Iris

Iris


Capítulo 16

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A Iris se le cayó de las manos la taza de café.

—Tienes que estar equivocado —dijo ella, segura de que Zac había entendido mal—. Ni siquiera Monty haría algo así.

—Lo haría si creyera que es lo que debe hacer —afirmó Tyler, mirando a Iris a los ojos por primera vez—. Monty nunca deja que la sensatez se interponga en su camino.

—Pero ¿por qué despediría a mi cuadrilla?

—A mi no me preguntes —respondió Tyler, siguiendo con su trabajo—. Dile a Zac que te traiga un caballo. Luego ve allí y pregúntaselo tú misma.

Pero Zac no esperó a que Iris se lo pidiera. Se montó a pelo en el primer caballo que encontró y regresó al campamento a todo galope. Cuando Iris terminó de ensillar el caballo y llegó al campamento del Doble D, la trifulca ya había terminado.

Monty se encontraba en el centro del campamento. Hen y Salino no andaban muy lejos, pero Iris percibía que Monty había obrado por cuenta propia.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Iris—. Zac dice que has despedido a todos los hombres de mi cuadrilla.

—Sólo a algunos —contestó Monty.

—¿A quiénes? ¿Por qué?

—Me acusó de estar tratando de robarle —dijo Frank. Sacó sus mantas del carromato de provisiones y las tiró al suelo junto a su silla de montar—. Dijo que nos quería fuera de este campamento en una hora. —Se acercó al vaquero que le estaba llevando el caballo—. Ni siquiera nos dio tiempo para comer algo.

—¿Hiciste eso sin consultarlo conmigo? —preguntó Iris, volviéndose hacia Monty. Estaba confundida y sorprendida. También enfadada. No le cabía la menor duda de que Monty tenía un motivo para hacerlo, pero no podía creer que tomara una decisión semejante sin consultarlo con ella. Eran sus empleados. Él no podía despedirlos.

—Si pensáis hacer algo, será mejor que lo hagáis ahora mismo —dijo Monty, sin apartar la mirada de los hombres que recogían sus cosas.

—¿Falta alguna vaca? —preguntó Iris.

—No —contestó Frank—. Ni una sola.

—¿Entonces como…?

—Lo vi hablando con Quince Honeyman —dijo Monty.

Iris se volvió bruscamente hacia Frank.

—Todo hombre tiene derecho a hablar con quien quiera —dijo Frank con enfado.

—No confío en nadie que tenga trato con ladrones.

—¿Quién ha dicho que Quince es un ladrón? —preguntó Carlos.

—Yo lo digo —dijo Monty, volviéndose hacia el hermano de Iris.

—¿Alguien más lo ha visto además de ti?

—Si un hombre está robando, está robando tanto si lo ve un hombre como si lo ven cien.

—No creo que Carlos se fíe de tu palabra —dijo Joe en un tono de voz indiferente.

Sin embargo, a Iris le dio la impresión de estaba tratando de causar problemas. Esto la enfadó. Carlos era la única razón por la que no lo había despedido.

—Él no tiene que fiarse de mi palabra ni respecto a esto ni a respecto a ninguna otra cosa si no quiere —respondió Monty—. Puede coger el mismo camino por el que os iréis vosotros.

—No puedes despedir a Carlos —dijo Iris, volviéndose contra Monty. No había pensado que él incluiría a Carlos entre los hombres de quienes desconfiaba. El temor de perder a su único familiar la volvió imprudente—. No puedes despedir a nadie a menos que yo lo ordene.

—Tal vez vosotros dos queráis ir a dar un paseo por el río —sugirió Salino—. Creo que hay unas cuantas cosas de las que debéis hablar antes de que terminemos aquí.

Iris abrió la boca para negarse. Quería que Carlos supiera lo que sentía por él. Quedarse sola con Monty la ponía a merced de su fuerte personalidad. Pero esta vez ella se había extralimitado, y lo sabía. Además, después de endilgarle a Monty la responsabilidad de dirigir su hato, al menos le debía una oportunidad de hablar con él.

Asintió con la cabeza. Fuesen cuales fuesen sus desacuerdos, no debían discutirlos delante de los vaqueros.

No sabía cómo iba a argüir con un hombre acerca de contratar o despedir empleados, cuando la pregunta primordial que le daba vueltas en la cabeza era si alguna vez él habría besado a otra mujer de la manera en que la había besado a ella. No podía encontrar la energía suficiente para preocuparse por el futuro de Frank cuando sus propias perspectivas de felicidad habían quedado reducidas a escombros. No sabía cómo podría sostener un razonamiento lógico cuando el mero hecho de estar cerca de Monty la privaba de toda capacidad de raciocinio.

No podía concentrarse en asuntos de trabajo cuando su corazón estaba clamando un amor que temía que Monty no pudiera darle.

Ninguno de los dos habló hasta que estuvieron rodeados de una densa maraña de enredaderas y malezas que hacía que fuera casi imposible acercarse al río a lo largo de gran parte de su recodo. Hablaron al mismo tiempo…

—¿Por qué…?

—Te habría dicho que…

—Tú primero —dijo Iris.

—Hace tiempo que me he dado cuenta de que Quince nos ha estado siguiendo —señaló Monty—. He esperado a ver con quién se ponía en contacto.

—¿Por qué no me lo dijiste? No estoy abogando por Quince ni por Frank, pero se trata de mi hato, de mi capataz. Yo debería estar enterada de tus decisiones. Me has hecho quedar como una tonta al despedir a todo el mundo sin decírmelo. Estoy tentada de pedirles a todos que se queden.

No había querido decir eso. Su carácter tuvo la culpa de que sus palabras parecieran un desafío. Y ahora que ya lo había hecho, era demasiado testaruda para retractarse. Tiró de la rama de un arbusto para ocultar sus nervios.

—Puedes hacerlo si quieres.

Él parecía haber perdido la paciencia con aquella conversación, pero controló su mal genio.

—¿Qué harías tú? —empezó a arrancar una a una las hojas de la rama.

—Separar los hatos y dejar que sigas tu camino delante de mi vacada como antes.

—¿Aún sabiendo que Frank, o alguien más, está tratando de robar mi hato?

—Si yo estoy a cargo de tu hato, soy yo quien da las órdenes. Cuando eso no te convenga, házmelo saber.

—Sabes que no puedo hacer eso.

—Sí puedes. Todo lo que tienes que hacer es…

Soltó la rama que había dejado sin una sola hoja. Ésta volvió a su lugar de un golpe.

—¡Maldita sea, Monty! No puedo marcharme. Lo sabes igual que yo. Te dije que podías dar las órdenes, pero lo menos que puedes hacer es decirme qué piensas hacer con mi cuadrilla. No quiero enterarme por Zac.

—Eso no estuvo bien —reconoció Monty—. Lo que sucede es que estoy acostumbrado a hacer las cosas sin consultar con nadie.

—¿Es por eso por lo que George se enfada contigo?

Iris ignoraba qué le había llevado a hacer esa pregunta, pero cuando Monty frunció el ceño y cerró los puños, deseó no haberlo hecho.

—George no se enfada conmigo. Simplemente desaprueba lo que hago. Le apena que mi carácter indómito y mi poca sensatez puedan hacer peligrar la posición de la familia. Se pregunta si alguna vez seré lo suficientemente maduro para pensar en las consecuencias de mis actos —Monty habló como si estuviera recitando una letanía que había oído muchas veces.

Iris siempre se había preguntado qué era lo que pasaba entre George y Monty, pero comprendió que se había metido en terreno peligroso. De modo que de inmediato decidió batirse en retirada.

—Si despides a todos esos hombres, nos quedaremos con muy pocos vaqueros para arrear tantos animales. ¿Qué piensas hacer?

Cogió una segunda rama y empezó a arrancarle las hojas.

Monty se relajó un poco.

—Contrataré otros en cuanto tenga la oportunidad. Nos las arreglaremos lo mejor que podamos hasta entonces. Mis hombres podrán trabajar más si no tienen que vigilar a los tuyos. Además, me he quedado con los seis vaqueros que estaban con tu padre antes de que Frank se convirtiera en su capataz.

—Y también con Carlos y con Joe.

Monty era pertinaz.

—No confío en ellos, y menos en Joe.

—Yo tampoco confío en Joe, pero Carlos es el único familiar que tengo en el mundo. Y en este instante siento que también es mi único amigo. Y no pongas cara de que acabo de herir tus sentimientos —dijo Iris de mal talante—. No te has quedado corto cuando se trata de criticar mi comportamiento, los motivos que tengo para actuar, mi facultad de raciocinio y casi todos los demás aspectos de mi carácter. Carlos es el único hombre en todo este grupo que no me trata como una idiota.

—Sólo quiere sacarte todo lo que pueda.

—Tiene derecho. Es el hijo de mi padre —Iris arrancó la rama del arbusto y empezó a quitarle la corteza.

—Puedes darle todo lo que tienes si quieres, pero yo pienso encargarme de que él no se lleve nada.

—Aún no he tomado ninguna decisión al respecto, pero es mi hermano. ¿Cómo quedaría si te permitiera despedirlo? ¿Cómo se sentiría él?

—No me importa cómo se sienta él.

—Tú no despedirías a tus hermanos.

—¡Por supuesto que sí! Si uno de ellos empezara a aflojar el ritmo de trabajo, lo mandaría de inmediato de regreso al rancho, y ellos lo saben. Los Randolph deben trabajar mucho más duro que todos los demás.

—Bueno, vosotros sois familia —dijo Iris, buscando un nuevo argumento—. Sabéis que os queréis unos a otros sin importar lo que pase en un viaje para arrear ganado. Carlos no lo sabe. Nadie lo ha querido nunca. Si lo despido ahora, probablemente no regrese jamás.

—Yo no quiero que regrese.

—Tienes que permitir que se quede.

—No lo hará si me burlo de él a todas horas del día, le doy los peores trabajos y despotrico contra él haga lo que haga.

Iris se enfadó tanto que golpeó el arbusto con la ramilla sin hojas. Podía soportar que Monty supiera más que ella respecto a todos los temas y que siempre tuviera una respuesta, pero no toleraría que se convirtiera en un bruto y un bravucón, y menos si ello implicaba ahuyentar a la única familia que le quedaba.

—Si haces eso, te juro que te haré la vida imposible hasta que lleguemos a Wyoming. Me las apañaré para que tu hato salga en estampida todas las noches. Tus vacas se pondrán tan flacas que sólo podrás verlas cuando se encuentren de lado.

Para sorpresa de Iris, la mirada de rabia de Monty se desvaneció, y estalló en carcajadas.

—Eres una tigrilla cuando te hacen irritar —dijo—. De acuerdo, Carlos puede quedarse, pero Joe tendrá que marcharse.

—Joe también seguirá trabajando para nosotros. Carlos no se quedara sin él.

El buen humor de Monty se esfumó tan rápido como apareció. Tal vez George tuviera la autoridad para decirle qué hacer en todo lo relacionado con el rancho, pero ella apostaría hasta el último céntimo a que ninguna mujer podría hacer lo mismo, ni siquiera la perfecta Rose.

—No tiene ningún sentido canjear un ladrón por otro.

—No sabes si es un ladrón. No ha robado nada —Iris partió la rama en dos. Luego en pedazos aún más pequeños.

—Conozco a los de su calaña.

—Ésa no es una razón para despedirlo. George te ha dado una oportunidad. ¿Por qué no puedes hacer lo mismo por Carlos y por Joe?

Por un momento temió haber cometido un error al mencionar a George de nuevo. Pero aunque Monty parecía lo suficientemente furioso para derribar a mordiscos un tronco de metro y medio de espesor, controló su mal genio.

—De acuerdo —dijo Monty—. Aunque estés equivocada, supongo que es justo. Además, necesito toda la ayuda posible. Pero los dos tendrán que responder ante mí. Si alguno de ellos intenta una sola vez hacer algo sin mi autorización, lo despediré. También tienen que aceptar que soy el único que da órdenes aquí. No toleraré que Carlos espere que se le dé un trato especial sólo porque es tu hermano.

—Eso me parece justo.

—No podrán trabajar juntos —añadió Monty—. No me importa si son inseparables desde que nacieron.

—Eso no les gustará.

—A mí no me gusta tenerlos aquí. Y a Hen le gusta aún menos.

—¿Y yo? —preguntó Iris, tirando la rama partida—. ¿Yo también tengo que recibir órdenes, reconocer tu autoridad absoluta y trabajar cuando y donde tú dispongas?

—No estaba hablando de ti.

—Entonces hablemos de mí ahora. Quiero saber a qué atenerme. Si voy a ser tratada como un empleado más de mi cuadrilla, quiero saberlo.

—¿Vas a sabotearme si no te lo digo?

—No lo sé. Tal vez eche estramonio en el café de Tyler para poder hacerme cargo de la cocina.

—Pensé que habías dicho que no sabías cocinar.

—Y no sé. No te quedará un solo vaquero después de que prepare la primera cena.

Iris se acercó a una mata de parra que se había enroscado alrededor del tronco de un árbol muerto.

—De acuerdo —dijo Monty. Su sonrisa hizo desaparecer una vez más su expresión amenazante—. Prometo consultar contigo antes de tomar cualquier decisión. Aunque te advierto que nunca antes he hecho algo así, de modo que es probable que muchas veces olvide hacerlo, pero lo intentaré.

—A mí nunca antes me habían ignorado —respondió Iris, experimentando una tonta sensación de aturdimiento ante su sonrisa—, pero prometo tratar de no ofenderme por ello.

—Helena siempre se molestaba.

—Sé que el comportamiento de mi madre no siempre fue el mejor —dijo Iris. Su buen humor la fue abandonando poco a poco—, pero te agradecería que dejaras de criticarla a cada momento. A ti no te gustaría que yo hiciera lo mismo con tus padres.

Iris arrancó una uva verde y la tiró al río.

—Puedes decir todo lo que quieras acerca de papá —afirmó Monty—. Digas lo que digas, seguro que te equivocarás.

—Sabes lo que quiero decir —señaló Iris, enfadada de que Monty siempre pareciera tener una respuesta para todo.

—De acuerdo, dejaré en paz a Helena. Ahora regresemos. Quiero que Frank y sus hombres estén lo más lejos posible de aquí cuando levanten su campamento. Esa es la razón por la que no quiero darles de comer. Tengo la esperanza de que eso los haga cabalgar sin detenerse hasta que salgan de territorio indio.

—¿Crees que regresarán?

Iris encontró un nido, pero estaba vacío.

—Creo que podrían tratar de provocar una estampida para desquitarse —dijo Monty—. De ese modo me castigarían y tendrían la oportunidad de llevarse unas cuantas vacas.

—¡No creerás que ellos…!

—Por supuesto que sí. Hen y yo no tenemos intención de ir a dormir esta noche. Si hay una estampida, quédate con Tyler. Salino y los chicos se ocuparán de las vacas. Hen y yo iremos a buscar a quienquiera que cause la desbandada.

Iris tenía la impresión de que cada vez que creía que empezaba a aprender qué hacer en una situación determinada, algo más se presentaba para hacerla ver lo mal que se había preparado para hacer aquel viaje. Frustrada, empezó a arrojarle uvas verdes a Monty.

Él la ignoró, y regresó al campamento a paso ligero.

—Carlos, Joe y tú venid aquí un momento —dijo Monty al llegar al campamento—. Los demás podéis seguir recogiendo vuestras cosas.

Monty dio media vuelta y regresó por el mismo camino por el que había llegado, sin volverse para ver si los hombres lo estaban siguiendo. Iris quiso desentenderse de la situación y dejar que Monty la manejara solo, pero sabía que no podía hacerlo. Ella lo había obligado a hacer algo que no quería. Tenía que cerciorarse de que Carlos y Joe no causaran problemas.

—No pienso hacer eso —dijo Joe cuando le explicaron las nuevas condiciones—. No soy ningún ladrón, y no permitiré que me trates como tal.

—Monty no cree que seas un ladrón —dijo Iris, intentando que las condiciones resultaran más aceptables—. Te darás cuenta cuando llevéis un tiempo trabajando juntos.

—Esas son las condiciones —dijo Monty, sin hacer ningún esfuerzo por apaciguar a aquellos dos hombres—. Son las únicas que puedo ofrecer.

Por un momento Iris pensó que Carlos se marcharía con Frank.

—Me quedaré —dijo finalmente—. He estado tratando de que Iris se separe de ti, pero no quiere hacerlo. Ahora que has despedido a su cuadrilla no puedo dejarla sola contigo. Alguien tiene que cuidar de ella.

—Yo no quiero que ninguno de vosotros se quede —dijo Monty con igual franqueza—, pero Iris parece creer que tú tienes el mismo derecho a estar aquí que ella. Mientras ella siga pensando así, yo trataré de llevarme bien contigo.

—¿De verdad has dicho eso? —preguntó Carlos, visiblemente sorprendido.

—Por supuesto que sí. Siempre he creído que papá debería haberte dejado algo. He estado pensando que…

—Podéis hablar de eso después —interrumpió Monty—. ¿Te quedas o no?

Carlos se volvió hacia Joe.

—De acuerdo —dijo Joe—, pero si alguien llega a acusarme de haber robado algo, habrá problemas.

—Nunca empieces nada que no pienses terminar —afirmó Monty.

Lo dijo en voz baja, casi como si no tuviera importancia, pero Iris podía ver que Carlos y Reardon se ponían tensos. Joe había lanzado una amenaza y Monty había aceptado el desafío. Iris sabía que eso podría traer problemas.

—Volved con el hato —ordenó Monty a Carlos y Joe, y luego se volvió hacia Iris—. Será mejor que hagas el cheque bancario.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Iris. La había cogido desprevenida.

—Tienes que darles un cheque. No se marcharán de aquí si no lo haces.

Iris no tenía banco. Todo el dinero que tenía se encontraba en forma de 162 monedas de oro que ella había atado alrededor de su cintura en una faltriquera.

—¿Podrías hacerlo por mí? Yo te pagaré después.

—No. Tendría que usar el dinero de la familia.

En realidad no esperaba que aceptara hacerlo, pero su rotunda negativa la sorprendió y, a la vez, la ofendió. Si era necesario que se negara, ¿por qué no podía al menos tratar de fingir que lo lamentaba?

—Puedes pagarles, ¿verdad? —preguntó Monty cuando Iris no respondió.

—¿Qué pasaría si no pudiera?

Monty puso cara de que nunca le habían hecho una pregunta tan sorprendente.

—Les estarías dando razones para que se llevaran todas tus cabezas de ganado.

—¡Ah! —exclamó Iris. Acababa de confirmar su peor temor—. Bueno, tengo el dinero, pero hay un pequeño problema.

—Siempre hay un pequeño problema contigo. ¿Por qué no puedes hacer las cosas como todos los demás?

—Porque soy una mujer —respondió Iris rápidamente—, y vosotros los hombres no me lo permitís.

—No puedes echarme la culpa a mí. Me parece que no hago más que dejarte hacer todo lo que quieres.

A Iris le entraron remordimientos por todos los problemas que había causado, pero no tenía tiempo para preocuparse por Monty en aquel momento.

—¿Podríamos regresar al río?

—¿Por qué quieres hacer eso?

—Te lo diré cuando lleguemos allí.

—De acuerdo, pero será mejor que no tardemos mucho.

—Tienes que traer tu caballo. Yo iré a buscar el mío.

Monty la miró como si hubiera perdido la razón.

—¿Quieres convencerme de que huyamos?

—No me tomes el pelo. ¿Traerás tu caballo?

—¡Diantre! ¡Por qué no!

* * *

—Muy bien —dijo Monty cuando se encontraron lejos del campamento—. ¿Qué pasa ahora?

—No tengo ninguna cuenta bancaria.

Monty la miró como si un techo acabara de derrumbarse sobre él.

—No confío en los bancos, sobre todo después de lo que ese despreciable banquero me hizo. Además, dijo que no le sorprendería que otras personas fueran a exigir que les pagaran deudas de las que nosotros aún no teníamos ni idea.

—¿Esto que tiene que ver con…?

—No esperarás que yo dejara mi dinero con un hombre como ese —afirmó Iris—. ¿Cómo podía saber que no se lo daría a la primera persona que lo reclamara? Él se alegraría de verme hecha una mendiga.

—¿Qué hiciste?

—Lo oculté.

—¡Estupendo! Pero el arbusto bajo el que lo enterraste se encuentra a ochocientos kilómetros de distancia. Lo necesitas aquí, no en el sur de Texas.

—Yo no lo enterré, y tampoco está en el sur de Texas.

Las dudas hicieron más severa la expresión de Monty. ¿Por qué hacía eso? Ni siquiera sabía qué le iba a decir ella y ya estaba dispuesto a responderle que se había equivocado. Iris creía que jamás conseguiría su aprobación. Se preguntó si él se daba cuenta de que la trataba mucho peor de lo que George lo trataba a él.

Probablemente no. Ella era una mujer. Él nunca vería la semejanza que existía entre las dos situaciones.

—Hay un compartimiento secreto en el carromato. Mi madre lo usaba para esconder sus joyas.

Monty se quedó estupefacto.

—¿Entonces cuando decías que querías tener privacidad…?

—Saqué el dinero del compartimiento secreto.

—Y lo guardaste en tus alforjas. Es por eso por lo que querías traer tu caballo.

—No está allí ahora —confesó Iris—. Pero quería que todo el mundo pensara que lo estaba.

—O he estado trabajando demasiado o he cogido una insolación —dijo Monty—. No entiendo nada de lo que me estás diciendo.

—Guardé el dinero en un cinturón que me abroche alrededor de la cintura —confesó Iris finalmente—, pero no quiero que nadie lo sepa.

—¿Quieres decir que has estado cabalgando durante más de trescientos kilómetros de tierras salvajes cargando una fortuna alrededor de tu talle?

—No es ninguna fortuna —dijo Iris—. Sólo tengo unos tres mil dólares.

Monty se quedó atónito.

—¿No entiendes que algunos de los hombres a los que acabo de despedir te matarían y arrojarían tu cadáver al río por esos tres mil dólares? Si supieran que tienes todo ese dinero, yo me vería obligado a protegerte y no me quedaría tiempo para ocuparme de las vacas.

—No tenía más alternativa.

—Si la tenías, pero eso no viene al caso ahora. ¿Qué quieres que haga?

—Quiero darte el dinero para que tú pagues a esos hombres.

—Entonces todos pensarán que llevo una fortuna a cuestas y me buscarán para matarme.

—Todo el mundo sabe que eres un hombre rico. No sospecharán nada.

—Sí lo harán, pero no creo que los salarios de seis semanas despierten mucha curiosidad. En todo caso no tanta como saber que tienes casi diez veces esa cantidad. Dame el dinero. Yo lo guardaré hasta que puedas guardarlo en un banco.

Monty extendió la mano. De manera involuntaria, Iris dio un paso atrás.

—Prefiero guardarlo yo.

Monty reaccionó como si ella le hubiese dado una bofetada.

—¿No confías en mí?

—Por supuesto que sí. Te he confiado todo lo que tengo, incluyendo mi vida.

—Pero no me confiarías tu dinero.

—No es eso. No sé como explicarlo.

—Inténtalo —fue una orden, no una petición. Sólo en aquel momento Iris comprendió que no podría dormir tranquila si le daba el dinero a otra persona. ¿Cómo podría explicarle eso a Monty sin herir sus sentimientos ni hacer que se enfadase?

—El hato y este dinero son todo lo que tengo en el mundo. Me cuesta trabajo explicarte cuánto me aterroriza saber que podría perder ambas cosas con gran facilidad. Si no terminara tan cansada después de cabalgar todo el día, no creo que pudiese dormir de la preocupación. No puedo permitirme el lujo de perderlos de vista. Es por eso por lo que no podía mandar el hato con un arriero desconocido. Es por eso por lo que no puedo darle mi dinero a nadie, ni siquiera a ti.

—De modo que piensas dejar que todo el mundo crea que yo tengo el dinero y que arriesgue mi vida.

—Parece que eso es lo que siempre hago, ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Lo harías por mí? —No sabía de donde había sacado el valor para pedírselo, pero lo hizo. No podía pensar en otra cosa.

—Tendré que hacerlo —dijo Monty suspirando—. Después de este viaje, George creerá que no tengo ni pizca de sentido común. Si además se entera de esto, ya no le cabrá la menor duda al respecto. Cuenta con ello. Sólo espero que no tengas billetes grandes.

—El dinero está en oro.

Monty gruñó.

—Nadie lleva oro encima. Es lo mismo que ponerte una pistola en la sien.

—Nadie lo sabe.

—Lo sabrán.

—¿Cómo?

—No lo sé, pero de alguna manera la gente siempre lo descubre. No te preocupes. Ya es demasiado tarde para hacer algo al respecto. Cuenta el dinero, y luego regresemos.

Tener a Monty cerca queriendo fulminarla con la mirada, hizo que a Iris le costara trabajo recordar las sumas. Se equivoco una vez, y eso la alteró tanto que volvió a hacerlo.

—Déjame contarlo a mí —dijo Monty.

—No, es mi dinero y yo lo contaré. Pero sería mucho más fácil si vas a contemplar el rio o cualquier otra cosa. Me pones nerviosa mirándome de esa manera.

Cuando Monty volvió la espalda, ella logró terminar de contarlo en unos pocos minutos.

—Sigo pensando que deberías dejar que yo lo guardara —dijo Monty mientras ponía las monedas de oro en sus alforjas—. O al menos divídelo. De esa manera no podrás perderlo todo de una sola vez.

—Pero así puedo vigilarlo de un solo vistazo.

—Muy bien, será mejor que lo hagas a tu manera. De todos modos vas a hacer lo que te parezca.

* * *

Carlos y Joe deberían haber vuelto a trabajar, pero Carlos quiso esperar para cerciorarse de que Monty no intimidara a Iris. Se hizo a un lado para tomar una taza de café. Joe liaba un cigarro.

—Nunca había visto a nadie pagar con oro —le susurró Joe Reardon a Carlos mientras observaban a Monty contar las monedas que le daría a Frank y a los demás vaqueros que había despedido.

—¿Por qué no? Los Randolph son tan ricos que pueden hacer lo que se les dé la gana.

—¿Pero no te parece extraño que alguien traiga oro en un viaje como éste, incluso aunque se trate de los Randolph? —preguntó Joe.

—No. ¿Por qué debería parecérmelo?

—Bueno, por una razón: nadie lo hace. Todo el mundo paga en el banco de alguna ciudad, o hace que alguien traiga el dinero cuando el viaje ha terminado —Joe prendió un fósforo en sus pantalones, encendió el cigarro y le dio una calada.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Carlos.

Joe exhaló el humo por la nariz.

—Acabo de recordar el rumor que corre acerca del padre de los Randolph. Dicen que robó una nómina de la unión durante la guerra. En aquel momento se organizó un escándalo en torno a ello. Un viejo estúpido llegó incluso a atacar el rancho y a excavar casi todo el jardín. Pero las cosas se calmaron al ver que no hubo un torrente de monedas de oro circulando por el sur de Texas.

—Si es verdad que tuvieron ese oro en sus manos, aunque yo no lo creo, pudieron deshacerse de él de mil maneras distintas.

—Por supuesto, pero a lo mejor no lo hicieron. A lo mejor se contentaron con guardarlo, y lo gastan en pequeñas cantidades aquí y allá.

—¿Qué quieres decir?

—No hay ningún banco en el lugar al que nos dirigimos. Tal vez pensaron que sería más fácil llevar oro.

—¡Dios! Odio el olor de ese tabaco. ¿No puedes fumar otra cosa?

Joe hizo oídos sordos de ese comentario.

—Sólo necesitarían el suficiente para administrar el rancho a lo largo de todos estos años. Podrían tener una fortuna guardada. Se dice que el viejo robó medio millón.

—Aun si tuvieran dos millones y medio, ellos no te van va a dar nada sólo porque se lo pidas.

—No, pero ese tal Monty esta enamorándose de tu hermana. Supón que quiera casarse con ella y que nosotros le dijéramos que sólo se la entregaríamos si nos diera un par de alforjas llenas de esas brillantes monedas.

—Yo no quiero que Iris se case con él. Ella va a hacerme su capataz. Es posible que incluso me convierta en socio del rancho.

—No seas tonto —le dijo Joe entre dientes—. Podrías comprar una docena de haciendas con todo el oro que él debe de tener. Entonces no tendríamos que trabajar en ningún rancho. Podríamos vivir donde quisiéramos y pagarle a alguien para que saliera a cabalgar en medio de la nieve cuando la temperatura esté bajo cero.

—No me gusta la idea.

Joe hizo un anillo de humo.

—¿No estarás enamorado de ella tu también, verdad?

—Por supuesto que no, pero…

—Entonces no hay pero que valga.

—¿Y si él no quiere casarse con ella?

—Entonces tú podrás ser su capataz y yo me casaré con ella.

Carlos negó con la cabeza.

—Esa idea tampoco me gusta.

—¿Preferirías que le contara lo que has estado haciendo durante estos últimos años? ¿Crees que Randolph no nos va a despedir cuando se entere que eres un hombre buscado por la justicia?

—¿Me delatarías?

—Nunca haría tal cosa, a menos que fuera por tu propio bien —dijo Reardon—, y dejar pasar esta oportunidad no te beneficiaría en nada.

—¿Crees que ella aceptará casarse contigo?

—Si Monty no la quiere, no pienso preguntárselo. De cualquier manera no quiero pasar el resto de mi vida mirando el culo de una vaca. ¿Estás de acuerdo?

—Puesto que me tienes entre la espada y la pared, tendré que pensarlo, pero no me gusta la idea. Ella ha sido muy amable con nosotros, y no me parece correcto. Ahora apaga ese cigarro. Si empiezas un incendio, ten por seguro que Monty se deshará de nosotros.

Joe le dio otra calada a su cigarro. No le gustaba el cambio de Carlos. ¡Condenada mujer! Parecía poder meterse en el bolsillo a casi todos los hombres que conocía. Afortunadamente Joe era diferente. La idea de casarse con ella le haría la boca agua a cualquier hombre, pero si él pudiera canjearla por oro, lo haría. Podría comprarse docenas de mujeres guapas con medio millón de dólares.

Apagó el cigarro con el tacón de sus zapatos y fue a buscar su caballo.

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