Janet

Janet


Capítulo ONCE

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Capítulo ONCE

 

U

na vez que Celine empezó a entrenarme los fines de semana, las clases de danza pasaron a convertirse en una parte habitual de mi jornada. En varias ocasiones, Sanford intentó organizar salidas familiares: ir a pasar el día al campo, o de compras, o al cine, o simplemente dar una vuelta en el coche y comer en algún restaurante bonito. Celine no sólo rechazaba sus sugerencias sino que incluso se molestaba y se enfadaba con él por el mero hecho de que las hiciera.

Después de mi fiesta de cumpleaños, varias chicas me invitaron a sus casas, y una vez Betty Lowe me convidó a ir a pasar la tarde y quedarme a dormir en su casa con otras compañeras. Celine siempre esgrimía alguna razón para no dejarme ir; la fundamental era que me quedaría levantada hasta muy tarde, que estaría demasiado cansada y comenzaría demasiado tarde mis ejercicios de danza.

—Los padres ya no vigilan bien a sus hijos —me dijo—. No puedo estar segura de que estarás controlada, y sé perfectamente lo que pasa en esas reuniones de chicas. Al final los chicos siempre acaban entrando a hurtadillas y entonces... pasan cosas. Yo nunca fui a dormir a casa de ninguna de mis compañeras de clase... sabía muy bien que no debía distraerme —agregó.

Intenté explicarles mi situación a mis nuevas amigas, pero tras haber declinado media docena de invitaciones, dejaron de llamarme y, una vez más, sentí que crecía una brecha entre mí y los demás compañeros de colegio. Hasta Josh empezó a perder interés en mí porque nunca teníamos ocasión de vernos a solas. Una vez, y sólo porque Sanford convenció a Celine para que me permitiera acompañarlo a la fábrica después de mi clase de danza del sábado, pude quedar con Josh en la heladería. Sanford sabía que ésa era la razón por la que yo quería acompañarlo, y me dejó quedarme allí durante casi dos horas antes de pasar a recogerme para volver a casa.

—Quizá sea preferible que no se lo comentes a Celine —me sugirió Sanford—. No es que ni tú ni yo queramos ocultarle nada ni andar con secretos. Simplemente no quiero que se preocupe.

Yo asentí, pero no hacía falta que él me lo dijera. No se me habría pasado por la cabeza comentárselo a Celine.

Hice cuanto pude por explicarle a Josh mi situación, pero él no lograba comprender por qué mis clases de danza me impedían hacer casi todo lo que los demás chicos y chicas sí podían hacer. La crisis surgió cuando me invitó formalmente a ir al cine con él. Su padre nos llevaría en coche. Sanford me dio permiso, pero Celine se negó en redondo y entonces se enzarzaron en la discusión más fuerte que habían tenido desde mi llegada.

—Esta vez sólo se trata de ir al cine por la noche y de tomar luego un helado, un helado repleto de grasa que no le hace ninguna falta. Mañana querrá salir por ahí un día entero del fin de semana. Y entonces querrá irse de excursión todo un fin de semana con chicas con la cabeza hueca que no saben ni dónde tienen la mano derecha.

—Sólo tiene trece años, Celine.

—Cuando yo tenía trece años ya había actuado en doce representaciones de danza y había bailado en La Bella Durmiente, en el Albany Center de las artes escénicas. Tú has visto los recortes de prensa.

—Tú eres tú, y Janet es Janet.

—Ahora Janet tiene oportunidades que jamás habría tenido, Sanford. Es casi un pecado hacer algo que las malogre o perjudique —insistió ella. No había manera de convencerla.

—Pero...

—¿Es que no le has hecho bastante mal al ballet por todo lo que te queda de vida? —le gritó Celine.

Cuando Sanford llamó a mi puerta esa noche, yo ya sabía qué decisión habían tomado.

—Lo siento. Celine cree que aún eres demasiado joven para este tipo de cosas —me dijo con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo—. Ya pensaré en algo agradable que podamos hacer pronto —añadió, y me dejó hecha un mar de lágrimas, con la cara hundida en la almohada.

A Josh se le demudó el semblante y palideció cuando le dije que no podría salir con él ese viernes por la noche. Intenté explicarle el motivo, pero él se limitó a sacudir la cabeza.

—¿Qué pasa? ¿Es que tus padres creen que no soy lo bastante rico? —me espetó y entonces se dio media vuelta y me dejó plantada en el pasillo del colegio sin darme tiempo a decirle que no era ésa la razón.

A partir de entonces me sentí como si me adentrara en el sombrío mundo particular de Celine. Una de mis compañeras me telefoneó para tomarme el pelo y canturreó: «Tanto trabajo y ninguna diversión hacen que Janet sea un muermo y un tostón.» El mundo que se había iluminado de sol y de color empezó a teñirse de tonos grises. Incluso cuando el cielo estaba despejado, tenía la sensación de que los nubarrones me envolvían. Mi estado de ánimo taciturno se reflejó en mi rendimiento en las clases de danza. Los ojos de madame Malisorf se entornaron, llenos de recelo. Celine me había hecho prometer que jamás le contaría a madame Malisorf lo mucho que trabajaba los fines de semana, pero mi experimentada profesora era demasiado perspicaz.

—¿Es que no descansas las piernas? —me preguntó sin ambages una tarde.

Celine estaba situada en su rincón habitual, observando. Le dirigí una mirada fugaz. Madame Malisorf lo advirtió y se volvió hacia ella.

—Celine, ¿estás haciendo que mi alumna trabaje siete días a la semana? —inquirió.

—En ocasiones repaso algún que otro ejercicio con ella, madame Malisorf. Es joven y...

—Quiero que tenga un descanso absoluto de veinticuatro horas seguidas. Sus músculos necesitan tiempo para reponerse. Cada vez que los trabajamos, los forzamos al límite. Tú, mejor que nadie, deberías saberlo —le reprochó, sacudiendo la cabeza—. Asegúrate de que descanse lo necesario —ordenó.

Celine se lo prometió pero jamás cumplió su promesa. Y si yo se lo mencionaba, montaba en cólera y luego se deprimía y se pasaba las horas muertas recluida en un rincón oscuro de la casa, contemplando con tristeza sus fotografías de bailarina. A veces se limitaba a leer y releer un programa de danza y me la encontraba dormida en su silla de ruedas, con el papel sobre el regazo, aferrado entre sus dedos. No me sentía capaz de oponer la menor resistencia a sus deseos.

Procuré mejorar, trabajar con más ahínco, superarme. Ahora, sin ninguna amiga que me llamara por teléfono, hacía mis deberes y me acostaba temprano. Incluso empecé a hacer lo que Celine me había pedido al matricularme en el colegio: en varias ocasiones fingí encontrarme mal para librarme de asistir a la clase de educación física. Necesitaba conservar mis energías. Había llegado un punto en el que me aterraba la idea de estar cansada o aplatanada.

Se acercaba el verano y, con él, la posibilidad de asistir a un curso en una escuela de danza prestigiosa. Sin embargo, no bastaba con tener dinero para conseguir una plaza. Todos los aspirantes debían someterse a una prueba de ingreso, y la nueva obsesión de Celine era prepararme para esa prueba. Madame Malisorf aceptó encargarse de mi preparación para el examen. Opinaba que era una buena idea que asistiera a una escuela, pues ella tenía intención de pasar la mayor parte del verano en Europa, como de costumbre. Las clases de danza se convirtieron en un repaso de lo fundamental. Dimitri rara vez venía a practicar. Ya lo habían admitido en una escuela de danza en Nueva York, y estaba entrenándose para el nuevo curso.

Debíamos desplazamos hasta Bennington,Vermont, donde tendrían lugar las pruebas de ingreso. La verdad es que estaba ilusionada porque si me admitían, pasaría ocho semanas en la escuela de danza. Tras leer el programa del curso de verano y ver los horarios, me había dado cuenta de que dispondría de más tiempo de descanso y de ocio del que tenía actualmente. Claro que casi en cualquier sitio dispondría de más tiempo libre. Al final del folleto de la escuela había varios testimonios personales de antiguos alumnos, y muchos de ellos se referían a los actos sociales que se celebraban, a veladas al aire libre en las que se cantaba en torno a una fogata, al baile semanal que se organizaba, así como a visitas a museos y excursiones a lugares de interés histórico. No todo estaba relacionado con la danza. La filosofía de la escuela era que una persona más polivalente se convierte en un artista más completo. El curso era carísimo y me asombraba que tanta gente compitiera para gastarse tanto dinero.

En mi última clase antes de la prueba, madame Malisorf me sometió a lo que ella suponía que sería el examen de la escuela. Se situó junto a Celine y procuró ser una jueza imparcial. Cuando acabé, ella y Celine hablaron entre sí con voz queda un momento, y entonces madame Malisorf sonrió.

—Si de mí dependiese, yo te admitiría en mi escuela, Janet —me dijo—. Has mejorado mucho y has alcanzado un nivel de ejecución que justificaría invertir más tiempo y esfuerzos en tu preparación —afirmó.

Celine esbozó una sonrisa radiante.

Yo también estaba contenta, pues realmente quería que me admitieran en la escuela. Creo que una parte de mí, una parte importante de mí, deseaba alejarse durante un tiempo y dejar de sentirse tan culpable por cada traspié que daba. Antes de marcharse, madame Malisorf le advirtió a Celine que no me agotara.

—Ahora Janet es una materia prima muy frágil, Celine. La hemos hecho avanzar mucho, puede que demasiado lejos y con excesiva rapidez, pero ahí está. Ahora dejemos que siga progresando a un ritmo normal. De lo contrario... —musitó al tiempo que me miraba—, echaremos a perder lo que hemos creado.

—No se preocupe, madame. Velaré por ella tanto como velé por mí misma, si no más.

A pesar de los días difíciles y de las clases agotadoras, a pesar de su mirada crítica y de sus comentarios a menudo severos, había llegado a apreciar y respetar a madame Malisorf. Incluso me daba un poco de miedo lo que ocurriría cuando ella no estuviera ahí para supervisarlo todo, pero al despedirse me aseguró que mis profesores de la escuela serían excelentes.

—Nos veremos en setiembre —me dijo, y se marchó.

—¡Lo sabía! —exclamó Celine cuando nos quedamos solas—. Sabía que ella llegaría a verte tal como te veo yo. Tenemos que continuar con tu preparación. ¡Esto es maravilloso, maravilloso!—dijo, y durante los días siguientes estuvo tan ilusionada y eufórica como al principio de mi llegada.

Sanford, sin embargo, parecía más preocupado. Los problemas en la fábrica ocupaban cada vez más su tiempo y él no paraba de disculparse conmigo por ello. Daba la sensación de que lamentaba dejarme tanto tiempo a solas con Celine. A ella no le interesaba lo más mínimo la fábrica, y no tenía paciencia para escuchar nada de lo que Sanford dijera. Estaba tan centrada en mi prueba de ingreso que parecía que no pensara en otra cosa desde el momento en que se levantaba hasta que se quedaba dormida.

Y entonces, una semana antes de la prueba, se desató una nueva crisis familiar. Daniel se había ido de casa y se había casado con una chica a la que había dejado embarazada. Mis abuelos estaban muy disgustados. Tuvieron una reunión familiar en nuestra casa. No se me invitó, pero hablaban tan alto que tendría que haber estado sorda para no oírlos.

—Mis dos hijos se limitan a actuar a tontas y a locas y a hacer cosas impulsivas —gritó la abuela—. Os trae sin cuidado el buen nombre de la familia.

Oí cómo todos intentaban calmarla, pero estaba fuera de sí. Hablaron de la nueva esposa de Daniel y de que procedía de una familia de clase baja.

—¿Qué clase de hijo puede traer al mundo una mujer como ésa? —bramó la abuela—. Deberíamos desheredarlos a los dos, eso es lo que deberíamos hacer.

Si lo hacían, ¿qué sería del bebé?, me pregunté. ¿Él o ella se convertiría en un huérfano, como yo?

El sonido de las voces airadas que discutían dio paso a unos sollozos. Poco después, mis abuelos salieron de la habitación. Mi abuela parecía consternada, con los ojos enrojecidos y la pintura corrida. Se quedó mirándome un instante antes de dar media vuelta y salir con paso resuelto de la casa.

Daniel fue el tema principal de conversación al comienzo de la cena de esa noche, pero Celine lo atajó rápida y bruscamente.

—No quiero volver a oír su nombre en lo que queda de semana. No quiero que nada nos distraiga de nuestro objetivo, Sanford. Olvídate de él.

—Pero tus padres... —empezó a decir Sanford.

—Ya se les pasará —le interrumpió Celine, y acto seguido comenzó a hablarme de los aspectos que debíamos perfeccionar para la prueba de ingreso.

Finalmente llegó el día señalado. La noche anterior me costó conciliar el sueño y cuando lo logré, me desperté un sinfín de veces en medio de pesadillas. En casi todas, o me caía o me mareaba tanto al realizar la pirouette que parecía una patosa. Veía personas sacudiendo la cabeza y a Celine encogiéndose en su silla de ruedas.

Por la mañana, en cuanto moví las piernas para levantarme de la cama sentí un retortijón en el bajo vientre, como si un puño me estuviera retorciendo las entrañas. Entonces noté una punzada de dolor tan intenso y agudo en los riñones que se me saltaron las lágrimas. Me acurruqué y empecé a respirar hondo. Noté que algo tibio descendía por la parte interior de mis muslos y sentí un ramalazo de terror que me recorrió el cuerpo en una oleada de escalofríos, desde los pies hasta la cabeza, martilleándome el cerebro. Con cuidado, muy poco a poco, deslicé la mano bajo las sábanas y cuando vi la sangre en la punta de mis dedos, dejé escapar un grito ahogado.

—No, ahora no, hoy no —le supliqué con voz quejumbrosa a mi cuerpo.

Intenté levantarme pero en cuanto puse los pies en el suelo, me flojearon las piernas y me desplomé, entre espasmos de dolor cada vez más fuertes que casi no me dejaban respirar. Me puse de costado y me quedé tendida en posición fetal, tratando de recuperar el aliento. Fue entonces cuando la puerta se abrió de par en par y Celine entró en su silla de ruedas, pletórica de entusiasmo.

—Despierta, despierta. Hoy es nuestro gran día. Despier... —Se quedó paralizada, con las manos aferradas a las ruedas mientras me miraba estupefacta—. Pero ¿qué haces, Janet?

—Es que... me ha venido el período, madre —le expliqué—. Me he despertado y estaba sangrando. Tengo calambres y me duele muchísimo la cabeza y también la espalda. Cada vez que levanto un poco la cabeza siento como si la tuviera llena de canicas de acero.

—¿Por qué no te pusiste las compresas que te compré? —espetó—. Deberías haberlo previsto. Te lo dije —insistió cuando sacudí la cabeza.

—No, nunca me dijiste que me pusiera una antes de acostarme cada noche.

—Esto es ridículo. Haz el favor de ponerte de pie. Lávate y vístete. Le diré a Mildred que te cambie las sábanas. ¡Levántate del suelo! —vociferó.

Oí que Sanford subía por la escalera a toda prisa.

—¿Qué ocurre, Celine? ¿Por qué gritas? ¿Qué ha pasado? —preguntó antes de llegar a la puerta. En cuanto cruzó el umbral, se detuvo en seco junto a Celine—. ¡Janet!

—No es nada. Simplemente le ha venido el período.

—Me duele mucho —gemí.

—No seas ridícula —replicó Celine.

—Si dice que le duele, Celine... —intervino Sanford.

—Pues claro que duele, Sanford. Nunca es agradable, pero está exagerando.

—No sé. He oído hablar de chicas jovencitas que se encuentran tan mal que prácticamente no pueden moverse. A mi hermana la tuvieron que traer del colegio. Recuerdo que...

—Tu hermana es una idiota redomada —bramó Celine, y se acercó hasta mí en la silla de ruedas—. Levántate ahora mismo —me ordenó.

Hice un esfuerzo por incorporarme y, una vez sentada en el suelo, me apoyé en la cama para levantarme. Sanford se precipitó a mi lado para ayudarme a ponerme de pie.

—Vas a manchar la alfombra. Ve al cuarto de baño. ¿Es que no tienes ni una pizca de orgullo? —chilló Celine.

—Deja de gritarle —le rogó Sanford. Me ayudó a entrar en el cuarto de baño y luego se salió mientras yo me limpiaba y me ponía una compresa higiénica. Tuve que sentarme en la tapa del inodoro para recuperar el aliento. El dolor no disminuía.

—¿Se puede saber qué estás haciendo ahí dentro? —preguntó Celine desde el otro lado de la puerta del baño.

Me apoyé en el lavamanos y me puse de pie lentamente. A cada paso que daba, sentía más dolor. Abrí la puerta y asomé la cabeza.

—Me duele mucho —me quejé.

—Ya se te pasará. Vístete. Nos vamos dentro de una hora —afirmó, y dio media vuelta.

Salí del cuarto de baño. Caminaba con las manos apretadas sobre el estómago, encorvada por los retortijones. Intenté moverme por la habitación, coger mi vestido del armario, ponerme los zapatos, pero el dolor no hacía más que aumentar. La única posición en la que sentía algún alivio era tumbada de costado, con las piernas encogidas.

¿Cómo iba a bailar en ese estado?, me pregunté. ¿Cómo podría realizar los saltos y giros? La mera idea de ponerme de puntillas me hizo sentir punzadas más intensas de dolor en la espalda y el vientre. Mi cabeza parecía a punto de estallar.

—¿Qué estás haciendo? —oí gritar a Celine. Estaba en la puerta de mi habitación—. ¿Por qué no te has vestido?

No respondí. Apreté las manos sobre el estómago y respiré hondo.

—¡Janet!

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Sanford.

—No está vistiéndose. Mírala —bramó Celine.

—Janet, ¿te encuentras bien? —me preguntó Sanford.

—No —gemí—. Cada vez que intento ponerme de pie, me duele.

—No está en condiciones de ir a ninguna parte hoy, Celine. Tendrás que posponer la prueba —le dijo.

—¿Te has vuelto loco? No es algo que se pueda posponer. Se presentan montones de chicas. Se llenará el cupo antes de que ella tenga oportunidad de competir. Tenemos que ir —insistió Celine.

—Pero si no puede ni ponerse en pie —protestó Sanford.

—Claro que puede. Ponte de pie —me ordenó ella. Hizo ademán de acercarse hacia la cama, pero Sanford la detuvo.

—Celine, por favor.

—Ponte de pie. ¡Levántate, golfa desagradecida, levántate! —gritó a voz en cuello.

Me vi obligada a intentarlo de nuevo. Me levanté trabajosamente de la cama y puse los pies en el suelo. Sanford permaneció quieto, observando cómo me esforzaba. Al enderezar el cuerpo, el dolor que me atenazaba el vientre subió hasta mi pecho. Dejé escapar un grito, me doblé por la cintura y caí sobre la cama.

—¡Levántate! —chilló Celine.

Sanford cogió la silla de ruedas y la giró a la fuerza.

—Déjame. Tiene que presentarse a esa prueba. Déjame, Sanford, estate quieto —gritó mientras él continuaba empujando la silla y la sacaba de mi habitación.

—Probablemente necesite que le receten alguna medicación. Tengo que llevarla al médico —dijo él.

—Eso es una bobada. ¡Imbécil! No conseguirá una plaza en la escuela. ¡Janet! —gritó Celine, y su voz resonaba por el pasillo.

El cuerpo se me agarrotó. Estaba muy asustada. Cerré con fuerza los ojos para aislarme del mundo que me rodeaba. Noté que los oídos me zumbaban y entonces me sumí en la oscuridad, una oscuridad agradable, tranquilizadora, en la que ya no sentía dolor ni sufrimiento alguno.

Me sentía como si estuviese flotando. Mis brazos se habían transformado en alas delgadísimas. Me deslizaba por el aire en la oscuridad hacia un agujero minúsculo de luz, y era una sensación tan maravillosa, tan placentera... Planeaba silenciosamente y revoloteaba a mi antojo, descendía en picado y luego alzaba el vuelo, batiendo las alas con suavidad.

Entonces me adentré volando en lo que parecía un pasillo cubierto de espejos a ambos lados, agitando delicadamente mis alas finísimas. Miré mi imagen reflejada mientras continuaba acercándome hacia la luz.

Y ante mi asombro, vi que era una mariposa.

 

 

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