos uno y se lo enseñamos.

A partir de entonces, lo único que oíamos a Jennie eran ruegos de ¡Ir a focas! ¡Ir a focas! ¡Ir barco a focas! Se convirtió en una observadora de focas fanática.

Desde aquel día fuimos muchas veces con el barco a Brackett’s Ledge, y desde ahí hasta Hermit Island, que era un sitio ideal para que jugara Jennie. No se podría haber creado mejor entorno para un chimpancé tan movido. Era una isla desierta, por donde Jennie podía correr, subirse a los árboles, arrancar las plantas, tirar piedras, dar golpes en el suelo con palos, gritar y romper ramas, actividades todas ellas que habíamos tratado de frenar en casa. El barco estaba apartado de la costa, anclado en una cala inaccesible para Jennie. En la isla, Jennie podía ser ella misma sin que nosotros tuviéramos que controlar por dónde iba, ni preocuparnos por ella.

En la punta norte de la isla había un bosque muy denso de píceas por las que a Jennie le gustaba trepar. Cuando llegaba a lo más alto, a veces se aguantaba con una sola mano y se balanceaba gritándole al mar, desinhibida, borracha de ser libre. Bajaba con los brazos y las piernas cubiertos de savia. Corría por los prados chillando de alegría, y se pasaba muchas horas dando vueltas y vueltas para intentar cazar las mariposas monarcas que revoloteaban entre los arbustos. Si cogía alguna, se la quedaba entre las manos, oliéndola como si fuera una flor. Después la soltaba. Algunas se caían al suelo, traumatizadas o aplastadas, y otras se iban volando en espirales de pánico, dejando el polvillo naranja de sus alas en las manos y la nariz de Jennie.

El nombre de la isla viene de que antes había un ermitaño. En medio de la isla aún estaba su casa, hecha de guijarros de playa unidos con cemento, y con el techo de madera. Las paredes tenían más de medio metro de grosor. En un rincón había una chimenea. Era un sitio perfecto para pasar la noche, con el único inconveniente de algunos agujeros en el techo. Nos protegía del viento, del agua salada que saltaba de las rocas y de las nieblas matinales, que lo dejaban todo empapado.

El ermitaño, un tal John Tundish, tenía una historia muy curiosa. Según los habitantes de la zona había nacido en una granja de tierra firme, y era un niño sencillo, muy simpático. Decían que nunca había llegado más lejos de su casa que a Blacks Cove, unos ocho kilómetros al sur. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, se alistó y le mandaron a Fort Pendleton, en California, desde donde zarpó hacia el sur del Pacífico.

A partir de entonces se supo poco de él. En 1945, cuando volvió de la guerra, ya no hablaba. No decía una sola palabra a nadie. Compró Hermit Island (que entonces se llamaba Thrumcap Island) por veinticinco dólares, y se quedó a vivir diez años.

Las compras las hacía una vez al mes en una tienda de tierra firme. Un mes no apareció, y como al siguiente tampoco se dejó ver, un grupo de habitantes de la zona fue a la isla para ver si necesitaba ayuda o estaba enfermo. Encontraron su barca bien amarrada en la playa, su cama hecha, latas de comida apiladas en un rincón y ropa plegada en un baúl. De Tundish, ni rastro. No se le vio nunca más. Había desaparecido por completo.

Algunos decían que había salido a nadar por la mañana y se lo había llevado la corriente, y otros que había heredado dinero y se había ido a Boston. No tenía familia. A la larga, la propiedad de la isla se la quedó el estado de Maine.

Lo raro (al menos según la gente de la zona) era que le habían destinado lejos del frente, y nunca había visto ningún combate. Su silencio no se explicaba por ninguna neurosis de guerra, ni por los horrores bélicos. La única explicación que tenían en el pueblo era mover la cabeza y decir: «Bueno, es que en aquella familia estaban todos un poco locos».

Cuando acampábamos en la isla, a veces cogíamos el barco por la tarde y pescábamos caballa fresca para cenar. La primera vez que salimos de pesca, Jennie estuvo muy atenta a los preparativos, pero en cuanto se agitó sobre el barco el primer pez, gritó y se escondió debajo del asiento. Tardó muy poco en superar el miedo. Un día le dejamos coger la caña, y picó un pez casi enseguida. Sandy gritó: «¡Dale al carrete!», pero al principio Jennie estaba tan emocionada que lo único que hacía era dar saltos y chillar, zarandeando la caña. Al final conseguimos que enrollara el sedal, y al ver salir el pez se puso loca de entusiasmo. Lo cogió, lo estampó varias veces contra el fondo del barco y lo pisoteó. Nos había visto matar peces y quitarles las vísceras, y era su manera de ayudar. Cuando el pescado estuvo en la nasa, Jennie empezó a hacer signos de ¡Pez! ¡Pez! como una desesperada, y a coger la caña. Se volvió una auténtica fanática.

Pescaba una caballa tras otra. Fue un buen año para las caballas. Podías estar seguro de pescarlas solo con echar la caña y esperar unos minutos mientras se movía el barco. Aunque a Jennie le gustara tanto pescarlas, una vez muertas perdían cualquier interés para ella. Tampoco le gustaba comérselas. Si las freíamos para cenar, hacía unas muecas espantosas a causa del olor, y a menudo se alejaba lo más posible del fuego.

Dormía con su manta enroscada, pegada a Sandy, que usaba un saco de dormir. Una mañana, Lea les hizo una foto con la luz entrando por las ventanas del camarote. La tengo enmarcada en mi despacho. La melena de Sandy está desparramada de cualquier manera. Tiene la boca abierta, con baba en el cojín, como un niño pequeño. Es como si hubiera desaparecido toda su parafernalia radical, dejando su inocencia. Jennie está al lado, con un brazo encima de su hombro, y una expresión de satisfacción total en su cara marrón. Cuando miro la foto, vuelvo a oír los gritos de las gaviotas y el ruido de las olas. Vuelvo a sentir el olor a algas y sal que entraba por los marcos rotos de las ventanas. Fue un verano mágico.

Hacia finales del verano, durante una visita a la isla, Sandy hizo un descubrimiento extraordinario. Estaba limpiando la chimenea (entre protestas) cuando de repente descubrió una piedra suelta en el fondo. Al sacarla encontró un pequeño escondrijo. Dentro había una cajita hexagonal de madera.

Nos llamó y abrió la caja. Esperábamos que hubiera joyas de los mares del sur, o doblones de oro, pero se le deshizo la tapa en la mano, dejando a la vista una carta larga y un fajo de fotografías con un cordel. También había un dólar de plata y una cuenta de turquesa, todo dentro de un papel doblado.

Al inspeccionar nuestro tesoro nos llevamos una decepción. Las fotos estaban totalmente borradas por el tiempo, el agua y la podredumbre. No se veía nada. También se había podrido la carta, que tenía las hojas pegadas. Para colmo, la lluvia que entraba por la chimenea había hecho que se corriera la tinta. Lo único relativamente intacto eran el dólar de plata y la cuenta. El dólar se lo quedó Sandy. Con el resto no sé qué pasó.

Volvimos a Kibbencook muy a principios de septiembre. Fue cuando la doctora Prentiss nos informó muy a su pesar de que no podía seguir enseñando a Jennie. Para Jennie, que le tenía muchísimo cariño, fue muy duro que dejara de venir. Los días de clase esperaba ver su coche, y se pasaba todo el día de mal humor.

Pero aún estaba por llegar el cambio más difícil. En octubre o noviembre, Jennie tuvo su primer celo. No era un celo en toda la extensión de la palabra, sino una versión temprana, pubescente. Cuando las chimpancés hembras están en celo, su región genital sufre un cambio espectacular: se hincha y se vuelve rosada. Los impulsos de una chimpancé hembra en celo son mucho más potentes que los de un ser humano.

Jennie no entendía qué le estaba pasando, ni tenía la menor idea de cómo reaccionar. Durante aquel primer celo se puso muy inquieta, prácticamente imposible de controlar. Hacía cosas embarazosas, socialmente inadecuadas. Con quienes más irritable se puso fue conmigo y con Sandy. No nos dejaba tocarla, ni siquiera acercarnos, y a menudo, si lo hacíamos, empezaba a gritar. Otro aspecto curioso fue lo poco comunicativa que se volvió. Ignoraba muchos de nuestros intentos de decirle algo por signos. Lea y yo sabíamos de antemano lo difíciles que son las chimpancés cuando llegan a la pubertad, pero habíamos logrado convencernos de que con Jennie sería distinto. Teníamos la sensación de conocer a Jennie todavía mejor de como nos conocíamos los dos. Nos equivocábamos.

Durante el celo, Jennie no podía soportar que la encerraran, a pesar de que siempre hubiera dormido en una habitación cerrada con llave. No había más remedio que oír sus gritos y sus golpes durante gran parte de la noche. Durante el primer celo, una noche consiguió romper la cerradura y salir.

Dejó la cocina patas arriba. Hasta volcó la nevera intentando forzar el candado. Tuvimos que pagar a un técnico para que pusiera una puerta de acero en el dormitorio de Jennie, y barrotes en su ventana. Nos daba mucha rabia ver convertido su cuarto en una jaula, pero no se nos ocurría ninguna otra opción. No queríamos que se hiciera daño, o que se lo hiciera a otra persona.

Por otro lado, durante el celo sufría incontinencia. Parecía que le costase retener la orina, a menos que empezara a orinar en varios cuartos de la casa por alguna razón conductual. Se lo comenté a Harold Epstein y a la doctora Prentiss, pero no encontramos ninguna investigación sobre chimpancés que diera alguna indicación acerca del cómo o el porqué del problema.

Hasta entonces Sandy y Jennie habían tenido una amistad digna de dos auténticos hermanos. Pues bien, incluso eso lo trastornó el celo de Jennie. Perdió interés por estar con Sandy, dejó de obedecerle y se enfadaba si intentaba jugar con ella. Sandy tenía dieciséis años, y la actitud de Jennie le provocaba rabia y desconcierto. A menudo los chicos de dieciséis años son bastante inflexibles en su manera de relacionarse con los demás. Sandy no entendía que fuese un cambio natural. La cuestión es que se distanciaron un poco, y que Sandy empezó a salir sin Jennie.

Todo ello tuvo una consecuencia muy inoportuna: poner un peso enorme sobre los hombros de Lea. Jennie ya no podía venir al museo, ni estar con la doctora Prentiss, y ya no salía tanto con Sandy. Se quedaba todo el día en casa, nerviosa y enfurruñada, y armaba follón. Lea no tenía más remedio que encerrarla durante horas seguidas en su habitación, por una simple cuestión de salud mental. Entonces todo eran gritos y berrinches. Incluso tuvimos que suspender las visitas de Jennie a casa del viejo reverendo Palliser. El reverendo empezaba a perder la memoria, y temíamos por su integridad. Jennie estaba desbocada.

Al final de aquel primer celo, su personalidad no recuperó del todo la normalidad, aunque se calmaron las cosas. Las relaciones entre Sandy y Jennie seguían siendo frías. Varios meses después, Jennie tuvo otro celo y se repitieron las dificultades, pero aún peores. Lea me llamaba varias veces al museo para solucionar una crisis tras otra. Afectó mucho a mi trabajo. A Sarah, la presencia de Jennie se le hizo aún más odiosa, y empezó a pasar más tiempo de lo normal en casa de una amiga.

A principios de 1974, nuestra familia empezaba a dar señas de desintegrarse.

[De una entrevista con Harold Epstein.]

Vivimos en un país de ignorantes. El americano medio no sabe nada de ciencia. Una vez me preguntaron si las estrellas se van cuando sale el sol, o simplemente están pero no se ven. Quien me lo preguntó era un corredor de bolsa que tuve la mala suerte de contratar. ¡Un hombre que ganaba más de cien mil dólares al año! ¡Pues no se imagina la prisa que me di en retirarle mis inversiones! Después el mercado subió cinco mil puntos, pero bueno, eso ya es harina de otro costal…

No es que me moleste la ignorancia del americano medio, que por algo estamos en un país libre, pero lo que ya es distinto es que haya cargos electos, gente con un poder enorme, presumiendo de ignorancia.

Era el caso del senador William Proxmire, un hombre con un ego colosal y mucho poder que, teniendo la ignorancia de un… de un caniche, destrozó las carreras científicas de muchos investigadores válidos. Cada año, el país entero leía sobre los premios Vellocino de Oro y se mofaba de aquellos científicos tan tontos, riéndose de sus absurdos experimentos. Algunos experimentos sí eran triviales, es verdad; no cabe duda de que la mayoría de lo que se hace en ciencia es pedestre, pero Proxmire solía tener poca puntería: dejaba intactas las investigaciones defectuosas y echaba por tierra algo importante y valioso.

Fue lo que ocurrió con el proyecto Jennie. Claro, como gastábamos tanto dinero del contribuyente para enseñar unos cuantos centenares de signos a los chimpancés… No tenían ni idea de la luz que podía verter sobre nuestro conocimiento del desarrollo lingüístico humano. O de la evolución del lenguaje. Proxmire no se imaginaba que aquella investigación pudiera mejorar nuestra manera de enseñar a hablar a niños retrasados o minusválidos. Ni la menor idea de los resultados revolucionarios de nuestro trabajo, ni de que revelaran por primera vez los mecanismos mentales de los simios (ayudándonos a entender qué significa ser humano). ¡Nadie se paró a pensar en la importancia de poder comunicarse por primera vez con otra especie! No. Lo plantearon así: «Bueno, y ¿qué han dicho los chimpancés después del medio millón?». Pues si lo analizas a fondo, no mucho. ¡Pero hombre, es que no era la cuestión! Encima los científicos que nos apoyaban tenían miedo de protestar. No querían llamar la atención de Proxmire. Todos, unos cobardes.

En fin… Volviendo a 1974, a Hugo y a Lea se les pusieron las cosas muy difíciles. Hugo y yo habíamos hablado muchas veces de lo que pasaría cuando Jennie entrara en la pubertad. Yo estaba mucho más preocupado que Hugo. Intenté decirle que ninguna familia se había quedado a un chimpancé criado en casa durante mucho tiempo después de la pubertad. Hice hincapié en que Jennie no era como un perro o un gato, sino que era un animal salvaje, pero Hugo no se lo creía. Era optimista e ingenuo. Decía que después de todo lo que habían superado con Jennie, podían superar lo que fuese. Formaba parte para siempre de la familia. Él nunca la abandonaría.

Le señalé que los chimpancés pueden llegar a vivir cuarenta o cincuenta años, y le dije: a ver quién se ocupará de Jennie cuando tú y Lea seáis demasiado viejos. Ahí estuve a punto de pillarle, pero al final dijo que probablemente se ocupara Sandy. ¿Y la futura mujer de Sandy?, pregunté yo. ¿Qué le parecerá tener en casa un chimpancé? ¿Sandy estaba de acuerdo?

Entonces Hugo dijo que el problema no se diferenciaba mucho de tener un hijo retrasado mental, por ejemplo. Pero es que a Jennie no se la podía internar en ninguna institución, le dije yo. Para Jennie no había servicios sociales. No podía pedir ayudas del gobierno, prestaciones sociales o Medicaid. Le dije que era un animal. Un animal. ¿Él tenía los medios económicos para crear y financiar una instalación donde cuidaran a Jennie el resto de su vida? ¿Sabía cuánto capital hacía falta para unos ingresos anuales de cien mil dólares, por ejemplo? ¿O pensaba meterla en el zoo?

Ante preguntas de este tipo, Hugo se ponía a la defensiva. A veces hasta se enfadaba. Me acusaba de ser un agorero, y de mirarlo siempre todo por el lado malo. A mí no me gustaba nada obligarle a hacer frente a esas cuestiones, pero ¿quién podía hacerlo, si no yo? Me pareció que al menos Hugo estaría un poco preparado. En todo caso era mi esperanza.

Sucedió lo inevitable: que Jennie llegó a la adolescencia y entró en celo. Su personalidad cambió de pe a pa. Fue un cambio muy brusco. Muy brusco. Ya hacía un tiempo que empeoraban las cosas, pero aquello era otro cantar. Ya sabe lo traumático que es cuando las niñas se encuentran de repente con esas sensaciones tan raras y tan fuertes. Para Jennie, que funcionaba con una biología diferente, fue peor. Las hembras de chimpancé son mucho más promiscuas que las humanas.

Era ver llegar a Hugo al museo y enterarse de algún nuevo desastre, prácticamente a diario. Jennie hacía sudar la gota gorda a Lea. Cada semana había otro alboroto, otra crisis. Al mismo tiempo, Sandy, que había sido un factor de estabilidad para Jennie, se estaba distanciando de la familia para implicarse más a fondo en causas radicales y cultivar amistades dudosas. Se negó a pensar en la universidad, y no quiso presentarse a la selectividad. Hugo y Lea estaban enfermos de preocupación. Aunque ya hubieran pasado los años sesenta, y no estuviera Nixon, a principios de los setenta seguía habiendo bastante radicalismo en el aire. La gente se ha olvidado de que en realidad, como época política, lo que llaman los sesenta fue más o menos de 1964 a 1974. Sandy se hizo mayor de edad al final de esa época, pero se rebeló tan a fondo como si hubiera nacido cinco años antes.

Me estoy apartando del tema. Recuerdo que una mañana Hugo entró en mi despacho con muy mala cara. No había dormido en toda la noche. Dijo que Jennie no había querido entrar en su cuarto para pasar la noche. Había resultado físicamente imposible obligarla. Tenga en cuenta que, aunque solo pesara treinta y pocos kilos, era cinco veces más fuerte que un hombre adulto.

Lo intentaron todo. Trataron de convencerla a base de comida. Le pusieron una correa e intentaron arrastrarla hacia la habitación. Le hicieron signos hasta que ya no pudieron más. Jennie había aprendido en alguna parte un gesto obsceno, enseñar el dedo medio. Ya me entiende. Pues empezó a usarlo constantemente en vez de otros signos. Lo usaba para frustrar cualquier intento de comunicarse con ella. ¡Le hacías a Jennie el signo de silencio, y ella levantaba la mano con el dedo medio extendido! ¡Era un escándalo! Le decías: ¡No, Jennie mala!, y ella te ponía el dedo en las narices. ¡Imagínese! Lo vi en varias visitas a la casa. Pero volviendo a aquella noche, al final se rindieron e intentaron acostarse dejando a Jennie fuera. Lo malo es que ella empezó a correr por la casa rompiendo cosas y volcando la nevera, y se pasaron toda la noche intentando controlarla.

Cuando Hugo acabó de contármelo, apoyó la cabeza en las manos, se derrumbó y empezó a llorar. Yo estaba… bastante desconcertado. Me impresionó. No tenía ni idea de lo lejos que habían llegado las cosas. Hugo me dijo que no era la primera vez. ¿Qué podía hacer? Hablamos, hablamos un buen rato, y al final Hugo dijo: «Fíjate, dos de los principales expertos del mundo sobre la conducta de los chimpancés, y no tenemos ni idea de cómo controlar a este animal». Y se rio amargamente. Fue la primera vez de mi vida en que me quedé completamente en blanco. No tenía la menor idea de qué hacer. No tenía respuesta. Solo sentía aprensión por lo que pudiera venir.

Más tarde, el mismo año… ¿Sabe que Sandy y Jennie tuvieron un disgusto, y que…? ¿No? Pues tuvieron un disgusto. Discutieron, y… Preferiría no hablar del tema. De hecho no sé muy bien qué pasó. De verdad. Tendrá que preguntárselo a Lea Archibald.

[Del diario del reverendo Hendricks Palliser.]

28 de octubre de 1973

El domingo pasado di un sermón especialmente bueno (pido a Dios que perdone mi pecado de orgullo) sobre la culpa y el sufrimiento de Judas Iscariote, aunque dudo que fuera del agrado de la congregación.

Les hice una pregunta: ¿A Judas le habían elegido para lo que hizo? ¿Verdad que estaba profetizado? Pues entonces ¿qué culpa tenía él? Pero respondí con evasivas. La buena gente de Kibbencook, como todos los seres humanos, dicho sea de paso, no quiere preguntas de sus líderes religiosos, sino respuestas. En fin, da igual.

Siempre ha sido uno de los conceptos que más me ha costado aceptar como cristiano: la razón de que haya sufrimiento en un mundo creado por un Dios a la vez grande y bueno. ¿No es un poco raro que cuanto más sufrimos, más entendamos el misterio y la paradoja de la vida? Quizá sea el poder redentor del sufrimiento que nos enseñó Jesús, pero yo sufro y no siento ninguna redención.

El otoño siempre ha sido mi estación favorita, y hoy ha sido uno de esos días incomparables que tiene el otoño, con cielos de un azul infinito y ráfagas de viento que traen olor a hojas quemadas. Es el último año que dejan quemar hojas en la calle. ¡Me estoy haciendo viejo!

Hoy todo me traía recuerdos de Reba. Pero no su presencia. No he sentido su presencia, como siempre he creído que la sentiría si moría antes que yo. ¿Dónde está? Temo por ella, y por mí.

Esta mañana no encontraba los zapatos, y después de buscarlos mucho tiempo, y de ponerme muy nervioso, los he descubierto detrás de la cómoda. ¿Cómo diantres habrán acabado ahí? ¿Me estará empezando a fallar la cabeza? ¿Cómo es posible, si estoy haciendo los mejores sermones de mi vida?

Echo de menos a Reba. Y echo de menos a Jennie. Dios me ha quitado todo lo que quería. ¿Por qué no viene nunca Jennie?

2 de noviembre de 1973

Pero lo que me parece inexplicable en el otoño de mi vida es este miedo irracional y cada vez mayor a la muerte. No es miedo al dolor de la muerte, que debe sentir cualquier persona sensata, sino aprensión ante el hecho en sí. ¿Cómo es posible? No cuestiono la existencia de Dios, ni de mi salvador Jesucristo. No, no las cuestiono. Entonces ¿a qué viene temer tanto la muerte? Quizá sea un simple impulso atávico. Sí, de hecho creo que eso, un atavismo de nuestro incierto pasado de simios.

Jennie estaba dentro del coche, en el camino de entrada. Después se han ido, y ella sacaba medio cuerpo por la ventanilla, dando golpes en el coche y riéndose. No entiendo que ya no venga. Creo que llamé a la señora Archibald por teléfono, pero ya no me acuerdo de qué dijo. ¿Jennie está resfriada? ¿Se ha vuelto a romper una pierna? Creo que la pierna. ¿Por qué estoy tan y tan cansado?

5 de noviembre de 1973

He visto fugazmente a Jennie en la ventana de su habitación, viendo volar hacia la eternidad las últimas hojas del manzano silvestre. Se la veía tan triste, y tan desorientada… Ya no la veo nunca fuera. ¿Será porque hace demasiado frío? No vino a su última clase. Tengo que llamar a la señora Archibald para averiguar por qué.

15 de enero de 1974

Esta noche ha vuelto a nevar. Me he despertado tarde, y ya estaba el sol en las ramas desnudas del abedul. He oído la voz de Reba en la cocina, regañando a Jennie, pero después ya no estaba, y cuando he bajado, Jennie se había ido. Me he quedado confuso, desilusionado. La casa estaba en silencio, con la puerta cerrada con llave. ¿Por qué? La verdad es que están pasando cosas muy raras. Vuelvo a tener bronquitis. He intentado hablar por teléfono con los Archibald, pero no contestan.

Esta noche he soñado con Langemarck. Era aquella tarde de finales de abril. De repente se callaban los cañones alemanes, y el silencio era precioso. Después se oían risas. Hablaban en voz alta, por costumbre. Nosotros esperábamos detrás del antiguo Lycée, al lado de las ambulancias, fumando cigarrillos. Todo estaba oxidado, con aquel verde mate tan horrible. Incluso las caras de los hombres. De repente corrían ratas por las calles vacías. ¡Cuántas ratas! Y luego aparecía la nube amarillo verdoso, y la asfixia. Volvíamos en ambulancia por las carreteras secas, cargados, pero dejando al resto. Me he despertado sin aliento, con una tos tremenda.

17 de enero de 1974

Ha llegado la presencia de Reba. ¡Y cómo! Gracias, Dios. Jennie volvía a estar en su ventana, mirando la nieve y observando a los niños que arrastraban los trineos hacia la colina del campo de golf. Parecía muy triste, como si quisiera acompañarles. ¿Por qué será que hoy ella y Sandy no estaban en el grupo? Últimamente, Jennie falta a muchas clases. Tengo que reescribir el sermón, pero no encuentro los apuntes, ni nada. Condenada mujer de la limpieza… No está nada en su sitio. La semana pasada me robaron el zapato derecho. Les oí entrar por una ventana, diciendo palabrotas en voz alta. Esto no puede seguir así. Encima, cada noche vienen a mi cuarto para ahogarme. He llamado a la policía, pero no hace nada. Vuelve a estar todo verde, oxidado. Se han puesto verdes las monedas de mi bolsillo. Mire, mire… ¿Qué estaba diciendo? Lo siento, pero es que no sé nadar. Descansaré en la casa, gracias. Me asusta el agua. Que no entren los niños en la caseta, que es donde está guardado el cloro. La enfermera me ha dicho que no tosa tanto, que se me reventarán los pulmones. ¿Dónde está? No quiero quedarme estas monedas verdes. ¿Qué estaba diciendo?

[De entrevistas con Alexander («Sandy») Archibald, enero

de 1993, en su «hogan» cerca de Lukachukai, California.]

Ha venido de muy lejos para hablar conmigo. Estoy impresionado. Francamente, dudaba que viniera. ¿La grabadora? No, no me molesta. Ya que ha viajado tres mil kilómetros para oírme, más vale que lo grabe. No me gustaría que se reprodujeran cosas que no he dicho.

Por favor, siéntese en la chaise longue de ahí. El palet. Voy a atizar el fuego y a poner el café. ¿Puede salir afuera un momento y coger tres o cuatro trozos de carbón de la pila que hay a la izquierda de la puerta?

Gracias. Bienvenido a mi hogan. No es el Ritz, pero se está calentito. Usted es el primer blanco que veo en un mes aparte del comerciante de Lukachukai, que no cuenta porque es casi indio. Me impresiona que haya podido seguir la carretera con la nieve. ¿El coche es de alquiler? No sabía que se pudiera alquilar un jeep. Está muy bien.

Creo que ya hierve el café. Café navajo. Vas añadiendo posos y los hierves. Los posos se cambian cada semana, o cada dos semanas. Aquí son tan pobres que se los comen. Lo llaman café frito. Fríen los posos con manteca de cerdo en una sartén, y se los comen. Yo lo probé una vez, pero te dura todo el día el chute de cafeína.

¿Pam Prentiss? Por Dios, qué… Mejor que mida mis palabras, que tiene la grabadora en marcha. Era muy complicada. Mucho. Y estaba como una cabra, como todas las personas complicadas. Le encantaban los niños y los chimpancés, pero no le interesaban para nada los adultos. De niño yo le caía muy bien, pero dejé de interesarle al llegar a la adolescencia. No, fue peor: la traicioné creciendo. Ella tenía la sensación de que ser adulto tenía algo de corrupto. Era inteligente, pero no tanto como se pensaba. De hecho, con los seres humanos era tonta de remate. Y en el fondo no sabía nada de chimpancés. Sí, vale, era la experta número uno del mundo en el desarrollo lingüístico de los chimpancés, pero no tenía ni puta idea de lo que sentían; y es curioso, porque su relación con Jennie era muy intensa.

Intentaré dejar las cosas claras desde el principio. El problema de Jennie. Mire, resulta que Jennie tenía unos valores, pero la doctora no se daba cuenta de que eran distintos de los de los demás. Nunca entendió que siempre se metiera en líos. Me refiero al final. No sabía por qué razón estaba enfadada todo el día. Voy a explicárselo. Es muy sencillo: fue nuestra sociedad, que intentaba domarla y convertirla en una persona de clase media como Dios manda. Lo que hace con todo el mundo.

Mire, Jennie tenía la facultad del lenguaje. Ella creía en su humanidad. Es lo que la diferenciaba de los chimpancés del zoo. Y eso se lo dio Prentiss. En otros sentidos es posible que la dejara tarada, pero le dio el lenguaje. No era una relación madre-hija, o hermana-hermana, o amiga-amiga; era una relación alumna-profesora. Muy profunda, más parecida a la de un monje con su acólito. Lo digo en serio. Su relación tenía una dimensión espiritual. Piénselo un poco. El lenguaje es poder. Prentiss era como una guía espiritual. Le dio poder a Jennie, y Jennie lo usó. Lo usó. Con el lenguaje deconstruía y reconstruía su mundo. Se creaba un mundo propio. A mí me alucinaba ver cómo asimilaba el lenguaje. Y luego, cómo reestructuraba el mundo con él, literalmente.

Mi relación con Jennie era otra cosa muy distinta. Durante una época no hubo límites entre ella y yo. Éramos como siameses. No sabíamos dónde empezaba el uno y dónde acababa el otro. [Risas.] ¿Por qué? No sé por qué. Yo era un niño solitario, y ella el único amigo que me aceptaba sin preguntas. No me juzgaba, ni me criticaba. Tampoco me largaba sermones. Me aceptaba tal como era. Es algo irresistible.

Jennie me enseñó muchas cosas. Yo de pequeño era muy listo; me decían que era un genio. Ni se le ocurra pensar que me impresionan ese tipo de chorradas. Jennie me enseñó lo poco que vale. Ser inteligente, digo. Según parámetros humanos, Jennie no era inteligente, pero tenía valores, valores de verdad. Piense que para Jennie el valor más alto era la libertad. Y el lenguaje le daba libertad. Aunque entonces yo no lo supiera, me enseñó el auténtico sentido de la palabra «libertad», no la chorrada de sentido que le dan los políticos y los curas.

Voy a decirle lo que me enseñó: que a los seres humanos les da pánico la verdadera libertad. En esta vida, todo gira en torno a la esclavitud autoimpuesta. Por lo que luchan todos los seres humanos es por la esclavitud. El colegio, la universidad, una casa bonita en las afueras, un trabajo de nueve a cinco, ir subiendo de categoría, jubilarse… Cuando más feliz es la gente es cuando hace los preparativos para que le quiten la libertad. Acumulan posesiones, deudas y responsabilidades. Es exactamente lo que dijo Dostoyevski en Los hermanos Karamazov. Cristo ofreció libertad a la gente, y les pegó tal susto que le crucificaron.

Jennie era diferente. Ella luchaba con uñas y dientes por su libertad. No sé qué debió de torcerse en la evolución del hombre blanco; no sé en qué tuvimos que transigir, ni por qué elegimos la esclavitud. Cuando un coyote cae en una trampa, se arranca la pata del cepo con los dientes. El año pasado yo tenía una tarántula, una araña enorme y peluda. Me la encontré en otoño, yendo por chamiza. Iba buscando pareja, que es lo que hacen en otoño las tarántulas. Me la llevé a mi casa y la metí en un tarro grande de cristal. Le daba de comer saltamontes, la humedecía y le daba calor cuando fuera había quince grados bajo cero. Tenía todo lo que le hacía falta, pero lo único que hacía día y noche, día y noche, una semana y otra, era intentar salir del tarro. Yo la oía arañar el cristal toda la noche. Por la mañana, al despertarme, me la encontraba siempre igual, intentando salir. Y pensaba: ¡Caray, si hasta una araña, con un cerebro tan minúsculo que para verlo haría falta un puto microscopio, tiene un deseo arrollador de libertad! Pues entonces ¿qué salió mal en nuestro caso?

Jennie tenía un deseo de libertad igual de arrollador que la tarántula. No podía vivir en nuestra sociedad, porque intentábamos arrebatarle su libertad igual que nos la arrebatamos a nosotros mismos. Queríamos domarla, convertirla en un esclavo humano, como todos. Su respuesta fue vivir libre o morir. Literalmente.

Me estoy apartando del tema. ¡Voy lanzado! Bueno, supongo que es mejor que lo grabe todo. ¿Qué quiere, anécdotas o algo por el estilo? ¿La razón de que viva aquí? ¿Por qué está tan obsesionado con esa pregunta?

¿Quiere saber por qué? Pues cuando acabemos de hablar saldremos a montar a caballo. ¿Al entrar ha visto los dos caballos que hay en el corral? Eso, montaremos a caballo y le enseñaré un poco los alrededores. Fuera se está bastante bien, con unos quince grados, y una sensación de frío de unos cinco bajo cero por el viento. Iremos hasta Los Gigantes.

Mire, yo no puedo decirle por qué estoy aquí. No lo entendería. Lo único que puedo hacer es enseñárselo. Eche un poco más de carbón al fuego.

La libertad de la que estoy hablando es un concepto navajo. Los navajos que siguen la tradición desprecian a la gente que acumula posesiones. Les parece un vicio, una debilidad como el alcohol o el adulterio. También les parece peligroso, porque te expone a la brujería.

Las montañas de aquí detrás son los montes Lukachukai. La meseta del fondo se llama Black Mesa. Todo este paisaje es sagrado. A los navajos nunca les han echado de su paraíso terrenal. Es esto. Es un paisaje duro, pero bonito a su manera. Para entender a fondo lo que digo tendría que pasarse como mínimo un mes. Se te caen de encima como escamas podridas todas las estupideces de este siglo penoso, y de repente ves el mundo tal como es.

Crecer con Jennie… Me resulta difícil imaginar mi infancia sin Jennie. Casi no me acuerdo de nada antes de que llegara. Es como si fuera… una sombra de mí mismo, que al llegar me completó. Pasamos momentos francamente buenos. Solíamos ir a un sitio que llamábamos «el puente». Jennie siempre venía. ¿Se lo ha contado mi madre? ¡Ja! A ella le reventaba que fuéramos. Su cerebro fraguaba toda clase de horrores sobre lo que pasaba.

Era un puente de tren que cruzaba el río Sudbury, los raíles de la antigua línea de Boston-Albany. Había una carretera de tierra paralela al río, que pasaba por debajo del puente. Era un sitio muy bonito, con las orillas de arcilla blanca, y ratas almizcladas chapoteando en el río. Al filtrarse por la estructura del puente, la luz de la luna formaba sombras muy raras antes de reflejarse en el agua. En otoño, cuando empezaba a hacer frío, montábamos una gran hoguera y nos sentábamos alrededor para hablar. Pensábamos cambiar el mundo. Urdimos toda clase de conspiraciones: volar el planeta, empezar una revolución… Cuando más se complicaban nuestros planes era cuando estábamos flipados, pero nunca llegó a nada. Eran tonterías. El mundo no se puede cambiar. Suerte tienes si consigues cambiarte a ti mismo, aunque solo sea un poquito.

Para cambiar hay que interiorizar la revolución. Hay que empezar una revolución en el cerebro. Hay que convertirse en Hamlet, un subversivo dentro de tu propia corte. Vaya, que para contestar a su pregunta, lo que hago es eso, interiorizar la revolución. Me estoy liberando.

Éramos un grupo que se reunía en el puente. Teníamos la sensación de que las posibilidades eran infinitas. Lo curioso es que al mismo tiempo parecía todo muy fútil. Quizá suene contradictorio. Supongo que sí, que era contradictorio. Nos metíamos «strawberry fields» (una especie de LSD que venía en pastillas rosa) y nos tumbábamos en la arena. Entonces mirábamos a través de la estructura del puente, y veíamos remolinos morados y negros en el cielo nocturno. Y yo pensaba: ¡Coño, en cualquier momento veo una hilera de misiles hacia Boston y se acabó lo que se daba! Crecimos así, pensando que el mundo podía acabarse en cualquier momento. Esperando que se acabara el mundo. Al mismo tiempo pensábamos cambiar el puto mundo, volverlo del revés, y convertirlo en una utopía anarquista. [Risas.] Para que vea lo que es la adolescencia.

Total, que nos juntábamos alrededor del fuego a cantar la Internacional, beber vino barato y fumar porros, pensando que hacíamos algo de verdad. Al puente también solía venir Jennie, que me seguía a todas partes. Era como una hermana pequeña que se tomaba fatal que la dejasen de lado. Fue miembro fundador de nuestro consejo revolucionario. Mientras nosotros hablábamos, ella bebía cerveza Old Milwaukee. ¿Por qué no? A mí me ponía sentimental y contento, como un borracho viejo y feliz. A veces nos emborrachábamos y nos flipábamos todos, y dábamos vueltas entre risas, tambaleándonos. Jennie hacía signos de ¡Puaj! ¡Puaj! y se tiraba por el suelo haciendo castañetear los dientes. Una vez se vomitó encima y tuvimos que lavarla en el río. Qué brutos éramos, por Dios…

A Jennie no le gustaban los porros. No los quería ni tocar, ni siquiera después de verme fumando. Nunca le dimos ninguna otra droga. Mis amigos querían darle ácido, pero yo les dije que ni hablar. Jennie no podía saber qué era, ni cómo podía afectarla.

Con Jennie, cuando estábamos flipados, teníamos conversaciones de lo más descabelladas. Haciendo yo de traductor, se entiende. Ella casi siempre se quedaba perpleja, pero le encantaba que nos riéramos de todo lo que decía. Ahora me sabe mal no haber apuntado algunas de las conversaciones. Le preguntamos qué pensaba de Nixon, de Kissinger y de Estados Unidos. Las cosas más peregrinas. Le enseñábamos lemas del tipo ¡Nixon cabrón!, y ¡Que se joda Améri-K-K-K-a! Así, deletreando las kas en ASL. Ella nos daba sus opiniones sobre la guerra nuclear, Vietnam y Hubert Humphrey. Solían ser opiniones de una sola palabra: ¡Malo!, o ¡Puaj! ¡Duro, Jennie!

En el puente crecí mucho. Éramos jóvenes e ingenuos, pero se discutían ideas de verdad. Fue donde perdí la virginidad. También venían chicas. Les parecíamos «en la onda». Había una que se llamaba Crystal. Tenía bastante experiencia. A veces, cuando estábamos flipados, bajábamos rodando por una colina de hierba e intentábamos ponernos de pie. Nos mareábamos mucho. Una vez, Crystal y yo nos tiramos por la cuesta, y al llegar al final ella se me echó encima. Los dos estábamos flipados, y nos reíamos. Se le había arremangado la minifalda. En fin… que fue todo bastante rápido. Yo tenía quince años. Cuando acabamos, adivine quién estaba sentada al lado, mirándonos fijamente: Jennie. Ponía una cara… No sé si de fascinación o de horror. A Crystal le dio igual (supongo que estaba acostumbrada a que la vieran practicando el sexo), pero a mí me molestó. Me dio escalofríos, y vergüenza, como si me hubiera pillado mi madre en flagrante delito.

En fin… Más o menos al año me eché una novia de verdad. Se llamaba Sammie, Samantha. Los dos teníamos muchas pretensiones intelectuales. Yo iba a ser artista, y ella escritora. Nos leíamos a Chéjov en voz alta. Estábamos juntos todo el día.

Cogíamos el coche, íbamos detrás del instituto, a un aparcamiento donde no había nadie, y fumábamos porros y nos enrollábamos. Lógicamente, no queríamos que viniera Jennie. Yo no quería que me mirase otra vez de la misma manera. A Jennie le sentó mal. Le daba mucha rabia quedarse al margen. Siempre que me iba en coche con Sammie, montaba una escena o me ignoraba, haciendo como si no existiese. Estaba muy celosa. A Sammie la odiaba de verdad. Siempre que la veía llegar, se le erizaba el pelo.

Sammie intentaba ser simpática con ella. Hasta aprendió unos cuantos signos, pero Jennie siempre contestaba lo mismo: Vete, mala mala, puaj, o Morder, enfadada, morder. Entonces Sammie preguntaba: «¿Qué dice?», y yo le decía una mentira: «Que quiere una manzana». Sammie le traía una, y Jennie se apartaba haciendo muecas. Yo le hacía signos de ¡Jennie, sé buena!, pero ella solo contestaba ¡Puaj! Sammie no tardó mucho en darse cuenta de que Jennie la odiaba. Fue un punto delicado en nuestra relación. A ella le dolía mucho. En el fondo yo ya sabía la razón de que Jennie siempre estuviera tan maleducada y tan enfadada, pero me daba rabia. También me sentía culpable. Como si mi relación con Sammie, en cierto modo, fuera una traición a Jennie.

Nos complicamos tanto la puta vida… Lo que valoramos no tiene valor. Y lo que no valoramos no tiene precio.

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