Iris

Iris


Capítulo 4

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Segundos antes Iris se había puesto tan furiosa con Monty que le habría alegrado que alguien lo hubiese sacado de allí.

Pero en aquel momento le irritaba que Frank se inmiscuyera.

—Simplemente estamos discutiendo ciertas diferencias que tenemos. El señor Randolph piensa que yo no tengo ningún derecho a estar en este camino. Acaba de ordenarme que regrese a casa.

—Tú no tienes ni voz ni voto en los asuntos relacionados con el Doble D —dijo Frank, dejando ver su hostilidad en todos sus gestos—. Ahora es a ti a quien te tenemos que ordenar que regreses a tu campamento.

Iris sólo había hablado como lo había hecho porque estaba demasiado enfadada para pensar. No había sido su intención enemistar a aquellos dos hombres. Demasiado tarde recordó el antagonismo que existía entre ellos.

—Mi asunto es con la señorita Richmond —dijo Monty, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar el desprecio que sentía por Frank—, pero también te concierne a ti. Más vale que regreséis mientras podáis hacerlo. Tú no sabes mucho más de arrear ganado a Wyoming que ella.

—Yo llevaré a la señorita Richmond a Wyoming, si eso es lo que ella quiere. Ni tú ni toda tu cuadrilla de vaqueros podrán detenernos.

—No tendremos que hacerlo. Os detendréis por cuenta propia.

Frank parecía tan furioso que por un momento Iris pensó que iba a atacar a Monty. Pero eso sería una locura. Todo el mundo sabía que Monty era brutal a la hora de pelear. Nadie hablaba de eso cuando alguno de los Randolph estaba cerca, pero la historia de aquella pelea en México había sido contada cientos de veces aquel año.

Iris se interpuso entre los dos hombres.

—Regresa a tu campamento, Monty.

—Vuelve a casa mientras aún puedas hacerlo. Si no te mueres de sed o los cuatreros no se llevan todo tu ganado, los indios podrían intentar atacarte —miró a Frank, y luego de nuevo a Iris—. Si tienes que ir a como dé lugar, déjame ayudarte a encontrar un arriero que pueda ocuparse de este trabajo —Monty se volvió y se subió a su montura de un salto—. Si decidís seguir —dijo, volviéndose hacia Frank—, será mejor que te mantengas lo más alejado posible. Si haces algo que ponga en peligro mi ganado, te cortaré por la mitad. Si dejas que algo le pase a Iris, te cortaré en pedazos aún más pequeños. —Y obligó a su caballo a dar media vuelta y se alejó al galope.

—Llamaré a dos de los chicos y…

—Tu trabajo es llevar esta manada a Wyoming —dijo Iris, que había quedado atónita ante el comentario que Monty hizo antes de partir—. Yo me ocuparé del señor Randolph.

Monty maldijo para sus adentros durante todo el viaje de regreso. No había estado en aquel camino más de dos semanas y ya tenía problemas con Iris y su capataz. A George no le gustaría en lo más mínimo. Siempre había pensado que Monty hacía juicios demasiado precipitados, que era demasiado apresurado al actuar.

Monty no lo entendía. Madison tenía muy mal carácter, pero a nadie parecía importarle. El de Hen era aún peor, pero nadie le prestaba ninguna atención. Pero si Monty llegaba a hacer la más mínima cosa, George enseguida se metía con él.

Monty siempre había tenido un temperamento muy explosivo, lo había heredado de su padre. Siempre había hecho juicios atolondrados, siempre había sido demasiado impulsivo. Eso también lo había heredado de su padre.

Maldito fuera su padre. La sombra de aquel hombre aún se cernía sobre toda la familia, recorría sus venas y los oscuros recovecos de sus mentes como un veneno, y se colaba en todo lo que hacían, en todo lo que pensaban. ¿Por qué Monty no podía ser como Salino? Él nunca parecía dejarse perturbar por nada. Nunca alzaba la voz ni actuaba sin reflexionar. George probablemente deseaba que Salino fuera su hermano en lugar de Monty.

No, eso no era verdad. Independientemente de lo que Monty y sus hermanos hicieran, ellos sabían que siempre podían contar con el respaldo de George. Era posible que los reprendiera verbalmente cuando llegaban a casa, pero en ningún momento podían dudar de que George los quisiera.

Los quería casi demasiado. La responsabilidad de intentar ser merecedor de un cariño tan intenso como aquél hacía que aún las más mínimas faltas parecieran mucho más graves de lo que realmente eran. Ésta era una de las razones por las que Monty se marchaba a Wyoming. Quería darse un respiro.

Bajó una colina y cruzó un riachuelo casi perdido entre las hierbas y la maleza que ocultaban sus orillas. El nivel del agua era tan bajo que prácticamente la mitad de su lecho arenoso había quedado a la vista y estaba completamente seco.

Con Iris Richmond viajando delante de él, su vida no iba a ser nada fácil. Y menos aún si seguía actuando como lo había hecho hacía un momento.

No sabía qué le había pasado. Nunca tuvo la intención de besarla, y mucho menos de la manera en que lo había hecho.

Salió del riachuelo y subió una pequeña pendiente a medio galope, para finalmente llegar a una sabana donde la poca lluvia había hecho que la distribución de la hierba fuera bastante irregular. Cabalgó a través de un campo de flores celestes que le llegaban a Pesadilla casi hasta el estómago. Un viento fuerte, al que las manchas de mezquites y uñas de gato no le impedían el paso, azotaba la abierta sabana formando ondas de color verde pardo en la hierba nueva. Robles aislados, deteriorados por la intemperie, se encontraban dispersos por toda la sabana como si se tratase de los soldados de un ejército derrotado que se batían en lenta retirada hacia las colinas verde azuladas que se veían en la distancia.

Iris necesitaba que le dieran unos cuantos besos apasionados. Probablemente nunca había permitido que esos caballeros de cartón piedra de San Louis le dieran más que un casto beso en la mejilla. Si ella seguía mandando invitaciones, iba a recibir muchas respuestas afirmativas.

«¿Y tú que le responderías? Si ella te lo pidiera, ¿aceptarías?».

Monty no quería responder a esa pregunta. Desde que Iris había regresado a casa, él se había estado diciendo que no quería tener nada que ver con ella, pues se había convertido en una Helena sólo que más joven.

Pero se había equivocado. Aquel beso, el sentir a Iris entre sus brazos, había destruido todo el dominio de sí mismo que pudiera tener. Iris era una criatura despampanante y llena de vitalidad, que luchaba por sobreponerse a un golpe que habría abatido a una persona menos resuelta. Era imposible no sentirse atraído por su temple casi tanto como por su cuerpo.

Sin embargo, Monty no se engañaba. Fue su cuerpo el que hizo que él cambiara de decisión. No había sabido cuán fuerte era la atracción que sentía hasta que la estrechó entre sus brazos, hasta que la besó y la obligó a responderle. Iris no era una aventurera insensible como Helena. Era una mujer apasionada a quien probablemente su cuerpo dominaba más que su mente. Este sólo pensamiento inflamaba los sentidos de Monty. También inflamaba su cuerpo.

Razón de más para que ella no estuviera en aquel camino. No había nadie que pudiera protegerla. Definitivamente no podía contar con Frank.

Quizás volviera a hablar con ella.

Monty se maldijo. Iris no estaba bajo su responsabilidad. Ella misma se lo había dicho.

Tal vez no lo estaba, pero no había podido dejar de preocuparse por ella cuando era apenas una chiquilla. Y no podía dejar de hacerlo ahora que era una hermosa mujer.

Se detuvo. Una brillante mancha de amapolas rojas atrajo su atención. Quiso desmontar para hacerle un ramo a Iris. A las mujeres les gustaban esos pequeños detalles, y él había sido muy duro con ella. Pero decidió no hacerlo. Ella creería que él se traía algo entre manos, y los hombres pensarían que era una locura.

Sin embargo, era una pena. No durarían mucho con aquel calor.

Ella no sabía nada de la vida, de la verdadera vida. De lo contrario, no habría tomado la alocada decisión de mudarse a Wyoming. No sabía nada respecto a las tormentas de nieve ni a las temperaturas de cuarenta grados bajo cero. Probablemente no lograra sobrevivir al invierno.

Monty empezó a maldecir de nuevo. No tenía tiempo de enseñarle. Pero tampoco podía permitir que avanzara a tropezones, contando únicamente con la orientación de Frank. Posiblemente no podría perderla de vista hasta que llegaran a Wyoming.

Este pensamiento casi lo hizo perder los estribos, y entró en el campamento cabalgando a todo galope.

Tyler había levantado el campamento corriente arriba del hato, en la parte más seca de la llanura. Cactus espinosos se mezclaban con salvias moradas y mezquites. Un bosquecillo de robles atrofiados ofrecía una acogedora sombra donde era posible guarecerse del sol.

—¡Se niega rotundamente a regresar! —le gritó Monty a Zac en el momento en que se bajaba de Pesadilla—. No quiso escuchar nada de lo que le dije.

—Si le gritaste como lo estás haciendo ahora, a lo mejor no pudo oírte.

—No empieces tú también a decir tonterías —espetó Monty.

Zac dio un salto para alejarse de él.

—Rose dice que ninguna mujer puede oír nada cuando le gritan.

—Ése es el disparate más grande que he oído.

—Te reto a que le digas eso a Rose —lo desafió Zac con una sonrisa burlona.

Monty abrió la boca para responderle, pero luego decidió no decir nada. A veces pensaba que las ideas de Rose eran algo disparatadas, pero la quería y la respetaba demasiado como para decirle eso. Además, si se atrevía a decir una sola palabra en su contra, George lo mataría. Prefería hacerse cargo de toda la cuadrilla de vaqueros de Iris, a tener que vérselas con George cuando se enfurecía.

—Guarda todos los caballos.

—Ya están en el corral.

—Entonces ve a ayudar a Tyler a preparar la cena.

—Ese no es mi trabajo —Zac de vez en cuando volvía a hablar de una manera poco cuidada, ahora que ni George ni Rose estaban presentes para corregirlo—. Además, está creando de nuevo. Sabes cuánto odia que alguien se le acerque cuando está a punto de concebir algo que se le ocurrió apenas treinta minutos antes de servir la cena.

Monty gruñó. Imágenes de la cena que el cocinero de Iris estaba preparando pasaron flotando frente a sus ojos.

—No más de lo que yo odio tener que comer lo que él prepara. ¿Por qué no puede limitarse a hacer judías con tocino?

—Porque se considera un gran cocinero —dijo Hen, entrando en el campamento con un antílope sobre su silla de montar—. Desde que Rose le dijo que era mucho mejor que ella, no hay manera de impedirle que cocine.

—No dejes que estropee el antílope —rogó Monty—. Quiero que lo corte en lonchas para hacer bistecs, y que lo prepare de una manera muy sencilla.

—Tyler no puede cocinar de una manera sencilla —apuntó Zac—. Dice que es indigno de él.

—Yo le enseñaré lo que es indigno de él.

—Siéntate y tranquilízate —le aconsejó Hen mientras desmontaba—. No dejes que Iris te crispe los nervios.

—Esto no tiene nada que ver con Iris.

Hen miró a su hermano dándole a entender que sabía que no era así, luego empezó a soltar al antílope de la silla de montar.

—Está bien, ella me hizo perder los estribos —reconoció Monty—. Es la mujer más testaruda que he conocido.

—¿Quieres decir que no se dejó seducir por el célebre encanto de los Randolph?

Monty sonrió afablemente.

—Estuvo a punto de sacarme un ojo con una maldita sombrilla. ¿Puedes imaginar a una mujer llevando una sombrilla y un vestido de flores casi transparente en un camino de arrieros?

—Eso es exactamente lo que Helena habría hecho. —Hen levantó al antílope de la silla.

—Con toda seguridad —respondió Monty. La irritación empezaba a invadirlo de nuevo—. Eso es todo lo que sabe hacer, actuar igual que su madre.

—¿Qué esperabas?

—No esperaba nada, pero pensé que se portaría como una chica sensata y se quedaría en San Louis.

—Pues no lo hizo, y de ti depende convencerla de regresar a casa.

Monty siguió a Hen al lugar donde éste ató el antílope a la rama de un árbol, muy lejos del suelo.

—He hecho todo lo posible, excepto arrojarla sobre mi montura.

—Me sorprende que no hayas hecho eso.

Monty hizo caso omiso del comentario de su hermano.

—Si quieres que se marche, ve tú a hablar con ella.

—Rose es la única mujer con la que yo hablo. Saca a Brimstone —dijo Hen, volviéndose hacia Zac—. Saldré a cabalgar esta noche.

—Hay otros ciento veintiséis caballos en ese corral —dijo Zac, recibiendo el caballo de Hen—. Te daré cualquiera de ellos. Pero si quieres a ese demonio loco, puedes ir a buscarlo tú mismo. No voy a hacerme matar sólo para que tú puedas salir a cabalgar de noche en un caballo chiflado.

—Cobarde.

—A lo mejor, pero no soy ningún tonto.

—¿No piensas esperar la cena? —le gritó Monty a Hen cuando éste se dirigió al corral a ensillar a Brimstone.

—No. Corté dos pedazos gruesos de carne. Los asaré después.

—¡Maldición! —exclamó Monty, sabiendo que la decisión de Hen de hacer su propia comida significaba que Tyler estaba preparando algo que él consideraba incomible—. Lo mejor sería que fuera a comer fricasé con Iris.

* * *

Iris se levantó de la silla y dejó su plato en los escalones del carromato. Sólo había comido unos pocos bocados de su fricasé. No le había gustado. Apenas había probado el café negro. Estaba muy amargo, y lo tiró al suelo. Se encontraba demasiado molesta con Monty para tener hambre. Y demasiado enfadada consigo misma.

Ningún hombre la había besado ni manoseado nunca de aquella manera. Nunca lo había permitido. Pero Monty no había preguntado nada, ni tampoco había prestado ninguna atención a sus objeciones. Y si no hubiera salido corriendo para que no pudiera alcanzarla, era muy posible que él le hubiera dado unas palmadas en el trasero allí mismo.

Podía ver que su cuadrilla de vaqueros se había reunido en torno al carromato de provisiones a unos treinta metros de distancia. Se sentía completamente aislada, excluida. Vio a los hombres andando de un lado para otro, los oyó reírse. Se preguntó si sabían algo, si Frank les había contado lo sucedido. Se preguntó si estarían riéndose de ella.

Sus mejillas se encendieron con sólo pensar en ello.

Sería mejor que lo reconociera de una vez por todas. Monty le seguía gustando. No podía entender qué le fascinaba tanto de él, si su estatura, su aspecto físico o su indiferencia hacia ella. Fuese lo que fuese, era lo suficientemente fuerte para dejarla tan indefensa como una tonta. Esperaba poder entenderlo pronto. Una capitulación irreflexiva podía ser aceptable para una niña de trece años, pero era peligrosa para una mujer.

No obstante, aquellos habían sido los quince minutos más emocionantes de toda su vida. Incluso en aquel momento su cuerpo seguía sintiendo la electricidad de sus caricias. Sentía los labios amoratados y las costillas doloridas. Sus pezones aún estaban hinchados y seguía notando un cosquilleo en sus senos, y había algo dentro de ella que gritaba pidiendo más. Su madre se habría enfadado muchísimo. Sin embargo, una parte de Iris se regodeaba con el ambiente electrizante que producía aquella atracción física tan explosiva. Y no se acobardaba ante el peligro que representaría chocar con un hombre como Monty. Le entusiasmaba esta falta de control tanto como a otra parte de ella la aterrorizaba.

Nunca en su vida había perdido el dominio de sí misma. Ésta había sido la regla fundamental de la vida de su madre, sal corriendo si es necesario, pero nunca pierdas el control.

Pero Iris había perdido el control, tanto de Monty como de sí misma. Y de Frank.

Vio a Frank junto a la fogata, hablando y riendo como si nada hubiera sucedido. Era extraño que no siguiera pensando amargamente en la humillación que había sufrido. No era el tipo de persona que olvidaba una afrenta tan rápidamente. Era un hombre duro y vengativo. Se preguntó si estaría planeando alguna clase de represalia. Esto la hacía sentir molesta. Estaba furiosa con Monty y anhelaba ponerlo en su sitio, pero no quería que fuese Frank quien lo hiciera.

Iris caminó hacia la fogata. Sus botas hacían un ruido insólitamente fuerte al pisar la hierba. Esperó hasta que el cocinero le sirvió la cena a Frank. Cuando éste se sentó, ella se acercó y se acomodó junto a él.

—¿Estás seguro de que puedes llevarnos a Wyoming? —le preguntó.

—Por supuesto —le contestó Frank—. ¿Por qué me lo pregunta?

La miró de una manera un poco extraña. A ella no le gustó en absoluto aquella mirada.

—Supongo que porque Monty ha estado insistiendo tanto en que regrese.

—No sé qué se trae entre manos, pero yo no confiaría en él. No confío en ninguno de los Randolph.

—Mi padre sí lo hacía.

—Y su padre perdió muchas vacas.

—No pensarás que ellos tuvieron algo que ver con eso.

—Ellos no perdieron ni una sola cabeza.

—No, pero…

—No confíe en ellos. Eso es todo lo que le digo.

Iris no podría explicar por qué la actitud de Frank la irritaba tanto, pero prácticamente tuvo que coserse los labios para no defender a Monty.

—Todo lo que me preocupa en este momento es llegar a Wyoming, no la honradez de los Randolph. Pero debo decir que preferiría no tener a Monty pisándome los talones furioso.

—No deje que él la fastidie. Sólo está molesto porque usted no siguió su consejo. Todos los Randolph son así. Creen que lo saben todo. Me encargaré de que no vuelva a acercarse por aquí.

—Creo que no volverá a hacerlo, pero no quiero que haya ningún problema entre nuestras cuadrillas —dijo Iris, comprendiendo de repente que preferiría tener a Monty cerca antes que a Frank.

—Si deja que uno de esos chicos lo vea poniéndole la mano encima, de seguro habrá problemas.

—Eso fue culpa mía —admitió Iris—. Le dije algo que no debí decirle.

—Apuesto a que se lo tenía bien merecido.

—A lo mejor, pero no he debido hacerlo. No volverá a pasar.

—Sólo quise decir que…

—No quiero problemas. Podríamos necesitar su ayuda antes de que este viaje termine.

—No la necesitaremos —Frank se puso de pie—. Ya es hora de que usted vaya a acostarse. El primer vigía saldrá en poco tiempo.

A Iris le molestaba que Frank le dijera lo que tenía que hacer, pero de todos modos se dirigió hacia su carromato, y lo hizo deprisa. Estaba acostumbrada a las habitaciones bien iluminadas y a los senderos con mucha luz de los jardines rodeados de vallas. La oscuridad impenetrable la inquietaba.

Su carromato sobresalía sobre todo lo demás como si estuviera destinado a ser el centro de atención. Había sido el carromato de viaje de su madre. Su padre lo había hecho construir siguiendo las estrictas exigencias de Helena. Dos veces más grande que un carromato normal y corriente, en su interior había una cama situada sobre una plataforma con cuatro grandes cajones debajo, un armario especialmente diseñado para aquel espacio y un tocador. En la cama había una pila de almohadas por si su madre quería relajarse mientras viajaba, y el tocador contaba con un asiento muy cómodo. También había una pequeña mesa con dos sillas, que hacía las veces de comedor. Pese al tranquilizador lujo que la rodeaba, Iris no se sintió del todo cómoda hasta que encendió las cuatro lámparas de aceite que colgaban de los listones de madera que sostenían una lona particularmente gruesa, destinada a protegerla del sol del sur de Texas. A Iris le pareció de lo más lógico llevar aquel carromato para alojarse en él. Nunca se le cruzó por la cabeza la posibilidad de dormir en el suelo o de guardar su ropa en un fardo.

Monty dominaba los pensamientos de Iris mientras se preparaba para acostarse. No podía entender por qué él estaba tan resuelto a no dejarla ir a Wyoming. Se miró en el espejo. Su aspecto era el de siempre. El sol no le había resecado el pelo ni le había estropeado la tez. Quizás ella simplemente no le gustara. Lo que sí estaba claro era que no le agradaba estar cerca de ella.

Eso la enfadaba, pero también hería sus sentimientos. ¿Por qué Monty le tendría tanta aversión? Siguió pensando en ello hasta el momento en que apagó las lámparas y se metió en la cama, pero no pudo encontrar una respuesta.

Durante largo tiempo se quedó acostada sin poder dormir. No estaba cansada, y se sentía abrumada por las miles de preguntas que no tenían respuesta, por las preocupaciones que no tenían solución. O al menos no tenían respuestas o soluciones que a ella le agradaran.

Poco a poco se fue haciendo consciente de otro sentimiento. La soledad. Éste era un sentimiento frío y hueco del que era presa cada vez con más frecuencia desde la muerte de sus padres. Al tiempo que intentaba ocuparse de la enorme deuda que había heredado y de las confusas cuentas, y de sobreponerse al impacto de descubrir que el dinero que siempre había dado por sentado había desaparecido, también comprendió que no tenía amigos, no tenía a nadie a quien pedirle un consejo, nadie que la hiciera sentir mejor con su sola presencia.

Excepto Monty.

Pero él ya no era su amigo. Cuando decidió poner su ganado en el camino delante de él, no se dio cuenta de que estaba alejando a la única persona con la que habían podido contar. Pero ahora lo sabía.

Debía encontrar una manera de aplacar su rabia. Estaba demasiado cansada para pensar en eso aquella misma noche, pero empezaría a hacerlo a primera hora de la mañana. Tenía que lograr que Monty la ayudara.

* * *

Iris se levantó temprano. Los hombres apenas estaban despertándose cuando ella llegó al carromato de provisiones. Como habían dormido con las ropas puestas, sólo tenían que ponerse los sombreros y las botas para empezar a cabalgar. Iris los observaba atentamente mientras desayunaban, guardaban sus camas portátiles y tranquilizaban a sus inquietas monturas. Todos parecían estar relajados, de buen humor y alegres, pero ella tuvo la sensación de que nada estaba tan bien como parecía.

Iris nunca había prestado mucha atención a los trabajos propios del rancho. Sus padres habían concentrado todos sus esfuerzos en hacer que ella obtuviera una posición en la sociedad de San Louis, pero con los años ella había asimilado mucha información que había recibido de manera inconsciente respecto a las vacas. Sabía que el pasto era escaso en aquella época del año. También notó que había muy poca agua en algunos arroyos y que otros estaban secos. Recordó haber oído a Monty decir que habían tenido un invierno seco después de un verano que había sido aún peor.

En la primavera prácticamente no había llovido. Incluso las flores, que normalmente duraban hasta el mes de mayo, ya empezaban a marchitarse. Al principio había estado muy complacida, pues el hecho de que el suelo estuviera duro significaba que podían viajar sin mayores dificultades. Pero ahora comprendía que era más importante que el ganado tuviera agua para beber.

—No se preocupe por eso —le había dicho Frank cuando ella le mencionó esto—. Hay suficiente agua a lo largo del camino. Siempre la hay, de lo contrario, los arrieros de Texas no lo tomarían.

Hasta el momento habían encontrado suficiente agua, pero los peores tramos estaban más adelante. Recordó a su padre contándole historias de primaveras secas y riachuelos vacíos. Le había preguntado a Frank por qué no mandaba a un hombre a buscar agua todos los días.

—Sé donde está —le dijo, visiblemente irritado de que ella siguiera haciéndole preguntas—. Conozco este camino como la palma de mi mano.

Pero ella no podía olvidar que Monty había menospreciado los conocimientos de Frank tanto como los de ella. Pese a todo lo que Frank le aseguraba, esto no dejaba de inquietarle. La gente decía muchas cosas acerca de Monty, la mayoría de ellas negativas, pero todo el mundo estaba de acuerdo en una cosa, Monty era el mejor ganadero de aquella región de Texas. Todos lo escuchaban cuando tenía algo que decir.

Excepto Frank.

Iris odiaba sentirse ignorante y estúpida, de modo que decidió empezar a cambiar eso desde aquel mismo instante. Cabalgaría junto al hato. Podía hacerlo sin ningún problema. Incluso Monty solía felicitarla por su habilidad en el manejo del caballo. No era para menos. Él había contribuido a enseñarle a cabalgar.

Iris regresó al carromato. Minutos después volvió a salir con su vestido de cabalgar. Se sentía algo insegura de sí misma. Hacía muchos años que no cabalgaba, se había limitado a conducir calesas o a viajar en carruajes. El vestido era bastante viejo y le quedaba demasiado estrecho, especialmente alrededor de los pechos. Las botas le apretaban y el sombrero se había puesto duro con el tiempo, pero nada de eso le importaba. Por primera vez en semanas sentía que formaba parte de todo aquello.

Por un momento tuvo miedo de no poder ensillar su caballo —a la hija de Helena Richmond nunca le habían permitido ensillar sus propios caballos ni montar sin la asistencia de algún empleado—, pero lo logró gracias a la ayuda del cocinero.

El ganado no se encontraba muy lejos del campamento.

Los animales estaban diseminados por un campo de más de cuatrocientas hectáreas a cerca de un kilómetro del camino, pastando al tiempo que avanzaban. Se extendían en todas las direcciones hasta donde los ojos de Iris alcanzaban a ver. Parecía haber decenas de miles, en lugar de los 3.700 que había llevado. Tenía una cuadrilla de quince vaqueros, incluyendo al capataz, el cocinero y el chico que se ocupaba de los caballos, pero no parecían ser suficientes hombres para controlar un hato de aquel tamaño. Un rápido cálculo le indicó que cada uno de los doce ayudantes era responsable de más de trescientas vacas.

Iris no podía imaginar que fuera posible controlar siquiera doce. Sintiéndose un poco perdida, le alivió ver a Frank acercarse a ella.

—¿Qué está usted haciendo aquí? —le preguntó.

—Dependo de estas vacas para no morirme de hambre, y sin embargo, no sé nada respecto a ellas. Tengo que aprender, y no puedo hacerlo si me quedo en el carromato.

—Se supone que yo debo ocuparme de todo por usted.

—Yo también quiero estar enterada de lo que sucede, quiero saber cómo se arrea el hato.

—No hay mucho que saber. Encaminamos las vacas hacia el norte, dejándolas pastar todo lo posible a lo largo del camino.

—¿Y eso es todo lo que hay que hacer?

—Eso es prácticamente todo.

Iris estaba segura de que había mucho más, pero la escena que tenía frente a sus ojos era exactamente lo que le acababa de explicar Frank.

—Ahora será mejor que regrese a su carromato —dijo Frank—. Éste no es un lugar apropiado para una mujer. Podría resultar herida.

—¿Cómo? —preguntó, contemplando aquella escena pastoral.

Una vaca de vez en cuando mugía para llamar a su ternero, mientras los novillos y las vaquillas avanzaban tranquilamente, comiendo todo el pasto que podían en su camino hacia el norte con la más absoluta despreocupación. Una nube esporádica pasaba empujada por el viento, pero el cielo estaba despejado y el clima demasiado caliente para abril. El rojo brillante de las cabezas secas de las flores denominadas sombreros mexicanos y de las castillejas, había empezado a apagarse. No había indicios de que hubiera otros seres humanos en la región, no se veía cabaña alguna, ni el placentero humo subiendo en espirales hacia el cielo desde una chimenea. Iris nunca se había sentido tan sola en toda su vida.

—Pueden suceder toda clase de cosas.

Iris apartó de su mente todo pensamiento relacionado con aquella sensación de soledad.

—¿Por qué estamos tan lejos del camino? Si todo el mundo pastorea sus hatos a lo largo del viaje, ¿por qué hay un camino de más de veinte metros de ancho?

—Tenemos que salirnos del camino para encontrar pasto —le explicó Frank—. Cuanto más avanzada está la estación, más tenemos que alejarnos. Cerca de cien hatos deben coger por esta vía antes de finalizar el verano. Apacentamos el ganado alrededor de dos horas en la mañana y otras dos en la tarde. El resto del día, los llevamos al camino para que avancen tantos kilómetros como sea posible antes de llegar al campamento donde vamos a pasar la noche, y allí los dejamos pastar un poco más.

Iris siguió acribillando a preguntas a su capataz durante todo el día. Cuando regresaron al campamento aquella noche, él estaba hecho una furia, mientras que ella tenía tanta información nueva en su cabeza que casi no podía recordar nada. Pero por primera vez sintió que formaba parte de lo que estaba sucediendo. Era tan ignorante como Monty había dicho, pero había empezado a aprender. Esperaba que no fuese demasiado tarde.

Después de apearse de su caballo, con el cuerpo entumecido y todos los músculos protestando a gritos contra todas aquellas horas que habían pasado sobre una montura, se dirigió renqueando al carromato, con la certeza de que los hombres se estaban burlando de ella a sus espaldas. Habría dado cualquier cosa por poder darse un baño caliente, pero tendría que conformarse con calentar una olla de agua sobre el fuego de una cocina.

Quería cambiarse, pero no tenía nada apropiado que ponerse, además de otro vestido de cabalgar que le quedaba aún más ajustado. Ni siquiera quería pensar en las ampollas que le habían salido en las manos, en sus uñas rotas o en su pelo despeinado por el viento. Afortunadamente Monty no podía verla en aquel instante. Probablemente no la reconocería.

No se atrevía a pensar en lo que habría dicho su madre. Helena Richmond creía firmemente que una dama debía permanecer tan alejada como le fuera posible del trabajo de un rancho, y que además no debía saber absolutamente nada acerca de cómo administrarlo.

Iris se recordó a sí misma que su situación actual se debía precisamente al hecho de que Helena no había podido comprender que los ingresos del rancho tenían un límite, a eso y a las frecuentes ausencias de meses de su padre, que habían alentado a los cuatreros a llevarse el ganado del Doble D.

A Iris le molestaba que hubieran robado tantas vacas sin que nadie pareciera haberse dado cuenta. Suponía que debido a la gran extensión de monte, era difícil saber cuántas cabezas tenía un hacendado y dónde estaban. No obstante, los Randolph encontraron la manera de saberlo. ¿Por qué su padre no habría podido hacer lo mismo?

Probablemente porque el rancho no le interesaba tanto como a Monty. Todo el mundo sabía que Monty cabalgaba desde el alba hasta el atardecer. Nunca parecía cansarse.

Iris aún podía recordar la primera vez que lo vio. Su padre le había permitido ir a mirar cómo marcaban los terneros durante el rodeo de primavera. Monty había estado en el centro de aquella actividad durante toda la tarde. Era incansable, separaba el becerro del hato, le echaba el lazo con diestra precisión, se bajaba de la montura para forcejear con él hasta derribarlo, y lo sujetaba hasta que el hierro candente imprimía la marca del propietario en su cadera. Luego volvía a subirse a su montura de un salto para empezar de nuevo. Era todo un despliegue de habilidad y de valor que no le requería esfuerzo alguno, una actuación en la que se granjeaba el respeto incondicional de todos los hombres presentes.

Antes del anochecer, Iris se había enamorado. Todo el año siguiente no hizo más que seguirlo a dondequiera que él fuese. Nada de lo que Monty dijera o hiciera lograba penetrar la nube que la rodeaba. Estaba fuera del alcance del poder de las palabras.

Fue entonces cuando su madre decidió enviarla a un internado en San Louis.

—Mi hija no se casará con un vaquero —había afirmado Helena Richmond— ni siquiera con uno tan rico como James Monroe Randolph.

Helena estaba tan decidida a seleccionar a las personas que se acercaban a Iris, que había obligado a su marido a sacar a su hijo del rancho. Temía que su ilegitimidad pudiera perjudicar de alguna manera las oportunidades que Iris tenía de ser aceptada en sociedad.

Mientras Iris se dirigía renqueando al campamento, con sus botas rozando contra sus piernas, recordó haber llorado durante semanas después de enterarse de la decisión de enviarla a un internado. Estaba convencida en esa época de que era la chica más infeliz de la tierra.

Siguió sintiéndose así hasta que el guapo hijo de diecinueve años del director del internado se enamoró locamente de ella. Iris descubrió que a los quince años era imposible sufrir demasiado tiempo por un amor perdido, sobre todo cuando otro extraordinariamente apasionado se presentaba enseguida.

Aún podía recordar la emoción de los momentos robados y de los encuentros clandestinos que vivió, hasta que el director decidió enviar a su hijo a Princeton, a más de mil quinientos kilómetros de distancia.

Iris se despertó sobresaltada. La tierra parecía estar temblando bajo ella. Era como si todas las vacas del mundo estuvieran pasando junto al carromato corriendo a toda velocidad.

¡Una estampida!

Sin detenerse a pensar que no sabía nada respecto a estampidas, Iris se levantó de un salto y se vistió a toda prisa. Cinco minutos después estaba sobre su montura y perseguía a todo galope al hato que había desaparecido en la noche.

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