Ideas

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Cuarta parte. De Aquino a Jefferson: El ataque a la autoridad, la idea de lo secular y el nacimiento del individualismo moderno » Capítulo 27. La idea de fábrica y sus consecuencias

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Como ha mostrado E. P. Thompson en su obra La formación de la clase obrera en Inglaterra, la experiencia característica de la población trabajadora entre 1790 y 1830 fue un proceso de estrechamiento constante, a medida que su posición en el mundo se deterioraba y debilitaba. Para la clase trabajadora inglesa, lo esencial de la revolución industrial fue la pérdida de los derechos comunes por parte de los que no poseían tierras y la creciente pobreza de muchos oficios debido a «la deliberada manipulación del empleo para hacerlo cada vez más precario».[2592] Antes de 1790 la clase trabajadora inglesa vivía de formas muy dispares; la experiencia de opresión y la progresiva pérdida de derechos, que en un primer momento la debilitó, se convirtió con el tiempo en un elemento de unificación que la fortaleció, lo que, una vez más, contribuiría a forjar la política moderna.

En el otro lado de lo que entonces era una división cada vez mayor, y como resultado del éxito material de la revolución industrial (esto es, ignorando el costo humano), estaba el interés de los fabricantes, al que se sumaban los de sus hermanos de sangre en el mundo del comercio y las finanzas, que en este período se convirtieron en la fuerza dominante detrás de las políticas gubernamentales, desplazando, por primera vez en la historia, a la aristocracia terrateniente. Esto no ocurrió sólo porque las fábricas urbanas fueran muy importantes sino también porque la forma tradicional de tenencia de la tierra (que implicaba privilegios feudales y derechos comunales) fue deliberadamente sustituida por la posesión ilimitada de parcelas cerradas. Esto transformó de forma radical lo que quedaba de la vida rural. Así, había dos procesos que estaban teniendo lugar contemporáneamente. Por un lado, las clases trabajadoras estaban siendo expulsadas de la tierra y absorbidas en ciudades atestadas e insalubres. Y al mismo tiempo, estaba creciendo la clase media, a la que pertenecían profesiones cada vez más conocidas —los oficinistas, los ingenieros, el mundo de la educación— así como, también por primera vez, el nuevo mundo de los servicios: los hoteles, restaurantes y todas las demás instalaciones asociadas con los viajes, ahora que los ferrocarriles y los barcos de hierro se habían vuelto una realidad.

Esta burguesía recién instalada era tan consciente de su situación como el proletariado. De hecho, muchos de sus miembros se definían a sí mismos por sus diferencias con las clases trabajadoras. Esto también era una novedad.[2593]

Y esta división, que podríamos considerar una característica definitoria de lo que sería la civilización victoriana, produjo nuevas ideas en dos áreas cruciales: en la economía y la sociología.

Hasta la revolución industrial, la ortodoxia económica imperante, era el mercantilismo, un enfoque que había sido criticado por primera vez por los llamados fisiócratas franceses, cuyo lema era el laissez faire y cuya principal figura, como se recordara del capítulo anterior, era François Quesnay.[2594] Aunque sus ideas nunca fueron adoptadas fuera de su país, los fisiócratas eran muy conscientes de la importancia de la circulación de bienes y fue esta noción la que aprovechó Adam Smith, cuyas ideas también reseñamos en el capítulo anterior. En el contexto que estamos considerando aquí, es importante reiterar que el mismo Smith era consciente de los efectos degradantes del régimen fabril sobre la vida de los trabajadores, mientras fueron aquellos que supuestamente se inspiraban en sus ideas los que hicieron la vista gorda. Smith creía que la situación de los trabajadores podía mejorar pero sólo si la sociedad se expandía, lo que únicamente podía ocurrir en una atmósfera de laissez faire. Pensaba que el trabajador, no menos que el fabricante, debía tener libertad para buscar su propio interés. La naturaleza humana, afirmó, debía ser aceptada tal y como era, y por tanto no era indigno del hombre pensar que «ocuparnos de nuestra propia felicidad e interés… [es]… un principio de acción muy loable».[2595] Smith, que era un hombre religioso, consideraba que la búsqueda del propio interés no podía ir demasiado lejos, y en La riqueza de las naciones ofreció diversos ejemplos que mostraban que donde esto había sucedido y las empresas habían exagerado su búsqueda de beneficios, éstas habían provocado su propia ruina.[2596]

A corto plazo, el libro de Smith proporcionó a los empleadores de la revolución industrial un bonito cimiento teórico para su conducta, pero serían otros dos economistas los encargados de aportar el giro que sacaría lo peor de los fabricantes. Estos pensadores fueron Thomas Malthus y David Ricardo. A Malthus ya nos hemos referido antes, y lo único que habría que añadir aquí es que, en el siglo XIX, su conclusión de que la producción de comida sólo podía aumentar aritméticamente, mientras que la población crecía exponencialmente, se interpretó en el sentido de que, a mediano y largo plazo, era imposible mejorar la situación de las masas. Planteada de esta forma, la conclusión de Malthus se convirtió en un sólido argumento contra la caridad pública y privada.

David Ricardo era hijo de un próspero corredor de bolsa judío holandés, pero fue desheredado después de que hubiera decidido convertirse al cristianismo para casarse con una cuáquera. Siempre ha existido la sospecha de que las circunstancias personales de Ricardo le endurecieron el corazón, y ciertamente sus teorías lo convirtieron en el portavoz de «la nueva clase dirigente en el nuevo orden imperante».[2597] Su principal contribución a la teoría económica fue la idea según la cual el éxito de la industria dependía de que el valor creado por el trabajador fuera mayor que lo que se le pagaba en salario. De esto se seguía que si los salarios se mantenían bajos, a un nivel «necesario para que los trabajadores, uno con otro, subsistan y perpetúen su raza, sin incremento ni disminución», entonces nunca habría una acumulación de capital demasiado grande ni una sobreproducción general. Como J. K. Galbraith nos recuerda, esta concepción se haría famosa como la «ley de hierro» de los salarios, que establecía que «aquellos que trabajaban estaban destinados a ser pobres, y que cualquier otro estado de cosas pondría en peligro todo el edificio de la sociedad industrial». Ricardo, a quien en el Parlamento, donde había trabajado, se le conocía como el «oráculo», estaba de acuerdo con Adam Smith en que una economía en expansión elevaría los salarios en general, pero ésta era la única concesión que hacía a los pobres.[2598] Tratándose de un clásico capitalista partidario del laissez-faire, que argumentaba que cualquier impuesto reducía el capital disponible para la inversión, Ricardo fue uno de los blancos de Karl Marx.[2599]

El utilitarismo de Jeremy Bentham también merece alguna atención en este contexto, pues su idea de un «felicific calculus», la suma total de placer y de dolor, vino a identificarse con la maximización de la producción de bienes, el logro más característico de la nueva industrialización. La idea fundamental, «la mayor felicidad para el mayor número», pronto se corrigió para que incluyera el giro de que, no importa lo graves que sean las dificultades que deba padecer la minoría (en términos de desempleo, por ejemplo), éstas deben tolerarse. Bentham llegó al extremo de afirmar que «uno debería armarse de valor para luchar contra el deseo de compadecerse de la minoría —o de actuar en su beneficio— no sea que afecte con ello el mayor bienestar de los muchos».[2600]

No todos pudieron endurecer sus corazones como Ricardo o Bentham. Robert Owen fue uno de ellos. En sus Observations on the Effect of the Manufacturing System (Observaciones sobre los efectos del sistema industrial) concluyó que mientras había unas novecientas mil familias en Gran Bretaña involucradas en la agricultura, había más de un millón que participaban en el comercio y las manufacturas y que este número estaba creciendo de forma espectacular. Owen no necesitaba convencer a nadie de que los largos turnos de trabajo tenían un efecto atroz sobre la salud y la dignidad de los trabajadores. En la fábrica, dijo, el «empleo» se ha convertido en «meramente una relación monetaria sin importar la responsabilidad moral».[2601] Esta abdicación moral era para él el elemento más importante del nuevo sistema. El hombre pobre «ve a todos a su alrededor corriendo, a la velocidad de un coche de correos, para adquirir riqueza individual…».[2602] «Todos han sido entrenados con diligencia para comprar barato y vender caro; y para triunfar en este arte, se enseña a las partes a desarrollar y fortalecer su capacidad para engañar; y de esta forma se ha generado en toda clase de negocios un espíritu que destruye aquella apertura, honestidad y sinceridad sin la cual el hombre no puede hacer felices a los demás ni disfrutar de felicidad el mismo».[2603]

Owen había empezado a trabajar a la edad de diez años, después de lo cual se había trasladado del condado de Montgomery, en Gales, donde había nacido, a Londres. Consiguió prosperar y se convirtió, primero, en socio de un negocio en Manchester y, más tarde, en director y socio de las fábricas de New Lanark, en Escocia. Fue allí donde, a lo largo de dos décadas, llevó a cabo sus experimentos de reforma social en un ambiente industrial. Se había sentido sobrecogido cuado asumió el cargo en Lanark. «Los trabajadores eran holgazanes y vivían en la pobreza, usualmente endeudados; con frecuencia estaban borrachos y trataban con artículos robados. Estaban acostumbrados a mentir y a discutir y lo único que los unía era su vehemente oposición a sus patronos».[2604] La situación de los niños era peor que la de los personajes de las novelas de Dickens. Éstos provenían de los correccionales de Edimburgo y se les obligaba a trabajar desde las seis de la mañana hasta la siete de la noche. No resulta, por tanto, sorprendente que Owen descubriera que esto afectaba el desarrollo mental y físico de muchos de ellos.[2605]

Su respuesta fue radical. Para disuadir a los trabajadores del hurto y la bebida, estableció un sistema de recompensas y castigos. Elevó la edad mínima para trabajar de seis a diez años y fundó una escuela en el pueblo en la que se enseñaba a los niños a leer y escribir «y a pasárselo bien».[2606] Mejoró las condiciones de alojamiento, pavimentó las calles, plantó árboles y creó jardines. Y con gran satisfacción consiguió demostrar que sus mejoras no sólo hacían más fácil la vida de los trabajadores, sino que de hecho contribuían a aumentar la productividad, por lo que se embarcó en una campaña para hacer lo mismo a nivel nacional.[2607]

Su plan tenía tres objetivos. En primer lugar, Owen quería escuelas gratuitas financiadas por el estado para todos los niños entre los cinco y los diez años. En segundo lugar, realizó campañas a favor de la aprobación de varias leyes sobre fábricas, destinadas a limitar el número de horas que una persona podía trabajar al día. Teniendo en cuenta que una ley en este sentido se aprobó en 1819, Owen tuvo éxito, pero para él el resultado estaba muy lejos de ser suficiente. Por último, promovió la creación de un sistema nacional de ayuda social. Owen no defendía ningún tipo de limosna en efectivo, sino la creación de una serie de aldeas cooperativas, de aproximadamente mil doscientos individuos cada una, con un anillo de tierra alrededor. Cada aldea tendría una escuela y se autoabastecería, lo que reduciría el número de pobres a medida que los habitantes de la aldea se fueran convirtiendo en miembros productivos de la sociedad.[2608] Se intentó crear una o dos aldeas de este tipo (Orbiston, a unos quince kilómetros al este de Glasgow, por ejemplo), pero, hay que decirlo, en general esta última idea no dio muy buenos resultados. (Owen era un crítico fervoroso de la religión organizada y esto le llevó a enfrentarse con potenciales benefactores). No obstante, sus otras dos ideas sí tuvieron éxito, incluso a pesar de no haber volado tan alto como él quería: dos de tres no es un mal resultado. Hasta cierto punto, Owen logró devolver a las clases trabajadoras parte de la dignidad que, sentían, habían perdido con el nacimiento de la ciudad industrial.[2609]

Como puede comprobarse aún hoy en una visita a Ironbridge, en el Shropshire, en el siglo XVIII Gran Bretaña era sólo un país semiindustrial. Las primeras fábricas se construyeron en (literalmente) terrenos rurales, en los valles del campo.[2610] Cuando las fábricas se trasladaron a las ciudades todo el horror de la revolución industrial resultó de verdad evidente, pero no fue hasta el siglo XIX cuando la industrialización y la gran brecha entre ricos y pobres que la acompañó se combinaron para dar origen a una clase consciente y llena de resentimiento que se sentía excluida de las enormes fortunas que los industriales estaban amasando. Según Eric Hobsbawm, hacia la década de 1840 empezaron a desaparecer las tradiciones preindustriales (representadas, por ejemplo, por pasatiempos como los combates de lucha, las peleas de gallos y las peleas de perros y toros; la década de 1840 también marcó el fin de la era en la que las canciones populares constituían el principal lenguaje de los trabajadores industriales).[2611]

El hecho importante aquí, como muchos historiadores han señalado, es que a comienzos del siglo XIX las condiciones de la clase trabajadora se deterioraron considerablemente. El mismo Hobsbawm nos proporciona varios ejemplos vívidos de ello: entre 1800 y 1840 hubo escasez de carne en Londres; de ocho millones y medio de irlandeses, cerca de un millón murieron literalmente de hambre entre 1846-1847; el salario medio de quienes manejaban telares manuales cayó de veintitrés chelines en 1805 a seis chelines y tres peniques en 1833. La altura media de la población (un buen indicador de los niveles de nutrición) aumentó entre 1780 y 1830, cayó durante los siguientes treinta años y volvió a aumentar luego. La década de 1840 se conocía incluso en la época como «los hambrientos cuarenta». En Gran Bretaña estallaron disturbios, en su mayoría relacionados con la escasez de alimentos, en los años 1811-1813, 1815-1817, 1819, 1826, entre 1829 y 1835, en 1838-1842, 1843-1844 y 1846-1848. Hobsbawm cita a uno de los participantes en los disturbios de los Fens en 1816: «“Aquí estoy entre el cielo y la tierra y Dios es mi ayuda. Antes perdería la vida que marcharme. Quiero pan y tendré pan”. Los incendios de graneros y la destrucción de máquinas trilladoras se sucedieron en 1816 por todos los condados; en 1822 en East Anglia; en 1830 entre Kent y Dorset, Somerset y Lincoln; en 1843-1844 de nuevo en las Midlands orientales y en los condados del este: la gente quería un mínimo para vivir».[2612] En un principio, la mayoría de estos disturbios se produjeron para que quienes participaban en ellos pudieran hacerse con alimentos. Sin embargo, desde 1830 aproximadamente, la forma de la protesta empezó a cambiar y, finalmente, surgió el concepto de un sindicato general que tenía en su arsenal «el arma definitiva, la huelga general» (conocida también como «el mes sagrado», lo que no era totalmente una ironía). «Pero fundamentalmente, lo que mantenía unidos a todos los movimientos, o los galvanizaba después de sus periódicas derrotas y desintegraciones, era el descontento general de gentes que se sentían hambrientas en una sociedad opulenta y esclavizadas en un país que blasonaba de libertad, iban en busca de pan y esperanza y recibían a cambio piedras y decepciones».[2613] Esto no son sólo las palabras de un historiador marxista del siglo XX. Un estadounidense que pasó por Manchester en 1845 confiaba sus impresiones en una carta: «Naturaleza humana desventurada, defraudada, oprimida, aplastada, arrojada en fragmentos sangrientos al rostro de la sociedad… Todos los días de mi vida doy gracias al cielo por no ser un pobre con familia en Inglaterra».[2614]

En 1845 Friedrich Engels se encontraba trabajando en Manchester (llegó a conocer a Owen). Se dedicaba al comercio de algodón de la ciudad, pero no dejó de advertir lo que ocurría a su alrededor y se sintió tan perturbado por los hechos de los que era testigo como para escribir su propia denuncia de la nueva Gran Bretaña industrial. Las condiciones de la clase trabajadora en Inglaterra, publicado ese mismo año, describe con impresionante detalle «la miseria y la pobreza material» en la que vivían entonces decenas de miles de ingleses. No obstante, pese a lo vívido que era el libro, Engels únicamente estaba describiendo el escenario, y sería su amigo y colaborador el que cautivaría al mundo.[2615]

Karl Marx se sintió muy conmovido por el libro de Engels, pero como anota J. K. Galbraith, lo cierto es que Marx era probablemente un «revolucionario natural». Obsesionado por la libertad durante toda su vida, su obra debe entenderse como animada por un deseo de investigar y denunciar «la manera como al ser humano se le ha ocultado su libertad inherente». Nacido en Tréveris, Alemania, e hijo de un abogado que era también funcionario del Tribunal Supremo, Marx creció como miembro de la élite local y su matrimonio con Jenny von Westphalen, la hija de un barón local, contribuyó a subrayar su posición social.[2616] Esto cambió después de que Marx viajara a Berlín para estudiar con Georg Hegel. La idea dominante de Hegel era que toda la vida económica, social y política estaba en constante flujo. Ésta era su famosa teoría de la tesis, antítesis y síntesis. Una vez que un estado de cosas ha evolucionado, sostenía, surge un segundo que lo desafía. Este argumento tenía entonces mucho más interés que hoy, pues en la época en que Marx estudió con Hegel la emergencia de los nuevos industriales estaba desafiando el poder del ancien régime, las antiguas clases terratenientes que detentaban el poder.[2617] El cambio era el concepto crucial aquí. La economía clásica, y en particular el sistema esbozado por Ricardo, sostenía que la meta de la economía era el equilibrio, el estado en el que las relaciones fundamentales de la sociedad industrial (entre patrono y trabajador, entre tierra, capital y mano de obra) nunca cambian. Aprovechando lo que había aprendido de Hegel, Marx se negó a aceptar la sabiduría convencional de su época.

Esto no significa que todas sus ideas derivaran de Hegel y de lo que había aprendido en Berlín. Como en el caso de Ricardo, sus propias experiencias también fueron relevantes. Tras su temporada en la capital prusiana, Marx se trasladó a Colonia para convertirse en redactor jefe de la Rheinische Zeitung. Esta publicación (y el dato es importante) era un órgano de los nuevos industriales del valle del Ruhr, y en un principio se desempeñó muy bien en el cargo. No obstante, la situación cambió después y, de forma gradual en un principio, el periódico empezó a apoyar un conjunto de políticas que iban en contravía de los intereses de muchos de sus lectores. Por ejemplo, Marx se manifestó a favor del derecho de los lugareños a recoger madera en los bosques de los alrededores. Al igual que en muchos otros países europeos, éste era un privilegio tradicional, pero el derecho había sido suprimido recientemente porque las nuevas industrias necesitaban la madera. Como consecuencia de ello, cualquiera que se aventurara ahora en los bosques era culpable de entrar sin autorización en propiedad privada. Marx también se mostró partidario de cambios en las leyes de divorcio, algo que reducía la importancia de la Iglesia. Este aluvión de editoriales radicales fue demasiado para las autoridades de Colonia, y Marx fue despedido. Empieza entonces un período de correrías. Marx viaja primero a París, donde se propone escribir para un periódico en lengua alemana distribuido entre los expatriados. Sin embargo, los censores decomisan la primera edición y las autoridades prusianas se quejan a las francesas de que «dar cobijo a Marx era un acto poco amistoso».[2618] Obligado a abandonar el país, se desplaza a Bélgica, pero allí también lo acosan los prusianos. Y fue así como después de otras peripecias y expulsiones, Marx terminó en Gran Bretaña.

Para entonces, por supuesto, Marx había cambiado y era cada vez más revolucionario. En Gran Bretaña colaboró con Engels en lo que J. K. Galbraith ha denominado «el panfleto político más célebre —y más criticado— de todos los tiempos», el Manifiesto comunista. En el Manifiesto, Marx y Engels sostuvieron que en el capitalismo el estado era «un comité para administrar los intereses colectivos de toda la burguesía», y añadieron que: «La clase que posee los medios de producción material a su disposición tiene el control, al mismo tiempo, de los medios de producción mental». Argumentaron además que la sociedad industrial estaba dividida en «dos grandes bandos hostiles», el proletariado y la burguesía, que tenían, básicamente, intereses antagónicos.[2619] Apasionado por este tema, Marx se embarcó luego en su monumental obra en tres volúmenes, El capital. Engels publicó el primer volumen y, tras la muerte de Marx en 1883, armó los dos últimos a partir de sus notas y fragmentos manuscritos.

Sería inadecuado etiquetar a Marx simplemente como un economista. Y son muchos los que le consideran, junto a Auguste Comte, uno de los padres de la sociología moderna. Esto se explica principalmente por el hecho de que sus intereses iban mucho más allá de la pura economía. Marx consideraba que para ser libre, el hombre tenía que comprender qué era la libertad, y su objetivo fue siempre demostrar cómo el resultado material de la historia interfiere con esa comprensión. Para Marx, esto constituía el drama central de la política.[2620]

Ante todo, era un pensador materialista. Rechazaba de plano la idea de Hegel de la historia como una dialéctica del espíritu y de las tesis que producían antítesis. Para Marx, el curso de la historia era el resultado de las condiciones materiales a las que los seres humanos se habían enfrentado.[2621] En particular, sostenía que era el esfuerzo y la tecnología que la gente empleaba en su trabajo lo que le permitía realizarse o no. Una idea de Hegel que Marx sí retomó fue la noción de alienación, que adaptó para explicar que la gente podía parecer libre (en su trabajo principalmente) cuando en realidad tenía grilletes.[2622]

A lo largo de la década de 1850, Marx convirtió la Sala de Lectura del Museo Británico en su madriguera y, «trabajando como el demonio», consolidó su explicación y crítica de las prácticas capitalistas en las que se proponía mostrar que son las condiciones materiales de la sociedad —la forma en que se organiza el trabajo y se produce la riqueza— las que moldean todos los demás aspectos de la sociedad, «desde la forma en la que pensamos hasta las instituciones que la sociedad permite y aprueba».[2623] Su proyecto era inmensamente ambicioso y por ello Marx debe ser considerado como mucho más que un economista. Su principal argumento era que las condiciones de producción constituyen los cimientos, la base fundamental sobre la que se construye la sociedad. «Todas las instituciones sociales —lo que él denominó la superestructura— derivan de ella, trátese de la ley, la religión o de los distintos elementos que conforman el estado. En otras palabras, es el poder lo que cuenta».[2624] Luego, con igual abundancia de detalles (el libro, recordemos, tiene tres volúmenes), expone las consecuencias personales de esta realidad básica. En esta parte, su idea más valiosa es su adaptación de la noción hegeliana de alienación a la que antes hemos aludido. Marx sostenía que, en una sociedad industrial en la que la división del trabajo es esencial para que la producción sea más eficaz y rentable, «se aliena al trabajador de sí mismo». Con esto pretendía decir que la lógica misma de la organización y producción en las fábricas convierte al hombre en un autómata. La principal característica de la vida de las fábricas desde un punto de vista humano es que reduce la identidad de las «manos fabriles», dado que en su mayoría los trabajadores detestan lo que hacen y, peor aún, no tienen ningún control sobre lo que hacen.[2625]

Los trabajadores no son conscientes de su propia alienación, afirma Marx, debido a lo que denomina «ideología». Como resultado de la forma en la que se organiza la sociedad y el poder, surge un conjunto de creencias —una ideología— sobre la situación de esa sociedad. Esta «ideología» incluye teorías sobre la naturaleza humana, teorías que en sí mismas benefician a los intereses de la clase dominante; la ideología permite que ésta se mantenga en el poder, pese a ser en su mayoría un conjunto de creencias falsas. Marx sostuvo que la religión organizada era un buen ejemplo de lo que entendía por ideología en la práctica, ya que la religión enseñaba a la gente que debía aceptar la voluntad de Dios, el statu quo, y no a actuar para cambiar las cosas.[2626]

Además de ser más que un economista, Marx también fue en cierto sentido más que un sociólogo, un filósofo casi. En ningún lugar de El capital aborda en realidad el problema de la «naturaleza humana», como lo habrían hecho los filósofos o los teólogos, pero eso es lo clave. Para él, no había una esencia abstracta del hombre: en lugar de ello, el ser del hombre surge de su situación material, de sus relaciones con otros seres significativos para su vida y de las fuerzas económicas, sociales y políticas que lo determinan. Lo que cuenta aquí, y lo que perturba a mucha gente, es que el argumento de Marx implica que el hombre puede cambiar su naturaleza cambiando sus circunstancias. La revolución era una cuestión psicológica a la par que económica.[2627]

Por último, la nueva forma de ver el mundo propuesta por Marx tenía un ingrediente adicional que muchos autores consideran el más polémico de todos: la idea de que su obra era científica y de que sus investigaciones en el Museo Británico le habían permitido descubrir algo sobre la sociedad que hasta el momento había permanecido oculto, pero que era objetivo, y que, por tanto, su análisis revelaba una progresión que era inevitable. Fueron muchos los que plantearon objeciones a esta concepción, pero para otros ésta dio al «marxismo» el carácter de una religión milenarista, algo a lo que contribuyó el que El capital dividiera la historia en etapas, cada una caracterizada por un método de producción dominante. Para Marx, los orígenes del mundo moderno se encuentran en la transición del feudalismo al capitalismo. Y a continuación planteaba la que quizá sea una de sus ideas más famosas, a saber, que la inestabilidad económica y el conflicto de clases son aspectos inherentes de la historia de la producción, lo que en última instancia conducirá a la revolución y a la solución final, el comunismo. «La sentencia de muerte de la propiedad privada capitalista está firmada». (Antes de «revolución», Marx usó primero la palabra «disolución»).[2628]

Un hecho crucial es que El capital apareció en el momento oportuno. El libro proponía una nueva visión de mundo, una teoría más allá de la economía, más allá de la sociología, más allá de la política incluso, recubierta de un aura de cientificidad post-ilustrada, que ofrecía (o pretendía ofrecer) una comprensión totalizadora de los asuntos humanos en una época en que la decadencia de la religión era evidente. Como resultado de ello, durante la década de 1860 Marx se convirtió él mismo en una figura política. De manera particular tras la publicación del primer volumen de El capital en 1867, distintos movimientos revolucionarios europeos empezaron a considerarlo como el hombre que, tras muchos años de investigación en el Museo Británico, había provisto a la acción revolucionaria de validez científica. Por ejemplo, sus ideas estaban detrás de la Asociación Internacional de Trabajadores, la denominada «Primera Internacional», fundada en 1864, y donde el término «marxismo» se empleó por primera vez.[2629]

Entre las respuestas imaginativas a la revolución se encuentran las llamadas «novelas industriales», escritas y ambientadas en la Gran Bretaña de la época. Entre éstas se incluyen Mary Barton (1848) y Norte y sur (1855), ambas de Elizabeth Gaskell, Sybil (1845), de Benjamin Disraeli, futuro primer ministro de Gran Bretaña, Alton Locke (1850), de Charles Kingsley, Felix Holt (1866), de George Eliot, y Tiempos difíciles (1854), de Charles Dickens, con un fragmento de la cual empezamos este capítulo. Estos libros no sólo criticaban la nueva sociedad, sino que también se ocupaban del temor a la violencia que, sus autores sentían, podía estallar en cualquier momento debido a la situación de las clases trabajadoras.

Aunque algunos de estos libros ejercieron un gran impacto en su momento e incluso posteriormente, desde la perspectiva del siglo XXI resulta especialmente interesante detenernos en los nuevos usos de ciertas palabras que esas obras recogen. El crítico británico Raymond Williams ha señalado que «en las últimas décadas del siglo XVIII y en la primera mitad del siglo XIX, un buen número de palabras, entonces recientes y hoy de capital importancia, empezaron a usarse por primera vez en el inglés común o, en el caso de palabras ya presentes en el lenguaje, adquirieron significados nuevos e importantes». En su opinión, estas palabras describen un patrón general de nuevas ideas que reflejan una trasformación más amplia de la vida y el pensamiento y que, como veremos, «son testimonio de un cambio general en nuestra forma de pensar sobre la vida común». Estas palabras son industria, democracia, arte y cultura.[2630]

Antes de la revolución industrial, anota Williams, la palabra «industria» podía parafrasearse como «habilidad, asiduidad, perseverancia, diligencia». Aunque hasta cierto punto estos usos tradicionales han sobrevivido, industria también se convirtió entonces en término genérico que designaba las instituciones productivas y manufactureras y sus actividades características.[2631] A ésta le siguieron «industrioso», «industrial» y, desde 1830, «industrialismo». Según Williams, la expresión clave «revolución industrial» fue acuñada por los escritores franceses de la década de 1820, que la crearon explícitamente por analogía con la Revolución Francesa.[2632] (Otros autores atribuyen su primer uso a Engels). «Democracia», aunque se usaba desde la Grecia clásica en el sentido de «gobierno del pueblo», sólo empezó a usarse popularmente con las revoluciones americana y francesa. En Inglaterra, por su parte, pese a que al menos en teoría había habido democracia desde la Magna Carta, o desde la Commonwealth, o desde 1688, no se definía a sí misma como democracia y hacia finales del siglo XVIII el término era prácticamente sinónimo de jacobinismo o gobierno de la chusma. «A finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, los demócratas eran considerados por lo común como agitadores peligrosos y subversivos».[2633] El uso de la palabra «clase» en su sentido moderno importante se remonta a aproximadamente 1740. Antes de ello, se la empleaba principalmente en su sentido escolar, para designar a un grupo en las escuelas o colegios. La primera en aparecer fue la expresión «clase baja», para designar al pueblo llano, luego surgió «clases altas» en la década de 1790 y a continuación «clases medias» o «medianas», mientras que «clases trabajadoras» no aparecería hasta 1815, y poco después encontramos la noción de «clases superiores». «Los prejuicios de clase, las leyes de clase, la conciencia de clase y el conflicto de clase y la lucha de clases fueron apareciendo a lo largo del siglo XIX».[2634] Williams no pretende afirmar que éste fue el origen de la divisiones sociales en Inglaterra (lo que sería ingenuo), sino que el nuevo uso, y en ello se muestra inflexible, refleja un cambio en la naturaleza de esas divisiones. La gente empezó a ser más consciente de las diferencias sociales, y encontró que la vaga idea de «clase» le resultaba mucho más útil que la de «rango», que había usado antes y cuya utilización fue decayendo progresivamente.

Los cambios que sufrió el uso de la palabra «arte», sostiene Williams, fueron similares a los que experimentó el uso de la palabra «industria». Su significado tradicional era «habilidad», cualquier habilidad. El término «artista», por su parte, designaba a una persona habilidosa, al igual que «artesano». Sin embargo, en este período «arte» empezó a designar un conjunto particular de habilidades, las llamadas artes imaginativas o creativas, y «el Arte con A mayúscula vino a ser el nombre de un tipo especial de verdad, la verdad de la imaginación, lo que convertía al artista en una persona especial… Un nuevo nombre surgió para describir los juicios sobre el arte, la estética… Las artes —la literatura, la música, la pintura, la escultura, el teatro— se agruparon en esta nueva expresión, con lo cual se asumía que tenían algo en común que las distinguía de las demás habilidades humanas. Fue entonces cuando surgió la distinción entre artistas, por un lado, y artesanos, por otro, y cuando el genio, que originalmente designaba una “disposición característica”, pasó a significar “capacidad extraordinaria”».[2635]

El cambio en el significado de «cultura» fue quizá el más interesante de todos. Este término había significado originalmente un cultivo de algo, en el sentido biológico de cuidar su crecimiento natural. La transformación de su significado ocurrió en varias fases. «En un primer momento pasó a hacer referencia a “un estado general o hábito de la mente”, lo que la ligaba estrechamente a la idea de perfección humana. En un segundo momento, adquirió el sentido de “el estado general de desarrollo intelectual de la sociedad en su conjunto”. Un tercer significado fue el de “corpus general de las artes”. Y un cuarto, ya avanzado el siglo, el de “una completa forma de vida, material, intelectual y espiritual”».[2636] Matthew Arnold, en particular en su famoso Culture and Anarchy (1869, Cultura y anarquía), definió la cultura como un viaje interior, un intento de librarnos de nuestra propia ignorancia, «una búsqueda de perfeccionamiento total mediante el conocimiento de lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo en todas las áreas que nos incumben; y, a través de este conocimiento, aportar una corriente de pensamiento fresco y libre a nuestras nociones y hábitos banales, a los que obedecemos de forma incondicional y mecánica».[2637] Arnold pensaba que en cada clase de la nueva sociedad industrializada había un «remanente», una minoría que convivía con la típica mayoría pero que a la que las nociones ordinarias de su clase no habían «incapacitado» y que amaba la perfección humana. A través de la cultura, en el sentido en que él la definía, estas personas podían desarrollar lo mejor de sí mismas para de este modo establecer un estándar de belleza y perfección humana y «salvar» así a la inmensa masa de los hombres. Arnold no pensaba que esto fuera elitista en ningún sentido.[2638] Sus ideas estaban muy lejos de las de Marx, Owen o Adam Smith, y el concepto mismo de «alta cultura», que es lo que él en realidad tenía en mente, es en la actualidad objeto de severas críticas y, hasta cierto punto, es posible considerar que está en retirada. Por tanto, quizá sea importante completar la anterior cita de Arnold con otro pasaje de su obra que con frecuencia se pasa por alto: «La cultura dirige nuestra atención a la corriente natural que existe en los asuntos humanos y a su trabajo continuo, y no nos permitirá entregar nuestra fe a un único hombre y sus obras. Nos hace ver no sólo su lado bueno, si no también lo mucho que había en él de necesariamente limitado y transitorio…».[2639]

En The Great Divergence (La gran divergencia), Kenneth Pomeranz ha sostenido recientemente que las economías (y, por tanto, las civilizaciones) de Gran Bretaña y Europa se aceleraron después de 1750 y lograron en muy poco tiempo aventajar a las de la India, China, Japón y el resto de Asia, un proceso que creó las grandes desigualdades que vemos hoy en el mundo que nos rodea (y que, en algunas regiones, está camino de rectificarse). Pomeranz, sin embargo, considera que la revolución industrial, a la que tradicionalmente se ha atribuido el mérito tanto de la aceleración como de la divergencia, es sólo parte de la historia. Para entender cabalmente el impacto de la revolución industrial, afirma, es necesario tener en cuenta dos factores adicionales. El primero es la invención de transportes con motores a vapor (en especial, los barcos de vapor), que redujeron considerablemente los costos del comercio a larga distancia, lo que de paso convirtió al segundo factor, la existencia del Nuevo Mundo, en un mercado económicamente viable. El Nuevo Mundo, con sus recursos minerales y de otro tipo, con su sociedad esclavista (lo que contribuyó a generar beneficios sin precedentes) y su enorme extensión en términos geográficos, proporcionó exactamente el tipo de condiciones de mercado adecuadas a las nuevas tecnologías y economías de escala que representaba la revolución industrial. Según Pomeranz, a principios del siglo XVIII las economías de la India, China y otras regiones de Asia no eran muy diferente de la europea (y difícilmente menos sofisticadas), y por tanto la «segunda aceleración» de Occidente (la primera es la que tuvo lugar entre 1050 y 1300) no habría sido tan decisiva sin esta conjunción de factores. El surgimiento de los imperios también desempeñó aquí un papel importante, pues básicamente se encargaron de proteger los mercados.[2640]

Un efecto de la revolución industrial relacionado con esto, y acaso más importante a largo plazo, fue que el mundo vivió en paz durante un centenar de años desde 1815 hasta 1914. Esto es algo que no siempre se anota, pero el vínculo entre ambos hechos fue expuesto de forma bastante convincente por Karl Polanyi en su libro La gran transformación, publicado originalmente en 1944, pero reeditado en 2001.[2641] El argumento de Polanyi consiste en que las enormes fortunas creadas por la revolución industrial, y la perspectiva de obtener ganancias iguales o aún más vastas en el futuro, unidas al carácter internacional de muchos de los nuevos negocios (el algodón, los ferrocarriles, el transporte marítimo, los productos farmacéuticos) y al desarrollo del mercado de bonos, que había estado madurando desde el siglo XVI, hasta el extremo de que, en términos generales, una proporción sustancial de la deuda pública de cualquier gobierno (digamos, un 14 por 100) estaba en manos extranjeras, hicieron que, por primera vez en la historia, emergiera «un profundo interés en la paz» y que esto constituyó «una etapa distintiva en la historia de la civilización industrial». Después de 1815 el cambio fue súbito y completo. Las secuelas de la Revolución Francesa reforzaron el desarrollo creciente de la revolución industrial y ambos procesos consiguieron establecer los negocios pacíficos como una cuestión de interés universal. Metternich proclamó que lo que la gente de Europa quería no era libertad sino paz.[2642] La institución más característica de este «interés por la paz», dice Polanyi, fue lo que se conoció como haute finance, esto es, las finanzas internacionales.

Polanyi no negaba que hubieran ocurrido «pequeñas guerras» en el siglo XIX (y más de una revolución), pero insistía en que entre 1815 y el estallido de la primera guerra mundial no hubo ningún enfrentamiento bélico general o prolongado entre cualquiera de las principales potencias europeas. (Lawrence James describe este período como una «guerra fría»; y las estadísticas citadas por Niall Ferguson en su Dinero y poder en el mundo moderno quizá puedan darnos una idea de lo inusual que fue esto, pues entre 1400 y 1984 hubo en Europa un millar de conflictos: «En promedio, cada cuatro años empezaba una nueva guerra, cada siete u ocho una Gran Guerra [esto es, una guerra en la que estaba involucrada más de una de las grandes potencias]»). La haute finance, afirma Polanyi, funcionó como el principal vínculo entre la organización política y la organización económica del mundo. Los grandes financieros no eran pacifistas y no se oponían a cualquier cantidad de guerras menores, breves o localizadas. «Pero sus negocios se verían afectados si se desencadenaba un conflicto generalizado entre las grandes potencias que interfiriera en los cimientos monetarios del sistema». La haute finance no fue diseñada como un instrumento de paz, señala Polanyi, y no tenía ninguna organización específica favorable a la paz, pero en la medida en que era independiente de los gobiernos, constituía un nuevo poder en el mundo. La gran mayoría de quienes poseían valores gubernamentales, así como otro tipo de inversiones, estaban destinados a ser «los primeros perdedores» en caso de que estallara una guerra general. Por tanto, ellos conformaban un grupo de personas poderosas con un interés creado en el mantenimiento de la paz. El factor crucial en este análisis es que los préstamos y la renovación de préstamos dependían del crédito y el crédito dependía del buen comportamiento. Esto se vio reflejado en los gobiernos constitucionales y la dirección adecuada de los asuntos presupuestarios. Polanyi proporciona algunos ejemplos de casos en los que los financieros llegaron de hecho a tomar las riendas del gobierno (o al menos parte de ellas) durante breves períodos de tiempo en lugares como Turquía, Egipto o Marruecos, para manejar problemas financieros (usualmente relacionados con la supervisión de la deuda) que amenazaban la estabilidad política. Todo lo cual es prueba, en opinión de Polanyi, de que el comercio había pasado a depender de la paz. Esta época fue testigo de la emergencia de financieros como los Rothschild. En 1830 James de Rothschild llegó al punto de cuantificar el costo de la guerra: en caso de que hubiera hostilidades, dijo, sus rentas se reducirían en un 30 por 100. En 1859 Disraeli calculó en sesenta millones de libras esterlinas los costes del desafío franco-italiano a Austria en el mercado de valores; y el marqués de Salisbury observó en relación a la falta de inversión extranjera en Irlanda que «los capitalistas prefieren la paz y un 3 por 100 al 10 por 100 con el inconveniente de las balas en la mesa del desayuno». Recientes investigaciones han ampliado y profundizado el estudio de Polanyi al mostrar, por ejemplo, que fue exactamente este período, los años de 1820 a 1917, el que fue testigo del mayor aumento de la democracia y de las democracias de la historia, aparte, por supuesto, de los años que siguieron a la segunda guerra mundial.[2643]

Al final, la haute finance fue incapaz de evitar la primera guerra mundial, un acontecimiento que provocaría un cambio fundamental en el sistema bancario de Occidente. No obstante, es un hecho que 1815 marcó un hito. Antes de ese año, los gobiernos y los comerciantes habían aceptado siempre que las guerras constituían una oportunidad para expandir el comercio. Después de la revolución industrial, y el ascenso de una clase media próspera que trajo consigo, la economía de la guerra cambió para siempre. La paz de los cien años, como la denomina Polanyi, permitió que la revolución industrial impulsara el desarrollo de la sociedad de masas, un forma totalmente nueva de civilización.

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