Ideas

Ideas


Quinta parte. De Vico a Freud, verdades paralelas: La incoherencia moderna » Capítulo 30. La gran inversión de los valores: El Romanticismo

Página 78 de 110

Capítulo 30

LA GRAN INVERSIÓN DE LOS VALORES: EL ROMANTICISMO

El compositor francés Héctor Berlioz fue un hombre extraordinario. «Era inusual en todos los sentidos», anota Harold Schénberg en su Lives of the Composers. «Hizo pedazos el establishment musical europeo prácticamente en solitario. Después de él, la música nunca volvería a ser igual».[2859] Incluso en sus épocas de estudiante destacaba de una manera que mucha gente encontraba chocante. «No creía ni en Dios ni en Bach», sostuvo el compositor, pianista y director de orquesta Ferdinand Hiller, quien describió a Berlioz de la siguiente manera: «La frente grande y alta, dominando sobre los ojos hundidos; la nariz aguileña, grande y curva; los labios finos y delgados; la barbilla algo corta; la enorme mata de pelo castaño claro, contra cuya fantástica abundancia nada podía hacer el peluquero: quienquiera que hubiera visto esta cabeza nunca la olvidaría». De hecho, Berlioz era casi tan famoso por su cabeza y su comportamiento, como por su música. Ernest Legouvé, el dramaturgo francés, se encontraba una noche viendo la representación de la ópera Der Freischütz de Weber, cuando de repente estalló un alboroto. «Uno de mis vecinos se levantó de su butaca y, dirigiéndose a la orquesta, empezó a gritar de forma atronadora: “¡Bestias, allí no queréis dos flautas! ¡Queréis pícolos! ¡Dos pícolos! ¿Oís? ¡Ay, qué bestias!”. En medio del tumulto general que produjo este arrebato, me di la vuelta y vi a un joven apasionado que temblaba, las manos apretadas, los ojos brillantes y una mata de pelo… ¡Qué mata de pelo! Parecía un enorme paraguas de pelo, que se proyectaba como una especie de toldo móvil sobre un pico de ave de presa». Los caricaturistas de la época tuvieron su agosto.[2860]

Berlioz no era un simple fanfarrón o un exhibicionista, aunque hubo quienes pensaron que lo era. Mendelssohn fue uno de los que lo consideraba afectado. Después de su primer encuentro, escribió: «Este entusiasmo puramente externo, esta desesperación en presencia de las mujeres, el supuesto del genio en mayúsculas, me resultan insoportables».[2861] Estas palabras no hacen justicia a la grandiosa ambición de Berlioz, y en particular a su visión de la orquesta, que Yehudi Menuhin atribuye a una nueva concepción de la sociedad.[2862] Que Berlioz fue el mayor innovador de la historia en lo que concierne a la orquesta es algo sobre lo que hoy el consenso es general. Hacia la década de 1830, las orquestas raras veces tenían más de sesenta músicos. Pero ya en 1825 Berlioz había reunido una orquesta de ciento cincuenta, aunque su «orquesta soñada», confesó, se componía de 467 y había de acompañarla un coro de trescientos sesenta miembros. Debía contar con 242 cuerdas, treinta arpas, treinta pianos y dieciséis trompas.[2863] Berlioz estaba adelantado a su época, fue el primero de los verdaderos románticos de la historia de la música, un entusiasta, un revolucionario, «un déspota sin ley», el primer vanguardista consciente, como señala Schonberg.[2864] «Desinhibido, extremadamente emotivo, ingenioso, voluble, pintoresco, era muy consciente de su romanticismo. Le encantaba la idea del romanticismo: la necesidad acuciante de expresarse y lo estrambótico en oposición a los ideales clásicos de orden y contención».[2865]

En el ámbito de las ideas el romanticismo fue una gigantesca revolución. Muy diferente de las revoluciones francesa, industrial y americana, no fue menos fundamental. Según Isaiah Berlin, en la historia del pensamiento político occidental (Berlin utiliza aquí el término «político» en su sentido más amplio) «ha habido tres grandes momentos decisivos, si por momento decisivo entendemos un cambio radical que altera todo el marco conceptual desde el que se formulan las preguntas: nuevas ideas, nuevas palabras, nuevas relaciones, en cuyos términos los viejos problemas no se resuelven en realidad sino que se los hace parecer remotos, obsoletos e incluso, en ocasiones, ininteligibles, de manera que los atroces problemas y dudas del pasado parecen producto de formas de pensar raras, o bien confusiones pertenecientes a un mundo que ha desaparecido».[2866]

El primero de estos momentos decisivos, sostiene, ocurrió a finales del siglo IV a. C., en el corto intervalo que hay entre la muerte de Aristóteles (384-322) y el ascenso del estoicismo, cuando las escuelas filosóficas de Atenas «dejaron de concebir a los individuos como seres inteligibles sólo en el contexto de la vida social, abandonaron la discusión de las cuestiones vinculadas a la vida pública y política que habían preocupado a la Academia y el Liceo, como si estas cuestiones no fueran ya cruciales o hubieran dejado de ser significativas, y de repente empezaron a hablar de los hombres puramente en términos de experiencia interior y salvación individual».[2867] Esta gran transformación de los valores —«de lo público a lo privado, de lo exterior a lo interior, de lo político a lo ético, de la ciudad al individuo, del orden social al anarquismo apolítico»— fue tan profunda que nada pudo seguir siendo igual después.[2868] De esta transformación nos ocupamos en el capítulo 6.

Un segundo momento decisivo comienza con Maquiavelo (1469-1527) e implicó el reconocimiento de que había una división «entre las virtudes naturales y las virtudes morales, la idea de que los valores políticos no son simplemente diferentes de la ética cristiana, sino que en principio quizá sean incompatibles con ella».[2869] Este cambio condujo a una visión utilitaria de la religión, y en el proceso cayeron en el descrédito todos los intentos de hallar justificaciones teológicas para los distintos sistemas políticos. Esto también era algo nuevo y asombroso. «Hasta entonces nunca se había invitado abiertamente a los hombres a elegir entre conjuntos de valores irreconciliables, privados y públicos, en un mundo sin propósito, y tampoco nunca se les había advertido antes de que en principio podía no existir un criterio, último y objetivo, en que fundar esta elección».[2870] A las ideas políticas de Maquiavelo hemos dedicado parte del capítulo 24.

El tercer gran momento decisivo —que Berlin considera el más grande de todos hasta el momento— tuvo lugar hacia finales del siglo XVIII, con Alemania a la vanguardia.[2871] «En su forma más simple, la idea de romanticismo fue testigo de la destrucción de la noción de verdad y de validez en los ámbitos de la ética y de la política, y no me refiero meramente a la noción de verdad objetiva o absoluta, sino también a la de verdad subjetiva y relativa, de la verdad y validez en cuanto tales». Las consecuencias y efectos de esto, afirma Berlin, fueron enormes e incalculables. El cambio más importante, dice, lo encontramos en los supuestos mismos en los que se basa el pensamiento occidental. En el pasado, siempre se había dado por sentado que todas las preguntas generales eran, en términos lógicos, del mismo tipo, a saber, preguntas de hecho. De esto se seguía que las preguntas importantes de la vida podrían llegar a responderse algún día, una vez que hubiera logrado reunirse toda la información relevante. En otras palabras, se daba por hecho que los interrogantes morales y políticos del tipo «¿Cuál es la mejor forma de vivir para los hombres?», «¿Qué son los derechos?» o «¿Qué es la libertad?», podían responderse en principio exactamente de la misma manera que preguntas como «¿De qué está compuesta el agua?», «¿Cuántas estrellas existen?» o «¿Cuándo murió Julio César?».[2872] Ahora bien, aunque se habían librado guerras por las distintas respuestas que se daban a tales preguntas, Berlin señala que «siempre se había supuesto que era posible encontrar las respuestas». La razón para ello es que, a pesar de la diversidad de las creencias religiosas que habían existido a lo largo de la historia, había una idea fundamental que unía a los hombres, una idea que tenía tres componentes.[2873] «El primero es la noción de que la naturaleza humana es una entidad, bien sea natural o sobrenatural, que los expertos pertinentes pueden comprender; el segundo es la noción de que tener una naturaleza específica implica perseguir ciertas metas específicas, impuestas a ella o inscritas en ella ya sea por Dios o por una impersonal naturaleza de las cosas, y que perseguir tales metas es lo que hace a los hombres humanos; el tercero es la noción de que estas metas, así como los intereses y valores que implican (cuyo descubrimiento y formulación es tarea de la teología, la filosofía o la ciencia), no pueden entrar en conflicto entre sí, de hecho, deben formar un todo armónico».[2874]

Fue esta idea básica la que dio origen a la noción de ley natural y a la búsqueda de la armonía. La gente había advertido que había inconsistencias: Aristóteles, por ejemplo, había señalado que en Atenas y en Persia el fuego ardía de la misma manera, mientras que las reglas morales y sociales eran diferentes. No obstante, hasta el siglo XVIII, se seguía dando por hecho que toda experiencia en el mundo era susceptible de armonización una vez se hubiera logrado reunir suficientes datos pertinentes.[2875] Para subrayar su argumento, Berlin ofrece como ejemplos las preguntas «¿Debo perseguir la justicia?» y «¿Debo actuar con compasión?». Como cualquier persona reflexiva habrá advertido, puede haber situaciones en las que responder «sí» a ambas preguntas (algo con lo que la mayoría de la gente estaría conforme) resulta imposible. De acuerdo con la concepción tradicional, se daba por hecho que una proposición verdadera no podía contradecirse lógicamente con otra proposición verdadera. El punto de vista de los románticos rivalizaba con esta concepción al poner en duda la idea misma de que los valores, esto es, las respuestas a las preguntas sobre la acción y la elección, pudieran ser descubiertos en absoluto. Los románticos sostenían que algunas de estas preguntas no tenían respuesta, punto y aparte. Y de forma no menos original, afirmaron que, en principio, no existía ninguna garantía de que los valores no entraran en conflicto unos con otros. Sostener lo contrario, insistieron, era «una forma de autoengaño» que sólo provocaba problemas. En última instancia, los románticos no propusieron únicamente un conjunto de valores nuevo, sino que de hecho propusieron una forma nueva de concebir los valores, una forma radicalmente diferente de la antigua.[2876]

El primer ser humano que vislumbró esta nueva concepción fue Giambattista Vico (1668-1744), el estudiante de jurisprudencia napolitano al que ya encontramos en el capítulo 24 y quien saboteó, de forma increíblemente simple, las concepciones ilustradas sobre la centralidad de la ciencia. Como se recordará, Vico había publicado en 1725 su Scienza Nuova, obra en la que proclamaba que el conocimiento de la cultura humana «es más verdadero que el conocimiento de la naturaleza física, dado que los humanos pueden conocer con certeza lo que ellos mismos han creado y, por tanto, están en condiciones de fundar una ciencia al respecto». La vida interior de la humanidad, sostuvo, puede conocerse de un modo que simplemente no puede aplicarse al conocimiento del mundo que el hombre no ha hecho, el mundo «ahí fuera», el mundo físico, que constituye el objeto de estudio de la ciencia tradicional. De acuerdo con esto, decía Vico, el lenguaje, la poesía y el mito, todos ellos creaciones humanas, eran verdades que podían aspirar a una mayor validez que los grandes triunfos de la filosofía matemática. «Allí resplandece la luz eterna y constante de una verdad que está más allá de toda duda: que el mundo de la sociedad civil ha sido ciertamente creado por los hombres, y que sus principios deben, por tanto, hallarse dentro de las modificaciones de nuestra propia mente. Quien reflexione sobre esto no podrá sino maravillarse de que los filósofos hayan dedicado todas sus energías al estudio del mundo de la naturaleza, el cual, habiendo sido creado por Dios, sólo Él conoce; y de que hayan descuidado el estudio del mundo de las naciones, o el mundo civil, el cual, habiendo sido creado por los hombres, puede ser conocido por ellos».[2877]

De esto, decía Vico, se derivaban algunas cuestiones muy importantes, si bien muy simples, pero el hombre había estado demasiado ocupado en búsquedas exteriores a sí mismo para advertirlas. Por ejemplo, los distintos pueblos compartían una misma naturaleza y, por tanto, debían construir sus culturas de formas similares o análogas.[2878] Esto, afirmaba, permitía que historiadores meticulosos reconstruyeran los procesos mentales de otras épocas y las fases que atravesaron, un estudio que Vico consideraba incluso imperativo.[2879] En su opinión, era evidente que en toda sociedad civil los hombres necesitaban albergar ciertas creencias en común, y esto es lo que, pensaba, era el sentido común. En este sentido, Vico halló tres importantes creencias presentes en todas las culturas y todas las religiones a lo largo de la historia: la creencia en la Providencia, la creencia en el alma inmortal y el reconocimiento de la necesidad de regular las pasiones.[2880] El hombre, sostuvo, expresaba su naturaleza en la historia, de lo que derivaba la conclusión de que el mito y la poesía «son el registro de la conciencia humana».[2881] Al afirmar todo esto, Vico transformaba las ciencias humanas y las ponía en pie de igualdad con las ciencias naturales.

Las innovaciones de Vico permanecieron ignoradas durante varias décadas, y su nueva concepción no empezó a tomar cuerpo hasta Kant. La mayor contribución de Kant fue considerar que era la mente la que daba forma al conocimiento, que el proceso de la intuición era instintivo y que el fenómeno del que más seguros podíamos estar en el mundo era la diferencia entre el «yo» y el «no yo».[2882] Desde este punto de vista, dijo, la razón como «luz que ilumina los secretos de la naturaleza» es inadecuada e inapropiada como explicación.[2883] En lugar de ello, sostenía Kant, el parto es una mejor metáfora, pues implica que es la razón humana la que crea el conocimiento. Para descubrir qué debo hacer en una situación dada, debo escuchar a «una voz interior». Esto es lo que fue tan subversivo. Según las ciencias, la razón era esencialmente lógica y, aplicada al conocimiento de la naturaleza, se la usaba siempre de la misma forma.[2884] Pero la voz interior no se adecuaba bien a este bonito escenario. Sus mandatos no eran necesariamente declaraciones factuales y, además, tampoco eran necesariamente verdaderos o falsos. «Los mandatos pueden ser correctos o incorrectos, corruptos o desinteresados, inteligibles u oscuros, triviales o importantes». El propósito de la voz interior es, con bastante frecuencia, determinar una meta o un valor, y ello no tiene nada que ver con la ciencia, sino que es creación del individuo. Esto suponía un cambio fundamental en el significado mismo de individualidad y fue algo completamente novedoso.[2885] En primer lugar, se advertía (por primera vez en la historia) que la moralidad era un proceso creativo, pero, en segundo lugar, se planteaba un nuevo énfasis en la creación, algo no menos importante, ya que elevaba al artista al nivel del científico.[2886] Era el artista el que creaba, el que se expresaba a sí mismo, el que creaba valores. El artista no descubría, calculaba o deducía como lo hacía el científico (o el filósofo). Al crear, el artista inventaba su propia meta y luego imaginaba el camino que le conduciría hacia ella. «¿Dónde, se preguntaba Herzen, estaba la canción antes de que el compositor la hubiera concebido?». La creación era, en este sentido, la única actividad humana completamente autónoma y por ello pasó a ocupar un lugar preeminente. «Si la esencia del hombre es el autocontrol —la elección consciente de sus propios fines y forma de vida—, esto implica una ruptura radical con el antiguo modelo en el que se fundaban las nociones sobre el lugar del hombre en el cosmos».[2887] De un golpe, insiste Berlin, la visión romántica destruía la noción misma de leyes naturales, en el sentido de la idea de armonía, la cual postulaba que el hombre podía descubrir su lugar en el mundo de acuerdo con leyes que eran válidas en todo el universo. De igual modo, la concepción del arte se transformó y amplió. Éste dejó de ser considerado mera imitación o representación, y pasó a ser expresión, una actividad mucho más importante, mucho más significativa y mucho más ambiciosa. Era cuando creaba, que el hombre era más auténtico, más él mismo. «Eso, y no la capacidad para razonar, es la chispa divina que hay en mi interior; en este sentido estoy hecho a imagen de Dios». Esta nueva ética invitaba al desarrollo de una nueva relación entre el hombre y la Naturaleza. «Ella es la materia con la que forjo mi voluntad, la que moldeo».[2888]

Todavía estamos viviendo con las consecuencias de esta revolución. Las dos formas rivales de ver el mundo —la luz fría e imparcial de la razón científica desinteresada, la pasión y el vigor de la creación artística— constituyen la incoherencia moderna. Ambas parecen ser igualmente ciertas e igualmente válidas, en ocasiones, pero son fundamentalmente incompatibles. Como anota Isaiah Berlin, nos movemos con inquietud entre uno y otro ámbito, conscientes de su incompatibilidad.

La dicotomía se manifestó por primera vez y de forma más clara en Alemania. El comienzo del siglo XIX fue testigo de la grandiosa serie de victorias de Napoleón sobre Austria, Prusia y varios otros estados alemanes más pequeños, y ello puso en evidencia el retraso económico, social y político del mundo de habla alemana. Este fracaso se tradujo en los territorios alemanes en un deseo de renovación y, en respuesta a ello, muchos alemanes se volvieron hacia su interior y buscaron en las concepciones intelectuales y estéticas una forma de unir e inspirar a su pueblo.[2889] «El romanticismo está fundado en el tormento y la infelicidad, y a finales del siglo XVIII los países de habla alemana eran los más atormentados de Europa».[2890]

En la década de 1770 la vida cultural e intelectual giraba alrededor de las muchas cortes locales dispersas por los territorios de habla alemana y fue en una de ellas que se desarrolló la tradición de Vico y Kant.[2891] El duque Carlos Augusto de Sajonia-Weimar contrató y llevó a su corte tanto a Johann Wolfgang von Goethe como a Johann Gottfried Herder. De Goethe nos ocuparemos en un momento, pero primero debemos concentrarnos en Herder. Herder había estudiado teología y en Königsberg, bajo la dirección de Kant, había entrado en contacto con las obras de Hume, Montesquieu y Rousseau.[2892] Bajo su influencia, escribió los cuatro volúmenes de su Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad, que aparecieron entre 1784 y 1791. En estos libros, Herder amplió las ideas de Vico al sostener que el aumento de la conciencia humana, tal y como se evidenciaba en la literatura y el arte, formaba parte de un proceso histórico (por lo general positivo).[2893] «Vivimos en el mundo que nosotros mismos creamos».[2894] Para Herder, era el «poder expresivo» de la naturaleza humana lo que había dado lugar a la existencia de culturas muy diferentes por todo el mundo, culturas a cuya conformación, estaba demostrado, también contribuían la geografía, el clima y la historia. Esta concepción le llevaba a concluir que la naturaleza humana sólo podía comprenderse a partir de una historia comparada de los diferentes pueblos.[2895] Cada Volk, sostuvo, tenía su propia historia, resultado de la cual era su conciencia característica y sus formas artísticas y literarias, para no hablar de su lenguaje mismo.[2896] «¿Tiene una nación algo más precioso que la lengua de sus padres?». La poesía y la religión, dijo, mantenían unido al Volk y sus verdades debían entenderse en sentido simbólico o espiritual y no en términos puramente utilitarios. (La poesía antigua, afirmó, era una especie de fósil).[2897] Según Roger Smith, después de Herder, el estudio de las humanidades, en especial de la historia y de la literatura, se convirtió en elemento central de la nueva forma de entender la sociedad.[2898]

Un importante factor en el acto creativo era la voluntad. Esta idea fue introducida por primera vez y de forma particularmente vívida por Johann Gottlieb Fichte.[2899] Partiendo de las conclusiones alcanzadas por Kant, Fichte argumentó que «yo adquiero conciencia de mi propio ser, no como elemento de algún patrón más amplio, sino en el choque con el no-ser, el Anstoss, el violento impacto de la colisión con la materia inerte, a la que opongo resistencia y debo subyugar con miras a liberar mi designio creativo». Desde esta perspectiva, Fichte describía al yo como «actividad, esfuerzo, independencia. Desea, altera y transforma el mundo, tanto en el pensamiento como en la acción, de acuerdo con sus propios conceptos y categorías». Kant había concebido todo esto como un proceso inconsciente e intuitivo, pero Fichte propuso en cambio que se trataba de «una actividad consciente y creativa… Yo no acepto nada porque deba hacerlo», insistía, «lo creo porque así lo deseo».[2900] Existen dos mundos, sostuvo, y el hombre pertenecía a ambos. Está el mundo material, «ahí afuera», gobernado por las causas y los efectos, y está el mundo espiritual, interior, «en el que soy por completo mi propia creación».[2901] Este planteamiento (en sí mismo una construcción) provocó un cambio radical en la forma de entender la filosofía. «Mi filosofía depende del tipo de hombre que soy, y no al contrario». De esta forma, se atribuyó a la voluntad una función cada vez mayor en la psicología humana. Todas las personas razonan básicamente de la misma forma, sostenía Fichte. En lo que se diferencian es en su voluntad; y esto puede producir conflictos (y de hecho los produce) en áreas en las que la razón no lo hace, pues la lógica es lógica.[2902]

Los efectos de esta concepción fueron trascendentales. En primer lugar, la forma de entender el trabajo cambió de forma radical. En lugar de ser pensado como una necesidad desagradable, se empezó a considerarlo «la sagrada tarea del hombre», pues sólo mediante el trabajo, en tanto expresión de la voluntad, puede el hombre imponer su personalidad distintiva y creativa a la «materia inerte» de la naturaleza.[2903] El hombre se distanció aún más del ideal monástico de la Edad Media, ya que ahora se postulaba que su verdadera esencia no era la contemplación sino la actividad. En cierto sentido, y en especial entre los románticos alemanes, el ideal romántico adaptó el concepto de vocación de Lutero, sustituyendo a Dios y el culto como meta principal de la actividad humana por la búsqueda de la libertad individual y, en particular, del «fin creativo que llena su propósito como individuo».[2904] Lo que contaba ahora para el artista eran «los motivos, la integridad, la sinceridad… la pureza del corazón, la espontaneidad». Lo que importaba era la intención, no la sabiduría o el éxito. El modelo tradicional, el sabio, el hombre que conoce y alcanza «la felicidad, la virtud o la sabiduría mediante el entendimiento», fue sustituido por el héroe trágico «que busca realizarse a cualquier costo y contra cualquier adversidad».[2905] El éxito mundano es irrelevante.

Es imposible exagerar las dimensiones de esta inversión de valores. En primer lugar, tenemos la negación de la naturaleza humana. Al afirmar que el hombre se creaba a sí mismo, se negaba la existencia de una naturaleza humana cognoscible que determinara cómo éste actuaba, reaccionaba y pensaba. Y además, a diferencia de cuanto se había dicho antes, se sostenía que el hombre no tenía que rendir cuentas por las consecuencias de sus actos. En segundo lugar, tenemos la negación de cualquier posible ciencia de los valores, una idea que probablemente resultaba aún más escandalosa. Dado que los valores humanos no eran algo que se descubriera sino algo que se creaba, la conclusión era que nunca se conseguiría describirlos y sistematizarlos, «pues no son hechos ni entidades del mundo»: los valores, simplemente, estaban fuera del ámbito de la ciencia, la ética o la política. En tercer lugar, estaba la incómoda verdad de que los valores de civilizaciones, naciones e individuos diferentes podían ciertamente entrar en conflicto. Nada garantizaba la armonía, incluso dentro de un mismo ser humano, cuyos valores podían cambiar con el paso del tiempo.[2906]

Y tampoco es posible exagerar la importancia del cambio en el modo de pensar. En el pasado, si un cristiano mataba a un musulmán en una cruzada, por ejemplo, el primero podía lamentar que su valiente adversario hubiera muerto por una fe que era falsa. Pero, y ésta es la cuestión importante, el hecho mismo de que el musulmán defendiera sinceramente una fe falsa sólo contribuía a empeorar la situación. Cuanto más apegado estaba el enemigo a su falsa fe menos se lo admiraba.[2907] Los románticos adoptaron una perspectiva absolutamente contraria. Para ellos, el ideal era el mártir, el héroe trágico que peleaba con valentía y arrojo por sus creencias contra adversidades insuperables.[2908] Lo que valoraban por encima de todo era la derrota y el fracaso, que se alzaban desafiantes en oposición al éxito mundano y las concesiones.[2909] Fue de esta forma como nació la idea del artista o héroe como outsider.

Se trata de un idea que condujo a un tipo de literatura, de pintura y (con mayor vitalidad) de música que reconocemos de forma instantánea: el héroe martirizado, el héroe trágico, el genio marginal, el sufridor salvaje, el hombre que se rebela contra una sociedad domesticada y filistea.[2910] Como señala con toda razón Arnold Hauser, no hay aspecto del arte moderno que no deba algo importante al romanticismo. «Toda la exuberancia, anarquía y violencia del arte moderno… su exhibicionismo incontrolado e implacable, derivan de él. Y esta actitud subjetiva y egocéntrica se ha convertido para nosotros en cosa normal, algo tan absolutamente inevitable que nos resulta imposible reproducir incluso un hilo de pensamiento abstracto sin aludir a nuestros propios sentimientos».[2911]

La década de 1770, que marca el comienzo del movimiento romántico, fue testigo de la aparición del Sturm und Drang, «la tempestad y el ímpetu», una generación de jóvenes poetas alemanes que se rebelaron contra la educación estricta y las convenciones sociales para explorar sus emociones.[2912] La más célebre de estas obras fue Las penas del joven Werther (1774) de Goethe.[2913] En ella nos encontramos con el perfecto escenario romántico: el individuo enfrentado y en desacuerdo con la sociedad. Werther es un joven, apasionado y entusiasta, aislado en medio de luteranos estrictos, secos y piadosos. Pero Goethe fue sólo el comienzo. Junto al maestro alemán, la desesperación y la desilusión, el sentimentalismo y la melancolía de Chateaubriand y Rousseau sirvieron de pistoletazo de salida al romanticismo, en su exploración de las formas en que la sociedad convencional es incapaz de satisfacer las necesidades espirituales de sus héroes. Los amplísimos panoramas de Victor Hugo y el mundo bohemio de Théophile Gautier y Alexandre Dumas, en los que las ambiciones políticas y personales se entretejen, confirman el argumento del primero de éstos según el cual «el romanticismo es el liberalismo de la literatura».[2914] El acercamiento de Stendhal y de Prosper Mérimée, para quienes el arte es «un paraíso secreto vedado a los mortales ordinarios», subraya una de las metas del romanticismo, lo que llegaría a conocerse como l’art pour l’art, el arte por el arte. Balzac hacía hincapié en la «necesidad ineludible» de elegir bando en las grandes cuestiones de la época, argumentando que no se puede ser artista y pretender mantenerse al margen.[2915]

Mientras el romanticismo francés fue básicamente una reacción a la Revolución Francesa, la versión inglesa fue una reacción a la revolución industrial (Byron, Shelley, Godwin y Leigh Hunt eran todos radicales, aunque Walter Scott y Wordsworth eran o se convirtieron en tories). Tal y como lo plantea Arnold Hauser, «el entusiasmo de los románticos por la naturaleza es impensable sin el aislamiento del campo que supone la vida en la ciudad y, de igual forma, su pesimismo es inimaginable sin la miseria y desolación de las ciudades».[2916] Fueron los románticos más jóvenes —Shelley, Keats y Byron— quienes desarrollaron un humanismo inflexible, consciente de los efectos deshumanizadores de la vida en la fábrica en general, e incluso los representantes más conservadores del movimiento, Wordsworth y Scott, compartieron sus simpatías «democráticas» en el sentido de que sus obras se proponen la popularización, e incluso la politización, de la literatura.[2917] Como sus colegas alemanes y franceses, los poetas románticos ingleses creían en un espíritu trascendental que era la fuente de la inspiración poética. Se regodearon en el lenguaje, exploraron la conciencia y vieron en todo aquel que tenía la capacidad de crear formas poéticas con palabras un eco del punto de vista platónico que defiende la existencia de alguna especie de intención divina. Esto es lo que quería decir el famoso epigrama de Coleridge: «los poetas son los legisladores no reconocidos de la humanidad». (Wordsworth temía un «apocalipsis de la imaginación».[2918]) En cierto sentido, el poeta se convirtió en su propio dios.[2919] Shelley es acaso el romántico clásico: rebelde de nacimiento, ateo, veía el mundo como una gran batalla entre las fuerzas del bien y el mal. Y se ha señalado incluso que su ateísmo era más una revuelta contra la tiranía divina que una negación de Dios propiamente dicha. De forma similar, la poesía de Keats está dominada por la melancolía y constituye un luto por «la belleza que no es vida», por una belleza que está más allá de su comprensión. El misterio del arte empieza entonces a reemplazar el misterio de la fe.

Byron fue probablemente el más famoso de los románticos. (Al describir «el moi romántico», Howard Mumford Jones anota con acierto que mientras el egotismo de Wordsworth era interno, el de Byron estaba «a la vista de toda Europa».[2920]) El retrato del héroe romántico como un eterno vagabundo sin hogar, en parte condenado por su propia naturaleza salvaje, que Byron nos ofrece en su obra, no es en ningún sentido original. Sin embargo, mientras los anteriores héroes de este tipo invariablemente vivían con culpabilidad o melancolía el hecho de no pertenecer a la sociedad, en Byron el estatus de outsider se convierte en «un pretencioso motín» contra la sociedad, «el sentimiento de aislamiento evoluciona en culto resentido de la soledad», y sus héroes son poco más que exhibicionistas, «dispuestos a mostrar abiertamente sus heridas».[2921] Estos rebeldes en guerra declarada con la sociedad dominaron la literatura del siglo XIX. Si el modelo había sido inventado por Rousseau y Chateaubriand, para la época de Byron éste se había vuelto narcisista. «[El héroe] es implacable consigo mismo y despiadado para con los demás. Desconoce las disculpas y no pide perdón, ya sea a Dios o al hombre. No se arrepiente de nada y, a pesar de llevar una vida desastrosa, no desea tener otra diferente… Es rudo y salvaje, pero de alta cuna… emana un encanto peculiar al que ninguna mujer es capaz de resistirse y ante el que todos los hombres reaccionan con simpatía o animadversión».[2922]

La importancia de Byron fue mucho más amplia incluso. Su idea del «ángel caído» fue un arquetipo que adoptaron muchos otros, incluidos Lamartine y Heine. Entre otras cosas, el siglo XIX se caracterizó por la culpa, producto de la caída y el alejamiento de Dios (véase el capítulo 35), y el héroe trágico de dimensiones byronianas reúne todos los requisitos a la perfección. Pero los demás cambios que introdujo el poeta inglés fueron igualmente significativos si consideramos sus efectos a largo plazo. Fue Byron, por ejemplo, el que animó al lector a identificarse íntimamente con el héroe, algo que, además, aumentó el interés de los lectores por el autor. Hasta el movimiento romántico, la vida privada de un escritor era en gran medida una cuestión sobre la que los lectores nada sabían y en la que no estaban muy interesados. Byron y su capacidad para autopublicitarse cambiaron todo esto. Después de él, la relación entre un escritor y su público pasaría a asemejarse, por un lado, a la del terapeuta y sus pacientes y, por otro, a la de una estrella de cine y sus seguidores incondicionales.[2923]

Asociado a esto hubo otro cambio importante, la noción de «segundo yo», la creencia en que dentro de cada figura romántica, en los oscuros y caóticos intersticios del alma, había una persona completamente diferente y que una vez se lograra acceder a este segundo yo, se descubriría una realidad alternativa y mucho más profunda.[2924] Esto es, de hecho, el descubrimiento del inconsciente, interpretado aquí como una entidad que está escondida, fuera del alcance de la mente racional, y que no obstante es la fuente de soluciones irracionales a los problemas, un algo secreto y extático que es ante todo misterioso, nocturno, grotesco, fantasmal y macabro.[2925] (Goethe en alguna ocasión describió el romanticismo como «poesía de hospital» y Novalis describió la vida como una «enfermedad de la mente»). El segundo yo, el inconsciente, fue considerado como un camino hacia el crecimiento espiritual y se esperaba que contribuyera al gran lirismo que caracterizó el pensamiento romántico.[2926] El descubrimiento del inconsciente es el tema del capítulo 36 de este libro.

Por otro lado, la idea del artista como un espíritu más sensible que los demás, poseedor acaso de un vínculo directo con lo divino (una concepción que se remonta a Platón), implicaba un conflicto natural entre éste y la burguesía.[2927] La primera mitad del siglo XIX fue la época en que surgió el concepto mismo de avant-garde: el artista visto como alguien adelantado a su tiempo y, con seguridad, por delante de la burguesía. El arte era un «fruto prohibido», sólo disponible para el iniciado y, ciertamente, negado a la burguesía «inculta». De esto a la idea de que la juventud era más creativa que la vejez y, por tanto, inevitablemente superior a ella, sólo había un paso. La juventud sabía inevitablemente qué era lo que estaba por venir, forzosamente tenía la energía para abrazar nuevas ideas y modas, ya que por naturaleza estaba menos familiarizada con las convenciones establecidas. El concepto mismo de genio reforzaba la idea de una chispa instintiva en el nuevo talento a expensas de los saberes adquiridos con trabajo y esfuerzo a lo largo de una vida.

En el campo de la pintura, el romanticismo estuvo representado por Turner, cuyos cuadros, dijo John Hoppner, eran como una hoguera (una metáfora aplicada a la música de Berlioz), y por Delacroix, quien sostuvo que una pintura debía, ante todo, ser una fiesta para los ojos. Pero fue en realidad en el campo de la música donde el romanticismo se superó a sí mismo. Los miembros más destacados de la grandiosa generación de compositores románticos nacieron todos en un lapso de diez años: Berlioz, Schumann, Liszt, Mendelssohn, Verdi y Wagner. Antes de todos ellos, sin embargo, estaba Beethoven. Mumford Jones sostiene que toda la música conduce a Beethoven y, también, que toda la música proviene de él.[2928] Beethoven, Schubert y Weber conforman un pequeño grupo de los que podríamos denominar compositores prerománticos, y fueron ellos quienes cambiaron tanto el pensamiento musical como el aspecto de las representaciones musicales.

La gran diferencia entre Beethoven (1770-1827) y Mozart, que era sólo catorce años mayor, es que Beethoven pensaba en sí mismo como un artista. La palabra no aparece en la correspondencia de Mozart, quien se consideraba un artesano calificado que, como Haydn y Bach antes que él, suministraba una mercancía. Beethoven, en cambio, se consideraba parte de una raza especial, un creador, y eso lo ponía al mismo nivel que la realeza y otras almas elevadas. «Lo que está en mi corazón», decía, «debe salir».[2929] Goethe fue sólo uno de los que advirtió la fuerza de su personalidad, y escribió al respecto que: «nunca he conocido un artista con tanta concentración espiritual, tanta intensidad, tanta vitalidad y gran corazón. Entiendo muy bien lo difícil que debe resultarle adaptarse al mundo y sus formas».[2930] Incluso las enmiendas en sus partituras autógrafas tienen una violencia de la que carecen las de Mozart, por ejemplo.[2931] Como Wagner después de él, Beethoven sentía que el mundo le debía una vida porque él era un genio. En alguna ocasión, dos príncipes vieneses acordaron pagar algún dinero a Beethoven para mantenerlo en la ciudad. Después de que uno de ellos muriera en un accidente, Beethoven llevó a sus herederos a los tribunales para obligarlos a pagarle. Sentía que estaba en su derecho.[2932]

En la obra de toda una vida dedicada a crear música hermosísima hay dos trabajos que destacan, dos composiciones que cambiaron el curso de la historia de la música para siempre: la sinfonía Heroica, estrenada en 1805, y la Novena sinfonía, interpretada por primera vez en 1824.[2933] Harold Schonberg se pregunta qué pudo pasar por la mente del público que estuvo presente en ese trascendental acontecimiento que fue la primera interpretación de la Heroica. «Estaban ante un monstruo de sinfonía, una sinfonía más larga que cualquiera de las que se habían escrito hasta entonces y con una partitura muchísimo más rica; una sinfonía de armonías complejas, una sinfonía de una fuerza titánica; una sinfonía de disonancias feroces; una sinfonía con una marcha fúnebre de una intensidad paralizante».[2934] Éste era un nuevo lenguaje musical, y son muchos los que consideran que la Heroica y su patetismo no han sido superados. George Marek dice que lo ocurrido debió de haber sido similar a escuchar la noticia de la división del átomo.[2935]

Beethoven ya era una figura bastante romántica, sin embargo, las dificultades auditivas que empezaron a afligirlo aproximadamente por la época en que la Heroica se presentó al público por primera vez y que terminarían dejándolo completamente sordo, también lo volvieron retraído. Fidelio, su gran ópera (aunque acaso demasiado abarrotada de personajes), sus magníficos conciertos para violín y piano, la famosas sonatas para piano como la Waldstein y la Appassionata, tienen todas elementos misteriosos, místicos y monumentales. Pero la Novena sinfonía fue crucial, y siempre fue tenida en muy alta estima por los románticos posteriores. Según todos los testimonios, el estreno, realizado tras sólo dos ensayos y cuando muchos de los cantantes no podían llegar a las notas más altas, fue desastroso. (Los solistas le rogaron a Beethoven que las cambiara, pero él se negó: nadie tuvo un testamento más magnífico que él.[2936]) Con todo, lo que la Heroica y la Novena sinfonía tenían en común y lo que hacía que sus sonidos resultaran tan novedosos y diferentes de, digamos, la música de Mozart, era que Beethoven estaba interesado, por encima de todo, en los estados interiores del ser y tenía una apremiante necesidad de expresar la dramática intensidad del alma. «La música de Beethoven no es cortés. Lo que él ofrecía a sus oyentes era un sentimiento de drama, de conflicto y de resolución, como ningún compositor ha conseguido hacerlo luego… La música [de la Novena] no es bonita y tampoco atractiva. Es simplemente sublime… es música interior, música del espíritu, música de una subjetividad extrema».[2937] Fue la Novena sinfonía, su colosal lucha «de protesta y liberación», la que más influyó en Berlioz y Wagner, la que constituyó un ideal (en gran medida inalcanzable) para Brahms, Bruckner y Mahler.[2938] Debussy confesó que la obra se había convertido, para los compositores, en una «pesadilla universal». Lo que quería decir era que pocos otros compositores podían igualarse a Beethoven, y que quizá sólo uno, Wagner, había logrado superarlo.

Franz Schubert ha sido descrito como «el romántico clásico».[2939] Tuvo una corta vida (1797-1828), durante la cual siempre estuvo a la sombra de Beethoven. Con todo, él también sentía que únicamente podía ser un artista, y había dicho a un amigo suyo que «he venido al mundo con ningún otro propósito diferente al de componer». Empezó su vida como niño cantante en un coro y luego como maestro de escuela después de que le cambiara la voz. Pero Schubert odiaba ese trabajo y se dedicó a la composición. Al igual que Beethoven, era bajito, medía un metro cincuenta y seis, y Beethoven un metro sesenta. Se le apodaba Schwammerl («Fofito») y así como Beethoven tenía problemas de oído, Schubert los tenía de vista. Más importante aún: fue el perfecto ejemplo del romántico con dos personalidades. Mientras por un lado era una persona instruida, que se hizo un nombre poniendo música a poemas de Goethe, Schiller y Heine, por otro, bebía más de la cuenta, contrajo varias enfermedades venéreas y, en general, consintió que sus ansias de placer lo arrastraran al fondo. Esto es algo que se manifiesta en sus composiciones, en especial en su «Canción triste», de la Sinfonía en Si menor.[2940] También fue el maestro de la música para voz sin acompañamiento.[2941]

Schubert murió un año después que Beethoven. Para esa época, buena parte de lo que consideramos el mundo moderno ya empezaba a existir. Los nuevos ferrocarriles conectaban a la gente con rapidez. Gracias a la revolución industrial, la burguesía estaba amasando enormes fortunas, al mismo tiempo que la pobreza de muchos se disparaba. Algo de esto se trasladó al mundo de la música, que dejó de ser simplemente una experiencia de la corte y empezó a ser disfrutada por la burguesía emergente. Los burgueses habían descubierto la música bailable, en particular el vals, que hizo furor en la época del Congreso de Viena, de 1814-1815. En la década de 1820, en los días de carnaval, Viena era escenario de hasta mil seiscientos bailes en una sola noche.[2942] Pero la ciudad también tenía cuatro teatros que ofrecían funciones de ópera en algún momento, y muchos salones más pequeños en las universidades y otros lugares. Había nacido la música de las clases medias.

Junto a los nuevos teatros para conciertos y ópera, por ejemplo, las nuevas tecnologías tuvieron un profundo impacto en los instrumentos mismos. Beethoven había aumentado el tamaño de la orquesta y, como anotamos al comienzo de este capítulo, Berlioz lo aumentaría todavía más. Paralelamente, la nueva tecnología del metal mejoró de forma notable los poco fiables instrumentos de viento del siglo XVIII. Se idearon llaves y válvulas que permitieron que las trompas y los fagotes, por ejemplo, tocaran con mayor precisión y de forma más consistente.[2943] Las nuevas llaves metálicas articuladas también permitieron a los intérpretes utilizar agujeros a los que de otra forma sus dedos no habrían llegado. La tuba evolucionó y Adolph Sax inventó el saxofón.[2944] Al mismo tiempo, a medida que aumentaba el tamaño de las orquestas, surgió la necesidad de alguien que asumiera el control. Hasta entonces, muchos conjuntos eran dirigidos por el primer violinista o por quienquiera que estuviera a cargo de los teclados. Pero después de Beethoven, hacia 1820, aparece el director de orquesta tal y como hoy lo conocemos. Los compositores Ludwig Spohr y Carl Maria von Weber fueron de los primeros en dirigir la interpretación de sus propias obras con una batuta, al igual que François-Antoine Habeneck, el fundador de la orquesta del Conservatorio de París (en 1828), quien dirigía con su arco.

Fue también por esta época cuando apareció el piano moderno. En este proceso intervinieron dos elementos. Por un lado, la evolución del bastidor de acero que permitió hacer pianos mucho más grandes y robustos de lo que habían sido, digamos, en época de Mozart. Por otro, el genio (y promoción) de Niccolò Paganini (1782-1840), que debutó a la edad de diecinueve años y acaso haya sido el más grande violinista de todos los tiempos.[2945] Poseedor de una técnica espléndida y un supremo artista del espectáculo —le encantaba romper deliberadamente una de las cuerdas durante su actuación y continuar el resto de la velada con sólo tres cuerdas—, fue el primero de los supervirtuosos.[2946] Pero además amplió la técnica del violín, al introducir nuevos armónicos y nuevas formas de usar el arco y los dedos, con lo que estimuló a los pianistas a intentar imitarlo con sus nuevos instrumentos, mucho más versátiles.[2947]

El hombre que emuló en el piano los logros de Paganini fue Franz Liszt, el primer pianista de la historia que dio un concierto solo. En parte gracias a estos virtuosos se construyeron cientos de salas de conciertos por toda Europa (y, en menor medida, en Norteamérica) para satisfacer la demanda de la nueva burguesía, ansiosa de escuchar a estos talentos. Y paralelamente surgió una avalancha de compositores y músicos que aprovecharon estos hechos: Weber, Mendelssohn, Chopin y Liszt fueron los cuatro pianistas más importantes de su tiempo y Berlioz, Mendelssohn, Weber y Wagner fueron los cuatro mejores directores.[2948]

Ir a la siguiente página

Report Page