India

India


INDIA » 1. EL TEATRO DE BOMBAY

Página 11 de 36

Nadie parecía prestarles atención, pero cuando Chara y yo nos aproximamos, de entre las sombras salieron hombres con cámaras, y aparecieron hombres y mujeres, reporteros de prensa a quienes Chara reconoció, que también salieron de entre las sombras. Y Chara y yo comprendimos que aquella noche, para los periodistas, la noticia éramos nosotros.

Pensé que debíamos marcharnos. Dimos la vuelta y nos dirigimos hacia el otro extremo del callejón. Los de la prensa nos siguieron. Cuando llegamos al final del callejón y nos aproximamos a una calle principal, mejor iluminada, Chara dijo que no sería correcto marcharnos así como así. Nos enemistaríamos con la gente de la prensa, que había dejado lo que tuviera que hacer aquella noche para acudir a aquel acontecimiento, y podía escribir cosas hostiles. Pensaba que lo mejor sería que él volviese y hablase con los periodistas —los conocía: algunos eran amigos suyos— y les explicara la situación.

Me llevó hasta un puesto de cigarrillos, y me pidió que me quedara allí esperándolo. Volvió al callejón, y al poco se perdió en la oscuridad, entre la multitud. Pero los fotógrafos no se marcharon. Se quedaron a unos metros, con la mirada clavada en mí (por si intentaba huir), mientras que los músicos, en su estrado blanco, brillante j distante en el extremo del oscuro callejón, tocaban los balanceantes ritmos campestres. De repente, un fotógrafo disparó su cámara, y con aquel destello todos los fotógrafos empezaron a chasquear y a lanzar destellos, produciendo a mi alrededor la sensación de unos fuegos artificiales que no hubieran acabado de estallar.

Charu volvió. Tenía novedades que contarme. Había llegado Namdeo y —cosa insólita— Malika iba con él. Yo debía regresar y estar con ellos un rato, según dijo Charu. Si no lo hacía, podía sentirse rechazado. También dijo que, aunque yo no lo notara, estaba surgiendo cierta hostilidad de casta entre lá gente que había en el callejón, que había presenciado nuestras idas y venidas. No hacía falta más que una chispita para que surgieran problemas. Además, había otra razón, insistió Charu, por la que debía ir con Namdeo y Malika. Encima de todo el tiempo que me había dedicado, Malika se había tomado la molestia de escribirme una larga carta en márata: se la había entregado a Charu para que me la diera.

En medio del callejón húmedo, sucio, habían tendido una estera recubierta con una tela, una especie de alfombra. Por allí pasamos, para volver al tablado de los músicos, que seguían tocando. Entramos en una pequeña habitación: allí estaba Malika, acogedora, sonriente, con un sari limpio, y también Namdeo. Me alegré de verlos, de que Charu me hubiera hecho volver. Unas mujeres de la zona me pusieron guirnaldas. Era lo que querían los fotógrafos, y fueron esas fotografías felices —no las furtivas en el oscuro callejón— las que aparecieron en los periódicos al día siguiente.

En el taxi de vuelta, Charu me tradujo la carta de Malika: muchas páginas de tamaño folio con una escritura preciosa, elegante. Le preocupaba que quizá no hubiera entendido los dos aspectos de sus sentimientos: su amor por la libertad y su amor por Namdeo. Pero lo cierto es que lo había explicado todo cuando nos conocimos.

Fuimos al día siguiente a ver a Namdeo a la casa. En eso habíamos quedado unos días antes. Pero Charu estaba nervioso, incluso preocupado. No nos habíamos quedado a la manifestación de Namdeo; quizá pensara que lo habíamos dejado plantado. Quizá pensara que lo habíamos perjudicado políticamente, y no había forma de saber qué podía hacer. Era un hombre impredecible.

Cuando llegamos a la casa, Malika nos dijo que estaba Namdeo. Estaba dentro; comiendo. Salió, nos saludó, e inmediatamente volvió adentro. Vimos todos los periódicos del día en el salón, desplegados: alguien los había mirado. Yo no había leído los artículos que acompañaban a las fotografías. Charu sí, y movido por el deseo de hacer las paces entre nosotros dos (además de reñirme por no haber aceptado la invitación de Namdeo para comer de unos días antes), se sentó, a petición de Malika, y mientras ella le servía, consumió una enorme cantidad de comida en el salón. Se comió todo lo que le ofreció Malika, y después pidió más.

Pero el nerviosismo de Charu era excesivo. Malika estaba encantada de cómo había ido la noche. Incluso se alegró de decirme que los músicos de la manifestación habían formado parte del grupo folclórico de su padre. Namdeo estaba muy contento. Estaba comiendo en la parte de atrás de la casa, pero eso no significaba nada. Una vez acabada la comida, Charu en el salón, Namdeo en la habitación de atrás, nos reunimos todos en perfecta armonía en la habitación de atrás, la del armario metálico de color verde oliva con el espejo alargado y el brazo de lámpara de color bronce, y Namdeo confirmó, tal como había prometido, que iba a dedicarme toda la tarde.

Sin embargo, como todavía tenía en mente lo que me había dicho Charu, pensé que no convenía hablar inmediatamente sobre la manifestación de las prostitutas. Decidí empezar por su poesía. Le hablé del poema que me había traducido Charu, uno de los primeros, El camino del santuario. Le pregunté por la violencia sexual de aquel poema y de otros posteriores que yo conocía.

Se extendió mucho en la respuesta. Tal vez a causa de su constante nerviosismo, y también quizá a causa de su interés por los temas literarios, Charu dejó que Namdeo hablara largo rato sin traducir ni resumir, y Namdeo hablaba lentamente, reflexionando.

En medio de sus palabras en márata, reconocí, en inglés, no sexual. Dijo que El camino del santuario no era uno de sus mejores poemas. Él lo interpretaba de la siguiente manera: el poeta era como un huérfano en su tierra natal. El santuario hacia el que se dirigía era un lugar real, una famosa mezquita de Bombay, junto al mar; pero Bombay es una ciudad cosmopolita, y el santuario al que el poeta peregrinaba podía ser cualquiera de los lugares sagrados de la ciudad. «La oscuridad de aquel sari» y «el fantasma en el atajo» se referían al sistema social en el que había nacido el poeta. La oscuridad del sari no era una imagen sexual: incluso la mujer más abyecta tenía su propio código. La oscuridad del sari significaba ignorancia: el poeta había pasado gran parte de su vida lavando esa oscuridad, esa ignorancia.

Pero había escrito poemas mejores. Le habría gustado que conociese algunos. Tenía escrito uno sobre el agua. Era un poema bastante conocido.

Al agua le enseñan los prejuicios de casta...

Aquella idea sobre el agua era importante para él. Se refirió a ella en más de una ocasión. Había surgido de sus recuerdos sobre las estrictas condiciones de los intocables que predominaban en el pueblo, cerca de Puna, en el que se había criado. Las castas superiores utilizaban el río corriente arriba; las castas establecidas, corriente abajo, y las castas superiores lo utilizaban en primer lugar.

Guardaba el recuerdo de algo que le había ocurrido cuando estaba en segundo grado. Los niños del pueblo no tenían prejuicios de casta; jugaban juntos. Un día, fue a bañarse a un estanque con unos chicos de una clase alta. El guarda lo descubrió y le tiró piedras. Había profanado el estanque. Lo persiguieron y lo apedrearon. Volvió corriendo a su poblado, sangrando, y se escondió. Insultaron a su madre, y después, su madre le dio una paliza por haber profanado el estanque y haber causado problemas.

Creía haber nacido en 1940, pero no estaba seguro. Incluso en el colegio —eso debió de ser hacia 1951 o 1952—, los niños de las castas establecidas se sentaban fuera de la clase. No se les permitía tocar el agua: se la vertían en las palmas de las manos. Un maestro no podía tocar a un chico de una de las castas establecidas. Cuando el maestro quería castigar a un alumno de una de esas castas, le tiraba cosas.

Su familia pertenecía a la casta mahar. Formaban una familia conjunta: las esposas y los hijos de tres hermanos, unas veinticinco personas en total, vivían en una sola casa. El padre de Namdeo no vivía en la casa: había emigrado a Bombay y había dejado a su familia allí. La familia tenía tierra. Vivían del cultivo, y también de tareas tradicionales de su casta.

Mientras Namdeo hablaba de las tareas tradicionales de los mahar en su pueblo natal, se unió al grupo de la pequeña habitación un hombre que yo había visto antes en la casa, una de aquellas personas silenciosas a las que no se presentaba y cuya presencia no se explicaba, que parecían disfrutar de plena libertad allí. Aquel hombre bajo, de piel oscura, poblado bigote y túnica de color naranja, se quedó de pie junto a la silla de Namdeo, prestando atención y moviendo la cabeza a modo de solemne afirmación mientras Namdeo hablaba de las tareas de los mahar.

Los mahar tenían que citar a la gente para que fuera a la delegación de contribuciones. Era una tarea oficial, para el gobierno, y en los viejos tiempos podía significar recorrer largas distancias, con buen o mal tiempo. Otras obligaciones eran más tradicionales. Cuando moría alguien del pueblo, eran los mahar quienes se encargaban de comunicárselo a todos los familiares del difunto. Los mahar también retiraban los cadáveres. A cambio, los habitantes del pueblo pertenecientes a la casta superior les daban una ración de cereales tres veces al año.

El amigo de la casa movió con gesto solemne la cabeza de un lado a otro, mirando fijamente un punto entre sus ojos y el suelo, de modo que dio la impresión de que, mientras Namdeo hablaba, el amigo de la casa estaba recordando con nostalgia los viejos tiempos. Repitió:

—Tres veces al año.

Los mahar tenían otro privilegio. Era como un rito cotidiano, y Namdeo habló largo y tendido sobre el tema, mientras el amigo de la casa escuchaba, miraba al suelo y movía la cabeza.

Según dijo Namdeo, los mahar tenían derecho a acudir a las casas de la casta superior todos los días para pedir pan. Si en un pueblo había diez casas mahar, se repartían entre ellas las de la casta superior, y a cada casa mahar se le adjudicaban ciertas casas de la casta superior. El mahar encargado de esta tarea salía por la mañana temprano con una cesta tejida o de metal en la cabeza. Cuando llegaba a la casa de casta superior hacía una reverencia y pedía pan. Lo pedía dos veces. Si no se lo daban entonces, tenía pleno derecho a exigirlo. Los mahar hacían esto todas las mañanas. Y los miembros de la casta superior les daban pan, dejándolo caer en la cesta, sin tocarla.

—Sin tocarla —dijo el amigo.

Así funcionaba el sistema de castas cuando aún era fuerte, antes de 1955. Después empezó a resquebrajarse. En lugar de cereales y ciertos derechos, se podía ofrecer dinero a los mahar por lo que hacían; pero a veces no les ofrecían nada. De modo que, mientras que se mantuvieron las obligaciones a cumplir en el pueblo, los derechos que tenían empezaron a disminuir. Ambedkar era poderoso por entonces, y los mahar y otras gentes de las castas establecidas comenzaron a reclamar sus derechos políticos.

Entre las castas establecidas de aquella región, los mahar eran los únicos con derecho a poseer tierras. Por eso las tenía la familia de Namdeo y ganaba algo de dinero cultivándolas. Ese privilegio de los mahar, poseer tierras, obedecía a una interesante razón.

Antaño, hubo un rajá en Bidar. Quería enviar a su hija a cierto lugar. Los mahar eran quienes tradicionalmente llevaban los palanquines, y el rajá ordenó a los de la localidad que llevaran a su hija adonde tenía que ir. Los mahar comprendieron la importancia de lo que les habían pedido que hicieran: como precaución, para evitar accidentes o malentendidos, se autocastraron antes de partir. Los enemigos del rajá empezaron a propagar el rumor de que los mahar habían usado carnalmente a su hija. El rajá llamó a los mahar y los interrogó. Ellos se exhibieron ante él y dijeron que se habían autocastrado antes de llevar a la princesa. El rajá quedó tan complacido que Ies dio tierras. Así fue como la mahar llegó a ser la única casta establecida de la región que podía poseer tierras.

Me dio la impresión de que a Namdeo le encantaba aquella historia romántica, al igual que, antes, alentado por su amigo, había dado la impresión de evocar, con algo parecido a la nostalgia, las costumbres de casta de su pueblo natal. Le pedí a Chara que le preguntase por esa nostalgia: pensaba que podía habérseme escapado algo.

Namdeo habló durante largo rato, y el amigo de la túnica naranja también lo alentó en esta ocasión.

Al final, Charu me contó lo siguiente:

—Es plenamente consciente del dolor que ha sufrido; pero también lleva al poeta y al escritor en su interior, y como poeta y escritor desea encontrar sus raíces. El dolor siempre ha formado parte de su psicología. En los viejos tiempos, ni siquiera podía uñó plantearse el quejarse. Eras mahar y cumplías tus obligaciones. Punto.

No todo fue dolor para él en el pueblo. El maestro tenía los prejuicios de su casta, y se desentendió de Namdeo; pero esa falta de atención a él le proporcionó cierta libertad cuando era niño. Le gustaba llevar las vacas a pastar; iba a nadar al río.

En 1958, cuando tenía diecisiete o dieciocho años y estaba en cuarto grado, abandonó el pueblo y se fue a Bombay. Recordaba que en los cines ponían Madre India, con la actriz Nargis. Se instaló en un barrio de chabolas con un tío suyo, que tenía dos habitaciones en una chaul. Se llamaba «Dor Chaul», por la casta dor, una casta que recogía las vacas muertas y se encargaba de las curtidurías. En la chaul solo vivían esa clase de personas. De modo que la casta no abandonó a Namdeo en su pueblo: lo siguió a Bombay.

No trabajaba. Iba al colegio. En el colegio del pueblo había fracasado en cuarto grado; en Bombay, en el mismo grado, fue el primero. También fue entonces cuando empezó a escribir poesía.

Todos los poemas le salían de un tirón, «como un torrente». Había leído cosas sobre Bob Dylan y Eldridge Cleaver. Y también a algunos poetas negros, y a Leroi Jones. Los había leído en inglés. Entendía inglés, pero no lo hablaba. No había recibido ninguna influencia directa, pero tenía en cuenta a esos poetas. También conocía a Alien Ginsberg, Rimbaud, Rilke, Baudelaire, Lorca, a los cuatro últimos en traducciones inglesas. Había leído a todos los grandes poetas de mediados del siglo xx.

Y aunque, desde lejos, su trayectoria se parecía a la de bastantes personajes del Poder Negro de Estados Unidos —era alguien de quien hablaban los periódicos y las revistas, y había acabado por hacerse más famoso que su causa—, a pesar de todo, mientras hablaba con él en aquella pequeña habitación de la casa de Bombay, tuve la sensación de que era prisionero de un pasado indio que nadie de fuera podía realmente comprender. A él le había resultado más difícil escapar, rechazar el pasado, que a los negros de Estados Unidos. Y, si bien de una forma distinta, Namdeo volvía a ser prisionero de la India, con su multiplicidad de movimientos y necesidades desesperadas, fácilmente podía volver a hundirse. A él no le resultaba de verdad posible, como lo hubiera sido para un activista negro de Estados Unidos, apartarse, retirarse para estar tranquilo.

Pregunté si era más poeta que político.

—Los papeles no van separados. Estoy en contra de este sistema de castas. Lo expreso en la política que hago y en mis poemas. La poesía es un acto político. La política forma parte de mi poesía.

En aquel momento pensé que ya podía hablar de la aventura de la noche anterior.

—¿Va a seguir trabajando con las prostitutas?

—Voy a seguir trabajando con varios problemas. El de las prostitutas es muy importante.

—¿Hay dalit que le tienen envidia?

—Hay envidias. Me han acusado de ser comunista.

Cuando salió al principio a saludarnos, antes de volver a entrar para seguir comiendo, parecía ir vestido despreocupadamente, como de estar por casa, con una camisa pardusca y un doti multicolor. En realidad, se había vestido con esmero. La camisa era elegante, de color ante, con una textura gruesa, y el doti de cuadros. Encajaba en la habitación, con las paredes con enlucido de finas grietas y las flores de plástico en un jarrón sobre el alféizar de la ventana delante de las barras de hierro verticales: en eso se apreciaba el gusto de Malika.

Dije:

—Malika dice que su poesía ha marcado un hito.

—Me sorprende que la gente diga cosas así. La literatura en márata es muy pobre. Aparecieron poemas que estaban bien, como los de Tukaram, y después no hubo nada durante siglos.

Llevaba una vida pública muy intensa por entonces. ¿Podía escribir poesía con esa clase de vida?

Interpretó mal la pregunta.

—Realmente no me preocupa. No espero alabanzas.

—Malika dice que usted afirmaba que tenía derecho a publicar su libro.

No dio una respuesta directa.

—Es un conflicto entre dos culturas, dos clases de educación. La madre de Malika era una hindú tradicional. Aunque su padre era musulmán, la cultura de Malika era la tradicional de la clase media hindú.

—Usted defendió su libro.

—Su libro me perjudicó; es verdad. Mi imagen en el exterior era de progresista, y el retrato de Malika resultó perjudicial. Pero tenía razón. Siempre he sido seguidor de Ambedkar. Forma parte de mi ser, y pienso que Malika tiene derecho a decir lo que piensa de su marido.

Después, dando explicaciones sobre sí mismo, sin esperar a que le hiciera preguntas, se puso a hablar de algunas de las cosas que quizá hubiera oído sobre él o que quizá quisiera saber.

—Mi ascenso político empezó entre 1971 y 1972.

Antes de eso vivía en la zona de Kanzipura, con el hampa. El dinero me llegaba fácilmente. Son los bajos fondos, dominados por la ignorancia, la mafia y la crueldad. Es una zona cruel, y eso me afectó. Influyó enormemente en mi carácter. Cuando eres joven, eres duro, mantienes una actitud militante. La energía que tienes puede llevarte por el buen camino o por el malo. Si no fuera por mi pasado especial, y si no conociera el movimiento de Ambedkar, podría haber sido uno de los grandes del hampa, y quizá no me hubiera metido en política. Debido a mi crianza, estaba lleno de rabia y dispuesto a pelear ante la mínima provocación. Algunas de las peleas en las que participé estuvieron a punto de acabar en asesinato. Toda la gente del hampa de Bombay me conocía.

La tarde tocaba a su fin; la noche casi había caído. Nuestra conversación había durado mucho, porque Namdeo hablaba largamente, y yo tenía que esperar la traducción o los resúmenes de Charu. Estaba cansado. Charu también estaba cansado, y se había perdido el Circo Ruso, al que hubiera querido llevar a su mujer esa tarde. Me levanté, dispuesto a marcharme; pero Namdeo no quería. Dijo:

—No me ha preguntado nada sobre mi vida personal.

Y a continuación, como si eso fuera lo que se esperaba de él, concediéndole todo su valor, contó las cosas que decía la gente y que a veces utilizaba en su contra.

—Fui taxista. Desde 1967 hasta 1971. Iba con prostitutas. He probado todos los vicios. Ahora soy demasiado normal y caballero. —Pronunció la última frase en inglés—. Incluso después de casarme, a veces iba con prostitutas. Cuando se escindieron los Panteras Dalit bebía muchísimo. Yo fundé los Panteras, y ellos me dejaron en minoría. Fue un golpe terrible. Todavía me entristece.

—¿Por qué cree que perdió su poder?

—Me adelanté a mi época. Intenté ampliar la definición de dalit, incluir a todos los oprimidos, no solo a las castas establecidas. Si realmente se quiere deshacer el sistema de los intocables, hay que meterse en la línea de la mayoría. Eso es lo que yo quería hacer. Por eso quería ampliar la definición de dalit. Pero los dalit reaccionarios no querían lo mismo. Pensaban que, para romper con los sentimientos de comunidad, hay que estar en la comunidad. Y esa fue la gente que me dejó en minoría.

Después sobrevino lo de su enfermedad. Fue en 1981, también el año en que publicó su último libro. Había hablado de una forma tranquila, sincera, de su vida y sus fracasos, mientras el amigo de la casa, el del poblado bigote y la túnica naranja o azafrán (que parecía cada vez más una prenda religiosa) escuchaba, miraba un punto a medio camino entre sus ojos y el suelo y de vez en cuando movía la cabeza en señal de asentimiento. Y Namdeo habló sobre su enfermedad de la misma manera. Parecía como separado de su vida, como si la observara desde lejos. Ya no buscaba ni la alabanza ni la aprobación: habló del derecho de Malika a publicar su libro crítico como si jamás se le hubiera pasado por la cabeza la otra posibilidad, la de la rabia y la represión.

—¿Qué significa Ambedkar para los dalit?

—Hubo una época en que nos trataban como animales. Ahora vivimos como seres humanos. Todo gracias a Ambedkar.

Así, al igual que encontré mayor significado en la casa con paredes de color lila y enlucido de finas grietas y sillas pintadas de blanco, también comprendí mejor la larga y paciente hilera de hombres y mujeres oscuros a un lado de la carretera la mañana de mi llegada: no solo los pobres de la India, sino una expresión de la vieja crueldad interna de esa pobreza: las gentes más bajas, llenas de emoción, sin política alguna en aquel momento, solo rechazando el rechazo.

Ir a la siguiente página

Report Page