Isis

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Isis

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Se quedaron hablando en el umbral de la tienda. Horus calló un momento y miró a su alrededor. En silencio se quedaron mirando el campo de entrenamiento y el resto de las tiendas que se extendían a su izquierda hasta los hornos de fundición.

–  Hoy desmantelaremos todo esto. Nos lo llevaremos todo, incluidas las tiendas. Tenemos espacio suficiente y puede que nos haga falta. No creo que Neith diga nada si lo dejamos aquí, pero prefiero no echarlo luego de menos.

–  No quiero llamar la atención – le dijo Isis.

–  Intentaremos que no, pero por eso mismo tenemos que estar preparados. Puede surgirnos cualquier cosa por el camino.

–  Tardaremos quince días en llegar a Khemnu – le advirtió –, eso si vamos a paso rápido, sin detenernos. Contando con carros puede que nos adelantemos en unos cuantos días. Espero. Aún así, si se rompe alguna rueda, o tenemos problemas con los animales…

–  Por eso quiero llevármelo todo. El desierto es peligroso.

–  Toth sabrá que regresamos en cuanto pongamos un pie en Egipto.

–  Sí – asintió, esbozando una sonrisa –. Lo sé, es una de las cosas que he estado hablando con Horus. Y eso nos conviene. Mandaré a dos de mis guardias por el Nilo con un mensaje para él. Que nos mande refuerzos y provisiones si las necesitamos. De esa manera podemos llegar a Khemnu en unos diez días, y si nos asegura la carretera del río en menos de una semana estaremos allí.  

Isis asintió. Era un buen plan. Toth haría todo lo posible por que fuera así. Respiró hondo imaginándoselo en esos momentos en su palacio y deseó estar ya allí.

–       Te aconsejo que mandes a Petet y Tetet – le sugirió –, siempre han cumplido bien cuando les he mandado algo similar.

–       Yo también había pensado mandarles a ellos.

–       Entonces estás de acuerdo – Isis sonrió –. Me alegro.

Horus empezó a caminar hacia su tienda, justo a la derecha de la suya. Ella le siguió a su lado, pero en vez de entrar, la bordeó hasta la parte de atrás. Sobre una estaca de madera de dos codos de alto estaba su halcón, Nubneferu. Nunca lo dejaba atado, pero jamás se le había escapado. Al verles, y cuando Horus levantó la mano voló hasta posarse en sus dedos. Le acarició un momento y se agachó con él para coger algo de comida de un cuenco que había a los pies de la estaca. Le dio un par de trozos de carne y después le acercó al pico el cuenco del agua. De cuclillas se giró hacia Isis que se había quedado parada a unos pasos detrás de él observándole.

Simplemente se quedaron mirando. Isis estaba orgullosa de que al final hubiera conseguido a alguien que le fuera completamente fiel. Había aprendido a dominarlo de la manera en que su guardia le prometió que lo haría. En los últimos cinco años le había visto cada día cuidar de él, y Nubneferu siempre se mantenía a su lado obedeciéndole.

–  Egipto no será como Sais – le advirtió Isis, sin dejar de mirarle a los ojos. Horus siempre se veía demasiado confiado, creyéndose prácticamente invencible. Quizá en Sais fuera así, más allá, no.

–  Ya lo sé.

Isis vio como de repente se puso tenso. Se levantó y se acercó a su lado, intentado no mostrarle su enfado por lo que estaba cansado de escuchar. Le ponía muy nervioso aquella insistencia de su madre, sin entender que él ya lo sabía mucho antes de que ella volviera a aparecer en su vida. 

–  Quiero que no se te olvide cuando estés fuera de este lugar, donde no puedas utilizar todo lo que Neith te ha enseñado. 

–  Eso ya me lo has repetido cientos de veces.

–  Y te lo repetiré las veces que haga falta.

–  No va a hacer falta.

Su última afirmación había sido una amenaza. Isis calló. Horus se había acercado hasta quedarse a un par de centímetros de su rostro. Isis notó cómo se introducía en ella a través de sus ojos mientras le recorrió un escalofrío que le dejó inmóvil unos segundos. Horus vio de nuevo lo único que había sentido siempre en ella. Responsabilidad. Había intentado hacerlo muchas veces sin que se diera cuenta, pero al final acababa percatándose y él dejaba de intentarlo. Siempre se había quedado en lo más superficial, en todo el deber que tenía hacia él. Pero sabía que guardaba mucho más. Quería conocer de ella todas aquellas cosas que no se atrevía a preguntarle directamente. Todavía había mucho que le intrigaba y que Neith no le había mostrado. Siempre le había dicho a su madre que no había nada que no supiera, pero era mentira. Una vez que lo había dicho y que le había insistido en ello, ya no iba a retractarse. Neith nunca le mostró todo.

–  Isis no me gusta, no es la persona que hubiera deseado tener aquí – le dijo Neith una vez –, no está hecha para vivir en Sais. Toth tenía demasiada confianza en ella. A mí me ha decepcionado. Yo ya sabía que no iba a aprovechar todo lo que le he podido ofrecer. Sólo se llevará una pequeña parte, lo suficiente. Tú has tenido la suerte de haber llegado en el momento adecuado, pero sigues sin ser un hombre de Sais.

Horus había intentado contradecirla, pero ella sólo se había reído de todos sus argumentos. Él siempre se había creído con el derecho de ser superior a los demás y cuando llegara a Egipto lo demostraría. Se sabía un con un poder superior al de su madre, casi rozando el de Neith. Ella a la vez le confesó que le había permitido acercarse un poco más a todo lo que Sais contenía. Neith le había mostrado la historia desde que se creó el mundo y también los motivos que habían llevado a tomar un rumbo en vez de otro. El único motivo era porque esa era la dirección correcta que debía llevar la existencia. Había sido clara hasta llegar al momento en que sus padres accedieron al trono. Después todo lo dejó a sus interpretaciones. Le mostraba imágenes de un momento determinado evocándole un determinado sentimiento, y así debía construirse su historia. Sabía que era la correcta porque sus guardias y su madre se lo confirmaban. Él podía ir más allá y tenía la certeza de que no se equivocaba, pero muchas de las razones siempre quedaron en el aire.

–  El mundo fue dejado a sus decisiones – fue la simple respuesta de Neith cuando le preguntó por qué no le mostraba todo como lo había hecho hasta entonces –. Yo dejé de intervenir, y nunca lo hago a no ser que me lo pidan.

–  ¿Por qué?

–  No me interesa.

–  Porque tomaron decisiones equivocadas – supuso.

–  Ellos creían que eran las correctas.

–  Pero se equivocaban. Yo a lo mejor también me equivoque.

–  Sí, es un riesgo.

–  ¿Y que ocurrirá?

–  ¿Qué es lo que ha ocurrido hasta ahora?

Neith sonrió, pero a él no le pareció algo por lo que reírse. Equivocarse implicaba sufrir. Él no deseaba eso. La idea de cometer un error siempre le remitía a la muerte de su padre. Se había quedado serio mirando los juncos que les rodeaban. Ese día habían estado pescando en los límites al norte de las marismas. Había podido intuir el cielo oscuro tras la claridad que siempre reinaba en Sais. Era la primera vez que veía un signo de oscuridad en el cielo. Neith se había dado cuenta cómo lo miraba y que de nuevo pensaba en el día que tuviera que regresar, entonces con la certeza de que lo haría solo.

Al mirar los ojos de su madre había recordado todo eso que habían hablado Neith y él cuando tenía doce años a los pocos días de ser consciente de que quizá tuviera que regresar solo a Egipto con la única compañía de sus guardias. Después entendió que un error podía significar mucho más. Todo lo que Isis y Osiris habían creado a partir del error de sus padres por concebirlos era una prueba de que no siempre era algo malo. Y tras la muerte de su padre, todo lo que Isis había planeado para él era la muestra de que se podía solucionar. Pero él prefería no tener que arrepentirse o enmendar cualquier equivocación. Prefería hacer las cosas bien y alcanzar la perfección en la que debería haber culminado el mundo si Seth no lo hubiera impedido. Su madre intentó convencerle de que eso ya no sería posible, pero aún tenía la esperanza de poder conseguirlo. En vez de tu madre o tú debería haber estado Seth aquí conmigo, le había repetido Neith en más de una ocasión. Él no contestaba, le molestaba que le dijera con ello que él no era digno de todo lo que estaba aprendiendo.

Pero ya no tenía sentido seguir pensando ello. Ahora ya se marchaban. Horus se apartó unos pasos de Isis y echó a volar a Nubneferu. Ambos le miraron un instante antes de volver a quedarse parados, uno enfrente del otro, durante un rato más. Odiaba que su madre le tratara todavía como un niño, más aún esa mañana. Muchas veces se enfadaba cuando le repetía sus consejos por enésima vez. A veces la admiraba al pensar en todo lo que había logrado en el pasado, también por todo lo que le enseñaba y que le demostraba la gran reina que fue, pero en ocasiones como aquella le resultaba alguien demasiado simple como para regir Egipto o como para dejarse aconsejar por ella.

Fue la primera vez que leyó en su corazón. Isis no dejó de mirarle a los ojos sin saber cómo resistirse a ese frío que cada vez era más intenso. Sabía que se lo estaba produciendo él, pero no entendía por qué. No podía pensar y volvió a sentirse tan confusa como antes. Sólo le sentía indagar en ella. Se sintió igual que cuando Neith lo hacía y le quitaba por completo su voluntad.

Horus había sentido cuánto les odiaba Seth, y sus intenciones. Como de él, también quería entender los deseos más íntimos de su madre. Si iba a luchar por ella debía conocer en qué se basaban las razones de su venganza. A través de sus ojos buscó algún motivo más de lo que ya sabía. Había muchas que conocía: recuperar lo que era suyo, perpetuar todo lo que había creado junto a Osiris, mantener alejado el caos del Nilo. Pero detrás de ello también encontró odio. Parpadeó un par de veces, bajó la mirada y volvió la cabeza hacia un lado. No quiso seguir. Había mucho más, pero no quiso seguir. Horus sabía que su madre tenía la capacidad de leer en los corazones, igual que Neith le había enseñado cómo hacerlo. Al principio no sintió remordimientos pensando que algún día ella también lo haría con él, pero de inmediato se sintió culpable. Neith siempre había respetado los corazones de la gente a la hora de mostrarle el pasado desde que sus padres tomaron el trono, salvo cuando lo hizo la última vez con Seth. Eso había sido una obligación para prepararle. Una vez le dijo que eso era lo único que podía hacer para demostrar el respeto por lo que sucedía más allá de ella.

Isis notó cómo de repente el frío desapareció de su cuerpo. Entendió lo que había hecho y se sintió decepcionada, descubierta. No quería que su hijo hubiera visto sus debilidades. Sabía que no había llegado hasta el final. Respiró hondo, y le acarició el brazo con una mano. Notó como sus músculos se tensaban, pero al mirarla de nuevo ambos asintieron. No iba a tenérselo en cuenta.

Tardaron dos días en disponerlo todo antes de partir. Desde que se levantó Horus esperaba ver aparecer a Neith en cualquier momento. No dejaba de mirar hacia el este donde a lo lejos comenzaban los papiros y las marismas. No apareció. Isis pensó que sería mejor así, pero en el fondo también esperaba que se acercara a despedirles. Horus no dejó de echarla de menos en los cinco años en que volvió a tener a su madre con él.

–  Vámonos – le dijo Isis, al ver que retrasaba su salida preparando su carro.

Horus estaba arrodillado asegurando el cuero de la base del carro, los ejes y las ruedas. Al escucharla, asintió y se levantó de inmediato. No tenía sentido seguir esperando. Miró un momento a su alrededor comprobando que no se olvidaba nada, y al final se quedó con los ojos fijos en los de su halcón, colocado sobre la parte delantera del carro. Al menos se llevaba algo de allí, una de las cosas más importantes que tenía, junto a la corona que llevaba en su caja en la parte delantera. Él montó primero e Isis detrás de él. En ese momento Nubneferu echó a volar y no volvió a él hasta el momento en que cruzaron la frontera.

El resto de sus guardias tenían un carro para cada uno, con las provisiones repartidas entre los siete. Marcharon detrás hacia el oeste para bordear el montículo que les separaba del resto de la llanura de los desiertos de Neith. Horus continuó mirando atrás hasta que ya llevaban casi una hora de viaje hacia el sur. Isis sólo miraba al frente. Quería estar pendiente del momento en que entraran en Egipto.

–       Nada más cruzar haremos lo que os he dicho – anunció Horus al resto de sus guardias cuando Isis le agarró del brazo diciéndole que estaban a punto de llegar –. Petet y Tetet, iréis a Khemnu, y nosotros levantaremos el campamento justo al otro lado. Si sucediera cualquier imprevisto, regresamos a Sais.

Todos asintieron y volvieron a ponerse en marcha. Isis miró al cielo, con ese brillo blanquecino y el sol que ni siquiera en el desierto daba calor. Incluso a eso se había acostumbrado. Pero no lo echaría de menos. Estaba deseando volver cuanto antes, tenía demasiadas cosas pendientes al otro lado. No entendió cómo hubo un tiempo en que pensó abandonarlo todo. Ahora le parecía inconcebible. Miró a Horus de reojo sujetando las riendas con fuerza, mirando al frente, y recordó el momento en que creyó que ya no lo tendría más. Se perdonó el haber considerado no regresar jamás, porque si no le acompañaba él no lo iba a hacer con nadie más.

II. Khemnu

Doce

 

 

 

Isis supo de inmediato el momento que separó Sais de Egipto. Miró contenta a su alrededor y respiró hondo. No le sucedió como la última vez, ahora quería sentir ese momento. El paisaje a su alrededor era el mismo, una llanura de arena y rocas, pero a lo lejos ya se distinguían los riscos al oeste que al otro lado encajonaban el Nilo a lo largo de todo el país. Cerró los ojos un momento al sentir sobre ella el calor del sol.

–  Ya estamos – le susurró Horus.

–  Sí.

–  Es extraño. 

Isis le miró y él se volvió también deteniendo poco a poco el carro. Vio sorpresa en sus ojos y ella no pudo evitar reír. Horus sonrió también.

–  Es cierto – le confirmó –. Llevaba toda mi vida imaginándomelo. Es diferente. 

Isis sabía perfectamente a lo que se refería. Se lo había explicado muchas veces por su propia experiencia, y queriendo advertirle para que no se sorprendiera. Esa sensación de vacío que le había dejado a ella también. La última vez cuando había vuelto para dar a luz se había desesperado, ahora lo había ansiado. El vacío pronto se llenó con la magia de la que había carecido todo ese tiempo y volvió a sentirse como antes.  

–  Espero no volver nunca – susurró Isis, borrando de ella toda sonrisa y mirando atrás de reojo. Pensar ahora en Neith y Sais le intimidó como al principio, a medida que todos sus recuerdos y el peso de ellos volvían a ser también como antes.

–  Entonces habrá que ganar.

Isis asintió, intentando contener todos los sentimientos que la desbordaban. En un primer momento pensó que eso ya no le ocurriría, pero le sucedió igual que la última vez. Se había puesto de repente muy nerviosa y la sonrisa confiada de Horus sólo le había hecho sentirse peor. Su afirmación le evocó por qué estaban allí y todo lo que estaba por llegar. El carro estaba parado, sus guardias se habían detenido detrás de ellos, menos Horus que se había puesto a su altura. Isis pensó en Toth y quiso estar ya con él. Quería terminar con aquello y aún no habían empezado. De nuevo pensó en Osiris. Hacía mucho que no lo hacía de aquella manera, sufriendo. Por él estaban así. Bajó de inmediato del carro y dándoles la espalda se quedó mirando a lo lejos donde intuía que comenzaban los campos de Egipto. Respiró hondo, sintiendo el aire caliente rodeándola. Había olvidado que vivir en Egipto también implicaría convivir con todo lo que allí había sucedido. Sais le evitó todo ello, y lo agradeció en un momento que recordar era demasiado doloroso. Allí era ella misma y así debía ser. Con su magia y con su pasado, y pudiendo pensar con claridad. Al final acabó sonriendo de nuevo. Se acostumbraría de nuevo a su mundo.

Se dio la vuelta cuando escuchó carros moverse y la voz de su hijo dando órdenes. Tetet y Petet salieron de inmediato hacia el sur sin detenerse, y los demás ya habían desmontado y comenzado a prepararlo todo para esperar a recibir la respuesta de Toth. Isis se quedó sentada a la sombra de uno de los carros, observando cómo los demás levantaban las tiendas. Dos, una para ella y su hijo y otra para el resto de sus guardias.

En todo ese tiempo no pudo dejar de pensar en el momento en que Toth les recibiera, pero también en su hermano, Seth. Miraba a su hijo y sabía que pronto tendría que enfrentarse a él en campo abierto. Esperaba que Toth hubiera reunido también un ejército. Al cabo de un rato de estar allí se le había levantado dolor de cabeza por el calor. Había mandado que le trajeran agua y uno de los abanicos de plumas que había fabricado cuando estaban en Sais. No hacer nada la agotaba aún más. Tantos recuerdos en los que no podía dejar de pensar y tantas responsabilidades. Todo parecía más sencillo en Sais.

Al final de la tarde, las tiendas estuvieron listas. Horus se acercó para decírselo a pesar de que veía y escuchaba todo lo que estaban haciendo a unos metros de ella. Agarró su mano que le había ofrecido su hijo y se levantó. Se sujetó a su brazo y caminaron hasta el interior de la tienda. Horus había dejado a Mestet y Mestetet cuidando la entrada, y había ordenado que se fueran reemplazando para hacer guardias día y noche. Sabía que a partir de ahora deberían tomar muchas precauciones. Horus fue a cerrar las cortinas pero Isis le detuvo.

–  Déjalas así – le pidió –. Echo de menos un atardecer. 

Horus asintió y fue a sentarse sobre una alfombra de piel y unos cojines. Habían decidido conformarse con lo mínimo, en caso de que tuvieran que retirarse de inmediato.

Tras un silencio, después de beber un poco de agua, Horus miró a través de las cortinas que su madre le había hecho dejar abiertas. Un tono anaranjado lo envolvía todo y el calor asfixiante del día se fue convirtiendo poco a poco en una brisa suave.

–  Ahora todos los días acabarán así – susurró Horus sin dejar de mirar más allá del umbral.

Isis no contestó. Le miró pero no dijo nada. Dejó que el silencio volviera a inundarlo todo y también sus pensamientos. Estaba bien así. Así es como siempre había querido estar.

–  ¿Vamos a dormir ya? – le dijo Horus en cuanto se percató de que ya era de noche.

Isis tuvo miedo de cerrar los ojos. Recordó de nuevo que estaba en Egipto. No quería que sus sueños volvieran a ella como antes. Era una de las cosas que más temía desde que murió Osiris. Horus supo al instante lo que estaba pensando. Ella misma se había delatado al mirarle con temor, pero no pudo evitar confirmarlo leyendo sus pensamientos rápidamente. De aquella manera sabía hacerlo sin que ella se diera cuenta.   

–  Soñarás – le dijo, intentando darle ánimos. Pensó que los necesitaba –, pero quizá ahora con otras cosas.

–  Te dije que no me gusta que hagas eso – le recriminó, adivinando lo que había hecho por aquella respuesta tan exacta.

–  No volveré a hacer lo de la otra vez – le prometió, pidiéndole a la vez perdón con esas palabras.

Isis respiró hondo y esta vez fue ella quien leyó en su corazón. Aprovechó que estaba mirándole a los ojos.

–  No temas la noche ni la oscuridad – le habló con reproche –, es algo hermoso, que existe gracias a mí y a mis hermanos. 

Y se levantó para coger un par de sábanas que habían dejado en una esquina. Al volver con él le ofreció una y ella se quedó con otra. Horus se había quedado mirándola con una media sonrisa. Le había devuelto su intromisión de la misma manera. Pero estaba tranquilo porque esta vez no le había sentado mal. Todo lo contrario. Era cierto que la primera sensación que tuvo al desaparecer la luz del sol había sido miedo. Había visto la noche muchas veces cuando vio Egipto gracias a Neith, pero estar allí era muy diferente. La explicación de su madre le gustó y le hizo reír mientras se arropaba. Isis contuvo una sonrisa dándose la vuelta para que no le viera hasta que Horus sopló la vela. Le gustaba cuando le sorprendía con alguna de sus osadías pero pensando en su bien.

Al día siguiente no salieron de su tienda, soportando allí las horas más calurosas del desierto. Isis no dejó de abanicarse en todo el día tumbada sobre los cojines, con su abanico en una mano y una copa de agua en otra. Ni siquiera tenía hambre. Horus se había negado a aceptar uno de los abanicos, y aguantaba a su lado sudando y lavándose la cara de vez en cuando. Sus guardias estaban con ellos, sentados en unas sillas junto a la salida. A Tefen y Befen les habían mandado ir a otear los alrededores esa mañana, y a Mestet y Mestetet por la tarde. No vieron nada extraño. Horus, su guardia, se quedó siempre con ellos, intentando distraerse con Isis jugando al senet o cualquier otra cosa. Su hijo lo único que hizo fue reprocharles que no era el momento para jugar. 

Isis le miraba y le ignoraba. Ella no encontraba otra manera mejor para pasar el tiempo. Sabía que estaba muy nervioso y que tardaría semanas en acostumbrarse a Egipto. No podía hablarle porque se enfadaba por el simple hecho de escucharla hablar, cualquier cosa que hacían la criticaba, pero tampoco quería que estuviera solo por si ocurría cualquier cosa. Pasaron tres días más hasta que en una de sus exploraciones de la tarde Mestet y Mestetet regresaron antes de lo normal avisándoles de que sus otros dos guardias estaban de regreso junto a una fuerza de cincuenta hombres con carros y camellos, que portaban los estandartes de Khemnu, las banderas con un ibis. Horus se levantó de inmediato del suelo y ordenó que le acompañaran a recibirles.

–  No – se negó Isis, poniéndose también en pie –, es mejor que esperemos aquí.

–  Voy a ir – le dijo tajante.

–  Es peligroso que vayas por el desierto protegido con sólo dos hombres.

–  ¿Y qué dirán entonces de mí? – le gritó. No iba a permitir que la primera imagen de él fuera la de un rey que no tenía ni siquiera el valor de caminar unas horas por el desierto.

Isis bajó la mirada y asintió. En esas ocasiones sabía que no podía hacer nada.

–  ¿A cuánta distancia están? – le preguntó Isis a sus guardias.

–  Dos horas – le contestó Mestet –. Llegarán al anochecer.

–  Madre – le ordenó Horus –, sácame algo de ropa limpia, y Horus, prepárame el carro. Nos vamos ya. 

Isis fue a buscar un faldellín y una túnica de la otra tienda. No tenían ni joyas ni perfumes. Neith nunca se los había dado. Esperaba que con la ropa fuera suficiente para dar la imagen que pretendía ante los que debían servirles. Ella misma todavía llevaba lo que había utilizado durante todos esos años en Sais. Una simple túnica de lana como la que usaba Neith. Ella había regalado ropa a Horus y a sus guardias, a Isis nunca. Buscó una de las túnicas de su hijo para ella y una cuerda con la que ceñírsela a la cintura para arreglarse en el tiempo que tardaran en regresar.

–  Vísteme – le dijo Horus en cuanto regresó.

Su voz era áspera. Ni siquiera la miró al entrar. Aunque no quería decir nada, le molestaba esa actitud constante en los días que llevaban allí. Ya se había lavado y estaba de espaldas a ella secándose con un trapo de lana. Dejó la ropa a un lado y fue vistiéndole poco a poco. Primero el faldellín de lino, cruzado en la parte delantera y ajustándoselo con un imperdible en el lado derecho. Encima le puso un cinturón de cuero.

–  Espero que no trates así a los enviados de Toth – le dijo, mirándole de reojo mientras le abrochaba la hebilla de bronce con su nombre.

–  Les trataré como crea conveniente – y sin darle tiempo a contestar le señaló el cofre de alabastro que habían dejado en la parte trasera oculto entre las lonas de la tienda y unas pieles –. Ponme la corona.

Antes de ello le vistió con la túnica, que terminó él de abrocharse con un nudo a la altura del pecho. Isis le puso la corona y se quedó un rato mirándole a los ojos. Horus no le apartó la mirada. Isis se había resistido a reprocharle nada, pero temía que con los enviados de Toth mostrara esa misma actitud. No lo podía permitir. Ante la vanidad y el orgullo que Horus le demostraba sintió rabia e impotencia al ver que ya no podía controlar de primera mano cada situación. 

–  No hagas que prefieran a Seth en vez de a ti – le susurró –. Empieza ahora mismo a comportarte como se espera de ti.

No pensó lo que decía, hubiera preferido no compararle con su hermano. Se arrepintió en cuanto lo dijo, pero no se retractó. Ante la mención de Seth, Horus respiró hondo, y negó en silencio, reprochándole que se hubiera atrevido a eso.

–  ¿Y tú a quien prefieres?

Su pregunta había sido retórica, se dio la vuelta y se marchó sin detenerse. Isis no se movió. Había entendido que no quería que le dijera una palabra más. Desde el interior escuchó cómo se marchaba con los carros. Esperó hasta que no oyó nada para moverse, y vio que Horus, su guardia, estaba en la puerta. La miraba condescendiente. Isis intentó sonreírle, pero al instante volvió a mirar al suelo donde había dejado la túnica con la que se iba a vestir. Lamentaba empezar enfadada con él.

–  Mi señora – le habló Horus –, ¿os dejo sola?

–  ¿Mi hijo era así cuando estaba contigo?

–  No.

–  Tú cumples sus órdenes sin enfrentarte a él – entendió –. A veces no sé cómo hacerlo. Quiero consentirle pero no voy a permitir que me considere uno de sus súbditos. A mí no me da órdenes.

Isis intentó justificarse ante él. Horus simplemente la escuchaba. Se quedó en silencio pensando en la situación. No estaba acostumbrada a sumirse ante nadie. Salvo a Neith, recordó ofendida, y a veces veía en ella a su hijo. Esa manera de mandarla y de mostrar sus órdenes como incuestionables. Pero él también había aceptado, cuando Neith le devolvió la corona, que respetaría las leyes de Egipto. Ella misma también había respetado los consejos de quien consideraba mucho mejor que ella. Toth, Seshat, Maat. Incluso de aquellos que tenían cualquier sugerencia.    

–  Con Osiris era todo más fácil – suspiró.

Sabía que ya no era la reina. Ahora era la madre del rey. Y era una de las cosas que no quería aceptar. Ella quería seguir gobernando como antes. Miró de nuevo a Horus y vio que aún esperaba junto a la puerta. 

–  Estaré al otro lado por si necesitáis algo.

Isis asintió. Se entretuvo lavándose, vistiéndose y peinándose hasta que Horus le avisó de que su hijo y el resto de su séquito estaban a punto de llegar. Verle acercarse al frente de la comitiva le hizo olvidar por completo su discusión y sus preocupaciones. Aquello era una pequeña muestra de todo lo que estaba por llegar. Esperó a los pies de su tienda hasta que Horus detuvo el carro a unos metros de ella.

–  Tenemos las rutas del Nilo aseguradas – le sonrió con orgullo.

Era casi de noche. La luz del atardecer ensombrecía su rostro, pero vio que estaba feliz. Desmontó del carro, llevaba a Nubneferu sobre su hombro. Isis lo miró un momento antes de sostenerle las manos. Habían sido muy rápidos. Habían tardado tres días en recibir una respuesta. No se detuvo mucho con su hijo, asintió, e hizo que se diera la vuelta sosteniéndole de una mano. Con él a su lado se dirigió al resto de los que aguardaban enfrente de ellos.

–  Sed bienvenidos – dijo en voz alta.

–  Señora de las Dos Tierras – escuchó de un hombre que estaba sobre su carro al lado del de su hijo. Le sorprendió su intervención, al principio no reconoció su voz, pero al mirarle, distinguió entre las sombras al jefe de la guardia de palacio de Toth, Nuhef –. Sed bienvenida también vos a las regiones del Norte, tierras que han sido vuestras y ahora de vuestro hijo, y por las que lucharemos en el nombre del rey Horus.

–  Ellos ya me han jurado – le susurró Horus a su madre. Isis asintió levemente –. Sabía que era lo mejor salir a recibirles. Y les he tratado como se merecen.

Isis estaba orgullosa porque Toth hubiera mantenido el Norte leal a ella. Le había preocupado la mención de una posible guerra. Sabía que la situación era muy inestable. 

–  Nuhef, hoy cenarás con nosotros. A los demás siento no tener nada más que ofrecerles que un desierto sobre el que levantar sus tiendas. Mañana por la mañana saldremos hacia Khemnu. Yo misma me encargaré de que recibáis una recompensa por vuestra lealtad.      

De inmediato escuchó el sonido de las espadas sobre los escudos en señal de su reconocimiento. Cuando el sonido cesó, cada uno se organizó en aquella explanada de roca y arena. Isis se acercó con Horus a Nuhef y dio un saludo más cercano.

–  Me alegra que Toth haya organizado esta partida tan rápido.

Le comentó, aún sorprendida, de que hubieran llegado desde Khemnu en tan poco tiempo.

–  En cuanto recibimos a vuestros mensajeros no dudó en mandaros ayuda. Os traemos también comida, agua y bebida. Supuso que os haría falta – Nuhef se dio la vuelta buscando a alguien –. ¡Asuit! – grito, y de inmediato el jefe de las cocinas de Khemnu estaba con ellos. Isis también le conocía muy bien de haberle servido muchas veces la comida en el palacio de Toth –. Lleva una buena cena a la tienda del rey y su madre.

Asuit asintió primero a él, y después se inclinó ante Isis y Horus. Isis miraba a su alrededor, sombras que se movían de un lado para otro, las antorchas que comenzaban a encender y que le permitían ver cómo se iban levantando sus tiendas. Todo ello y encontrarse con rostros que ya conocía le hizo sentir todo un poco más real. Hasta entonces, y más aún en Sais, todos sus propósitos le habían resultado una simple quimera.

Nuhef ordenó a uno de sus acompañantes que se ocupara de sus carros y sus caballos. Él encabezaba la comitiva, pero aunque la oscuridad le impidió distinguir al resto, sabía que Toth había mandado a sus hombres más fieles. Estaba muy tranquila, pero por otra parte, cuando entraron en la tienda acompañados de Nuhef se inquietó. Él le contaría la verdadera situación de Egipto. Por eso había querido cenar con él. 

Se sentaron los tres en el suelo sobre la alfombra y recostados en los cojines. Uno de los otros encargados les había traído cerveza y mientras preparaban la cena, Isis comenzó a preguntarle. La eludió disculpándose que no tenía autoridad para responderle. Les sirvieron frutas, pescado y carne seca, queso, pasteles y pan. Aún así Isis lo agradeció profundamente, y al mirar a Horus supo que también estaba contento, y aunque en ese momento había cosas que le preocupaban más, ese detalle sólo le confirmó la devoción que aún le guardaban tras veinte años de ausencia y la confianza por un rey que aún no conocían.

–  Toth quiere ser el que os informe de todo – le dijo al final –. Me ha ordenado deciros que vos y vuestro hijo regresaréis conmigo y con diez de mis hombres por barco a Khemnu. No habrá peligro. El resto se ocuparán de vuestros carros y continuarán por carretera. Llegarán más tarde, hemos forzado mucho a los animales al venir aquí sin descansar apenas nada. Toth insistió en que quería teneros en su palacio en menos de una semana. 

Isis no insistió en sus preguntas, pero acabó siendo una cena incómoda. Después de aquello ya no tenía nada más que decirle. Sin haber terminado, Nuhef se retiró con la excusa de tener que supervisar que el campamento hubiera quedado bien. Horus se había mantenido un poco ausente de la conversación. Había llevado consigo a su halcón y se había entretenido dándole de comer también a él.

–  Se le notaba preocupado – dijo Isis de repente cuando el jefe de la guardia de Toth se hubo marchado –. La situación es mucho más grave de lo que pensaba.

Horus levantó la cabeza para mirarla. La observó un momento mientras pensaba. Isis estaba recostada de lado, apoyando su cabeza sobre su mano. Tenía el pelo recogido en una trenza a su espalda, y sus ojos verdes resplandecían con un brillo dorado por la luz anaranjada de las velas. Le había resultado extraño verla con una de sus túnicas, pero reconoció que estaba guapa. Por primera vez pensó que en el futuro necesitaría a una reina que le ayudara a regir las Dos Tierras. Pensó en las opciones y no encontró ninguna. Debía buscar una buena alianza para mantener la paz después de la conquista del Sur. A la vez se arrepintió de haberla ofendido en más de una ocasión. Horus se quitó la corona y la dejó a un lado. Se dio cuenta que estaba regresando a un mundo que ya había sido modelado por otros en el pasado y que era a su juego al que tenía que adaptarse. No podía permitir una división entre los dos. Ella tenía todos los apoyos indispensables que necesitaban. Si le guardaban lealtad a él, primero era por ella, pero a la vez tenía que demostrar su propia valía. Comprendió de nuevo por qué su madre había insistido tanto. Tenía razón.

–  Toda mi vida me he preparado para encontrarme con una situación difícil – le contestó.

En ese instante Isis levantó la mirada a sus ojos.

–  Pues mentalízate para una guerra.

–  Ya lo he hecho – le confirmó –, más aún cuando Neith me mostró el corazón de Seth.

–  Nunca he vivido ninguna – le confesó, pensando aún en la guerra –. Cuando mi hermano y Hathor se rebelaron contra nosotros conseguimos un acuerdo antes de llegar a enfrentarnos en una batalla. Estaba todo listo, pero aceptamos las condiciones. Teníamos más miedo nosotros que ellos, y Seth sólo pidió mantener Nubt y Gebtu en Egipto. Osiris nunca quiso luchar y el pacto le resultó aceptable. Toth quiso castigarle, le condenó al desierto, pero Osiris aceptó que se quedara con las dos ciudades en el Valle. Y Hathor siguió gobernando en Dendera por petición de su padre.

Isis volvió a quedarse en silencio, recordando aquellos años. Se calló cuando vinieron a ella todas las consecuencias del acuerdo. Su estancia en El Oasis y la traición de Osiris. Horus confirmó que incluso en ese momento en que su madre le hablaba de guerra, sostenía la posibilidad de alcanzar algún pacto. Para ella sería difícil enfrentarse a su hermano, pero para él no. Después de todo no entendía como aún consideraba como posible un acuerdo de paz antes de la guerra. Cuando había podido ver todo el odio que ambos acumulaban.

–  Esta vez no será como aquella – le predijo –. Yo lucharé.

–  No me vale que luches, quiero que ganes.

–  Ganaré.

Isis asintió, todavía recordando los primeros años de su reinado. Ahora eran los primeros para su hijo y habían empezado de la misma manera. Sólo que esta vez se jugaban mucho más. Recordó lo que le dijo Neith, que era contra Seth con quien luchaba. Si en un instante había recordado que hubo una vez en que sintió afecto por él, supo que desde hacía mucho la quería muerta a ella y a su hijo. Isis había jurado destruirle en su propio palacio. Cumpliría esa promesa.

–  Estoy cansada – le dijo a Horus.

Él asintió y se puso en pie.

–  Voy a despedirme de Nuhef, no hemos hablado de lo que haremos mañana exactamente. Vuelvo en seguida.

Isis asintió y se tumbó sobre los cojines mirando el techo de la tienda para esperarle. En dos días estaría de nuevo en Khemnu. A ella le esperaba mucho más que una guerra. Toth tenía que enseñarle muchas cosas en las que había estado trabajando todos esos años. Le había prometido que a su vuelta le enseñaría lo que tenía preparado para hacer realidad el Reino de Occidente. Estaba impaciente porque le juró que le ofrecería mucho más de lo que ella imaginaba, y sabía que siempre superaba con creces sus expectativas. Si todo fallaba no estaba dispuesta a dejarse matar por Seth y que olvidaran su nombre; aún si lo hacía, quería tener una esperanza allí, junto a Osiris, permanecería siempre viva a su lado. Seth no sabía nada de todo aquello. Siempre tan simple, subestimándola.

Isis se quedó dormida sin darse cuenta de cuándo Horus regresó a la tienda. Sus pensamientos se prolongaron en un sueño tranquilo, como los que había tenido en los últimos días. Soñó que volvía a encontrarse con él en la tumba subterránea de Abydos en la que había pasado setenta días con Toth y Anubis, en los que le momificaron y le resucitaron. Soñó con los tres días que pasó con él. Toth la despidió con su mirada determinante y advirtiéndole que el objetivo de estar con él era concebir el hijo legítimo que uniría las Dos Tierras. Toth cerró la puerta y ella se quedó observando por un tiempo indefinido el cuerpo de Osiris momificado sobre una mesa de alabastro que sus patas terminaban en garras de león doradas y en el extremo de los pies estaba forjada una cola del mismo animal toda ella de oro que se levantaba hasta la altura de sus ojos.

La sala estaba iluminada por cuatro antorchas, una en cada esquina orientada a los cuatro puntos del universo. El resto de las paredes estaban cubiertas de imágenes y palabras sagradas de protección. La del oeste era la más importante. Allí estaba tallada una falsa puerta en la roca, también conjuros que en su día harían accesible a Osiris el paso a ese otro mundo. Pero lo primero ahora era devolverle a la vida. Era lo que más anhelaba. Se acercó a él y le quitó con cuidado los vendajes de la cara. Le miró un momento y continuó con el resto del cuerpo. Isis contuvo las lágrimas al verle todas las cicatrices que delataba el lugar por el que Seth le había pasado su espada y que Anubis había cosido con todo su cuidado. Habían dejado su interior vacío salvo el corazón. Eso era lo único que necesitaría para vivir. El resto de sus órganos ahora descansaban momificados en cuatro vasos a los pies de la mesa. En Occidente no los necesitaría, y en vez de eso ella misma le fabricó unos nuevos hechos de lino empapados en miel e incienso que no envejecieran jamás. Alrededor de la mesa, en el suelo, estaban también todas las cosas que habían sido suyas y que Isis le había traído para que siempre las tuviera con él cuando despertara. Comida, bebida, vestidos, sandalias, perfumes, maquillaje, joyas, y también algunas de ella para que la recordara. Además, Anubis le había traído flores y Toth algunos papiros y tinta. Aún podía oler en el incienso el aroma del loto que cubría la mesa donde estaba.

Isis observó su cuerpo y lo deseó cómo antes. Puso una mano sobre su corazón que no latía y no pudo evitar llorar por el dolor de haberlo perdido. Respiró hondo y se quitó su vestido, se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se subió de rodillas a la mesa junto a él. Seth había echado su miembro a los oxirrincos para eliminar cualquier amenaza de un hijo legítimo, pero ella le había fabricado uno nuevo de madera y lo había cubierto de magia. Eso no hizo que no doliera. Se apoyó en sus hombros al colocarse sobre él y en el momento en que lo sintió en ella cerró los ojos. Isis contuvo un gesto de dolor. A pesar de su magia y de los aceites con los que lo había cubierto, la madera rasgó su piel dentro de ella. Se inclinó sobre él hasta tumbarse sobre su pecho. Continuó porque era su deber tener un heredero. Le sostuvo su cara entre sus manos y susurró palabras junto a su boca. Isis hizo que respirara su aliento para transmitirle de nuevo la vida y supiera que era ella la que siempre había estado a su lado, su hermana, la misma a la que había amado en la tierra. Y en ese momento volvió a escuchar su corazón. Se incorporó unos centímetros para mirar a Osiris a la cara. Le sentía vivo.

Primero sonrió y después abrió los ojos. Isis, le susurró, estás conmigo. Ella le besó, le abrazó mientras él se sentaba en la mesa sosteniéndola fuerte encima de ella. Pero no llores, le decía sonriendo. Pero ella no podía decir ni hacer nada más que seguir queriéndole. El dolor ya no le importaba, de hecho, ya sólo sentía placer. Cuando terminaron no quiso separarse de él. Durante tres días no se separó de su lado. Lo había echado tanto de menos, y la idea de abandonarle le hacía quererle aún más. Antes de irse, ella volvió a cubrir sus heridas con las vendas, aún no estaban completamente curadas y Osiris le había dicho que le dolían. Intentó que su magia le calmara algo el dolor. Él le había dicho en el último momento, cuando Toth abrió la puerta, que no se fuera. Ella había sonreído, se había marchado agarrando la mano que Toth le ofreció y se había refugiado en su abrazo. Pero en el sueño, ella se quedaba. Al abrir los ojos aún le quedaba esa sensación de sentirle junto a ella, su olor a mirra, el lino impregnado de resinas e incienso, su voz que a veces creía haber olvidado. Isis miró a su alrededor y vio Horus todavía dormido. Su hijo tuvo razón en que ahora sus sueños serían diferentes. Ya no le hacían daño. Podía descansar.


Trece

 

 

 

Se vistieron con la misma ropa que habían llevado la noche anterior. Nada más amanecer abandonaron el campamento, Isis y Horus en un carro, Nuhef en otro a su derecha, y un poco más atrás Petet y Tetet seguidos por el resto de los hombres que habían seleccionado para acompañarles. El resto habían quedado al mando de Horus que les seguirían con los animales y los carros por carretera con varios días de retraso. Tardaron una mañana y parte de la tarde en atravesar el desierto hasta el Nilo. Habían ido en perpendicular para tomar el río todavía en el Delta, al sur de Jem.

Isis se quedó mirando hacia el pueblo que se recortaba en la orilla izquierda del Nilo mientras montaban en el barco que les estaba esperando, una de las medianas embarcaciones de Toth. De nuevo reconoció muchas caras conocidas entre los marineros de Khemnu, pero con la imagen de Jem ante ella sólo pudo recordar los días que había pasado allí. Pensó en Neftis y en lo que le habría ocurrido al regresar a El Oasis. Horus jamás la mencionó cuando le habló de las cosas que había visto de Egipto. Temió que le hubiera pasado algo malo.

–  Horus – le llamó y le hizo un gesto para que se acercara.  

Isis estaba en la popa, ajena al barullo que se extendía por cubierta. Horus estaba con Nuhef organizándolo todo. Le vio disculparse y acercarse a ella. Se quedó a su lado esperando una explicación. Isis se apoyó contra la barandilla con los brazos cruzados.

–  ¿Qué ocurrió con Neftis?

Horus no pudo evitar mirar sobre su hombro y fijar la mirada en el pueblo un momento. Le incomodaba el hecho de saber que ese era el lugar donde había nacido. Él era un rey y se hubiera merecido el mejor palacio de Egipto. Neith le había mostrado su nacimiento, y lo importante que fue Neftis para él y para su madre esos días. Le perdonaba que hubiera sido en Jem porque no tuvo otra opción. Suspiró al pensar en su tía. No quería hablar de ella. Fue la única persona que le había producido una sensación tan incómoda. Mientras tenía agarradas las manos de Neith notó cómo le inundaba el pesar y la resignación, en medio de una leve felicidad.

–  ¿Por qué me muestras esto? – le preguntó. No le había gustado.

–  Esa es la persona que te tuvo en brazos al nacer.

–  ¿Mi madre?

–  Sabes que no.

Y después de ello le transmitió un dolor infinito.

–  Esa era tu madre.

–  Neftis – comprendió.

Ese mismo día la apartó de su mente y jamás volvió a pensar o hablar cualquier cosa de ella, y ahora Isis le estaba haciendo recordar. Neftis le producía una mezcla de sentimientos. Había sufrido toda su vida y lo seguía haciendo. Estaba resignada a ello. Vivía con la opresión de haber deseado ocupar el lugar de cualquier otro, y con envidia por lo que Isis y Osiris habían poseído. Él siempre había pensado que había sido ese rencor por lo que no podía tener lo que le hizo entrometerse. La consideraba una persona fría, amargada, calculadora, que había logrado engañar a sus padres para favorecer a Seth. Tras su nacimiento se lo había contado todo. Lo sabía por otras veces que Neith le dejó ver los ánimos que inundaban El Oasis. Si era reina del Desierto y junto a Seth podía convertirse además en Señora de las Dos Tierras, no entendía por qué iba a ayudar a Isis a nada. Todo lo contrario, le convenía traicionarla para conseguir lo que siempre había querido. Y su madre no lo veía. Era a la única persona que no quería conocer. Como le había dicho a Neith, no le había gustado. Pero luego sabía que su madre la quería, que su padre la había querido, y que Isis había aceptado a su hijo como si fuera suyo. Consideraba que Neftis sólo estaba jugando con ellos, pero no quería hacer más daño a su madre en ese momento.    

–  Ahora no tenemos tiempo para hablar de esas cosas – le dijo muy serio.

–  Dime al menos si está bien – le suplicó.

–  Está bien.

–  ¿Seth le hizo algo cuando regresó?

–  No tenemos tiempo – se disculpó y sin darle tiempo a nada más volvió con Nuhef a seguir organizando a los marineros hasta que zarparon. No se detuvieron hasta llegar a Khemnu. El viento del Norte y la fuerza de los remeros, que no se detuvieron en toda la noche ni en la mañana siguiente, les hizo alcanzar las murallas de Khemnu al mediodía.

–  Son inmensas – susurró Horus, que se había sentado a su lado hacía un momento.

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