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INDIA » 5. TRAS LA BATALLA

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En 1962, gran parte de la arquitectura británica de la India me pasaba un tanto inadvertida. Después de lo que había visto en Trinidad e Inglaterra, las construcciones británicas de la India me resultaban familiares, nada que pudiera sorprenderme. Quizá fuera también que, en 1962, quince años después de la independencia, no me permitía a mí mismo ver la arquitectura indobritánica sino como telón de fondo. Reservaba mi capacidad de sorpresa para las creaciones del pasado indio. Veía con desgana incluso los grandes logros de Lutyens en Nueva Delhi, pues las dimensiones se me antojaban demasiado grandiosas: buscaba en sus edificios ceremoniales los motivos que había tomado de los arquitectos mogoles, y en sus adaptaciones encontraba más testimonios de vanagloria.

Miraba con esa parcialidad incluso la arquitectura menor de los británicos, los chalés y las casas para funcionarios de los distritos rurales. Eran sitios agradables para alojarse: con sus pórticos y galerías, gruesos muros, techos altos y en algunos casos buhardillas o aberturas murales, se adaptaban bien al clima; pero parecían demasiado grandiosos para la pobreza del campo de la India. También daban la impresión de exagerar los rigores del clima indio. De modo que, aunque plenamente de la India, aquellos edificios británicos, con su exageración, parecían mantener la India a distancia.

Pero los años pasan corriendo; pueden surgir nuevas formas de sentir y de mirar. Los indios llevan cuarenta años construyendo en la India libre, y lo que se ha erigido en ese tiempo ayuda a ver lo que ocurría antes. En la India libre, los indios han construido como un pueblo sin tradiciones; en la mayoría de los casos, han hecho imitaciones mecánicas, superficiales, del estilo internacional. Lo que no resulta fácil de comprender es que, a diferencia de los británicos, no hayan construido realmente para el clima indio. Han estado demasiado obsesionados con imitar lo moderno, y gran parte de lo así edificado —las insulsas y macizas torres de Bombay, apretadas unas contra otras, esa nulidad de cemento de Madrás y Lucknow y las colonias residenciales de Nueva Delhi— únicamente contribuye a que la dura vida del trópico sea más dura y asfixiante.

Lejos de ampliar las ideas de belleza y grandeza y de potencial humano —ideas alentadoras que los muy pobres pueden necesitar más que los ricos—, buena parte de la arquitectura de la India libre se ha convertido en un elemento más de la fealdad, el hacinamiento y la creciente opresión física del país. La mala arquitectura en una ciudad tropical pobre es algo más que una cuestión estética: deteriora la vida cotidiana de la gente; les destroza los nervios; provoca iras que pueden fluir por muchos y muy diversos canales.

Ante esta arquitectura india, más desdeñosa para con las gentes a las que sirve de lo que jamás lo fuera la arquitectura británica en la India, hasta el chalé más prosaico del Ministerio de Obras Públicas construido en la época británica parece actualmente un concepto arquitectónico pleno. Y si continuamos y tomamos en consideración la variedad de las construcciones británicas en la India, el lapso de tiempo, los diversos estilos de esos dos siglos, los elementos de desarrollo (estaciones de ferrocarril, el monumento conmemorativo de la reina Victoria en Calcuta, la Puerta de la India en Bombay, los edificios de los juzgados de Lucknow y Nueva Delhi), salta a la vista que la arquitectura británica en la India —que tan fácilmente puede pasar inadvertida— es la mejor arquitectura civil del subcontinente.

Más que Nueva Delhi, es Calcuta la ciudad de la India que construyeron los británicos. Fue uno de los primeros centros de la India británica; creció con el poder británico, y se embelleció paulatinamente; fue la capital de la India británica hasta 1930. En la construcción de Calcuta, conocida al principio como la ciudad de los palacios y después como la segunda ciudad del Imperio británico, los británicos trabajaron con enorme confianza: no adaptaron los estilos de los soberanos indios, sino que impusieron adaptaciones del estilo europeo clásico como emblemas de la civilización conquistadora, pero en el transcurso de los doscientos años de su desarrollo, la ciudad imperial se convirtió también en ciudad india, y —puerto, centro administrativo, comercial, educativo y cultural al mismo tiempo, de estilos británico e indio— llegó a ser una ciudad sin igual en la India. A finales de 1962, tras haber vivido varios meses en ciudades y distritos pequeños, Calcuta me dio inmediatamente la sensación de metrópoli, con todos los estímulos visuales que ofrece una metrópoli y la aventura, las ventajas y la intensa experiencia humana que insinúa.

Veintiséis años más tarde, aún se veía la magnificencia de la ciudad construida por los británicos —las amplias avenidas, las plazas, la interesante utilización del río y los espacios abiertos, la distribución de los palacios y los edificios públicos—, fantasmal por la noche, cuando las multitudes del día se habían retirado a sus escondrijos, a descansar para la vacuidad y el suplicio sin descanso del nuevo día en Calcuta: las carreteras y aceras resquebrajadas, la parda neblina de la gasolina y el queroseno que hacía aún más punzante la hiriente luz del sol, se mezclaba con el polvo de las calles y cubría la piel de mugre y pringue; el continuo chirrido, como de cigarra, ascendente y descendente, de los cláxones de los autobuses y automóviles más desvencijados del

mundo. Aún se veía la ciudad construida por los británicos, incluso de esa forma fantasmal, porque se había añadido muy poco desde la independencia, se había añadido muy poco desde 1962.

Todos los esfuerzos e inversiones habían ido a parar a otras zonas de la India. Se dejó de lado Calcuta, que vivía de sus propias entrañas y creaba una ilusión de vida. Parecía como si ciertos edificios del centro no hubieran visto una mano de pintura desde 1962. En algunos muros y columnas —como en los muros y columnas de los edificios a la espera del derribo—, los carteles y la cola viejos habían formado una especie de costra desgarrada de cartón piedra: daba la impresión de que si intentabas raspar aquella costra, arrancarías el cemento o el yeso. Los famosos clubes coloniales —el Bengal Club, el Calcuta Club— estaban decrépitos, y los indios se movían por habitaciones cuyas puertas antes les estaban cerradas. Decadencia por dentro, decadencia por fuera: en algunos sitios, Calcuta daba un poco la sensación de una colonia belga del África central abandonada en los años sesenta, después de que la hubieran ocupado los africanos y hubieran acampado en ella. Acampar: esa era la palabra. Con la independencia, tras la partición de Bengala en la Bengala Occidental india y la Bengala Oriental paquistaní, se produjo un gran movimiento de refugiados

del este. Acamparon donde pudieron; congestionaron grandes extensiones de la ciudad y sus alrededores. Y la población de la ciudad se había duplicado desde entonces.

Durante el día no había espacio en las calles ni en los grandes parques abrasados por el sol. No había ningún sitio para pasear. Se podía ir en coche, con mucha lentitud, por una carretera toda levantada, entre las multitudes, al Tollygunge Club, y allí pasear por el campo de golf; pero el recorrido resultaba agotador, y el trayecto de vuelta, entre humos de gasolina y queroseno, destruía el poco provecho que hubiera podido sacarse del paseo. La gente te decía que hasta hacía quince años regaban las calles del centro de Calcuta todos los días; pero yo había oído lo mismo en 1962. Incluso entonces, justo quince años después de la independencia, dieciséis después de los graves enfrentamientos entre hindúes y musulmanes que tantos recuerdos dejaron grabados, la gente seguía evocando la edad de oro de Calcuta.

Los británicos construyeron Calcuta y le dieron su sello. Y —aunque las circunstancias fueran fortuitas— cuando los británicos dejaron de gobernar, la ciudad empezó a morir.

Una de las personas que conocí en Calcuta en 1962 fue Chidananda Das Gupta. Trabajaba por entonces para la Imperial Tobacco Company, conocida posteriormente con el nombre menos provocativo de ITC. Por trabajar para una empresa británica tan altisonante, Chidananda pertenecía a uno de los grupos de indios, selectos y envidiados, conocidos como

boxualah.

Para sí mismos, esos

boxualah representaban una síntesis de la cultura india y la europea. Eran admirados y envidiados por los indios ajenos al grupo porque su trabajo era, además de seguro, un distintivo de educación por su relación con lo británico. Ganaban muy buenos sueldos, de los mejores en la India, y —como realce de lo superfluo de los

boxualah— las empresas ponían a su disposición coches y apartamentos amueblados. Y el trabajo no era duro. Cualquier empresa para la que trabajase un

boxualah más o menos monopolizaba su sector en la India. El único requisito consistía en ser un hombre culto y bien relacionado, un miembro elegante del equipo.

A Chidananda le interesaban otras cosas. Le encantaba el cine, y era uno de los fundadores de la Sociedad Cinematográfica de Calcuta. Fue en la Sociedad Cinematográfica de Calcuta donde lo conocí, una noche, y veintiséis años después alguien me recordaría —Rajan, el secretario, que me contó la historia de su vida en Bombay— que al final de aquella noche Chidananda me dejó a su cargo y le pidió que me devolviese sano y salvo a la casa de huéspedes de la empresa farmacéutica donde me alojaba. No conservaba ningún recuerdo de Rajan, a quien aquel trato fácil en la Sociedad Cinematográfica con gente del cine y hombres del mundo cultural bengalí le suponía una alegría, un vislumbre de una Calcuta mucho más agradable que la que él conocía. Las oficinas de la sociedad apenas dejaron huella en mi memoria: una débil luz en el techo de una habitación pequeña llena de muebles de oficina viejos. De Chidananda se me quedó grabada su imagen de

boxualah: un hombre esbelto, con bigote, traje gris, de cuarenta años.

Chidananda no duró mucho en la ITC. Se dedicó a escribir y a hacer películas profesionalmente, y esa actividad lo llevó lejos de Calcuta. Al cabo de unos veinte años, ya casi jubilado, volvió a Calcuta. Trabajaba durante la mitad de la semana como director de la sección de arte del periódico

The Telegraph. El resto de la semana vivía en Shantiniketan, la universidad fundada por Rabindranath Tagore, poeta y santo patrón de Bengala.

Shantiniketan estaba a dos horas y media de Calcuta en tren. Chidananda estaba construyéndose una casa allí, y vivía en ella mientras la construían. Fui a verlo un domingo.

¿Qué sabía yo de Shantiniketan? La consideraba una versión de poeta-educador de la Phoenix Farm gandhiana en Suráfrica: algo relacionado con el movimiento independentista y, al mismo tiempo, una protesta contra la excesiva mecanización, una vaga idea de música, clases al aire libre, cabañas para las aulas, algo arcádico y muy frágil, supeditado a la suspensión de la incredulidad y la crítica. Y algo que —como no había oído nada sobre Shantiniketan desde hacía mucho tiempo— creía desaparecido.

Fui hasta allí en el coche-salón, con aire acondicionado, del Shantiniketan Express. Estaba dispuesto como un cuarto de estar, con sofás y sillones. Los motivos ornamentales eran budistas, y, posiblemente, una parte cercada por una barandilla incluso contenía un santuario: recordatorio de la fe budista en las regiones del norte. Yo era el único viajero del coche-salón: eso explicaba el precio exorbitante que había pagado en mi nombre el jefe de botones del hotel de Calcuta; pero no daba sensación de lujo: aquel compartimento servía de dormitorio a los empleados de menor categoría del ferrocarril, y había tres de ellos roncando plácidamente en los sofás.

La tierra era de arrozales, la tierra llana, sin árboles, de un delta, con sembrados verdes y pardos. Los sembrados verdes estaban cubiertos de agua, con las plantas en diferentes etapas de crecimiento en los distintos sembrados. En algunos, las plantas jóvenes se erguían sobre el agua formando haces, como pequeños fresnales, antes de ser distribuidas en hileras. Los sembrados que habían sido segados estaban parduscos y secos; unos en rastrojera; otros despejados y arados; otros con montículos de tierra nueva, más oscura, para reavivar el suelo, a la espera de ser arados. El agua se sacaba de muchos sitios, se llevaba de un sembrado a otro, en unos casos con bombas eléctricas, en otros por medio de una larga manga flexible, que se bajaba a mano hasta un sembrado y después se levantaba para regar el sembrado contiguo. Se veían todas las actividades relacionadas con el cultivo del arroz en aquel delta llano, extenso: se prolongaba un kilómetro tras otro, y costaba trabajo entender cómo podían haber pasado hambrunas allí. Pero después, ya cerca de Shantiniketan, la tierra empezaba a secarse, empezaba a parecer desierto puro, inhóspito.

Chidananda estaba esperándome en la estación. Al cabo de veintiséis años, éramos como dos actores en el tercer acto de una obra: salen jóvenes al final del segundo acto y reaparecen con polvo o harina en el pelo y las cejas. Chidananda llevaba ropa informal, a la india (no el traje gris de

boxualah con el que lo retenía en mi memoria), y tenía un coche Ambassador viejo. Resultaba mucho más barato circular por allí que por Delhi, dijo; era una de las cosas que había tenido en cuenta cuando decidió mudarse a Shantiniketan.

El corto sendero que salía de la estación era una maraña de

rickshaws arrastrados por bicicletas. El intruso allí era el coche, dijo Chidananda. Había una parada de tren especial para Shantiniketan, pero la gente de Bolpur, la parada anterior, se empeñaba en que todos los que iban a Shantiniketan se apeasen en Bolpur, para aportar clientela al bazar de la localidad.

Salimos a espacio abierto al cabo de un rato. Había árboles. Muchos de ellos los había plantado la universidad, dijo Chidananda, y contribuían a incrementar las lluvias. También la sombra era grata; pero de todos modos había polvo, mucho polvo. Ya no había chozas de barro de la universidad; solo casas de cemento pintadas de color ocre. Pasamos junto al templo de Shantiniketan. Era un edificio de agradables proporciones, tímidamente anticlerical; pero pertenecía a su época.

Tenía muros perforados y vidrieras de colores, y desde la carretera parecía eduardiano y un poco chillón.

Chidananda me señaló algunas de las casas en las que había vivido Tagore mientras estuvo en Shantiniketan. Según dijo, Tagore se aburría rápidamente de las casas, y le gustaba mudarse de una a otra: privilegios de poeta, privilegios de fundador, y quizá también excesos de aristócrata bengalí. Me sugirió además la idea del gran hombre con mano libre en Shantiniketan, o con deseo de jugar: había varios edificios universitarios proyectados por Tagore, en una tentativa de reunir motivos asiáticos, hindúes, indios, chinos. Resultaba extraño contemplarlo en aquel momento, el romanticismo y el autoengaño ocultos tras aquella idea pictórica; sin embargo, por entonces debía de existir una mezcla de pasión y juego, la necesidad —como oposición al antiguo esplendor del Imperio británico y de Europa, aparentemente imperecedero— de reafirmar Asia.

La casa de Chidananda, inacabada, estaba en la linde de la zona universitaria. El edificio, de ladrillo, iba a tener dos plantas. La planta baja estaba casi terminada; en la segunda quedaban unos tres meses de trabajo. Alrededor de la casa, las tierras se abrían por tres lados. Chidananda había elegido aquel paraje por la intimidad, el silencio y el aire puro, cosas de las que no se podía disfrutar en las ciudades indias. Pero la razón principal por la que Chidananda había ido a Shantiniketan era que —a pesar de todos los cambios: era ya una universidad como otra cualquiera de la India— estaba relacionada con la cultura bengalí especial en la que se había criado. La tierra era sagrada para él, como lo era, si bien de distinta manera, para los sencillos turistas indios que iban allí. Los turistas no iban porque conocieran la poesía ni la obra de Tagore, sino porque habían oído que era un hombre santo, y era bueno visitar los santuarios de personas así.

El padre de Chidananda fue predicador del Brahmo Samay durante toda su vida. El Brahmo Samay era una especie de hinduismo reformado o purificado, elaborado por el padre de Rabindranath en el siglo xix. Era una tentativa de sintetizar los Nuevos Conocimientos de Gran Bretaña y Europa y la antigua fe especulativa hindú de los

Vedas y los

Upanishad, una derivación de las ideas del rajá Ram Mohun Roy de Bengala (1772-1833), primer reformador y educador moderno de la India. No se puede apreciar fácilmente la importancia de hombres como Roy y Tagore padre hoy en día, cuando los productos e inventos de Europa y Estados Unidos han cambiado el mundo y las gentes sencillas de todos los países tienen que acostumbrarse de una u otra forma a la civilización que las rodea y las atrae. A finales del siglo xviii y principios del xix Europa, en la India, era una fuente de productos pero en menor grado. En la situación estática de la civilización india de la época —con las presiones para volver a las antiguas costumbres, a las viejas virtudes— se requería una fuerza intelectual excepcional para admitir los nuevos dones de Europa.

Chidananda dijo:

—La fe brahmo reúne la esencia de las enseñanzas de los

Upanishad y algunas formas cristianas, como las ceremonias religiosas: una por la mañana y otra por la tarde, los domingos. La gente se sentaba en bancos en las iglesias más grandes, y había púlpito. La ceremonia religiosa constaba de ritos hablados y oraciones, y además himnos, muchos de los cuales había escrito Rabindranath Tagore, y otros, su padre. Fue el padre de Rabindranath quien ideó la estructuración de la ceremonia. El brahmo separa el monoteísmo de los

Upanishad del concepto de un espíritu universal, amorfo, del hinduismo de los

Puranas; la idolatría, las deidades múltiples, mezcladas con el animismo y el sistema de castas. Propugnaba la educación de las mujeres, los ideales de la democracia y la abolición del sistema de castas.

Esa fue la fe a la que se entregó el padre de Chidananda durante toda su vida. Tomó la decisión a temprana edad.

—Mi abuelo llevaba a mi padre a la ceremonia dominical del Brahmo Samay desde que su hijo tenía diez años. Era en la ciudad de Chitagón, que ahora está en Bangladesh.

Chitagón: vinculada por entonces a la pobreza y las catástrofes naturales de Bangladesh, pero, cuatrocientos años antes, una de las ciudades más hermosas de la rica y fértil Bengala para el poeta portugués Camóes: «Chatigáo, cidade das milhores de Bengala.»

—Cuando tenía catorce años, mi padre decidió hacerse brahmo. Mi abuelo no había previsto ese desenlace, y se puso furioso. Mi padre se marchó de casa una noche. Literalmente, fue a pie y en

auto-stop, por utilizar un término moderno, en carros tirados por bueyes y en barcas, hasta Chilon, que está en las montañas, a más de ochocientos kilómetros de distancia. En aquellos días aún seguía viva la tradición de ofrecer hospitalidad a los viajeros. Mi padre me contó que caminaba o iba en un carro tirado por bueyes durante todo el día y por la noche entraba en la casa más cercana a pedir hospedaje, y lo conseguía.

»Fue a Chilon porque allí conocía a unos brahmos. Ellos lo ayudaron con su educación, y fue a la universidad con personas muy conocidas, entre ellas el padre de Satyajit Ray, Sukumar Ray, gran humorista y editor.

»No obtuvo la licenciatura. Estudió lo que en aquellos tiempos se llamaba primeras humanidades, los dos primeros años de universidad; se hizo misionero del Brahmo Samay y cobraba un pequeño sueldo. Poco después conoció a mi madre y se enamoró de ella, en Ganga, Bihar, donde el padre de mi madre era médico, muy bien situado. Cuando mi padre le pidió la mano de su hija, el médico accedió. Y mi padre siguió siendo predicador y pobre el resto de su vida.

Para alguien con un pasado así —y quizá también para todos los brahmos convencidos—, Shantiniketan era tierra sagrada, por una razón especial.

—El padre de Rabindranath estuvo viajando por esta región en la cuarta década del siglo pasado. Era como un desierto, y a él le gustaba mucho. Solo había un árbol; un día se sentó debajo de sus ramas y decidió fundar un

asram allí mismo. Seguiría el modelo del antiguo

asram brahmacharya, donde se mantiene el celibato durante los años de estudiante y se aprende a los pies del gurú. Fundó el

asram, y mucho tiempo después Rabindranath fundó la universidad,

Vishwa-Barati, la Universidad Mundial de la India. Hay una plataforma bajo el árbol en el que se sentaba el padre de Rabindranath. Se considera el lugar más sagrado de Shantiniketan.

»Lo que inició el rajá Ram Mohun Roy como movimiento reformista a principios del siglo xix, Devendranath Tagore lo convirtió en religión. Fue algo que cambió a la clase media bengalí. Rabindranath Tagore amplió esa religión y la transformó en una cultura. Y esa cultura acabó siendo la política de Nehru. Como Rabindranath no le impuso los límites de una religión y la canalizó culturalmente, la absorbió de inmediato una clase media más amplia. El Brahmo Samay sigue existiendo técnicamente, pero como institución se le ha escapado la vida, que ha entrado en la sociedad más amplia.

Chidananda vio Shantiniketan por primera vez en 1940, cuando tenía diecinueve años. Vivía con su familia en la vecina provincia de Bihar, y su padre le aconsejó que fuera allí a pasar unas vacaciones. Se alojó en la casa de huéspedes. Compartía habitación con un indonesio que daba clases de

batik en la universidad. A Chidananda le sirvió de estímulo estar con alguien de fuera, y también el nombre del indonesio, Prahasto. Era un nombre sacado de una epopeya hindú, el

Mahabarata. Chidananda empezó inmediatamente a tener una idea más extensa de la India y de Asia, y a pensar —precisamente lo que quería Tagore que pensaran los estudiantes de su universidad— que en Shantiniketan había encontrado un lugar que formaba parte del mundo, no solo de la India.

Unos días más tarde, Rabindranath pronunció un discurso en el templo.

—Era por la mañana, muy temprano, en diciembre, y hacía mucho frío —por entonces había pocas casas en Shantiniketan, era un espacio mucho más abierto—, y nos sentamos en el frío suelo de mármol del templo de cristal, con trozos de cristal de varios colores. Cuando salió el sol empezó a proyectar colores sobre la cara y la ropa de la gente. Estábamos todos sentados, esperando a Rabindranath.

»Lo llevaban en silla de ruedas, pero se puso en pie al entrar. Era muy alto, aunque estaba encorvado por la edad. Podía andar solo. Llevaba

do ti, kurta y chal blancos. Su imagen me impresionó. Era como una evocación de la antigua India, la sensación romántica de encontrarse con un sabio de los viejos tiempos. Se sentó en un taburete muy bajo. Todos los demás estábamos sentados sobre el mármol, sin nada para protegernos.

»Entonces empezaron los cánticos. Sin instrumentos modernos; solo los tradicionales. Pero sin armonio: a Rabindranath no le gustaba porque tiene escala fija, la escala occidental, y con él no se consiguen los semitonos o microtonos que son importantes en la música clásica india. Después cantaron un himno, uno de los himnos de Rabindranath.

»Leyó un texto que llevaba escrito, en bengalí, con citas en sánscrito. Era un hombre muy alto, de uno ochenta y cinco. Parecía muy

fuerte, y me chocó el contraste entre su voz, débil y aguda, y su estatura. Yo me esperaba una voz profunda, potente. Tardé varios minutos en superar aquella sensación; pero sus palabras me hechizaron enseguida. Era diciembre de 1940, y la guerra estaba muy presente entre nosotros. El tema de la conferencia era la crisis de la civilización: le preocupaba la tendencia a la autodestrucción.

Así que Chidananda se inició gracias a Tagore en una forma de pensar sobre el mundo. Fue una de las venturas del movimiento de independencia indio: que muchos de sus dirigentes fueran hombres de amplia visión, capaces de ver más allá de la causa india.

Aquella primera visita de Chidananda a Shantiniketan duró dos semanas. Al cabo de menos de un año murió Rabindranath. Como muchos bengalíes, Chidananda pensaba que, sin Rabindranath, Shantiniketan no era nada, y pasaron cuarenta y seis años hasta que volvió. En realidad, volvió cuando decidió irse a vivir allí. Para aquel viaje de regreso, hizo lo mismo que acababa de hacer yo: coger el tren en la estación de Hourah, en Calcuta, y apearse en Bolpur, dos horas y media más tarde.

—Esa estación te deja en lo peor de la atmósfera de una ciudad bengalí pequeña: fea, ruidosa, abarrotada de gente, con todas las carencias que veo en el urbanismo de nuestro país, la carencia mental, de necesidades básicas. La estación había cambiado mucho más que Shantiniketan.

»Atravesé el caos de Bolpur. Sabía que iba a Shantiniketan, donde había espacios abiertos, un entorno tranquilo, y árboles. No me preocupaba demasiado, porque no puedes librarte de la realidad de tu país solo con el deseo. Era un consuelo saber que había un corazón oculto tras aquel caos. Llevo haciendo yoga unos quince años, y me ha ayudado enormemente a alcanzar este estado mental, con el que pude aceptar tanto caos y tanta confusión a mi alrededor, durante cierto tiempo, sin perder la paz de espíritu.

»Así que ya en la primera visita comprobé que me gustaba el sitio. Unos meses más tarde compré un poco de tierra, la mayor extensión que pude, y empecé a edificar inmediatamente. Hizo los planos un arquitecto bengalí, viejo amigo mío, ya jubilado. Conocía la tierra, el clima, la dirección de los vientos.

»El sitio ha cambiado. No espero que siga siendo lo que era. No se puede volver a los viejos tiempos, cuando aquí la gente vivía en casas de adobe e iba descalza porque quería. Pero tengo la impresión de que, al volver aquí, he vuelto también a una forma más libre de pensar, de vivir, de actuar. No me siento encerrado. He leído otra vez los

Upanishad: un gusto que he recuperado. Formalmente, soy ateo, pero he llegado a un estado en el que puedo separar la espiritualidad del teísmo y la religión. Para mí, los

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