Inferno

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I

LA MANO DE LO INVISIBLE

Lleno de una feroz alegría regresaba yo de la estación del Norte donde había dejado a mi joven mujer que partía para reunirse con nuestra hija, enferma en un país lejano. ¡Consumada estaba la inmolación de mi corazón! Las últimas palabras: «¿Hasta cuándo? —Hasta pronto», resonaron de nuevo como mentiras no confesadas, porque un presentimiento me decía que era para siempre.

Y esos adioses intercambiados en el mes de noviembre de 1894 fueron los últimos, ya que, hasta este momento, mayo de 1897, no he vuelto a ver a mi amada esposa.

Una vez llegado al Café de la Régence, me senté a la mesa que había ocupado poco antes con mi mujer, mi bella carcelera que escudriñaba día y noche mi alma, adivinaba mis secretos pensamientos, vigilaba la evolución de mis ideas, sentía celos de mis aspiraciones hacia lo desconocido…

Una vez recobrada la libertad, una súbita expansión se apoderó de mí y me transportó por encima de las pequeñeces de la gran ciudad, teatro de pugnas intelectuales, donde acababa yo de obtener una victoria, fútil en sí, pero para mí inmensa, y que constituía el ver cumplido un sueño de juventud, alimentado por todos mis contemporáneos y compatriotas literatos, pero que tan sólo yo había visto hacerse realidad: ser representado en un escenario de París.[1] El teatro me hastiaba como todo lo que se ha alcanzado, y me atraía la ciencia. Puesto en la tesitura de tener que elegir entre el amor y el saber, me había decantado por los más elevados conocimientos, y el sacrificio de mis afectos me hizo olvidar a la víctima inocente inmolada en el altar de mi ambición, o de mi vocación.

De vuelta a mi triste habitación de estudiante del Quartier Latin, me puse a rebuscar en mi baúl, y saqué de su escondite seis crisoles de fina porcelana que había tenido la precaución de comprar, pagándolo con los fondos para mi sostenimiento. Unas pinzas y un paquete de azufre puro completaban los pertrechos del laboratorio.

En la chimenea arde un fuego de fragua, la puerta está cerrada y las cortinas bajadas, pues tres meses después de la ejecución de Caserio[2] no resulta prudente manejar productos químicos en París.

Cae la noche, el azufre arde con llamas infernales, y ya próxima la mañana puedo comprobar la presencia de carbono en ese cuerpo considerado simple, el azufre; y con ello creo haber resuelto el gran problema, subvertido la química imperante y conquistado la inmortalidad concedida a los mortales.

Ahora bien, la piel de mis manos, asada delante del fuego vivo, se escama, y el dolor provocado por el simple esfuerzo de desvestirme me recuerda el precio de mi conquista. Solo en la cama, que huele a mujer, me siento dichoso: un sentimiento de pureza de alma, de virginidad masculina, me hace ver el pasado conyugal como algo sucio, y lamento no tener a nadie a quien dar las gracias por haberme liberado de ese sórdido lazo, roto sin demasiadas explicaciones.

¡Alguien a quien pueda dar las gracias! ¡Pero no hay nadie, y la forzada ingratitud me pesa!

Celoso de mi descubrimiento, no me preocupo de darlo a conocer. Mi timidez no busca ni autoridades ni academias. No obstante, prosigo con mis experimentos mientras los cortes de mis manos se enconan, las bubas de la piel se revientan y se llenan de polvillo de coque, la sangre chorrea, y los dolores se hacen insoportables. Todo cuanto toco me produce dolor, y, rabioso por los suplicios que atribuyo a unas potencias desconocidas que me persiguen y obstaculizan todos mis esfuerzos desde hace muchos años, evito a los hombres, descuido las reuniones sociales, declino las invitaciones y mantengo alejados a los amigos. En torno a mí se hace la soledad y el silencio: es la calma del desierto, solemne, horrible, donde por simple bravata desafío a lo desconocido, luchando cuerpo a cuerpo, alma contra alma. He demostrado la presencia del carbono en el azufre; y ahora voy a descubrir el hidrógeno y el oxígeno, pues tienen que contenerse en él. Mis utensilios ya no me bastan, me falta el dinero, mis manos están negras y sangrantes, negras como la miseria, sangrantes como mi corazón. Pues, efectivamente, por aquel entonces seguía manteniendo correspondencia con mi mujer, y le contaba los éxitos de mis investigaciones químicas, a lo que ella respondía con noticias relativas a nuestra hija, prodigando pequeños consejos sobre la inutilidad de mi ciencia y la locura de tirar el dinero.

En un arranque de legítimo orgullo, en un arrebato de furia de sufrimiento voluntario, cometo el acto suicida de mandar una carta infame, imperdonable, en la que rechazo para siempre a mujer e hija, dando a entender que una nueva relación amorosa ocupa mis pensamientos.

El golpe da en el blanco. Mi mujer responde con una demanda de divorcio. Solo, culpable de suicidio y de asesinato, me olvido del delito, presa de las desgracias y las preocupaciones. Nadie me visita, y no puedo ver a nadie, picado como estoy con todo el mundo.

Me siento sublime, flotando sobre la superficie de un mar: he cortado las amarras sin tener velas para navegar.

Sin embargo, la miseria, representada por la cuenta no saldada, interrumpe mis trabajos científicos y las especulaciones metafísicas, devolviéndome a la realidad terrenal.

Y así se acerca la Navidad. He rechazado agriamente una invitación a pasarla con una familia escandinava cuyo ambiente me desagradaba, debido a sus cargantes extravagancias. Pero, apenas me quedo solo, por la noche, me arrepiento de haberlo hecho y hacia allí me dirijo: nos sentamos a la mesa, la cena comienza con un jolgorio y una alegría desbordantes entre los jóvenes artistas que se encuentran allí como en su casa. Una intimidad que me repugna, gestos, fisonomías, en una palabra: un ambiente que no siento nada familiar me abruma con un malestar indescriptible; y en medio de aquella saturnal, la tristeza evoca en mi mente la apacible casa de mi mujer. En una visión súbita percibo el salón, el árbol de Navidad, el muérdago, a mi hijita y a su madre abandonada… Me entra el remordimiento: me levanto, pretextando una indisposición, y salgo.

Atravieso la horrible rue de la Gaîté, donde la falsa alegría de la multitud me parece ofensiva, luego la rue Delambre, tétrica y silenciosa, la calle más desesperante del barrio, me desvío hacia el boulevard Montparnasse y me dejo caer en una silla, en la terraza de la Brasserie des Lilas.

Un buen ajenjo me consuela durante un par de minutos, y luego un grupo de mujerzuelas y de estudiantes me ataca, me golpean el rostro con unas varas, y, como expulsado por las furias, dejo mi ajenjo, yendo a toda prisa a tomarme otro al François Premier, en el boulevard Saint-Michel.

¡De mal en peor! Otra pandilla me abuchea: «¡Eh, tú, solitario!» y, como expulsado por las Euménides, huyo hacia casa, escoltado por la insoportable fanfarria de los pitidos.

No tengo la menor conciencia de castigo como consecuencia de un acto delictivo. Para mí, soy inocente, objeto de una persecución injusta. Los desconocidos me impidieron proseguir la gran obra, y hay que superar los obstáculos antes de conquistar la corona del vencedor.

¡Estaba en un error y, a pesar de todo, tengo y tendré razón!

Esa noche de Navidad dormí mal. Una corriente de aire frío azotó varias veces mi rostro, y el sonido de una guimbarda me despertó de vez en cuando.

Una decrepitud creciente me invade paulatinamente. Mis manos negras y sangrantes me impiden vestirme y asearme. La preocupación por la cuenta del hotel no me deja un momento de paz, y me paseo por la habitación como una bestia enjaulada.

He dejado de comer, y el dueño del hotel me aconseja el hospital, lo que no es ninguna solución, puesto que me costaría un ojo de la cara, y hay que pagar por adelantado.

Entonces se me declara una hinchazón de las venas del brazo, que delata una intoxicación de la sangre. Es el golpe de gracia; y la noticia corre por entre mis compatriotas, de manera que una tarde la caritativa mujer de cuya cena había yo desertado de forma tan indigna, la misma que tan antipática me era y a la que casi había despreciado, viene a verme, se informa acerca de mi estado, se entera de mi situación de desamparo y con lágrimas en los ojos me indica el hospital como única posibilidad de salvación.

Juzgad cuál debía de ser mi estado de abandono y mi contricción, cuando por mi elocuente silencio comprendió que estaba a la cuarta pregunta. Entonces se apiada de mí, viéndome tan decaído.

Como ella también es pobre y con una vida llena de preocupaciones, me dice que pedirá ayuda a la comunidad escandinava y que irá a ver al pastor de la parroquia.

La pecadora ha sido misericordiosa con el hombre que acababa de abandonar a su legítima mujer.

Mendigando una vez más, pidiendo limosna por medio de una mujer, comienzo a adivinar la existencia de una mano invisible que dirige la lógica inexorable de los acontecimientos. Me doblego bajo el vendaval, decidido a levantarme de nuevo a la primera oportunidad.

El coche me conduce al hospital de Saint-Louis. De camino, me bajo para comprar dos camisas blancas en la rue de Rennes.

—¡La mortaja, para la hora del suplicio!

Pues medito sobre mi muerte próxima, sin saber decir por qué.

Internado, con la prohibición de salir sin permiso y con las manos vendadas, no puedo dedicarme a ninguna ocupación, y me siento como en la cárcel.

Una habitación abstracta, desnuda, justo con lo necesario, sin el menor asomo de belleza, y situada cerca de la sala de reunión donde se fuma y se juega a las cartas, desde la mañana hasta la noche.

Llaman para el almuerzo, y en la mesa me encuentro con una compañía macabra. Calaveras y moribundos: a éste le falta la nariz, al otro un ojo, al de más allá le cuelga el belfo, la mejilla en estado de putrefacción. Ahora bien, hay dos que no tienen aire de enfermos, pero que muestran un aspecto taciturno, desesperado. Son unos importantes ladrones de guante blanco que, gracias a poderosas influencias, han salido de la cárcel, so pretexto de una enfermedad.

Un olor nauseabundo a yodo me quita el apetito, y, al tener vendadas las manos, he de recurrir a la ayuda de mis compañeros para cortar el pan y poder beber. Y en torno a este banquete de criminales y de condenados a muerte, la buena de la madre superiora, en su sobrio vestido blanquinegro, reparte a cada uno de nosotros su emponzoñado brebaje. Con mi copa de arsénico brindo con una calavera que alza la suya llena de digitalina. Es algo lúgubre, y, a pesar de todo, hay que estar agradecido, cosa que me enfurece. ¡Tener que estar agradecido por algo tan deleznable y desagradable!

Me visten y me desvisten, me cuidan como si fuera un niño, y la monja me toma afecto, me trata como a un bebé, me llama «hijo mío» mientras que yo la llamo «madre mía».

¡Qué grato resulta pronunciar la palabra madre, que no profería desde hacía treinta años! La anciana, de la Orden agustina, que viste el hábito de los muertos porque jamás ha vivido la vida, es dulce como la resignación y nos enseña a poner buena cara a los sufrimientos, como si de alegrías se tratara, porque conoce los efectos benéficos del dolor. Ni una palabra de reproche, ni reconvenciones, ni exhortaciones. Conoce el reglamento de los hospitales de carácter laico, y sabe conceder pequeñas libertades a los enfermos, que no a sí misma. Así me autoriza a fumar en mi habitación y ella misma se ofrece a liarme los cigarrillos, ofrecimiento que yo declino. Me consigue permiso para salir fuera de las horas establecidas, y, tras saber que me dedico a las investigaciones químicas, me facilita el ser presentado al sabio boticario del hospital, que me presta libros, y que, después de exponerle yo mi teoría sobre la constitución de los cuerpos simples, me invita a trabajar en el laboratorio. Esta religiosa ha desempeñado un papel en mi vida, y comienzo a reconciliarme con mi suerte, congratulándome de la feliz desgracia que me condujo hasta este bendito techo.

El primer volumen que cojo de la biblioteca del boticario se abre solo, y mi mirada cae como un halcón sobre una línea del capítulo titulado «El fósforo».

En dos palabras, el autor cuenta que el químico Lockyer había demostrado mediante el análisis espectroscópico que el fósforo no es un cuerpo simple, y el informe de sus experiencias había sido presentado en la Academia de las Ciencias de París, la cual no refutó el hecho.

Reconfortado por este inesperado apoyo, salgo del hospital llevando conmigo mis crisoles con los restos de azufre no enteramente quemado. Los confío a un laboratorio de análisis químicos donde me prometen la entrega del certificado para la mañana siguiente.

Aquél era el día del aniversario de mi nacimiento. A mi vuelta al hospital me encuentro una carta de mi mujer. Ésta deplora mis calamidades y quiere volver a reunirse conmigo, a cuidarme, a amarme.

La felicidad de ser amado, pese a todo, suscita en mí la necesidad de dar las gracias… pero ¿a quién?

¡A lo desconocido que llevaba oculto desde hacía tantos años!

Mi corazón se derrite, confieso la infame mentira sobre el asunto de mi infidelidad, pido perdón, y heme de nuevo enfrascado en una correspondencia amorosa con mi propia esposa, aunque dejando nuestro reencuentro para un momento más oportuno.

A la mañana siguiente, corro hacia el boulevard Magenta para ver a mi químico.

Llevo el certificado del análisis en un sobre cerrado al hospital. Al pasar por delante de la estatua de San Luis en el patio interior, las tres obras del santo asaltan mi recuerdo: las Quinze-Vingts, la Sorbona y la Sainte-Chapelle, lo que se traduce así: del Sufrimiento, por medio de la Ciencia, a la Penitencia.

Encerrado en mi habitación, abro el sobre que va a decidir mi futuro. Esto es lo que leo:

El polvo sometido a nuestro análisis presenta las características siguientes:

Color gris negruzco. Deja rastro en el papel.

Densidad: muy grande, superior a la densidad media del grafito: se diría un grafito duro.

Examen químico:

Este polvo arde fácilmente, con desprendimiento de óxido de carbono y de ácido carbónico. Contiene, por consiguiente, «carbón».

¡El azufre puro contiene carbón!

Estoy salvado: a partir de ahora soy capaz de probarles a mis amigos y parientes que no estoy loco. De modo que están justificadas las teorías expuestas en mi obra

Antibarbarus, publicada el año pasado, y tachada por la prensa como la obra de un charlatán o de un loco, lo que acarreó que fuera expulsado de mi familia como un embaucador, una especie de Cagliostro.

¡Ahí tenéis, adversarios míos, os he aplastado! Siento hincharme de legítimo orgullo, quiero salir del hospital, gritar por las calles, chillar delante del Instituto, demoler la Sorbona… pero mis manos siguen vendadas, y cuando salgo al patio el alto cercado me aconseja: paciencia.

El boticario al que comunico el resultado del análisis me propone reunir una comisión ante la cual pueda yo demostrar mi tesis por medio de experimentos directos.

Sin embargo, en vez de esperar, y consciente de mi timidez ante el público, escribo un artículo sobre este tema y lo envío al periódico

Le Temps, que lo publica dos días después.

La consigna ha sido dada, me responden un poco de todas partes, sin negar el hecho. He conseguido adhesiones, me presentan en una revista de química, e inicio una correspondencia que alimenta mis continuas investigaciones.

Un domingo, el último de mi estancia en el purgatorio de Saint-Louis, me quedo sentado ante la ventana, observando lo que pasa en el patio. Dos ladrones se pasean con sus mujeres e hijos y les besan de vez en cuando, con la expresión de gran felicidad de quien se calienta al fuego de un amor atizado por las desdichas.

Mi soledad me oprime, y maldigo mi suerte, que me parece injusta, olvidando que mi delito supera a los suyos en infamia.

El cartero me trae una carta de mi mujer. Es de una frialdad glacial: se ha sentido herida por mi éxito, y finge fundamentar su escepticismo en la opinión de un químico profesional; a ello añade sus opiniones sobre el peligro de las ilusiones que no conducen nada más que a crisis cerebrales. Por otra parte, ¿qué gano yo con todo ello? ¿Acaso puedo alimentar a una familia con la dichosa química?…

De nuevo la alternativa: ¡o el amor o la ciencia! Sin dudarlo, la mortifico con una última carta de despedida, satisfecho de mí mismo, como un asesino tras la ejecución de su crimen.

Al atardecer, me paseo por el triste barrio, cruzo el canal de Saint-Martin, negro como una fosa, el lugar ideal para ahogarse. Me detengo en una esquina de la rue Alibert. ¿Por qué Alibert? ¿Quién será? ¿Acaso el grafito encontrado por el químico en mi azufre no se llamaba grafito Alibert? ¿Qué conclusión sacar de ello? Es extraño, pero la impresión de un no sé qué inexplicable se queda en mi mente. Luego la rue Dieu. ¿Por qué Dios, si éste fue abolido por la República que secularizó el Panthéon? Rue Beaurepaire. Una buena guarida de malhechores… Rue de Bondy. ¿Acaso es el demonio quien me guía?… Dejo de leer los rótulos, me extravío y vuelvo sobre mis pasos sin dar con mi camino. Retrocedo delante de un cobertizo colosal que apesta a carne cruda y a legumbres infectas, sobre todo a

choucroute… Unos individuos sospechosos pasan rozándome y espetándome groserías… tengo miedo de lo desconocido: tuerzo a la derecha, luego a la izquierda, y desemboco en una sórdida callejuela que muere en un callejón sin salida donde parecen habitar la inmundicia, el vicio y el crimen. Unas muchachas me cierran el paso, unos gamberros me abuchean… la misma escena de la cena de Navidad que se repite. ¡Vae soli! ¿Quién es, pues, el que me prepara estas emboscadas, tan pronto como me aparto del mundo y de los hombres? ¡Alguien que me ha tendido una trampa! ¿Dónde está? ¡Me enfrentaré a él!…

Comienza a caer una lluvia mezclada de nieve fangosa, justo en el momento en que me echo a correr… Al fondo de una callejuela, hacia el firmamento, se perfila en color de humo una puerta inmensa, obra de cíclopes, puerta sin palacio, que se entreabre sobre un mar de luz… Pregunto a un guardia dónde estoy.

—Porte Saint-Martin, señor.

Unos pocos pasos más me conducen a los grandes bulevares, por los que desciendo. El reloj del Teatro señala las seis y cuarto. Justo la hora del aperitivo, y mis amigos esperan en el Café Napolitain, como de costumbre. Bajo deprisa, olvidándome del hospital, de mis cuitas, de la pobreza. Sin embargo, al pasar por delante del Café du Cardenal, tropiezo con una mesa en la que hay un señor sentado. Yo no le conozco más que de nombre; pero él a mí sí me conoce, y en cuestión de segundos sus ojos me dicen: «¿Usted por aquí? ¿No estaba en el hospital? ¡Menuda farsa, la beneficencia!»

Y siento que este hombre es uno de mis bienhechores anónimos, que me ha dado limosna, y que yo soy para él un mendigo que no tiene derecho a ir al café.

¡Mendigo! Ésta es exactamente la palabra que resuena en mis oídos, y que me abrasa las mejillas de vergüenza, de humillación y de rabia.

¡Pensad! Hace seis semanas yo me sentaba en esas mesas: el director de mi teatro aceptaba mis invitaciones y me llamaba querido maestro; los periodistas venían a pedirme entrevistas, el fotógrafo me solicitaba el honor de vender mis retratos… Y ahora: ¡aquí me tenéis convertido en un mendigo estigmatizado, marginado de la sociedad!

Fustigado, vapuleado, acorralado, camino a lo largo del bulevar igual que un vagabundo nocturno, y me retiro a mi guarida entre los apestados. Allí, encerrado en mi habitación, me siento en mi casa.

Reflexionando sobre mi suerte, reconozco la mano invisible que me castiga, me empuja hacia un fin que todavía no alcanzo a adivinar. Ella me confiere la gloria negándome los honores del mundo; me humilla elevándome, me rebaja con el fin de ensalzarme.

Entonces me vuelve la idea de que la Providencia me destina a una misión y que éste es el comienzo de mi educación.

En el mes de febrero, dejo el hospital, incurable pero curado de las tentaciones del mundo. Al marcharme, quería besarle la mano a la buena de la madre superiora que, sin necesidad de ningún sermón, me había enseñado el camino de la cruz, pero un sentimiento de veneración por algo sacrosanto me ha refrenado.

Que ella acoja en espíritu esta acción de gracias de un extranjero extraviado, perdido en un país lejano.

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