Inferno

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Capítulo 30

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Langdon y Sienna habían aprovechado la oportunidad.

Mientras el soldado musculoso golpeaba la puerta, ellos se habían adentrado más en la gruta y ahora estaban en la última cámara. El pequeño espacio estaba adornado con toscos mosaicos y sátiros. En el centro había una escultura de tamaño real de una

Venus en el baño que parecía mirar recatadamente por encima del hombro.

Permanecían escondidos detrás de la estrecha base de la estatua, con la vista puesta en la estalagmita globular que se elevaba al fondo de la gruta.

—¡Todas las salidas han sido bloqueadas! —exclamó un soldado en el exterior. Hablaba inglés con un ligero acento que Langdon no pudo ubicar—. Envía el

drone de vuelta a la base. Yo inspeccionaré la cueva.

Segundos después, oyeron cómo los fuertes pasos del soldado cruzaban la primera cámara de la gruta y luego la segunda. Iba directamente hacia ellos.

Langdon y Sienna se encogieron todavía más.

—¡Ey! —exclamó otra voz en la distancia—. ¡Los tenemos!

Los pasos se detuvieron.

Langdon oyó entonces que alguien corría por el sendero de gravilla en dirección a la gruta.

—¡Los han identificado! —declaró el soldado casi sin aliento—. Acabamos de hablar con dos turistas. Hace unos minutos, el hombre y la mujer les han preguntado la dirección de la Galería de los Trajes del palacio, que está en el otro extremo de los jardines.

Langdon se volvió hacia Sienna, que parecía sonreír levemente.

El soldado recobró el aliento y prosiguió:

—Las salidas occidentales han sido las primeras en ser bloqueadas… Todo parece indicar que los tenemos acorralados en los jardines.

—Ejecute su misión —dijo el soldado que estaba más cerca—. Y llámeme en cuanto los haya atrapado.

Hubo una confusión de pasos alejándose por la gravilla, el

drone despegando de nuevo y, finalmente, silencio absoluto.

Langdon estaba a punto a asomarse por detrás de la base de la estatua cuando Sienna lo agarró del brazo y lo detuvo. Se llevó entonces un dedo a los labios y le indicó con la cabeza una leve sombra de forma humana que había en la pared del fondo. El soldado todavía estaba en la entrada de la gruta.

«¡¿A qué está esperando?!».

—Soy Brüder —dijo el soldado de repente—. Los tenemos acorralados. En breve podré confirmar su captura.

El hombre había llamado a alguien y su voz sonaba inquietantemente cerca, como si estuviera justo detrás de ellos. La caverna producía el efecto de un micrófono parabólico y proyectaba todo el ruido al fondo.

—Hay más —dijo Brüder—. Acabo de recibir noticias del equipo científico. Al parecer, el apartamento de la mujer está subarrendado. Y tiene muy pocos muebles. Está claro que su estancia pretendía ser breve. Hemos localizado el biotubo, pero no el proyector. Repito, el proyector, no. Suponemos que sigue en posesión de Langdon.

Robert sintió un escalofrío al oír que el soldado pronunciaba su nombre.

Los pasos se acercaron todavía más y Langdon se dio cuenta de que el hombre estaba adentrándose en la gruta. Su zancada no tenía la intensidad de antes y parecía más bien que estuviera dando vueltas de un lado a otro mientras hablaba por teléfono.

—Correcto —dijo el hombre—. El equipo científico también ha confirmado que han hecho una llamada poco antes de que llegáramos al apartamento.

«El consulado», pensó Langdon, recordando su conversación telefónica y la rápida llegada de la asesina del cabello en punta. La mujer parecía haber desaparecido, reemplazada por una unidad de soldados.

«No podremos esquivarlos para siempre».

Los pasos se oían ahora a unos seis metros. El hombre había entrado en la segunda cámara y, si llegaba hasta el final, sin duda los vería agazapados detrás de la estrecha base de la

Venus.

—Sienna Brooks —declaró el hombre de repente.

Ella se sobresaltó y levantó la mirada, esperando encontrarse con el rostro del soldado. Por suerte, no había nadie.

—Ahora están inspeccionando su portátil —prosiguió la voz, a unos tres metros—. Todavía no tengo un informe, pero sin duda es el mismo ordenador desde el que Langdon ha accedido a su cuenta de correo electrónico de Harvard.

Al oír esto, Sienna se volvió hacia Langdon y se lo quedó mirando boquiabierta. Además de desconcertada también parecía sentirse traicionada.

Langdon estaba igualmente sorprendido. «¡¿Así es como nos han localizado?!». Cuando lo hizo ni se le había ocurrido la posibilidad. «¡Necesitaba información!». Antes de que pudiera musitar una disculpa, Sienna apartó la mirada y su expresión se ensombreció.

—Correcto —dijo el soldado ya en la entrada de la tercera cámara, apenas a dos metros de Langdon y Sienna. Dos pasos más y los vería—. Efectivamente —añadió, acercándose un paso más. De repente, sin embargo, se detuvo—. Espere un segundo.

Langdon se quedó inmóvil y se preparó para lo peor.

—Un momento, estoy perdiendo la señal —dijo el soldado, y retrocedió unos pasos hacia la primera cámara—. Casi no tenía cobertura. Ya puede continuar… —Escuchó un momento lo que le decían y luego contestó—: Sí, estoy de acuerdo, pero al menos sabemos con quién estamos tratando.

Tras lo cual, los pasos salieron de la gruta, se alejaron por la superficie de gravilla y, finalmente, dejaron de oírse.

Langdon relajó los hombros y se volvió hacia Siena, cuyos ojos ardían con una mezcla de miedo y rabia.

—¡¿Utilizaste mi portátil para consultar tu correo electrónico?! —exclamó.

—Lo siento… Pensaba que lo comprenderías. Necesitaba averiguar…

—¡Así es como nos han encontrado! ¡Y ahora saben mi nombre!

—Lo siento, Sienna. No me di cuenta… —Langdon se sentía consumido por la culpa.

Ella se volvió y se quedó mirando la bulbosa estalagmita que había al fondo de la caverna. Ninguno de los dos dijo nada durante casi un minuto. Langdon se preguntó si Sienna recordaba los objetos personales que había sobre su escritorio —el programa de

Sueño de una noche de verano y los recortes sobre su infancia—. «¡¿Sospechará acaso que los he visto?!». Aunque así fuera, no se lo preguntó y él tampoco pensaba mencionarlo.

—Saben quién soy —dijo ella en un tono de voz tan bajo que Langdon apenas la pudo oír. A continuación, Sienna respiró hondo varias veces, como si con ello intentara asimilar su nueva realidad. Mientras lo hacía, Langdon tuvo la sensación de que poco a poco recobraba la determinación.

De repente, Sienna se puso de pie.

—Tenemos que movernos —dijo—. No tardarán en descubrir que no estamos en la Galería de los Trajes.

Langdon también se puso de pie.

—Sí, pero… ¿adónde vamos?

—¿Ciudad del Vaticano?

—¿Cómo dices?

—Por fin me he dado cuenta de lo que querías decir antes… Lo que la Ciudad del Vaticano tiene en común con los jardines Boboli —señaló la pequeña puerta gris—. Esa es la entrada, ¿verdad?

Langdon asintió.

—En realidad es la salida, pero pensé que valía la pena probarlo. Lamentablemente, no podemos pasar por ahí. —Después de lo que le había dicho el soldado al guardia, Langdon tenía claro que la puerta gris no era una opción viable.

—Pero si consiguiéramos pasar por ella —dijo Sienna. En su voz volvía a haber cierto tono travieso—, ¿sabes lo que significaría? —Un tenue asomo de sonrisa se dibujó entonces en sus labios—. Que el mismo artista renacentista nos habría ayudado hoy dos veces.

Langdon se rio entre dientes. Unos minutos atrás había pensado lo mismo. «Vasari, Vasari».

Sienna sonrió con franqueza, y Langdon tuvo la sensación de que le había perdonado, al menos por el momento.

—Creo que es una señal de los cielos —declaró, medio en serio—. Tenemos que ir por esa puerta.

—Muy bien ¿y qué hacemos con el guardia?

Sienna se crujió los nudillos y se encaminó hacia la salida de la gruta.

—Yo hablaré con él. —Se volvió hacia Langdon y sus ojos volvían a brillar con intensidad—. Confíe en mí, profesor. Cuando me lo propongo, puedo ser muy persuasiva.

Volvieron a llamar a la puerta.

Los golpes eran firmes y constantes.

El guardia de seguridad Ernesto Russo refunfuñó. Al parecer, el extraño soldado de mirada fría había regresado. Lamentablemente, el momento elegido no podía haber sido peor. El partido estaba en el tiempo añadido. La Fiorentina estaba con un hombre menos y pendía de un hilo.

Siguieron llamando a la puerta.

Ernesto no era idiota. A juzgar por todas esas sirenas y soldados, estaba claro que esa mañana sucedía algo raro. Sin embargo, él siempre procuraba mantenerse alejado de los asuntos que no le afectaban directamente.

«

Pazzo è colui che bada ai fatti altrui».

Pero también resultaba obvio que ese soldado parecía alguien importante e ignorarlo parecía poco aconsejable. Encontrar trabajo en Italia no era fácil, aunque fuera uno aburrido. Tras echar un último vistazo al partido, Ernesto se encaminó a la puerta.

Todavía no se podía creer que le pagaran por pasarse todo el día sentado en su despacho viendo la televisión. Un par de veces al día, llegaban visitas VIP procedentes de la galería de los Uffizi. Ernesto las recibía, abría la verja de hierro y permitía que el grupo pasara por la pequeña puerta gris para terminar su recorrido en los jardines Boboli.

Los golpes eran cada vez más intensos. Ernesto abrió la verja de acero, la cruzó y luego la cerró tras de sí.

Sì?! —exclamó por encima de los golpes, de camino a la puerta gris.

No contestaron.

«

Insomma!». Finalmente abrió la puerta esperando ver la misma mirada sin vida de antes.

Pero el rostro que ahora tenía ante sí era mucho más atractivo.

Ciao —dijo una hermosa rubia con una dulce sonrisa y ofreciéndole una hoja de papel doblada que, sin pensarlo, él agarró. Enseguida se dio cuenta de que no era más que basura del suelo, pero la mujer ya le había agarrado de la muñeca con sus delgadas manos y le había clavado el pulgar en la zona de los huesos del carpo que conectan la muñeca y la mano.

Ernesto tuvo la sensación de que un cuchillo le atravesaba la muñeca. A la dolorosa punzada le siguió un repentino entumecimiento. La mujer dio entonces un paso hacia adelante y la presión aumentó terriblemente, haciendo que el ciclo de dolor volviera a comenzar. Ernesto retrocedió para intentar liberar el brazo, pero sus piernas flaquearon y cayó de rodillas.

El resto sucedió en un instante.

Un hombre alto ataviado con un traje oscuro apareció en la entrada, cruzó la puerta y en un momento la cerró tras de sí. Ernesto intentó tomar la radio, pero una suave mano le apretó un punto de la nuca que le agarrotó los músculos y le dejó sin respiración. La mujer le quitó entonces la radio mientras el hombre alto se acercaba a ellos. Parecía tan alarmado por la forma de actuar de la mujer como Ernesto.

Dim mak —dijo despreocupadamente la rubia—. Puntos de presión chinos. Por algo se utilizan desde hace tres milenios.

El hombre alto se la quedó mirando asombrado.

Non vogliamo farti del male —le susurró luego la mujer a Ernesto, aflojando la presión en el cuello—. No queremos hacerte daño.

En cuanto la presión se redujo, Ernesto intentó liberarse, pero entonces regresó y sus músculos volvieron a agarrotarse. Casi sin respiración, soltó un grito ahogado.

Dobbiamo passare —dijo ella, y señaló la verja de acero, que afortunadamente Ernesto había cerrado—.

Dov’è la chiave?

Non ce l’ho —consiguió decir él—. No la tengo.

El hombre alto pasó a su lado en dirección a la verja y examinó el mecanismo.

—Es un candado de combinación —le dijo a la mujer. Su acento era norteamericano.

La mujer se arrodilló junto a Ernesto. Su mirada era gélida.

Qual è la combinazione? —preguntó.

Non posso! —Respondió—. No me está permitido…

La mujer le hizo algo en la nuca, y el guardia notó que todo su cuerpo flaqueaba. Un instante después, se desmayó.

Cuando volvió en sí, Ernesto tuvo la sensación de que habían transcurrido unos minutos. Recordaba vagamente una discusión, más punzadas de dolor… ¿Le habían arrastrado, quizá? Era todo muy confuso.

En cuanto las telarañas comenzaron a despejarse, vio algo extraño ante él: sus zapatos sin cordones. Entonces se dio cuenta de que apenas se podía mover. Estaba tumbado de costado, en el suelo, con las manos y los pies atados a su espalda, al parecer con los cordones de los zapatos. Intentó gritar, pero no pudo. Tenía uno de sus calcetines en la boca. El verdadero miedo, sin embargo, llegó un momento después, cuando levantó la mirada y vio su televisor emitiendo el partido de fútbol. «¡¿Estoy en mi despacho… al otro lado de la verja?!».

A lo lejos, Ernesto oyó unos pasos que se alejaban por el pasillo. «

Non è posibile!». De algún modo, la rubia le había persuadido para hacer la única cosa que no le estaba permitida, revelar la combinación del candado que impedía el paso al célebre Corredor Vasariano.

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