Inferno

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INFERNO I - INFERNO » III. Las tentaciones del demonio

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LAS TENTACIONES DEL DEMONIO

El proceso de divorcio avanza muy lentamente, interrumpido de vez en cuando por una carta de amor, algún grito de añoranza y promesas de reconciliación. Y luego, un brusco adiós para siempre.

Yo la amo, ella me ama, y nos aborrecemos con un terrible odio de amor, que la ausencia no hace sino acrecentar.

Sin embargo, y con el fin de romper un lazo funesto, busco la ocasión de sustituir este afecto por otro, y enseguida mis poco honestos deseos se ven satisfechos.

A la hora de la cena, en la

crémerie, aparece una dama inglesa que se dedica a la escultura. Es ella quien primero me dirige la palabra, y en el acto me gusta. Es guapa, encantadora, distinguida, viste bien, con ese seductor abandono propio del artista. En suma, una edición de lujo de mi mujer, su imagen ennoblecida y agrandada. A fin de congraciarse conmigo, el decano del círculo de la

crémerie, el artista renombrado, invita a la mencionada dama a las veladas de los jueves que organiza en su taller. Yo voy, pero me mantengo aparte, pues sólo de mala gana expongo mis sentimientos ante un público amigo de la broma.

A eso de las once, la dama se levanta y me hace una seña de complicidad. Yo, bastante torpemente, me pongo en pie, me despido, y, tras brindarme a acompañar a la joven, la conduzco a la salida entre las risas de aquella tertulia de jóvenes desvergonzados.

Habiéndonos puesto en ridículo el uno al otro, nos vamos sin decir palabra, despreciándonos, como puestos al desnudo delante de la burlona multitud.

Ahora bien, fue preciso pasar por la rue de la Gaîté, donde rufianes y mujerzuelas nos espetaron sus ultrajantes insultos, tomándonos por dos de su oficio que andaban perdidos.

Se es poco amable cuando se está rabioso, ya que en la picota, e inclinado bajo el látigo, no puede uno enderezarse. Una vez llegados al boulevard Raspail, nos sorprende una fina lluvia, molesta como unos azotes. Al no llevar paraguas, qué más razonable que buscar refugio en un café bien calentito e iluminado, y yo, con gesto de gran señor, alzo un dedo señalando el más magnífico de los restaurantes. Cruzamos el bulevar a paso ligero… ¡Pam! ¡Pam! La idea de que no tenía un chavo golpeó mi cabeza como un martillazo.

Aunque he olvidado cómo salí del apuro, jamás olvidaré las sensaciones que me embargaron durante la noche una vez hube dejado a la dama en la puerta de su casa.

El castigo, aunque severo e inmediato, y aplicado con mano diestra que no puedo dejar de reconocer, me pareció insuficiente. Mendigo, con obligaciones incumplidas hacia mi familia, había querido entablar una relación comprometedora para una mujer honesta. Era un delito grave, para decirlo claramente, y me infligí la debida penitencia. Renuncio a las veladas en la

crémerie, ayuno y evito todo lo que pueda recordarme la pasión fatal.

Pero el seductor no duerme, y en una velada del taller, vuelvo a encontrar a mi amada, con un traje oriental que realza su belleza hasta el punto de hacerle perder a uno la cabeza.

Y sin embargo, delante de ella, no encuentro nada que decir, me comporto como un verdadero tonto, y al descubrir que esta mujer no merecería sino una simple declaración, franca y clara: «La deseo a usted», me largo, encendido hasta la misma médula de los huesos por una llama impura.

Al día siguiente, vuelvo a la

crémerie, y me la encuentro allí: encantadora, acariciándome con su voz zalamera, lisonjeándome con sus felinos ojos. Entablamos conversación y todo discurre a pedir de boca, cuando en el momento crítico hace una ruidosa entrada la joven Minna. Se trata de la hija de un artista, modelo, con amantes, aficionada a la literatura, una buena chica, bien recibida en todas partes. Era también conocida mía, y una noche nos habíamos hecho buenos amigos, aunque sin faltar a las conveniencias. En pocas palabras, hace su entrada, se arroja en mis brazos —iba un poco achispada, ésa es la verdad—, me besa en las mejillas y se pone a tutearme.

En esto, la dama inglesa se levanta, paga y sale. Se acabó. ¡Y no volvió nunca más! Gracias a Minna, que por otra parte me había puesto en guardia contra esta dama con unos argumentos que prefiero pasar por alto.

¡Basta de amor! La consigna de las potencias ha sido dada y yo me resigno convencido de que, tanto en este caso como en otros, se oculta un motivo superior.

Animado por el éxito del azufre, continúo con el yodo, y tras haber publicado un artículo en Le Temps sobre una de las síntesis del yodo, un señor desconocido viene a verme al hotel. Se presenta como representante de todas las fábricas de yodo de Europa, me hace saber que acaba de leer mi artículo y que, tan pronto como la cosa se confirme, podremos producir un crack en la Bolsa, acompañado de unos beneficios millonarios para nosotros, con la sola condición de obtener la patente.

Le respondo que no he hecho ninguna invención industrial, sino simplemente un descubrimiento científico, que no está maduro aún, y que el aspecto comercial del asunto no me interesa lo suficiente como para hacerme proseguir las investigaciones.

Se largó. La propietaria del hotel, en relaciones en otro tiempo con el desconocido señor, se enteró por él de la gran noticia, y durante un par de días gocé de la consideración de futuro millonario.

El negociante volvió, más decidido esta vez que la anterior. Se había informado y, convencido de que podía sacarse partido del descubrimiento, me invitó a partir de inmediato para Berlín con el fin de poner manos a la obra.

Yo le di las gracias y le aconsejé que mandara hacer los análisis pertinentes antes de comprometerme a nada.

Me ofrecía cien mil francos antes de la noche si accedía a seguirle…

Yo le despedí oliéndome la tostada.

Una vez abajo, con la propietaria, me trató de loco.

Los días siguientes reinó la calma, durante la cual tuve tiempo de reflexionar. La amenazante miseria, las deudas impagadas y el incierto futuro por un lado; y por otro, la independencia, la libertad de proseguir mis estudios y la vida fácil. Y, además, toda idea tiene su precio.

El arrepentimiento hizo presa en mí, aunque no tuve el coraje de reanudar las relaciones, cuando un telegrama del negociante me avisó de que un químico, profesor auxiliar en la Escuela de Medicina, y un diputado, célebre ya por entonces, y demasiado hoy en día, estaban interesados en el problema del yodo.

Comienzo entonces una serie de operaciones sistemáticas con unos resultados invariables que me llevan a probar que el yodo puede ser un derivado de la bencina.

En esto, y tras llegar a un acuerdo con el químico, fijamos un día para una entrevista a la que deberán seguir unos experimentos decisivos.

La mañana decisiva para este asunto, tomo un coche de punto y me llevo conmigo las retortas y los reactivos al lugar de la cita, la casa del negociante en el barrio del Marais. Allí estaba el buen hombre; pero el químico, tras caer en la cuenta de que aquel día era festivo, se había excusado, aplazando la sesión para el día siguiente.

Era el día de Pentecostés, cosa que yo ignoraba. El mugriento despacho, que daba a la calle negra y fangosa, me partió el corazón. Despertaron en mí algunos recuerdos de infancia: Pentecostés, la fiesta de los éxtasis, cuando la iglesuela adornada de verdor, de tulipanes, de lilas, de muguetes, abría sus puertas para los que hacían la primera comunión; las niñas vestidas cual ángeles blancos…, el órgano…, las campanas…

Un sentimiento de vergüenza se apoderó de mi ánimo, y regresé a casa sumamente conmocionado y completamente decidido a romper con toda tentación de traficar con la ciencia. Me puse a desembarazar la habitación de aparatos y reactivos molestos, limpié, quité el polvo, barrí; mandé a comprar flores, sobre todo narcisos. Después de haberme tomado un baño y cambiado de camisa, me pareció estar purificado de toda mancha. Y acto seguido salí a dar un paseo por el cementerio de Montparnasse, donde la serenidad del alma me sumió en dulces pensamientos y en una compunción inusitada.

O crux ave spes unica: las tumbas me predijeron así mi destino. ¡Basta de amor! ¡Basta de dinero! ¡Basta de honores! El camino de la cruz, el único que conduce a la Sabiduría.

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