Ira

Ira


CAPÍTULO VII

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Pego un insumiso trago a algo que me sabe asqueroso y, en un momento de lucidez, me doy cuenta de que todos están bailando y sonriendo menos yo. Estoy sentada en una silla llorando a lágrima viva, con los pantalones manchados de vómito y una plegaria absurda instalada en el pensamiento que no hago más que repetir una y otra vez: ¡Que me ame de verdad! ¡Que me ame de verdad! ¿Por qué narices no me siento avergonzada y compungida por ello? Descubro que a esto se reduce el amor: a una simple oración.

Por fin consigo ponerme en pie y bajar por las escaleras del piso sin caerme. Hay silencio en el pasillo que me lleva a mi cuarto, así que lo lleno con una carcajada ruidosa. Las paredes están torcidas y es el motivo por el que no voy muy recta: se me echan encima como molinos quijotescos.

Llego a mi habitación, giro la manilla y entro cortando otra llamada más a mi Marqués. Mi móvil suena otra vez, y corto otras dos llamadas más. Después me quito los pantalones y las bragas y poso el teléfono sobre la mesita de noche sintiendo que ya no me encuentro tan mal. La cama está muy calentita y el sueño llega placentero.

«Despierta. Es él»

Me siento sobre la cama sobresaltada por el grito tan fuerte que me ha pegado al oído mi niña policía. Dios, ¡qué dolor! Me doblo hacia delante apretándome la barriga y hago consciente que, en efecto, ya estoy en Sevilla, que la misión ya está en marcha, y que Don Inhumano ya me ha encontrado. Por cierto, ¿será él quien me está llamando por teléfono? Alargo la mano y cojo el móvil. El corazón se me revoluciona al darme cuenta de que en efecto es él. Consulto el reloj. ¡Ay, la puta hostia! ¿Ya son las tres de la mañana? ¿Cuántas veces me habrá llamado? ¿¡¡Doce!!? Entonces me veo arrodillada a sus pies, besándoselos cuan entregada dama, y con el culo en carne viva.

Descuelgo.

—¿Qué quieres? Me has desper…

—¿Cuándo pensabas decírmelo? —me grita. Y él nunca grita. Al menos lo que se dice gritar, gritar. Como ahora…

Me siento al borde de la cama y aparto las sábanas de un tirón.

—¿Decirte el qué? —pregunto perdida. Noto la boca pastosa.

—¿El qué? —masculla alterado—. ¡Lo de la jodida fiesta de tu casa!

Me levanto de golpe y me quedo inmóvil con los pies clavados en el suelo.

—¿Quién te lo ha dicho? —pregunto con un embotamiento alcohólico colosal.

—Desde luego tú no. —Y de pronto recuerdo que tengo a sus hombres vigilándome y un dolor de cabeza de magnitudes bíblicas.

—¿Estás mosqueado por lo de la fiesta?

—¿De verdad piensas que es por lo de la fiesta?

—¿Es por eso?

—¿Me tomas el pelo?

—Tal vez. Aunque me parece que no me atrevería.

Me agacho callada y me pongo el pantalón del chándal. La garganta me pica y me la rasco con la campanilla y con la lengua. Alargo la mano hacia la mesita, cojo una botella de agua mineral y bebo un trago de agua caliente.

—Te dije que no me colgaras el teléfono —me recrimina—. Ahora, ábreme la puerta si no quieres que la eche abajo.

—¿Qué puerta?

—¡Ábreme la puta puerta de tu casa!

¡Ay, Dios! ¿Está aquí? Cuelgo el teléfono y lo tiro sobre el edredón blanco. Los latidos de mi corazón crepitan cercanos a un ataque de histeria. Salgo de la habitación escopetada enfilando el pasillo con un mareo de escándalo y unas ganas de vomitar espantosas. Todavía hay gente en la terraza, puedo oír sus voces y la música sonando más baja. Apuro el paso, pero antes de llegar al hall, me encuentro con Carmen que carga a Dani sobre el hombro.

—Ayúdame con él, Leia —me dice—. Tiene un ciclón de aúpa y pesa un huevo. Deja que lo tumbe en algún lado. En el sofá hay dos tórtolos que se han quedado roques.

Oh, vaya, lo que faltaba. La ayudo a cargar con él. Me acerco al cuarto de mi prima, giro la manilla, pero el pestillo está echado. ¡Mierda!

—A la habitación de mi primo —digo mientras señalo con el mentón el cuarto de Luis. Dani masculla incoherencias que no consigo entender y arrastra los pies a duras penas.

Carmen se ríe.

—Dice que te quiere.

—Está borracho —musito estirando la mano para abrir la puerta.

—Tu amigo, el inspector de policía, también dice que te quiere, y también está borracho.

¿Has visto el pedo que lleva?

Pongo los ojos en blanco al tiempo que mi primo abre la puerta y asoma la cabeza. Supongo que habrá sido él quien le ha hablado a esta cachonda de Martínez. Luis se queda estático mirando para ella, la cual le devuelve una mirada hosca. ¡Joder! Vaya caras, hacía un siglo que no veía gestos tan retadores en humanos. Mi primo frunce el ceño, pero agarra a Dani liberándome de su peso.

Carmen entra medio doblada en su habitación y se me queda mirando.

—¿Están llamando a la puerta? —pregunta.

—Espero que no sea ningún vecino. Los hemos avisado a todos, pero alguno puede haber llamado a la policía —responde Luis quitándole a Dani de encima.

—No jodas —prorrumpe Carmen resoplando por el esfuerzo.

—Es Diego —les aclaro—. Se ha enterado de lo de la fiesta y ya lo conocéis, si no abro…

—… es capaz de abrirla a patadas —añade Carmen—. ¡Menudos golpes! Anda, ve antes de que la tire abajo.

Oh, sí… será lo mejor. Giro en redondo y cierro los ojos deleitándome con su proximidad.

Está aquí. Está aquí… La exquisita sensación de su fuerza posesiva me hace agilizar el paso. Sí o sí, todo mi cuerpo necesita unirse al suyo con la más absoluta de las urgencias. De pronto me tropiezo con un tambaleante Martínez que me franquea el paso. ¡Mierda! Le sonrío tratando de esquivar el resquemor que intuyo en su mirada.

—Tu sonrisa es la culpable de todos mis males —me dice entrecerrando los ojos, y me llega de él un nauseabundo pestazo a whisky.

—Dudo que mi sonrisa tenga tanta culpabilidad. —Doy un paso a la derecha tratando de llegar hasta la puerta, pero se me planta delante cortándome el paso.

—Oh, sí que la tiene, y mucha.

—¿Me dejas pasar?

—¿Tienes prisa? —Se me queda mirando con un brillo extraño en los ojos.

—Solo la necesaria.

—Tan carismática como siempre —masculla—. Tal vez debería dedicarme un día entero a descifrar lo que hay detrás de ella, a ver si así entiendo de una buena vez lo que dicen tus silencios, guapa.

—Mis silencios no dicen nada —le respondo seca. Y doy otro paso al otro lado tratando de pasar, pero de nuevo me bloquea el camino.

—Dime, guapa, ¿por qué una mujer como tú, está con un hombre como ese? —Y señala la puerta con un gesto de ojos.

—Porque una mujer como yo sabe que un hombre como ese, es el único que puede enseñarme a reinar en el infierno —le digo mirando de reojo hacia la entrada. Escucho que Diego golpea la puerta otra vez.

Los labios de Martínez se curvan en una mueca malintencionada y bastante burlesca.

—¿Es lo que buscas? ¿Adrenalina? Yo podría abrirte las puertas del cielo, si me dieras la oportunidad.

—Gracias, pero no. La servidumbre celestial no es lo mío.

—¿Y qué es lo tuyo? —Se inclina hacia delante y me agarra del brazo.

—Desde luego tú, no.

Trato de soltarme, pero me aprieta más fuerte.

—¿Qué poder tiene ese cabrón sobre ti que desconozco?

Si tú supieras…

—Suéltame y déjame pasar, Manuel —protesto retorciéndome.

—¡Tú deberías ser mía!

—Yo no soy de nadie. —Su olor me está poniendo mala. Ni siquiera oculto la expresión de repugnancia que siento cuando observo que sus pupilas se dilatan al mirarme de arriba abajo.

—¿Sabes? —me dice—. Ese cretino jamás te dará el amor que te mereces. He visto lo mal que te trata. —Alarga la mano y me acaricia la mejilla.

—¡No me toques! —Lo empujo contra la pared.

Sonríe con una mueca de medio lado.

—Algún día vendrás a mí y estaré gustoso de recoger tus pedazos rotos.

—Seguro que sí. —Y para mi alivio se aleja perdiéndose por las escaleras.

Corro hacia la puerta y la abro. Y ahí está él, con la mandíbula apretada y esos ojos verdes imposibles que me miran sombríos y cabreados.

—¿Te has vuelto loco? ¿Sabes qué hora es? —Está en chándal. Lleva puesta una sudadera gris y un gorro negro. Está empapado en sudor—. ¿Has estado corriendo a estas horas?

Me observa impasible.

—Oh sí, claro, llevo horas corriendo, me conozco las calles de esta ciudad de memoria.

Cada jodida esquina. Y además lo he hecho con un dolor de estómago importante, eso sin mencionar que apenas puedo respirar, pensar y que me tiembla todo el cuerpo.

Ay, mierda. Está enfermo. Tan enfermo como yo.

—¿Vienes con los midiclorianos revolucionados? Porque si vienes buscando pelea no pienso dejarte entrar.

Se ríe y apoya el hombro en el marco de la puerta. Por un momento tengo la sensación de que se va a desplomar. Cruza los brazos sobre el pecho y se queda callado sin decir nada. Se limita a mirarme fijamente. ¡Qué ganas tenía de verle!

—¿Con quién estabas hablando? —Lo miro con inquietud.

—Con Martínez.

—Si vuelves a hacerme esperar te follaré en la terraza delante de él, delante de todos. ¡Ven!

—Y estira la mano dando un paso rápido hacia mí. Le arden los ojos cuando me agarra por las muñecas y me empuja contra la pared. El golpe es tan severo que me retumba la cabeza.

—¿Qué demoni…?

—Dejemos los demonios para más tarde —susurra sobre mis labios—. Ahora, ¡bésame y cúrame! ¡Cómo te he echado de menos, cariño! —Y me levanta los dos brazos por encima de la cabeza a la vez que su boca se estampa contra la mía. Mis piernas se ponen a temblar. Me besa con una violencia inusitada metiéndome la lengua hasta el fondo de la boca y haciendo que el deseo se me propague como un carbón ardiendo por todo el cuerpo.

—¡Ah! —gimo. Tengo la totalidad de los sentidos aturdidos, no sé si por el alcohol o por la felicidad de sentirlo tan excitado y necesitado como yo.

—Joder, princesa, creí que me iba a volver loco sin ti, estaba desesperado por verte. Eres mi tesoro y yo soy muy exigente con lo mío.

—Yo sí que casi me vuelvo loca por tu culpa. —Sonríe con la boca pegada a mi hombro y, con la mano libre, me recorre la barbilla con los dedos.

—Tenía que hacerlo. Necesitabas entender de una buena vez que nada de lo que nos está pasando es fácil de explicar. No puedo pasar un segundo sin ti. Quiero que vuelvas a casa. Conmigo.

Ahora, Leia.

—¿A tu casa?

—A nuestra casa.

—He averiguado lo de tu sangre: me has envenenado. ¿Puedes explicarme por qué lo has hecho?

—Acabo de decírtelo.

—¡Pero lo has hecho de manera deliberada! Te odio por ello. Nada de todo esto tiene sentido.

—… Dijo su cerebro. ‘Es un riesgo’, dijo su aprendizaje. ‘Es una locura’, dijo su suficiencia. ‘Atrévete’, dijo su corazón. ‘Acéptalo’, te digo yo, porque nunca más te voy a dejar marchar, porque eres tú, porque respiro señalándote con mi vida. Coge ropa como para el resto de la tuya, ropa decente, métela en una maleta y vámonos, porque te quiero a mi lado todo el tiempo.

—¿Es así… es así cómo…?

—¿Cómo te requiero? Sí, así es.

—Estás loco.

—No te haces una idea. No tenerte estos días me ha convertido en un jodido loco necesitado. A partir de ahora no tendré compasión, cielo, porque voy a empezar con las exigencias, y no veas toda la de cosas que tengo en mente. Yo también tengo una imaginación deslumbrante.

—Diego.

—No puedo contenerme más, me resulta imposible seguir sin ti cerca, además no sobreviviríamos ninguno de los dos. Así que ahora deja que te calme con otro beso, ¿o necesitas besarme tú a mí?

Me suelta las muñecas y espera a que haga algo. Yo enredo mis manos en su pelo y lo beso sintiendo en las entrañas una apremiante sensación familiar. Gruñe ante mi arrojo y prorrumpe algo inteligible contra mi boca antes de deslizar sus dedos hasta mis muslos. Me mete una mano dentro del pantalón y me acaricia… ahí. ¡Oh, Señor! ¡Oh, Divino ser celestial que todo lo abarcas! ¡Gracias!

Soy un estallido de sensaciones, un globo sonda a punto de desinflarse, una pecadora por devoción.

Y soy suya. Completa e irremediablemente suya.

—No llevas bragas —gruñe entre dientes. Su voz es seductora. Y toda la angustia de estos días, todo el dolor físico, toda la incertidumbre y la rabia, se desvanecen como humo con el simple roce de sus caricias. Estoy encerrada entre sus brazos y él tiene la frente pegada a mi oreja y la nariz hundida en mi cuello.

—¡Ah! —gimo cuando me frota el clítoris y me muerde la yugular a la vez.

—Puedo vivir en el infierno meses, años, una puta vida entera, pero me he dado cuenta que no puedo vivir ni un solo segundo sin ti. Estos días han sido un verdadero calvario, y te juro por Dios, que como vuelvas a irte soy capaz de secuestrarte. Todo este tiempo que hemos estado separados he temido que te hubieses alejado para siempre de mí. —Tiene una expresión seria, sincera. Se aproxima y me vuelve a besar con fogosidad. Descubro que el deseo por este hombre es superior a mi sed de venganza, cosa que puede ser un problema para la descarga catártica de mi rabia. —No puedo concebir no tenerte en mi vida, Leia. Necesito sentir tu piel contra mi piel, tus labios contra los míos. Te necesito tanto, tanto, tanto que apenas puedo sostenerme en pie. —De repente interrumpe el beso, jadeante, y sus ojos se tuercen hacia la izquierda, quedando fijos en el taquillón. Me suelta los brazos y retira su mano de mi clítoris. Mi sexo palpita de tristeza. —¿Qué…

qué diablos es eso? —exclama señalando el bol de Marta que está hasta arriba de gomas de colores.

—Condones —balbuceo con tono titubeante, tímido, tratando de recobrar el aliento.

—¿Condones? —masculla hosco. Y aprieta los labios en una fina línea de cabreo.

—Sí, condones.

—Joder, Leia, ¿qué hay de la sinceridad y la lealtad?

—¿Me lo dices en serio?

Nos quedamos mirándonos el uno al otro. El ambiente se enrarece de sopetón.

—Tienes… un puto bol de condones… a la entrada de tu casa. Lo cierto es que me cuesta comprenderlo un poquito, sí; y, por supuesto, te lo estoy diciendo en serio —brama cabreado. Si tuviera que evaluar su grado de enfado diría que está en el nivel más alto de todos los que le he visto hasta ahora.

—Estás de malhumor por lo de la fiesta —le digo. Y bajo los ojos a los pies, intimidada como una tonta.

Se acerca a mí y me levanta la barbilla.

—¿Qué tipo de fiesta es la que habéis dado aquí?

—¿Cómo?

—¿Me vas a explicar de una jodida vez de qué va toda esta mierda? —No sé qué decirle.

Pestañeo unas cuantas veces. Se inclina sobre mí y me huele. Después arruga la frente, desvía los ojos hacia los condones, y añade—: Atufas a perro policía.

Por Dios…

—¡Son de Marta!

Me agarra fuerte por los brazos.

—Dime… Leia… ¿tú vives aquí, ah?, ¿vives aquí? —Y me aprieta más fuerte aún.

—Sí —contesto.

—Pues, ¡me cago en Dios! —estalla—, dime entonces, ¿por qué cojones tienes esta puta basura en tu casa? Dímelo porque no lo entiendo.

—Son de mi prima Marta —repito—. Y deja de gritarme.

Me suelta y se acerca a la puerta, que aún está abierta. La cierra de un portazo. Después se coloca frente a mí, amenazante. Se me arrima tanto que me hace sentir como un conejo a punto de ser despellejado vivo.

—Has estado bebiendo.

No te jode…

—¡Pues claro que he estado bebiendo! Acabamos de dar una fiesta. —Estira la mano y me toma por el mentón.

—Y, ¿te he dado yo permiso para que lo hagas?

Se me tensa la rabia.

—¿Es que tienes que dármelo? —La fuerza que proyecta a través de su mirada verde me hace palidecer de arrepentimiento—. Lo siento. —Y mis ojos comienzan a llenarse de lágrimas.

—¡Ni se te ocurra ponerte a llorar! —Me agarra por la muñeca y tira de mí hacia él—.

Dime. ¿Qué has estado haciendo estas últimas tres horas? ¿Por qué no me cogías el teléfono? ¿Y por qué cojones no llevas las bragas puestas?

Aprieto los ojos.

—Me… me quedé… dormida.

—¡Mírame a los ojos cuando me respondas, coño! —Abro los ojos hasta atrás.

Me aprieta la muñeca, da un paso adelante y me arrastra con él hasta que mi espalda toca la pared. Se quita el gorro y lo tira sobre el taquillón. Los mechones negros de su precioso pelo adquieren una tonalidad azul bajo la luz del fluorescente. Le caen revueltos sobre los ojos.

—Has estado bebiendo delante de la gente y ya sabes lo que opino al respecto, y has estado llorando. ¿Por qué, Leia? ¿Qué es lo que ha pasado aquí esta noche?

—Nada —susurro.

—¡Mientes! —gruñe, y de pronto se queda pálido. Me suelta como si lo hubiera quemado vivo.

—¡Por Dios, Diego! —Pero no me escucha. Por sus ojos pasa una expresión de soledad y de dolor. Deslizo un dedo por su mejilla, pero me aparta la mano de un manotazo.

—¿Has estado con alguien?

—¿¡Cómo!?

Se arrima a mí y me sujeta la cara con las manos. Me mira a los ojos unos segundos. Los suyos —grandes y muy verdes—, se tiñen de resquemor y de pánico. Después los cierra y los aprieta con fuerza. Noto que se estremece.

—Dios, ¡no puede ser real! —Me suelta y retrocede unos pasos hasta que su espalda se estrella contra la bici de Luis, que cuelga de la pared, al otro lado del pasillo. Abre la boca y toma una gran bocanada de aire.

—¿Piensas que yo…?

—¡No me puedo creer que hayas estado con otro! —me reprocha desesperado pasándose las manos por el pelo, sin dejar de mirarme con esa expresión de auténtico dolor. Las deja posadas tras la nuca—. Joder, ¡es que no me lo puedo creer! —repite. Y se dobla sobre sí mismo apoyando las manos en las rodillas. Noto que se tensa y que no le llega el oxígeno a los pulmones.

—¡No he estado con nadie! —protesto. Y las lágrimas comienzan a rodarme por las mejillas. Me muevo para abrazarlo, pero levanta una mano para que no me acerque. Sacude la cabeza mirándome con aprensión.

—No te puedes ni imaginar el dolor tan grande que me estás causando, princesa.

—¿Dolor? ¿Y el que me causas tú a mí? —Y me coloco frente a él. Lo tomo del brazo para que se levante—. ¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué no me crees?

—¿Piensas que no sé cuándo me mientes? —Su semblante no puede contener más desazón —. Oh, cariño, has ignorado una regla de oro: mentir a alguien que miente mejor que tú es una tremenda estupidez.

—¡Yo no te estoy mintiendo! ¿Quieres que te diga que he estado llorando por ti como una idiota? ¿Es lo que quieres oír? Porque es la verdad. Llevo días jodida, Diego, muy jodida por tu culpa.

Frunce el ceño. Capto su incertidumbre cuando se pasa otra vez la mano por el pelo.

—¡Apártate! —Y se suelta de mí echando a caminar por el pasillo con grandes zancadas hasta que llega a mi habitación. Abre la puerta de golpe y se queda estático, mirando dentro. De pronto siento miedo. Mucho miedo. Gira los ojos buscando los míos, con lentitud, y me fulmina con una mirada repleta de interrogantes.

—He sido de todo menos tuyo.

Se le oscurecen los ojos hasta un punto siniestro. Desaparece en el interior de mi cuarto, y yo entro detrás de él. Ahogo un grito cuando me doy cuenta que Dani está tumbado boca abajo sobre mi cama, medio desnudo. Carmen y mi primo debieron dejarlo ahí. Le han quitado los vaqueros, que tenía salpicados de vómito, y lo han metido dentro de las sábanas. Entorno los ojos hacia Diego. A ver cómo le explico yo esto ahora. Parece casi sosegado, pero es evidente que no lo está. Tensa la mandíbula, pasa a mi lado y, sin decir nada, cierra la puerta.

—Diego, puedo explicártelo. —Trato de agarrarlo por un brazo.

—¡No me toques, hostia!

—Diego…

—¡No quiero oírte más! —estalla a gritos—. Así que cállate, por Dios, ¡cállate!

—Por favor, escúchame.

Se acerca a Dani y le toca un brazo.

—Despierta mamón. —Mi amigo abre un ojo, pero lo vuelve a cerrar. Diego le asesta un codazo que hace que Dani se incorpore de golpe—. ¿Te la has follado?

—¿Qué…? —masculla Dani desorientado.

—Dime, hijo de puta. ¿Te la has follado?

La puerta se abre y Martínez entra en mi cuarto como un proyectil. ¡Joder! Lo que me faltaba. Su mirada es incendiaria.

—¿Estás bien? —me pregunta con la voz distorsionada por el alcohol. Después posa sus ojos en Diego—. ¿Te ha hecho daño este gilipollas? —Y se acerca a mí, alarga la mano y me la pasa por la frente apartándome el flequillo. Diego da dos zancadas y se planta delante de él.

—¡Quítale las manos de encima!

Martínez tensa la mandíbula y lo mira a los ojos.

—Por lo visto cada día que pasa vas perfeccionando la habilidad de ser más hijoputa.

¿Es que se conocen? Mierda. ¡Claro que se conocen! ¡Cómo no se van a conocer!

Diego aprieta la boca ignorando su comentario.

—¿Es así como la proteges? —dice este—. ¿Emborrachándote? ¿Dejando que cualquier mamón de mierda se la tire? ¿O el que se la ha tirado has sido tú?

—¿Y si me la he tirado yo, qué? —Se me cae el alma al suelo—. ¿Acaso es de tu propiedad?

—Es de mi propiedad —responde Diego implacable.

Martínez sonríe con los dientes apretados.

—¿Piensas que te prefiere a ti? ¿A un gilipollas que no hace otra cosa más que tratarla como un pedazo de mierda? Estás equivocado. Ella se merece a alguien que la ame de verdad.

Diego lo mira de arriba abajo y tensa los puños.

—¿Y ese eres tú?

—¿De verdad quieres una respuesta, gilipollas? ¿Piensas que se va a quedar contigo?

Los miro a los dos llena de cólera. Hablan de mí como si fuera una muñeca hinchable.

¡Machistas hijos de puta! Diego le asesta a Martínez un puñetazo que le revienta el tabique nasal.

Martínez se recompone y se limpia la sangre con el dorso de la mano.

—¡Lárgate de aquí! —le advierte Diego.

—Si te hubieras asegurado de satisfacerla como yo lo he hecho esta noche a lo mejor te habrías asegurado de que no hubiera necesitado otra polla. —Flipo en colores. Martínez gira hacia mí y me coge la cara entre las manos—. Es un puto cabrón, guapa —me dice—. ¿Lo has visto?

Disfruta jodiéndote la vida, y lo hará una y otra vez si no lo dejas fuera de ella. Es muy mayor para una niña como tú. Pronto buscará otra mujer con la que divertirse y con la que satisfacer todo lo que tú no puedes darle.

—¿Qué sabrás tú lo que yo puedo darle? —le contesto resentida.

—Quizá te ofrezca muchos polvos, ahora, pero sabes tan bien como yo, que llegará un día en el que se hartará de ti.

Diego agarra a Martínez por el cuello y le gruñe:

—¡Te he dicho que no la toques!

—¿Tanto te molesta que prefiera follar conmigo? —Se burla Martínez.

Diego le asesta otro puñetazo. Esta vez en el estómago.

—Otra gilipollez como esta y te mato.

No ha sido una amenaza, ha sido una advertencia seria. Aunque estoy segura que si Diego se lo propusiera ya lo habría matado. Supongo que está haciendo un gran esfuerzo por no borrarlo del mapa. Martínez contraataca.

—¿Acaso te has preocupado por cómo se ha sentido estos días?

—¿Lo has hecho tú?

—Le destrozaste el corazón, maldito cerdo de mierda. ¿Piensas que estoy ciego? Ha estado muy jodida.

—¿Y vas a ser tú quien se lo recomponga? —Diego desvía los ojos hacia Dani, que está desmayado en la cama. Después se ríe—. Pues ponte a la cola, mamón.

—¿A qué has venido? —Martínez arruga la frente—. ¿A hacerle daño? ¿Esperas que se vaya contigo de rositas después de lo que ha pasado entre nosotros?

¿Cómo?

—¡Serás mentiroso! —le digo yo, y clavo mis ojos en Diego. Observo compungida la oscura expresión en que se ha transformado su perfil—. Diego, por favor, está tratando de confundirte. Sabes que no está diciendo la verdad.

Pero la expresión de Diego es cada vez más lúgubre. Su mirada es un reino críptico de hielo y expiración. Se me desgarran las entrañas cuando intuyo en sus ojos una chispa de duda. Y de repente su duda me hace darme cuenta de que me he vinculado por completo a él, que me he conectado de una manera que es imposible de ignorar. Él es mi hogar, mi futuro, el hombre que anhelo con toda el alma. Si no me cree, ¿qué será de mí?, ¿de nosotros?

Martínez me tiende la mano.

—Guapa, sabes que te quiero, que jamás te haría daño. ¿Por qué no vienes conmigo? —Y

antes de que pueda hacer nada, me rodea con sus brazos y noto que me envuelve la cintura desde atrás. Me lleva un momento darme cuenta que me retiene a la fuerza.

—¿Qué haces? —le digo tratando de soltarme de él—. ¡Apártate!

—Creo que no, guapa.

—¿No la has escuchado? ¡Suéltala de una jodida vez! —Diego lo agarra por el cuello y lo tira al suelo prácticamente sin despeinarse. Dani despierta incorporándose sobre la cama, sobresaltado por el ruido.

—¿Qué hago aquí? ¿Leia? —Doy un paso hacia él. Todavía está muy desconcertado.

—¡Ni se te ocurra! —me advierte Diego con un dedo dejándome estática.

—Diego, por favor, te lo suplico. No es lo que…

—Te he dicho que cierres el puto pico y ni se te ocurra acercarte a él —me gruñe sin ni siquiera mirarme. No aparta los ojos de Martínez, que se levanta echando fuego por los ojos.

—¿Te das cuenta cómo te trata? —me dice el inspector—. No deberías permitir que nadie te hable así.

Empezando por ti, supongo.

Diego lo coge por un brazo y se lo retuerce en un movimiento tan rápido que ni siquiera sé cómo lo ha hecho. Escucho un crujido. Después lo lanza con fuerza al otro extremo de la habitación.

Martínez rebota y cae medio inconsciente encima de mi mesita de noche, la cual se parte en mil trozos. Me tapo la boca y doy dos pasos atrás.

—¡Vamos! Levántate si tienes cojones. —La voz de Diego es terrorífica. Se acerca al inspector y lo coge por el pelo. —¡Mírala bien! ¿La ves? —pregunta posesivo en cuanto este abre los ojos—. ¡Es mía, joder! Me pertenece igual que me perteneces tú y tu puta vida. —Después me clava los ojos hasta el corazón—. Y hoy está aprendiendo que nunca tendrá una vida más allá de mis brazos ni de mis besos.

A Martínez se le transforma la mirada.

—Pues bien que le gustaron los míos cuando me la follé sobre esa misma cama con su amigo mirándonos.

Oh, no, no. Esto va de mal en peor.

—¿Qué has dicho?

Diego y yo nos miramos un instante. Duda de mí.

—Diego, por favor. No me hagas esto —le imploro llorando—. Elige creer en mí, por favor, cariño, con eso me bastará.

—Pues a mí no basta —me dice, y centra de nuevo la atención en el inspector. Le asesta una patada en las costillas. Dani trata de levantarse, pero no lo consigue, se cae desplomado otra vez.

Martínez se recupera y Diego se le echa encima.

—Por Dios, Diego. ¡Detente! —Las lágrimas me escuecen en los ojos—. Para, por favor, ¡vas a matarlo! —Para mi alivio se detiene con el puño en el aire, gira la cabeza en mi dirección y parpadea confuso.

—¿Así que es cierto?

Ay, Dios…

—¿Él qué?

—¿Tanto te importa este mamón? Creí que el que te importaba de verdad era ese otro de ahí.

—Y señala a Dani que farfulla de pronto:

—Leia, preciosa, vuelve a la cama conmigo.

Diego me lanza una mirada cargada de resquemor.

—¡Joder! Has tenido una noche movidita, ¿no es cierto, princesa? Veo que además de querer liquidarte, todos quieren meterse dentro de tus bragas.

—Diego… —le suplico—. Por favor, cariño, sabes que no me interesa ninguno de los dos.

Sabes que no es a Dani al que yo quie… —Sacudo la cabeza. No puedo, no puedo decírselo, no cuando no confía en mí.

—¿Por qué, Leia? —me grita soltando a Martínez, que cae desplomado al suelo como un muñeco de lana.

—Basta ya, Diego. ¡Para!

—¿Qué pare? Ya me has demostrado lo que querías, ¿no? Que puedes vivir sin mí.

Me tapo los ojos con las manos para evitar mirarlo.

—¡Para! —repito apenas sin voz, y me doy la vuelta dándole la espalda, de cara a la pared.

Él se aproxima a mí, colocándose justo detrás, a mi espalda. Noto su aliento sobre la nuca.

—¡Date la vuelta! —Aprieto los ojos. Su tono autoritario, el calor que irradia su cuerpo tan cercano al mío, la pena, la rabia, la confusión… Estoy muy jodida, la verdad. Me gira cogiéndome por los hombros y me aparta las manos de los ojos obligándome a mirarlo—. Estoy tratando de asimilar toda esta porquería. ¿Por qué, Leia? ¿Por qué?

—Para, por favor —le vuelvo a implorar desolada.

—¡No! —gruñe—. No quiero parar. Lo que quiero es saber por qué me has hecho esto. Y

más te vale que me lo digas rápido porque te puedo asegurar que estoy en el punto en el que ni el mismísimo diablo sabe qué hacer conmigo.

—Te he dicho que no es lo que crees, ¿por qué no me escuchas?

Se quita la sudadera por la cabeza y la tira al suelo. Después me mira sin decir nada. Está empapado en sudor y suda sangre. ¡Dios, sangre! ¿Qué le pasa?

—Soy todo oídos.

—No he estado con Martínez. No estaría con ese maldito cretino ni aunque me obligara. Y

con respecto a Dani, Carmen y mi primo debieron…

Ni siquiera me da tiempo a terminar. Carmen y mi primo entran por la puerta como auténticas exhalaciones. Luis va en calzoncillos y Carmen… ¿Lleva puesta su camiseta preferida?

Ahora lo entiendo todo. Diego baja los ojos hacia mí y me mira interrogante. Después los posa en Luis.

—¿Quién coño eres tú? —le pregunta frunciendo la frente.

—Lo mismo te pregunto yo —le responde mi primo.

Tienen sus narices a escasos milímetros de distancia. Me dan pánico.

—Diego, espera… —Trato de interponerme en medio, pero Diego me pone una mano en el pecho y me empuja con fuerza contra la pared.

—No la trates así. ¡Déjala en paz hijo de puta! —le increpa Luis.

—¿Quién cojones es este mamón y qué hace aquí, Leia?

No se conocen. Claro, ¡no se han visto nunca!

—Vive aquí. Esta es su casa —respondo nerviosa. —Diego gira la cara hacia mí, castigador, inmutable. Me mira impasible. Enseguida capto la frialdad de sus ojos.

—¿Vives con un puto vikingo y no me has dicho nada hasta ahora? —me grita.

Oh, no, más confusión, no.

—¡Es mi primo! —le aclaro—. Mi primo, Luis.

—Dios… —se queja Diego. Y da dos pasos para atrás, trastabillando, llevándose las manos al pelo. Tiene en el rosto una expresión de auténtica angustia. Me acerco a él y lo rodeo con los brazos, apoyo la cara en su pecho y lo abrazo con fuerza. De repente quiero que todo el mundo desaparezca de mi vista para quedarme a solas con él. Me siento al borde del abismo. Diego me da un beso breve en el cabello y parece que relaja los hombros cuando me rodea con los brazos y me estrecha con fuerza contra su pecho. Empiezo a tranquilizarme entre sus brazos, pero me vuelve a traspasar con su tensión.

—¡Oh, nena, nena, nena! ¿Qué estás haciendo conmigo? —Me toma la cara entre las manos y me besa los labios con cariño, aunque al momento se aleja de mí.

—Tú debes de ser su profesor… —interviene mi primo con ironía acercándose a él—. No vuelvas a tratar a mi prima así nunca más, ¿me oyes?

Diego reacciona. Da un paso al frente y coge a Luis por la mandíbula, retándolo con el gesto.

—¿Así cómo?

—Así como un lunático agresivo —le increpa Luis.

—¡Qué sabrás tú de agresividad!

Luis le aparta la mano.

—Bastante —responde, y añade—: Te partiré la cara si le haces daño.

—El daño que yo le haga o le deje de hacer, ¡es mi puto problema! —vuelve a gritar Diego —. Es mi mujer. ¡Es mía, joder! Mi puta responsabilidad, ahora. La quiero. Y haré todo lo que haga falta para mantenerla a salvo, segura y feliz. Aunque no entendáis de qué va la felicidad ni aunque la tengáis delante de las narices. A ver si os queda claro a todos de una jodida vez: Leia es mi-mujer.

Mi-mujer. Y ahora apártate de mi camino si no quieres que te reviente la cara de una hostia.

¡Apartaros todos!

La amenaza nos deja helados. Mi primo no se achica. Saca pecho y se enfrenta a él.

—Es como mi hermana y no voy a dejar que ningún hijo puta la trate mal. Así que ¡respétala!

Diego no le responde. Lo hacen sus gestos. Bueno, la nulidad de estos. De repente vuelve a ser el inquisidor del cuarto de tortura, un puñetero Érebo cuyas densas nieblas nos llenan a todos de sombras. Nos quedamos paralizados. Es como si Lucifer se hubiera materializado ante nuestras narices. Diego comienza a caminar con pasos lentos por la habitación cargando el ambiente con su negrura. La cabeza baja, la nariz ensanchada, los hombros abiertos, el mal, el vacío y el frío emanando de él… Nos mira de uno en uno y empequeñecemos. Tengo ante mí a D’Spayre, señor todopoderoso del mal, miembro elevado de los señores del miedo, alimentándose de la energía psíquica que desprende nuestro martirio.

Y de pronto recuerdo: «Me paré sobre la arena del mar, y vi subir del mar una Bestia que tiene siete cabezas y diez cuernos; y en sus cuernos diez diademas; y sobre sus cabezas, un nombre blasfemo. Y se le permitió hacer guerra contra los santos, y vencerlos. También se le dio autoridad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación. Si alguno tiene oído, oiga. Y se le permitió infundir aliento a la imagen de la Bestia, para que la imagen hablase e hiciese matar a todo el que no la adorase. Y había que a todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se les pusiese una marca en la mano derecha, o en la frente…».

Diego se acerca a Martínez que está incorporándose del suelo y lo levanta de un tirón.

—Carmen, llévate a este hijo de puta de aquí. Y tú —se dirige ahora a mi primo—: Llévate a tu amigo de este cuarto si no quieres que le corte los huevos. —Ambos obedecen aterrorizados—.

Y largaos de aquí. No quiero veros a ninguno. —Aprieta los labios y arruga la frente mientras mi primo y Carmen se apresuran a sacar a Martínez y a Dani de la habitación. Antes de hacerlo, se acerca al inspector para amenazarlo—: Más te vale que a partir de ahora duermas con un ojo bien abierto, hijo de la gran puta, porque voy a ir a por ti en cuanto menos te lo esperes.

Y sin saber muy bien por qué, salgo corriendo al pasillo como alma que me lleva el diablo.

Para cuando soy consciente de lo que he hecho, ya estoy con la mano en la manilla y a punto de salir de casa.

—¿Dónde crees que vas? —grita Diego a mi espalda. Y, casi al mismo tiempo, escucho el estruendoso impacto del bol de condones por encima de mi cabeza. Me giro en redondo protegiéndome de los cascotes con las manos, mientras me llueven miles de millones de cristales rotos. Me encuentro de improviso rodeada de gomas de colores.

Diego se queda un momento mirándome con la nariz arrugada, pero percibo que está más calmado; abre las piernas, se agarra por las muñecas y, al segundo, baja la cabeza adoptando la posición de dominio que usó en el cuarto de tortura. Una extraña corriente nerviosa se instala en mi cuello y me lo dobla hacia delante obligándome a bajar la cabeza, los ojos, a separar las piernas y a colocar las manos a ambos lados del cuerpo. Me ha dejado paralizada otra vez. No soy capaz ni de llorar. El miedo que siento es indescriptible.

—Ya veo cuánto me has echado de menos —me dice en voz baja, con rencor. Levanto los ojos.

—Te he echado de menos —susurro. Pero sus ojos no me creen.

—Las manos a la espalda —me ordena. Y mis manos se colocan a la espalda—. ¿Qué pretendías hacer?

—Irme —contesto de inmediato.

—¿Por qué?

—Porque te tengo miedo.

Ni se inmuta. Permanece igual: estático, luciferino, obligándome a decir la verdad.

—Si te marchas te haré venir. Siempre. Ya deberías saberlo.

—Lo sé.

—Lo sé, señor. —Trago saliva.

—Lo sé, señor —repito yo.

—Sería capaz de sobornar al mismísimo demonio con tal de retenerte a junto a mí.

Decidiste unirte al dolor de vivirnos, por tanto, afróntalo de una vez, porque nacimos para estar enredados el uno con el otro. —Hace una pausa muy larga—. ¿Cómo te has sentido estos días?

Recuerdo las palabras de Lucas: «Tienes que aprender a decirle cómo te sientes».

—Te he extrañado… señor —respondo balbuceante. Levanto los ojos hacia los suyos y me sorprende encontrarlos llenos de alivio.

—¿Me has extrañado? —me vuelve a preguntar como si no terminara de creer lo que le he dicho.

—Sí, señor. Estos últimos días han sido muy duros.

—Duros… —repite como si saboreara la palabra.

—Lo cierto es que han sido los peores días de mi vida, señor.

Suspira triunfante, eufórico. Quisiera que me abrazara y me besara, pero no lo hace.

Continúa inmóvil, manteniendo en todo momento su posición de dominio.

—Pues deja de extrañarme y continuemos mejor haciéndonos daño un ratino más.

Sacudo la cabeza.

—No necesitas todo esto, Diego. Lo leo en el fondo de tu alma.

Se acerca a mí.

—¿Crees que soy yo, quién necesita o no necesita algo, ah? ¿Crees que soy yo?

—Diego…

—¡Señor! —me grita, y me dicta al momento—: Ve a tu cuarto.

Echo a correr por el pasillo y me encierro en mi habitación. Ni siquiera soy consciente de haberme cruzado con Carmen ni con mi primo de la que iba. Diego abre la puerta justo después de mí, y entra. Por un largo minuto no dice nada, se queda callado, con la cabeza baja y la mano en la manilla, mirándome sin inmutarse.

—Tú tan dentro de mí y yo tan fuera de tu mente —dice cerrando la puerta de un portazo.

—No es así y lo sabes, señor.

—¡Así que Dani! —Comienza a caminar por mi cuarto, ignorando lo que le acabo de decir —. ‘El mejor amigo de tu primo’ en tu cama. Y también el inspector… —Se coloca en posición: piernas abiertas, manos cruzadas por delante del cuerpo, cabeza ladeada. Me va a interrogar—.

Quizá hoy encuentre la solución para calmar la locura de no poder tenerte, ni cerca ni lejos de mí.

—Diego…

—¡No me mires y cierra la boca! —Bajo los ojos al suelo y me callo—. Quítate los zapatos y la camiseta. —Y me llega el impacto de su frío.

Alzo la cara tratando de comprender. Pero de inmediato la vuelvo a bajar y me descalzo.

Después mis manos agarran la parte baja de la camiseta y comienzo a levantarla.

—Despacio —me dice—. Quítatela… despacio. —Y escucho un susurro lejano que me dicta: «Tiembla y póstrate ante mí de miedo». Me la quito… despacio.

—Muy bien. Ahora quítate el pantalón. —Y me lo quito, sumisa, mansa, como a él le gusta.

Desanudo el cordón del chándal, estiro la goma con la sangre circulando a trompicones, y comienzo a bajármelo despacio sacudiendo las caderas a derecha e izquierda para que la prenda baje poco a poco. Cuando el pantalón cae al suelo, lo aparto con el pie dejándolo al lado de la camiseta, consciente de que me está mirando fijamente.

—Los calcetines y el sujetador… —me vuelve a pedir—. Despacio, también, no tengo prisa.

No tiene prisa… En algún lugar lejano de mi cerebro, los Linkin Park están tocando para mí, el Points Of Authoriy. Me quito los calcetines y el sujetador, despacio porque no tiene prisa. Cuando termino, espero con ansia que me ordene algo más.

—Dobla toda la ropa y ponla encima de la silla.

Suspiro y me agacho. Recojo la ropa, me acerco a la silla y la doblo con cuidado.

—Muy bien. Ahora, arrodíllate.

No hay nada como un «desnúdate y arrodíllate» para perder la dignidad, ¿eh, Amon? Pero no obstante lo hago, sin rechistar. Flexiono las piernas y me dejo caer al suelo, ante él, y espero, espero y espero… Después de un rato me dice:

—Abre un poco más las piernas y pon las manos tras la espalda, voy a sujetártelas. —Se coloca detrás de mí y apoya una rodilla en el suelo. Antes de que me dé cuenta, escucho el tintineo de algo metálico y pesado; toma mis manos y, casi sin rozarme, me esposa. Pero, ¿de dónde coño ha sacado unas esposas?

—Inclínate hacia delante. —Y me empuja la cabeza hasta que mi frente toca el suelo—. Así, muy bien. Ahora dime, ¿te has acostado con él?

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