Ideas

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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 26. Del alma a la mente: La búsqueda de las leyes de la naturaleza humana

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Capítulo 26

DEL ALMA A LA MENTE: LA BÚSQUEDA DE LAS LEYES DE LA NATURALEZA HUMANA

En 1726, Voltaire, el escritor francés, llegó a Inglaterra. Tenía entonces treinta y dos años y llegaba al país como exiliado. No mucho antes, en la Ópera de París había sido insultado por un aristócrata, el Chevalier de Rohan. «M. de Voltaire, M. Arouet [el verdadero nombre de Voltaire], ¿cuál es su nombre?». La pregunta sugería que al usar el «de», Voltaire estaba siendo pretencioso y dándose un aire ilustre que no le correspondía. Voltaire, que nunca se amilanaba ante la posibilidad de una pelea, contraatacó: «El nombre que llevo no es muy grande, pero al menos sé cómo honrarlo». El intercambio estuvo a punto de provocar una riña, y fue necesario controlar a ambos hombres. Sin embargo, el chevalier ordenó que se le tendiera una emboscada a Voltaire y una noche, pocos días después, seis hombres le dieron una paliza. Voltaire no se dejó amedrentar y retó al chevalier a un duelo, una respuesta tan osada y presuntuosa que lo único que consiguió fue que el clan Rohan lo hiciera encerrar en la Bastilla. Voltaire sólo pudo recuperar su libertad accediendo a marcharse del país. El escritor eligió viajar a Inglaterra.[2417]

Este episodio, aunque en su momento no se lo percibiera como tal (no Voltaire en cualquier caso), fue importante. La forma en que la aristocracia francesa abusaba de sus privilegios, simbolizada en el duelo que nunca fue, indignó al escritor y, en cierto sentido, su carrera se convirtió a partir de entonces en un duelo con las autoridades al que dedicó toda su vida. Los tres años que Voltaire pasó en Inglaterra tuvieron un profundo efecto sobre él y contribuyeron de forma decisiva a conformar las ideas que tan bien expresaría al regresar a su patria. Por encima de todos los demás autores, Voltaire fue el centro de lo que luego se conocería como la Ilustración francesa, y aunque murió una década antes de que estallara la Revolución, sus ideas constituyeron uno de los cimientos intelectuales de los acontecimientos de 1789 gracias a la influencia que ejercieron sobre personalidades como Denis Diderot y Pierre-Augustin de Beaumarchais.

Durante el tiempo que estuvo en Inglaterra, el episodio más significativo de la vida de Voltaire fue sin duda la muerte de sir Isaac Newton. A la edad de ochenta y cuatro años, Newton era entonces presidente de la Royal Society y gozaba de una gran estima. Y fue esto lo que impresionó a Voltaire, que un hombre con un origen modesto, pero bendecido con inmensos dones intelectuales, hubiera podido llegar tan alto en la sociedad y ser tan respetado por sus contemporáneos, independientemente de su propia condición. Esto era algo muy diferente de lo que ocurría en su propio país, «que apenas empezaba a emerger de la sombra de Luis XIV» y en el que, como la propia experiencia de Voltaire demostraba, los privilegios de cuna todavía tenían una importancia fundamental. Las cartas de Voltaire evidencian que estaba muy impresionado por la organización política e intelectual de Inglaterra, por el prestigio de la Royal Society, la libertad de la que gozaban los ingleses para escribir sobre lo que les apeteciera y lo que a sus ojos era un sistema de gobierno parlamentario «racional». En Francia, por su parte, los Estados Generales no se reunían desde 1614, hacía más de un siglo, y no volverían a hacerlo hasta 1789, sin que Voltaire viviera para verlo. La muerte de Newton, mientras Voltaire estaba en Inglaterra, contribuyó a estimular su interés por los descubrimientos y teorías en el ámbito de la física, y su mayor logro sería conseguir amalgamar estas ideas con las teorías de Descartes y John Locke para crear su propia concepción. Una anécdota cuenta que al regresar a Francia y a los brazos de su amante, su primer acto (o quizá su segundo) fue enseñarle a ésta los principios de la mecánica newtoniana, lo que incluía la teoría de la gravitación universal. Sus Cartas filosóficas recibieron muchos elogios, aunque el gobierno, en una exhibición de esa intolerancia y autoritarismo que Voltaire estaba criticando, hizo quemar el libro acusándolo de ser «una obra escandalosa, contraria a la religión y a la moral y carente del respeto debido a los poderes establecidos».[2418]

Lo que Voltaire hizo fue, básicamente, adaptar la tradición cartesiana a la nuevas ideas que encontró en Gran Bretaña, y cuyos mejores representantes eran Newton y Locke. Descartes, en tanto racionalista, empezaba con el a priori más tradicional, «la esencia de las cosas», según la captaba la intuición, a lo que añadió la duda como método fundamental. Voltaire adoptó el sistema newtoniano, que otorgaba prioridad a la experiencia, derivada de la observación desinteresada del mundo y de la que luego se deducían principios. Más importante aún es acaso el hecho de que Voltaire aplicara esto a la psicología humana, que es donde entra en escena Locke, pues él también se había observado y había descrito lo que había visto. He aquí lo que Voltaire tenía que decir a propósito de Locke: «Cuando tantos razonadores habían hecho la novela del alma, ha venido un sabio, que modestamente ha hecho su historia. Locke ha esclarecido al hombre la razón humana, como un excelente anatomista explica los resortes del cuerpo humano».[2419] Voltaire pensaba que la ciencia había demostrado que el universo estaba gobernado por «leyes naturales» que se aplicaban a todos los hombres, y que los países (reinos, estados) debían gobernarse de la misma manera. Esto, creía Voltaire, otorgaba a los hombres ciertos «derechos naturales» y fue este conjunto básico de creencias el que, en última instancia, daría origen a la doctrina revolucionaria. Impresionado por los logros de la ciencia newtoniana, Voltaire quedó convencido de que, con trabajo, algún día sería posible reemplazar las ideas religiosas por nociones científicas. Insistió en que los hombres no podían seguir viviendo sus vidas pensando que expiaban el pecado original y, en cambio, sostuvo que debían trabajar para mejorar su existencia terrenal mediante la reforma de las instituciones gubernamentales, religiosas, educativas, etc. «El trabajo y los proyectos debían reemplazar a la resignación ascética».[2420] Las ideas de Voltaire fueron aún más importantes debido a un elemento: el cambio de mentalidad que él recomendaba coincidía, al menos en Francia, con el deseo de mucha gente de librarse del ancien régime. La nueva forma de pensar se convirtió, por tanto, en un símbolo de ese deseo. Muchas de las preocupaciones tradicionales de la filosofía francesa —el libre albedrío y la naturaleza de la gracia— fueron consideradas carentes de sentido por Voltaire y sus seguidores, quienes sostuvieron que cuestiones más prácticas tenían una importancia mucho mayor.

En Francia, todo esto ocurría en un ambiente de protesta y descontento creciente. Ya en 1691, François de Salignac de la Mothe Fénelon había publicado Examen de conciencia para un rey y más tarde su Carta a Luis XIV, en la que ofrecía un desolador retrato del reino del llamado Rey Sol: «Vuestro pueblo está muriendo de hambre. La agricultura está prácticamente paralizada, todas las industrias languidecen, el comercio ha sido destruido. Francia es un vasto hospital».[2421] En 1737 René Louis, marqués d’Argenson, había escrito un texto titulado Consideraciones sobre el gobierno pasado y presente de Francia, en el que se exponían los abusos y la corrupción existentes en el corazón del sistema gubernamental francés. Tanta era la corrupción, que el libro no pudo ser publicado hasta 1764.

En este contexto, que en buena medida Voltaire había ayudado a crear, Denis Diderot inició la Encyclopédie. Ésta también era originalmente una idea inglesa, pues la intención inicial de Diderot era traducir la Cyclopaedia de Ephraim Chambers, publicada en Gran Bretaña en 1728. Sin embargo, el proyecto creció más allá de los temas técnicos y las estadísticas y pasó a abarcar toda la cultura de la época, proponiéndose como una descripción exhaustiva de ésta y una revisión social e intelectual de Francia. La meta explícita de Diderot era que la obra no sólo reuniera un gran corpus de conocimientos sino que además esperaba que ésta produjera un cambio efectivo en la forma en que los hombres pensaban: pour changer la façon commune de penser.[2422] La publicación de la Encyclopédie es en sí misma un capítulo de la historia de las ideas. Aunque la primera entrega apareció en 1751, la obra tardaría veinte años en completarse, y fue, intermitentemente, elogiada y reprimida por los censores.[2423] Desde un punto de vista financiero, la obra fue muy rentable para sus editores, pero Diderot fue enviado más de una vez a prisión por su causa y diversas láminas y artículos fueron confiscados.

La Encyclopédie dio sus primeros pasos en las cenas que dos veces a la semana tenían ocasión en el hôtel del barón d’Holbach, en la rue Royale Saint-Roche (en la actualidad, el número 8 de la rue des Moulins), lugar al que se conocía como una «sinagoga de ateos».[2424] Hacia finales de 1750, se imprimieron ocho mil copias del prospecto de la obra: los suscriptores debían realizar un primer pago de sesenta livres y luego otros hasta un total de doscientas ochenta livres. Se prometían ocho volúmenes, más dos de láminas (al final se publicarían veintiocho volúmenes con más de 71 000 artículos). El primer volumen, que abarcaba la letra A, apareció en junio de 1751, su título completo era: Dictionnaire Raisonné des Sciences, Arts et Métiers; y se iniciaba con un «Discurso preliminar» escrito por Jean Le Rond d’Alembert, en el que se explicaba que la obra servía a la vez como enciclopedia y como diccionario y que proporcionaba un escrutinio del saber que mostraría «los secretos caminos» que conectaban sus distintas ramas. El discurso exponía la visión que D’Alembert tenía del progreso intelectual desde el Renacimiento, proceso que se figuraba como una «gran cadena» de proposiciones.[2425] De esta gran cadena, decía, «la humanidad sólo ha descubierto unos cuantos enlaces». En realidad, sostenía, había únicamente dos tipos de conocimiento cierto: el conocimiento de nuestra propia existencia y las verdades de la matemática. P. N. Furbank, en su biografía crítica de Diderot, argumenta que la Encyclopédie sólo puede entenderse plenamente teniendo en cuenta las reacciones de sus autores a los intentos de las autoridades de censurar los artículos (por ejemplo, las remisiones internas se diseñaron para dirigir a los lectores hacia ideas heréticas e incluso sediciosas situadas en lugares insospechados).[2426]

El primer volumen se vendió muy bien, de hecho, en el último momento se elevó la edición de 1625 a más de 2000 ejemplares. Las entregas posteriores tuvieron que vérselas con los censores, pero Diderot encontró un aliado en Lamoignon de Malesherbes, el ministro encargado del comercio de libros y un apasionado creyente en la libertad de prensa, que escondió los manuscritos en su propia casa, probablemente el lugar más seguro de toda Francia. Esto, por supuesto, demostraba el argumento de Voltaire: en Inglaterra, como Jacob Bronowski y Bruce Mazlish señalan, el libro se habría impreso intacto, aun con material más atrevido. Con todo, para comienzos de la década de 1760 la idea de la Encyclopédie había convencido incluso al rey y a madame de Pompadour.[2427]

Los veintiocho volúmenes de Diderot fueron, al final, mucho más influyentes que, digamos, la Cyclopaedia de Chamber, que apareció antes, en parte porque eran un proyecto mucho más ambicioso, pero en parte también porque en el siglo XVIII Francia era lo que Norman Hampson ha denominado «el dictador cultural» de Europa. La gente consideraba a Francia el modelo y el estándar del gusto en literatura, arte, arquitectura y aquellas artes complementarias que habían alcanzado su plenitud y que aún hoy ocupan una especial posición: el mobiliario, la moda y la cocina. Todavía más importante es que para entonces el francés había reemplazado al latín como lengua común de la aristocracia europea.[2428] Incluso Federico Guillermo I, la personificación misma del espíritu prusiano, hablaba mejor en francés que en alemán.[2429]

El francés pertenece al grupo de lenguas cuyas características fundamentales derivan del latín: las lenguas romances. Son lenguas romances el sardo, el italiano, el rumano, el castellano, el gallego-portugués, el catalán, el provenzal y el francés. Todas ellas derivan del latín (vulgar) de los soldados, mercaderes y colonos y no tanto del latín literario (clásico). Se cree que la lengua original de la Galia era un forma de celta (sobreviven muy pocas inscripciones) que en cualquier caso tenía filiación con el latín. El latín de la Galia, que era lo que entonces era Francia, terminó dando lugar a dos dialectos, uno en el norte (langue d’oïl) y uno en el sur (langue d’oc), a lo largo de una línea que se extiende, de forma aproximada, desde lo que hoy es Burdeos y a través de Lussac hasta Isère (Grenoble). El francés antiguo resulta identificable desde el siglo IX en los Juramentos de Estrasburgo (842), mientras que el primer texto en francés medio se remonta al siglo XIV (1328, el ascenso de los Valois).[2430]

El francés moderno surge en el siglo XVII. A medida que París emergía de forma gradual como la capital del país, los dialectos del norte empezaron a dominar sobre los dialectos del sur, siendo el franciano, el dialecto de la Île de France, el destinado a convertirse en la lengua nacional.[2431] Sin embargo, hasta las famosas Ordonnances de Villers-Cotterêt (1539) el francés no fue reconocido oficialmente como la lengua de los tribunales.[2432] E incluso entonces el francés seguía siendo considerado como un idioma inferior al latín, que continuaba siendo la lengua del conocimiento y la ciencia. No obstante, el francés se empleaba en la literatura popular, y con el surgimiento de la imprenta y la difusión de la lectura, su popularidad aumentó y ello confirmó su uso. En 1549 Joachim du Bellay escribió su Défense et Illustration de la langue Françoise, en donde sostenía que el francés no debía ser sólo el medio de cuentos vulgares sino también de proyectos más ambiciosos e incluso «ilustres». A partir de entonces, el francés fue una lengua con conciencia de sí misma en la vida nacional e intelectual de Francia, en un sentido en el que ninguna otra lengua lo ha sido. A lo largo del siglo XVII se observa una gran preocupación por le bon usage y le bel usage de la lengua a medida que ésta se desarrolla, refina y purifica.[2433] Esta tendencia alcanza su clímax con la Grammaire générale et raisonnée de PortRoyal (1660), que postuló la idea de una gramática filosófica basada en la lógica. Por tanto, para el siglo XVIII, el francés era una lengua más consciente de sí misma y, de algún modo, más artificial que cualquier otra. Esta pulcritud racional explica en parte la gran belleza de este idioma, pero también lo que, en comparación con otros, se percibe como cierta sequedad y un reducido vocabulario.[2434] Mientras otras lenguas se propagan de forma natural, el francés fue, hasta cierto punto, un lenguaje oficial, y ésta es la razón por la que incluso a mediados del siglo XIX había dos millones de personas en Francia cuya lengua no era el francés sino el alsaciano, el bretón, el provenzal, etc.[2435]

Con veintiocho volúmenes, la perspectiva de leer la Encyclopédie era, según todos los estándares, intimidante. Que Diderot hubiera considerado que el proyecto podía ser una propuesta comercial nos dice muchísimo sobre cómo habían cambiado los hábitos de lectura para el siglo XVIII. Y de hecho, en la segunda mitad del siglo los hábitos de lectura efectivamente cambiaron y en un sentido importante. En esta época empezó a desaparecer el modelo tradicional de patronazgo privado. Cada vez eran más y más los escritores que comenzaban a vivir de los ingresos producto de la venta de libros y que, por tanto, dependían de la nueva generación de lectores, cuya relación con los autores de los libros que leían era por completo impersonal. Samuel Johnson y Oliver Goldsmith pertenecieron a la primera oleada de autores que escribían exclusivamente para estos nuevos lectores. En realidad, el editor ocupó el lugar del mecenas, si bien también hubo una etapa intermedia: la suscripción pública, que, como hemos anotado, fue el mecanismo mediante el cual se publicó la Encyclopédie.[2436] No debemos olvidar que en los siglos XVI y XVII el principal entretenimiento de ricos y pobres era la música, y no tanto la lectura.[2437] «Los hojalateros cantan, las lecheras entonan baladas; los carteros silban; todos los negocios, e incluso los mendigos, tenían su canción; en el salón recibidor se colgaba la viola para diversión de los visitantes que debían esperar; y el laúd, la bandurria y el virginal, para entretenimiento de los clientes que aguardaban su turno, eran elementos necesarios de la barbería».[2438] En Londres había teatros, pero el público de éstos no superaba el cuarto de millón en un país con una población de cinco millones de habitantes. Defoe y Bunyan fueron, al menos entre los escritores ingleses, de los primeros en subsistir fuera de lo que Steele denominó «el círculo del ingenio», la sociedad predominantemente aristocrática de los escritores favorecidos por un mecenas. «Al estudiar las memorias… de los muchos autodidactas que consiguieron distinguirse en el siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, se advierte que casi invariablemente su primer contacto con la cultura fue a través de El progreso del peregrino, la Biblia, El paraíso perdido, Robinson Crusoe».[2439]

Según Arnold Hauser, un efecto importante de esto fue que el gusto de la clase media pudo emanciparse de los dictados de la aristocracia. «Éste fue el punto de partida histórico de la vida literaria en el sentido moderno, algo que ilustra no sólo la aparición regular de libros, diarios y publicaciones periódicas, sino, ante todo, el surgimiento del experto en literatura, el crítico, el representante del modelo general de valores y de la opinión pública en el mundo de la literatura».[2440] Los humanistas del Renacimiento eran incapaces de hacer algo así porque carecían de prensa y periódicos. El sistema de patrocinadores privados implicaba fundamentalmente que los ingresos que un autor recibía no tenían ninguna relación con el valor intrínseco o el atractivo de su obra. La situación era ahora diferente: el libro había pasado a formar parte de una sociedad comercial, era un artículo «cuyo valor dependía de sus posibilidades de venta en el mercado libre».[2441] Este nuevo público reveló tener un gusto especialmente intenso por las obras históricas, biográficas y estadísticas.

Las publicaciones periódicas también eran un sector en expansión. En la décima edición de The Spectator Joseph Addison escribía: «Mi editor me dice que está distribuyendo tres mil ejemplares cada día: de manera que a unos veinte lectores por periódico (lo que considero una cifra modesta), calculo que tenemos unos sesenta mil discípulos en Londres y Westminster». Esto quizá nos parezca una cifra muy elevada, pero debemos recordar que los cafés de Londres eran en esa época el principal canal para la difusión de la cultura y que hacia 1715 había sólo en Londres unos dos mil de ellos. En este contexto era muy fácil que una sola copia de un periódico pasara por una veintena de manos en un día.[2442] La tirada de The Spectator aumentaría luego a entre veinte mil y treinta mil ejemplares, según algunos testimonios, lo que de acuerdo con los cálculos de Addison elevaba su «circulación» a aproximadamente medio millón de lectores (en 1700 la población de Inglaterra era de un poco más de seis millones de habitantes). Esto se reflejaría después en el aumento de la lectura de periódicos: entre 1753 y 1775 las ventas diarias de periódicos prácticamente se doblaron.[2443] James Lackington, un librero de la época, escribió en sus memorias: «Veinte años atrás, los granjeros más pobres, e incluso la gente pobre del campo en general, pasaban sus noches de invierno contándose historias de brujas, fantasmas, duendes y demás; hoy la situación ha cambiado y al entrar en sus casas es posible ver a Tom Jones, Roderick Random y otros libros de aventuras apilados en el estante junto a su tocino».[2444] En 1796 la Monthly Review señaló que ese año se habían publicado el doble de novelas que el año anterior.[2445]

Uno de los libros más influyentes del siglo XVIII fue la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Edward Gibbon, publicado entre 1776 y 1788, obra que, como vimos, sostenía que el cristianismo, en no menor medida que los bárbaros, era responsable de la caída de la civilización romana y había contribuido a conducir a Europa a la denominada edad oscura. Sin embargo, había otra razón para que la obra de Gibbon fuera importante. Mostraba, o pretendía mostrar, cómo la religión podía obstaculizar el progreso. En su mayoría, las civilizaciones antiguas habían creído que el universo era estático o bien que era cíclico. La esperanza de un Mesías de los antiguos israelitas podría interpretarse como una noción relacionada con el progreso, pero tales ideas no estaban muy difundidas y, por ejemplo, en la Grecia clásica la concepción general (la de Platón, Aristóteles, Polibio) era que o bien la civilización estaba en decadencia desde una mítica edad de oro, o bien que vivía en ciclos: la monarquía conducía a la tiranía, que a su vez conducía a la aristocracia, a la oligarquía, a la democracia, a la anarquía y, finalmente, de vuelta a la monarquía.[2446]

No obstante, para Voltaire y los demás philosophes franceses, los recientes descubrimientos de la ciencia parecían sugerir que el avance era posible, y ello sumado al hecho de que cada vez más y más gente podían leer y enterase de estos logros hizo que la idea optimista del progreso estuviera de repente en la mente de todos, algo que era a la vez causa y síntoma del cambio en las creencias religiosas. Hasta los humanistas italianos y Montaigne, la vida cristiana había sido una especie de limbo intelectual: la gente procuraba llevar una vida buena aquí en la tierra, de acuerdo con la concepción de la Iglesia, pero, en realidad, aceptaba la noción de que el mundo era perfecto en la Creación y que tras la Caída todo había sido decadencia. La realización que los cristianos esperaban tendría lugar en otro reino.[2447] Sin embargo, contemporáneamente con los hallazgos de Newton, empezó a difundirse por Europa un nuevo sentimiento. Su característica más importante era que postulaba un principio de bienfaisance, o benevolencia, que, se creía, animaba tanto a Dios como al hombre. La concepción de que el mundo «había sido creado para la felicidad terrenal del hombre» fue ganando terrero. (Tanto bienfaisance como optimiste son palabras del siglo XVIII). En ocasiones, esto condujo a nociones absurdas: Fénelon, por ejemplo, sostuvo que la Providencia había determinado la forma y consistencia de las sandías de tal manera que fueran fáciles de cortar; y el abbé Pluche anotó que la existencia de las mareas había sido prevista para facilitar el acceso de las embarcaciones a los puertos.[2448]

Esta idea de que la armonía de la naturaleza era prueba de la benevolencia divina fue doblemente importante durante el siglo XVIII porque entonces los hombres estaban empezando a dirigir su atención hacia sí mismos. Si el resto del universo estaba gobernado por leyes (relativamente) simples, a las que podían acceder personalidades como Descartes, Newton, Leibniz, Lavoisier y Linneo, entonces era seguro que la naturaleza humana también debía de estar gobernada por leyes igualmente simples y cognoscibles.

La investigación sobre la naturaleza humana, sobre la relación del hombre con la sociedad, es quizá uno de los aspectos que define a la Ilustración. Ésta fue una época en la que muchas de las «disciplinas» modernas en el sentido en que hoy las reconocemos —filología, derecho, historia, filosofía y moral natural, psicología, sociología— empezaron a existir de forma plena o bien como proto-materias que luego se consolidarían en el siglo XIX (por ejemplo, la palabra «psicología» no empezaría a usarse con relativa frecuencia en inglés hasta la década de 1830, si bien antes de ello se la había usado, en latín, en Alemania).[2449]

El motor básico de este cambio fue, como señala Roger Smith en su historia de las ciencias humanas, la reconceptualización del alma como mente: mientras el alma permanecía vinculada, dada su inmortalidad, a su relación con el otro mundo, la mente era una noción que, de manera creciente, se definía en relación con la conciencia, el lenguaje y su relación con este mundo.[2450] El principal responsable de este acercamiento, como hemos señalado antes, fue John Locke (1632-1704) con su Ensayo sobre el entendimiento humano, publicado en 1690. En este libro, cuyos primeros bosquejos se remontan a 1671, el mismo Locke empleó la palabra «mente», no «alma», y se refirió a la experiencia como fuente de las ideas, más que a algún origen «innato» o religioso (revelación). El filósofo, que negaba toda noción de ideas innatas, pedía a sus lectores que «siguieran el desarrollo de un niño desde que nace y que observaran los cambios que se van produciendo con el tiempo». Sin embargo, Locke daba por sentado que la mente sí contenía ciertas facultades innatas, como la capacidad de reflexión, «las operaciones internas de nuestras mentes, percibidas y reflejadas en nosotros mismos».[2451] La experiencia del mundo físico, sostenía, nos proporcionaba sensaciones (sus ejemplos incluían «el amarillo», «el calor», «lo blando» y «lo amargo»). Los seres humanos reflexionamos sobre estas experiencias y las analizamos para formar nuestras ideas.

Para los ingleses al menos, éste era el mundo moderno, creado por Newton y Locke. Newton había establecido las verdades fundamentales de la ciencia, mientras que Locke, al reemplazar la metafísica con la psicología, «había revelado los mecanismos mentales a través de los cuales la experiencia genera verdad».[2452] Su visión y análisis eran tan novedosos que incluso proporcionó el vocabulario para esta nueva forma de ver el mundo, un cambio que se reflejó en el hecho de que hablar del alma se volvió algo vergonzoso y el concepto se reemplazó por la noción de mente, una idea mucho más secular. Por otro lado, la preeminencia que Locke concedía a la experiencia (en oposición a los saberes innatos) lo llevó a pensar, como sus críticos se apresuraron a señalar, que la creencia es relativa a la experiencia. Notó, por ejemplo, que algunas personas no tienen noción de Dios y usó esto como argumento en su crítica de las ideas innatas. Éste fue un ingrediente clave para el nacimiento de la psicología (si bien este término aún no era muy empleado). Locke sostuvo que la motivación se fundaba en la experiencia (en la naturaleza) que ayuda a conformar la mente, en vez de derivarse de alguna fuerza trascendental que operaba sobre el alma. Veía la acción como una respuesta al placer o al dolor que acompañaba las sensaciones y de este modo abrió el camino para una posible concepción determinista o mecanicista de la motivación. Un inquietante efecto de esto fue que apartó aún más a Dios de la moral, una postura que, como vimos en el capítulo anterior, terminaría convirtiéndose en dominante en el desarrollo del siglo XVIII. La moral debía enseñarse, lo que significaba que no era innata. De la misma forma, Locke no consideró ya «el albedrío» como un ingrediente del alma sino que lo explicó como simple elección, a la que la mente llegaba reflexionando sobre las sensaciones que había recibido. Y, lo que acaso sea una de sus ideas más importantes, sostuvo que el «yo» no era ninguna entidad mística vinculada con el alma, sino el «conjunto de sensaciones y pasiones que constituyen la experiencia».[2453]

La última contribución de Locke en lo que respecta a la idea moderna de psicología la encontramos en su reflexión sobre el lenguaje. Hasta el siglo XVII, el lenguaje tenía una estatus especial para algunos pensadores. Se creía que las palabras eran objetos especiales que se asemejaban a los objetos que describían. La Biblia era la palabra de Dios y algunas personas pensaban que cada objeto había poseído originalmente un nombre que se identificaba con él y que la tarea de la filología era recuperar este nombre original. Ésta era en particular la concepción de estudiosos como Jakob Böhme, quien hablaba de una «lengua adánica», original, a la que, muchos creían, el hebreo se acercaba más que cualquier otra lengua.[2454] Locke, sin embargo, pensaba que el lenguaje no era más que una convención y una comodidad, que los idiomas cambiaban y se desarrollaban y que no tenía sentido preocuparnos por «recuperar» la antigua forma de las palabras ya que ello no nos ayudaría a recobrar ninguna sabiduría antigua. Todo esto desconcertó y desorientó a la gente.

A pesar de los argumentos de Locke, muchos se mostraron todavía renuentes a aceptar la degradación del concepto de alma, y la idea experimentó algunas reelaboraciones en ocasiones muy complejas. Georg Stahl, famoso por su teoría del flogisto como causa de la combustión, pensaba que el alma se encarnaba en todo el cuerpo. Nicholas Malebranche (1638-1715) consideraba que Dios actuaba a través del alma para crear las ideas innatas y la motivación. Antoine Arnaud (1612-1694) y Pierre Nicole (1625-1695), en su libro El arte de pensar, sostuvieron también que el alma era la responsable del razonamiento, aunque concedían que la estructura del lenguaje reflejaba la forma en la que operaba la mente.[2455] Leibniz propuso que «lo que existen son unidades elementales llamadas mónadas».[2456] Eran estos «elementos primarios», fundamentales e indivisibles, decía, los que subyacían tanto al cuerpo como al alma. En palabras de Roger Smith, «Leibniz se convirtió en el paladín de la creencia en que el alma era innata y que su actividad era esencial para captar el conocimiento y producir la conducta».[2457] Este complicado razonamiento en relación al alma evidencia las dificultades en las que se veían inmersos quienes intentaban mantener un concepto tan problemático. Aunque desconcertante, el sistema de Locke era mucho más simple de explicar.

Pero la idea del alma no estaba muerta en ningún sentido. Los alemanes, al igual que otros europeos no ingleses de la época, todavía creían que el alma era una entidad unificada que encarnaba un propósito divino.[2458] Por ejemplo, Moses Mendelssohn (1729-1786), conocido como el «Sócrates judío», sostuvo que el alma poseía una facultad especial que sólo funcionaba en relación a la belleza, lo que permitía al hombre responder a ella, «comprenderla» y reconocerla de una manera que estaba fuera del alcance del simple análisis.[2459] Según esta concepción, el alma era lo que predisponía al hombre a la alta cultura, y lo que lo separaba de los animales.

De la misma forma en que la psicología en el sentido moderno tardó tiempo en desprenderse de la noción de alma, la separación de la psicología y la filosofía fue un proceso lento. El pensador que hizo más que cualquier otro por distinguirlas fue Immanuel Kant. Sus puntos de vista se fundan en la diferencia esencial entre, por un lado, el conocimiento científico y la filosofía (pensamiento crítico) y, por otro, entre la ciencia (en sentido estricto) y el conocimiento pragmático. Kant estaba fascinado por el yo (con lo que nosotros denominaríamos el ego) y por cómo éste puede conocer. Su reflexión le llevó a concluir que no todo conocimiento es científico y que el pensamiento crítico muestra que no es posible conocer el mundo en sí mismo.[2460] El conocimiento de la mente, por ejemplo, era diferente de la mecánica, tan diferente como los filósofos del siglo XVIII querían que fuera. «No puede haber una “ciencia” porque lo que advertimos en nuestra mente no existe como objetos cognoscible en términos de… espacio y tiempo».[2461] En parte como consecuencia de esto, Kant se interesó por la antropología y la fisiognomía, a la que definió como «el arte de juzgar lo que hay dentro de un hombre, trátese de su forma de sentir o de su forma de pensar, a partir de su forma visible y, por tanto, desde su exterior».[2462]

Y estas ideas, dice Roger Smith, son lo que define a la Ilustración. «Buscar referencias a la naturaleza humana en el siglo XVIII es un poco como buscar referencias a Dios en la Biblia: es el tema alrededor del cual giran todos los demás».[2463] Samuel Johnson aseguraba que el estudio de la naturaleza humana se había puesto de moda por primera vez a finales del siglo XVII; en la década de 1720, Joseph Butler, obispo de Durham, pronunciaba sermones sobre la naturaleza humana y en 1739 David Hume publicó su Tratado de la naturaleza humana. El libro no se convirtió de inmediato en un clásico (Hume dijo que «había nacido muerto de la imprenta»), pero finalmente aportó a la Ilustración otro de sus aspectos definitorios, a saber, la creencia en que el conocimiento reemplazaría a la revelación como camino hacia la bondad.[2464] He aquí las palabras del abbé de Mably: «Estudiemos al hombre como es, para poder enseñarle a convertirse en lo que debe ser».[2465]

La búsqueda de las leyes de la naturaleza humana se desarrolló principalmente de dos formas: desde el punto de vista físico y desde el punto de vista moral. El siglo XVIII estaba encantado con el cuerpo, los sentimientos, las sensaciones, la forma en que la mente actuaba sobre el cuerpo a través del sistema nervioso. El médico escocés Robert Whytt (1714-1766) experimentó con ranas decapitadas y descubrió que todavía podían mover sus piernas para sacudirse el ácido aplicado en su lomo. Esto le llevó a concluir que poseían un «alma difusa» en su columna vertebral. Un contemporáneo suyo, William Cullen (1710-1790), fue el primero en acuñar el término «neurosis», que aplicó a todos los desórdenes nerviosos, los cuales, en su opinión, estaban más difundidos de lo que hasta entonces se creía. La palabra neurosis adquirió su significado moderno sólo a finales del siglo XIX, mientras que en el siglo XVIII tanto la depresión, la ansiedad y la irascibilidad se atribuyeron a los «nervios».[2466] El lenguaje médico se distanció de la terminología heredada de la teoría de los humores, y la locura empezó a explicarse como un «fallo de la mente», a la que se consideraba alojada en un órgano corporal, el cerebro.

El cerebro, de hecho, había sido explorado ya en una fecha tan temprana como la década de 1660 por Thomas Willis, uno de los miembros de la generación de primeros científicos que, junto a Wren, Hooke y Boyle, participaron en el nacimiento de la Royal Society. Willis había realizado numerosas disecciones de cerebros, de humanos y perros principalmente, y había desarrollado un nuevo método para extraer el cerebro del cráneo desde abajo, lo que permitía que éste conservara su forma intacta. Sus detalladas observaciones y disecciones, así como algunas ingeniosas técnicas de coloreado, le permitieron mostrar que el cerebro estaba cubierto por una fina red de vasos sanguíneos, que los ventrículos (las cavidades centrales en las que la corteza cerebral se pliega sobre sí misma) no recibían suministro sanguíneo y, por tanto, que era improbable que fueran la ubicación del alma, como algunos pensadores de la época creían. Además, mostró que el cerebro era mucho más complejo de lo que hasta entonces se había pensado al identificar, por ejemplo, nuevas áreas, como el corpus striatum (el cuerpo estriado), y rastrear los vínculos del cerebro con la cara, el corazón y ciertos músculos a través de los nervios. Su libro La anatomía del cerebro y los nervios (1664) contribuyó en gran medida a desplazar la sede de las pasiones y del alma del corazón al cerebro y, por supuesto, a hacerlo famoso. Willis inventó el término «neurología», que definió como la doctrina de los nervios. Dedicó su libro al arzobispo Sheldon para subrayar el hecho de que él no era un ateo.

Los cambios en las actitudes y creencias que tuvieron lugar en este período quizá estén mejor representados en una obra que los llevó al extremo: L’homme machine (El hombre máquina) del cirujano francés Julien Offray de La Mettrie, publicada en 1747 (aunque para escapar de la censura francesa, el autor se vio obligado a sacarla a la venta en Leiden). Al afirmar que el pensamiento era una propiedad de la materia «a la par de la electricidad», el libro se inclinaba del lado del determinismo, el materialismo y el ateísmo, y ello iba a meter a La Mettrie en problemas. Su idea era que la naturaleza humana y la naturaleza animal formaban parte del mismo continuo, que la naturaleza humana no era diferente de la naturaleza física y que no existían las «sustancias inmateriales», con lo que planteaba serias dudas sobre la existencia del alma. La materia, pensaba, estaba animada por fuerzas naturales y tenía la capacidad de organizarse por sí misma. En su opinión, no había diferencia esencial entre todos los organismos vivos: «El hombre no fue hecho con una arcilla más costosa; la naturaleza no ha usado más que una masa y simplemente ha variado la lavadora».[2467]

Étienne Bonnot, abbé de Condillac (1714-1780), sostuvo que toda actividad mental se produce a consecuencia de las cualidades dolorosas o placenteras de las sensaciones, si bien también afirmó que el alma precedía a las sensaciones. Charles Bonnet (1720-1793) pensaba que la actividad mental ocurría en las fibras del cerebro, pero pese a ello consideraba que esa actividad era imposible sin un alma.

Vinculado al cambio del alma por la mente, tenemos el proceso de lo que Dror Wahrman denomina el surgimiento de la idea moderna del yo. A través del estudio de la forma en que se representaban los diferentes sexos en el teatro del siglo XVIII, de cómo se escribía sobre la raza, se concebía a los animales (en particular la relación entre los grandes monos y el hombre), de los retratos de la época, los cambios en la naturaleza de la novela y la proliferación de modas en el vestido, Wahrman muestra que la forma de entender al yo estaba cambiando en este período, y que de ser algo mudable y consecuencia del clima, la historia o la religión, empezaba a verse como algo que surgía de dentro. Éste no era aún un concepto biológico del yo, pero evidenciaba cierta conciencia de que el yo era algo que podía desarrollarse. Como anotamos en el capítulo 21 (y volveremos a ver en el capítulo 28), el descubrimiento de América ejerció una gran influencia sobre el pensamiento europeo acerca de la raza, la biología, la cultura y la historia, no obstante, en este contexto fue la guerra de independencia americana la que marcó un hito para mucha gente. En ese conflicto, personas de distintas nacionalidades (ingleses, franceses, alemanes, italianos) se enfrentaron a los británicos: esto tuvo un profundo efecto, pues obligó a la gente a pensar en quiénes eran más de lo que lo había hecho cualquiera de los conflictos bélicos anteriores. La frontera entre animales y humanos también tuvo que ser replanteada en el contexto de la identidad, y comparada con las fronteras de clase y sexo. Los retratos, que a principios de siglo distinguían a sus modelos básicamente por sus atuendos, empezaron ahora a subrayar las características faciales de los sujetos. El auge de la novela, sostiene Wahrman, fue el ejemplo más vívido del «complejo de interioridad» que para él caracteriza las décadas finales del siglo XVIII. A principios de siglo, los personajes de las novelas eran por lo general considerados como ejemplos de tipos humanos; sin embargo, para comienzos del siglo XIX, los personajes eran valorados por sí mismos y su singularidad. Para entonces las novelas habían empezado a dejar de ocuparse de cómo los tipos que constituían los personajes tradicionales se enfrentaban a problemas también típicos, y en su lugar le presentaban al lector a auténticos «extraños», personajes dotados de una vida interior que podía ser totalmente diferente de la suya y que suscitaban simpatía y comprensión.[2468] Fue a finales del siglo XVIII cuando se comenzó a hacer hincapié en la idea de desarrollo del carácter, la idea de Bildung en alemán, lo que reflejaba la noción de que durante el curso de una vida el yo interior podía cambiar en algunos aspectos al mismo tiempo que permanecía inalterado en otros (el pensamiento de Goethe fue aquí decisivo). Del mismo modo, se advierte en el arte la aparición de un interés por los retratos de niños (en la obra de Joshua Reynolds, por ejemplo), interés asociado a la nueva idea de que los niños eran «tablas rasas inocentes» y no tanto adultos en miniatura.[2469] Fue este nuevo interés por el carácter, la identidad y la procedencia de ambos lo que provocó la moda de la fisiognomía, la predicción del carácter a partir de las características del rostro. Todo lo cual reflejaba y reforzaba el concepto ilustrado de derechos naturales. En comparación con los miembros anónimos de las grandes agrupaciones de clase, los individuos con un fuerte sentido del yo tenían una mayor conciencia de sí mismos y se mostraban especialmente preocupados por autoafirmarse.

Que París, la ciudad de Voltaire y la Encyclopédie, de Montesquieu y Descartes, de La Mettrie y Condillac, fuera un de los centros de la Ilustración y de la búsqueda de las leyes de la naturaleza humana no era muy sorprendente. La ciudad había sido una capital de la excelencia intelectual y las nuevas ideas desde la fundación de sus escuelas y universidades en el siglo XI (véase supra, capítulo 17). Mucho más sorprendente en cambio fue que una pequeña ciudad al norte de Gran Bretaña emergiera como su rival.

«Durante un período de casi medio siglo, desde la rebelión de las Tierras Altas de 1745 hasta la Revolución Francesa de 1789, la pequeña ciudad de Edimburgo gobernó a la intelectualidad occidental». Quien escribe es James Buchan en su reciente libro The Capital of the Mind. «Durante cerca de cincuenta años, una ciudad que durante siglos había sido sinónimo de pobreza, intolerancia religiosa, violencia y miseria, sentó los cimientos intelectuales del mundo moderno… “Edimburgo, el Pozo de la Abominación” se convirtió en “Edimburgo, la Atenas de Gran Bretaña”». En un momento del siglo XVII, y a pesar de que había tres coches de correos entre Edimburgo y Londres cada semana, en una ocasión el correo de regreso contenía una única carta enviada desde Londres para toda Escocia.[2470] En este escenario fue donde surgió un conjunto de luminarias destinadas a convertirse en las primeras celebridades intelectuales del mundo moderno: David Hume, Adam Smith, James Hutton, William Robertson, Adam Ferguson y Hugh Blair, «tan famosos por su osadía intelectual como por sus extraños hábitos y su intachable carácter moral. Estos pensadores enseñaron a Europa y América cómo pensar y cómo hablar acerca de los nuevos ámbitos del conocimiento a los que se estaba abriendo la mentalidad el siglo XVIII: la conciencia, los propósitos del gobierno civil, la composición física de la materia, el tiempo y el espacio, las acciones correctas, lo que une y lo que separa a ambos sexos. Ellos pudieron mirar sin lágrimas un mundo en el que Dios estaba muerto… Benjamin Franklin, el patriota americano y quien visitó Edimburgo con su hijo en 1759, recuerda su estancia en la ciudad como “la felicidad más densa” que había experimentado nunca. En 1755 la famosa Encyclopédie de los filósofos franceses había dedicado a Escocia únicamente un parágrafo despectivo, pero hacia 1762 Voltaire estaba escribiendo, con algo más que un toque de malicia, “hoy nos llegan de Escocia las reglas del gusto en todas las artes, desde la poesía épica hasta la jardinería”».[2471]

El desencadenante inmediato de este renacimiento fue la rebelión de 1745. La rebelión de las Tierras Altas, liderada por el príncipe Carlos Eduardo, para reestablecer a los Estuardo (católicos) como reyes de Escocia (y Gran Bretaña) floreció brevemente en Edimburgo, antes de que Carlos fuera derrotado cerca de Derby cuando se dirigía a atacar Londres y se viera obligado a huir a Francia. Esto concentró a las mejores mentes en Edimburgo y forzó a muchos a concluir que la unión con Inglaterra era inevitable, que las divisiones religiosas, reflejadas en las rivalidades entre las casas reales, hacían más mal que bien al país y que el futuro estaba en los nuevos conocimientos más que en la vieja política.

Casi igual de relevante para el triunfo de Edimburgo fue el proyecto de construir la Ciudad Nueva. «La Ciudad Nueva de Edimburgo», escribe James Buchan, «resulta fascinante no simplemente como un conjunto de magníficos edificios, sino como expresión material de ideas sobre la vida civil… Encarna una nueva forma de vivir en sociedad caracterizada por la amabilidad, la conciencia de clase, la sensibilidad, el respeto de la ley, la higiene y la fidelidad, en resumen, la vida moderna». La ampliación de la ciudad hacia el norte del antiguo centro fue no sólo expresión del aumento de su población sino también de sus ambiciones. La nueva burguesía quería una ciudad más amable, planeada de forma más racional, con mejores instalaciones comerciales y mejores sitios de encuentro, lo que no sólo refleja que la sociedad estaba cambiando en términos económicos sino también que había una mejor comprensión de las relaciones humanas gracias a las nuevas ciencias. Las iglesias y las tabernas habían dejado de ser suficientes: ¿acaso no había dicho Montesquieu que la concentración de personas en las ciudades capitales aumentaba sus apetitos comerciales?[2472] La verdad era que la gente empezaba a comprender algo que ya sabían los antiguos: que la vida en las ciudades podía ser enormemente placentera. (Hasta 1745, Edimburgo había sido gobernada con un puritanismo estricto; de hecho, la expresión «el hombre de las diez en punto» alude a los ancianos de la Iglesia escocesa, que a esa hora recorrían las tabernas de la ciudad para garantizar que no se sirviera más alcohol). La Ciudad Nueva de Edimburgo se construyó mediante suscripción pública, lo que la convirtió «en la mayor obra pública de Europa hasta la fiebre de los canales de finales del decenio de 1760».[2473] Mientras varios edificios particulares fueron obras de Robert Adam o de su hermano John (o de ambos), la concepción general de la Ciudad Nueva, su integridad visual e intelectual, se debe fundamentalmente a James Craig. Fue su diseño —calles principales amplias y calles de acceso estrechas, con plazas a uno y otro extremo y fachadas neoclásicas y neopalladianas, todo en proporciones perfectas— lo que dio a Edimburgo el título de «ciudad celestial de los filósofos».[2474] «No hay en el mundo una ciudad como Edimburgo», dice James Buchan. «Es lo que París tendría que haber sido», escribió Robert Louis Stevenson. Y con el antiguo castillo dominando desde la altura las regularidades palladianas de la Ciudad Nueva, como un Partenón, el esplendor físico de la ciudad sin duda resultaba mucho más impresionante que el de París (cuyas grandes avenidas y vistas son del siglo XIX), el ejemplo perfecto de las ambiciones cívicas del siglo XVIII. Un adecuado telón de fondo para nuestro examen de las principales luminarias intelectuales de la época.

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