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Quinta parte. De Vico a Freud, verdades paralelas: La incoherencia moderna » Capítulo 33. Los usos y abusos del Nacionalismo y el Imperialismo

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Capítulo 33

LOS USOS Y ABUSOS DEL NACIONALISMO Y EL IMPERIALISMO

En 1648, más de ciento cincuenta años después del descubrimiento de las Indias y de América, se firmó finalmente la Paz de Westfalia, con el que terminaba la guerra de los Treinta Años, que había llegado a un punto muerto tras haber enfrentado a los países católicos y protestantes por la interpretación que unos y otros hacían de las intenciones de Dios. En el tratado se acordó que desde ese momento cada estado tendría la libertad de actuar según sus propias inclinaciones. Era tantísima la sangre derramada por ideas que nunca habrían podido demostrarse ciertas en uno u otro sentido, que la «tolerancia por agotamiento» pareció la única forma de salir adelante.[3150] Sin embargo, era imposible pasar por alto el hecho de que el nuevo estado de cosas había traído consigo varias consecuencias incómodas. El papado había quedado marginado; España y Portugal habían perdido poder; y el centro de gravedad de Europa se había desplazado al norte, hacia Francia, Inglaterra y las ahora independientes Provincias Unidas.[3151] No obstante, para entonces resultaba claro que el mundo era mucho más grande, más variado y más recalcitrante de lo que los primeros exploradores habían previsto y esto produjo un cambio en la mentalidad de las naciones septentrionales, cuya misma existencia había quedado confirmada con el resultado de la guerra de los Cien Años. En lugar de la conquista abierta de otros pueblos que tanto daño había hecho a la imagen internacional de España por su infame tratamiento de los «indios» americanos, las naciones del norte de Europa estaban más interesadas en el tráfico y el comercio. (Mientras sólo un cuarto de los españoles y portugueses que emigraban a la Latinoamérica colonial eran mujeres, en el caso de Norteamérica se animaba a los colonos británicos a llevar consigo a sus mujeres e hijos. Como resultado de ello, fueron muy pocos los colonos británicos que formaron pareja con miembros de la población indígena). Este cambio de la actitud «católica» anterior por la «protestante» estuvo estrechamente vinculado al hecho de que las nuevas clases mercantiles estaban reemplazando, como principal fuerza política, a las aristocracias militar y terrateniente tradicionales. Esta transformación, por tanto, tenía un fundamento intelectual y moral: se creía que el comercio era una fuerza civilizadora, que humanizaba a ambas partes. «El comercio no era simplemente un intercambio de bienes, implicaba contacto y tolerancia».[3152]

Crucial en este sentido fue el hecho de que los países protestantes, Gran Bretaña y Holanda, contaran con una sólida tradición comercial y, asimismo, que tratándose de países en los que la tolerancia religiosa se había alcanzado no sin dificultades, no estuvieran interesados en infligir el mismo costo a las poblaciones que encontraron en tierras distantes. Si estaba en sus manos, rescatarían a estos pueblos «primitivos» del paganismo, pero éste era un objetivo secundario de las relaciones comerciales y no emplearían la fuerza para conseguirlo.[3153]

En este sentido, Gran Bretaña era ahora más importante que Holanda, ya que contaba con sus colonias en América y, tras la guerra de los Siete Años con Francia, había emergido como la principal potencia marítima europea. No obstante, el conflicto la había endeudado enormemente y fue su intento de solucionar sus problemas financieros a través del cobro de impuestos en las colonias americanas, combinado con la negativa del gobierno a conceder a estas colonias cualquier tipo de representación directa en el parlamento, lo que al final desencadenaría la guerra de Independencia norteamericana (aunque habría que señalar que en comparación con los niveles alcanzados en Gran Bretaña, los impuestos en las colonias de Norteamérica eran bastante bajos).[3154] Si bien éste no era un resultado previsible, para mucha gente, tanto en Gran Bretaña como en otros lugares, resultaba demasiado claro que la colonización nunca funcionaría a largo plazo. La experiencia había mostrado que o bien las colonias se volvían dependientes y se convertían en un lastre para la metrópoli, o bien buscaban la independencia tan pronto advertían indicios de que podían ser económicamente autosuficientes. Una de las predicciones más afortunadas de Adam Smith fue que los americanos libres resultarían mejores socios comerciales que cuando eran súbditos coloniales. Niall Ferguson sostiene que hay razones para pensar que hacia 1770 los habitante de Nueva Inglaterra estaban cerca de ser «el pueblo más rico del mundo».

Los historiadores se refieren hoy a Norteamérica como el «primer imperio» británico, para distinguirlo del segundo, en Asia, África y el Pacífico, donde las políticas de colonización que se aplicaron fueron muy diferentes. Mientras que en el segundo imperio, siempre se contó con una presencia militar, la conquista abierta nunca llegó a ser una meta deseable (o alcanzable).[3155] Como ejemplifican a la perfección los nombres de la Compañía de las Indias Orientales y la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, que se convertirían en la principal característica de esta fase del imperio, la palabra clave era el comercio, el comercio protegido. Las colonias de Oriente constituían principalmente lo que los portugueses denominaban feitorias, fábricas, enclaves autónomos independientes, con frecuencia adquiridos mediante tratados o a través de otros recursos con la intención de convertirlos en centros de almacenamiento y distribución para mercaderes europeos y asiáticos. Aunque necesariamente fortificados, estos centros carecían de verdadero poderío militar, en la India, por ejemplo, nunca representaron una amenaza para las fuerzas mongolas. Novecientos funcionarios y setenta mil soldados británicos bastaron para gobernar a más de doscientos cincuenta millones de indios. (Cómo lograron hacerlo es una cuestión para otro libro).[3156]

Pero la presencia imperial sí creció, algo a lo que contribuyó la retirada de los musulmanes, y con el triunfo del comercio, el poder y la influencia de las compañías de las Indias Orientales continuaron aumentando. En la India, la compañía emergió finalmente como el verdadero gobernante de gran parte del país, pero según Anthony Pagden, incluso entonces la India siguió siendo muy diferente de América así como de las posteriores colonias en África. «La India, y Asia en general», dice, «fue siempre un lugar de tránsito, no de colonización… Entre los europeos de la India nunca surgió ningún sentimiento de diferencia, de ser un pueblo distinto. Nunca hubo una población criolla o un mestizaje semejante al que transformó la población de las antiguas colonias españolas en América en comunidades verdaderamente multiétnicas».[3157]

Incluso así, el constante roce de dos culturas muy diferentes conllevaba ciertos riesgos. En el capítulo 29 vimos cómo las actividades de la Sociedad Asiática de Bengala contribuyeron a impulsar el renacimiento oriental: ésta fue la época en la que sir William Jones llamó la atención sobre las profundas similitudes que había entre el sánscrito y el griego y el latín, y Warren Hastings, gobernador general de Bengala, invitó a los estudiosos hindúes a Calcuta para promover el estudio de las escrituras hindúes (él mismo hablaba con fluidez el persa y el hindi). Sin embargo, en 1788, tres años después de que su período como gobernador general hubiera terminado, el parlamento en Londres procesó por corrupción a Hastings acusándole de haber «puesto a buen recaudo» una enorme fortuna, que habría birlado en parte a la Compañía de las Indias Orientales y en parte a los gobernantes de Benarés y Avadh. Aunque al final, después de siete largos años, Hastings fue absuelto, su juicio «fue un gran espectáculo teatral», en gran medida dirigido por Edmund Burke, y el exgobernador general nunca logró recuperarse del todo. Burke estaba convencido de que la Compañía de las Indias Orientales había traicionado sus objetivos, que además del comercio implicaban «la difusión de la civilización y la ilustración en el imperio». En lugar de ello, sostenía, al mando de Hastings la compañía se había vuelto tiránica y corrupta y había «subyugado a los indios y traicionado la benevolencia que le fue ordenado propagar». (Las conclusiones de historiadores posteriores son diferentes, y señalan que en el caso Hastings cuanto más estudiaba la cultura india, más respetuoso de ella se volvía.[3158]) En términos de Burke, Hastings había traicionado los ideales más elevados del imperio, la difusión benevolente de la civilización occidental, una actitud de la que encontramos ecos en Napoleón. Por parte de Burke (y de Napoleón) esto quizá fuera insincero. Lo que en verdad evidenció el proceso a Hastings fue la mojigatería de la mente imperial: cualesquiera que fueran las elevadísimas metas que los británicos se arrogaban, su actuación no difería tanto como pensaban del colonialismo agresivo del primer imperio. Niall Ferguson propone una lista de nueve ideas en las que se fundaba el «segundo» imperio británico y cuya propagación éste pretendía impulsar: la lengua inglesa, las formas inglesas de tenencia de la tierra, la banca inglesa y escocesa, el derecho consuetudinario, el protestantismo, los juegos de equipo, el estado limitado o «vigilante», las asambleas representativas y la idea de libertad.[3159]

Y además estaba la polémica cuestión de la esclavitud. Los imperios siempre habían involucrado algún tipo de esclavitud. No podemos olvidar que tanto Atenas como Roma tuvieron esclavos. Ahora bien, también es importante señalar que en la antigüedad grecorromana ser esclavo no implicaba necesariamente degradarse. Quienes no tenían suerte eran enviados al ejército o a las minas, los afortunados podían trabajar como tutores de niños.

La esclavitud moderna era absolutamente diferente: la idea misma del tráfico de esclavos era horrenda y degradante. «Empezó la mañana del 8 de agosto de 1444 cuando un primer cargamento de 235 africanos, capturados en lo que en la actualidad es Senegal, desembarcó en el puerto portugués de Lagos. Un rudimentario mercado de esclavos se improvisó en el muelle y los africanos, que confundidos e intimidados caminaban tambaleándose después de haber pasado semanas encerrados en las insalubres bodegas de las pequeñas embarcaciones en las que habían sido transportados, fueron arreados en grupos de acuerdo a su edad, sexo y estado de salud».[3160] No se permitió la realización de ninguna transacción hasta que, tras haber sido notificado, el príncipe Enrique el Navegante llegó al muelle. En tanto patrocinador del viaje, tenía derecho a una quinta parte del botín, en este caso cuarenta y seis humanos. Fue así como empezó lo que luego se conocería como el tráfico de «oro negro».

Aunque el fenómeno era nuevo en Europa, el tráfico de esclavos había existido en África durante centenares de años. Lo que cambió con la aparición de los europeos fueron las dimensiones de la demanda. El comercio de esclavos europeo era impulsado por una nueva forma de empresa comercial: la plantación azucarera. Y el gusto de Europa por el azúcar era tal que, según Anthony Pagden, entre 1492 y 1820, «el número de africanos enviados a América fue cinco o seis veces mayor que el de emigrantes blancos europeos». Aunque conocida, esta estadística continúa siendo impresionante. Los efectos de la esclavitud en la formación de las Américas fueron notables, y el tráfico de esclavos aportó a Estados Unidos el que probablemente sea su problema de más difícil solución. Una de las razones profundas que explican el surgimiento de este permanente dilema americano la encontramos en el hecho de que la esclavitud moderna implicaba una nueva forma de entender las relaciones entre amo y esclavo.[3161] Ni Aristóteles ni Cicerón se sentían cómodos con la idea de esclavitud. En alguna ocasión intentaron argumentar que los esclavos eran un «tipo» de persona diferente, pero sabían que ésta no era una razón convincente cuando en muchos casos los esclavos simplemente lo eran por haber pertenecido al bando perdedor en una guerra. Las principales religiones monoteístas adoptaban al respecto una posición bastante similar. Tanto el Antiguo Testamento como el Corán aprueban la captura de esclavos, pero sólo después de una «guerra justa».[3162] Los primeros cristianos no miraban con buenos ojos que se esclavizara a otros cristianos, pero no pensaban con igual compasión de quienes no compartían su fe. En los primeros años del comercio de esclavos, algunos clérigos católicos intentaron sostener que las guerras que tenían lugar en el interior de África eran «justas», pero muy pocos se tomaron en serio sus argumentos; y aunque es posible ver alguna especie de avance en el hecho de que el Santo Oficio condenara el tráfico de esclavos en 1686, resulta significativo que no hubiera condenado la esclavitud en sí misma.[3163]

La posición del Vaticano reflejaba la opinión general de la época, a saber, que el tráfico de esclavos era más repugnante que la esclavitud misma, pero las protestas continuaron creciendo y llamaron la atención sobre el hecho de que en ello había una paradoja. Muchos consideraban que los negros eran «un tipo de persona inferior, poco mejores que los animales», y como si se quisiera confirmar esta opinión, a menudo se les daba nombres de mascotas: Fido, Saltarín, etc. No obstante, esta actitud se contradecía de lleno con el hecho de que los amos ordenaran a sus esclavos la realización de tareas que exigían un equipo mental completo.[3164] No menos peligrosa era la posibilidad de que las mujeres esclavas resultaran sexualmente atractivas para sus amos, lo que originaba un nuevo tipo de problema social: la prole mestiza. Por tanto, la nueva relación estaba cargada de incoherencias y tensiones.

Las ideas racistas siguieron siendo muy fuertes y se mantuvieron vigentes mucho más allá de la época en la que por fin se abolió la esclavitud. William Wilberforce fue sólo uno de los abolicionistas que no podían ocultar su creencia en que la cultura cristiana europea era una fuerza civilizadora. Y en algún momento llegó a confesar que la emancipación de los esclavos «podía ser en realidad menos importante que el reinado de la luz, la verdad y la felicidad que les aportaran el cristianismo y las leyes, instituciones y costumbres británicas». Pero en cualquier caso lo que sí hizo Wilberforce fue unirse a los patrocinadores de una colonia experimental, Sierra Leona, fundada en 1787 para «difundir la civilización entre los nativos y cultivar el suelo empleando trabajadores libres». Sierra Leona floreció y su capital, Freetown, se convirtió en una de las bases del nuevo escuadrón antiesclavista de la Armada Real británica.[3165] En cualquier caso, la primera nación europea que declaró ilegal el tráfico de esclavos fue Dinamarca, que lo hizo en 1792. Gran Bretaña emprendió acciones para acabar con el tráfico en 1805 y para 1824 la captura de esclavos se había convertido en un delito castigado con la horca. No obstante, el tráfico continuó en otros lugares durante otros cincuenta años: el último cargamento desembarcó en Cuba en 1870.[3166]

En 1648, la Paz de Westfalia había creado un conjunto de estados europeos. En 1815, el Congreso de Viena, convocado para decidir la configuración de Europa tras la caída de Napoleón, creó otro. Las actitudes eran entonces muy diferentes de las actuales. Para el ministro de Asuntos Exteriores británico lord Castlereagh, uno de los arquitectos de la nueva Europa, Italia, no era más que un «concepto geográfico», y su unificación en un único estado le parecía «inimaginable».[3167] En el congreso, un alemán tenía más o menos la misma concepción a propósito de su propio país. «La unificación de todas las naciones alemanas en un estado único e indivisible», dijo, no era más que un sueño que «había sido refutado por mil años de experiencia y dejado de lado al final… No existe operación del ingenio humano que pueda hacerlo realidad, y no podrá imponerlo incluso la más sangrienta de las revoluciones; es una meta que sólo persiguen los locos». Su conclusión era que si la idea de unidad nacional terminaba imponiéndose en Europa, «un yermo de ruinas ensangrentadas será el único legado que reciban nuestros descendientes».[3168]

El principal objetivo del Congreso de Viena era prevenir el estallido de una nueva revolución en Europa, y para ello los diplomáticos y políticos reunidos allí empezaron recreando más o menos el mismo paisaje político que había existido tras el tratado de 1648. «En España y Portugal se restauró a las antiguas familias gobernantes, Holanda se amplió con los Países Bajos austriacos, que más tarde se convertirían en Bélgica, Suiza se reconstituyó, Suecia permaneció unida a Noruega, y dado que la Pentarquía, el club de las cinco mayores potencias europeas, era inimaginable sin Francia, se permitió que ésta conservara intacta su frontera de 1792».[3169] Pero este sistema europeo, equilibrado con tanto cuidado, dependía de que Europa central continuara siendo una región fragmentada y sin poder.[3170] Muchos de los europeos presentes en el Congreso de Viena veían con inquietud la actitud de los denominados «germanófilos», que estaban decididos a unificar Alemania y convertirla en un estado-nación. Como escribió desde Viena el ministro de Asuntos Exteriores francés, Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, a Luis XVIII: «Intentan subvertir un orden que ofende su orgullo y reemplazar todos los gobiernos del país por una única autoridad. Los apoyan la gente de las universidades, jovencitos formados en sus teorías, y todos aquellos que atribuyen al particularismo alemán todos los sufrimientos que se han infligido al país durante las guerras que se han librado allí. La unidad de la patria alemana es su lema, su fe y su religión, y creen en ella con un fervor que roza el fanatismo… ¿Puede alguien calcular las consecuencias de lo que ocurriría si las masas alemanas se unen en un todo único y se vuelven agresivas? ¿Puede alguien decir dónde se detendría un movimiento de ese tipo?».[3171]

En otras palabras, como señala Hagen Schulze, en ese momento se reconocía el principio de nacionalidad sólo donde estaba vinculado al gobierno legítimo de un monarca: en Gran Bretaña, Francia, España, Portugal, los Países Bajos y Suecia, en resumen, Europa occidental y septentrional. Ello dejaba fuera a los territorios de habla alemana y a Italia. Y esto contribuye a explicar por qué el nacionalismo, en el sentido de nacionalismo cultural, comenzó siendo una idea alemana. La fragmentación política de la región era en realidad el resultado lógico del orden europeo. Sólo se necesita mirar el mapa para entender por qué. «Desde el mar Báltico hasta el mar Tirreno, era Europa central la que separaba a las grandes potencias, manteniéndolas alejadas e impidiendo la posibilidad de un choque frontal».[3172] Nadie deseaba una concentración de poder excesiva en Europa central, pues si alguna nación se hacía con el control de la región se convertiría con facilidad en «el amo de todo el continente».[3173] Para muchos, los minúsculos estados italianos y alemanes constituían una garantía de libertad. Ahora bien, aunque Italia y Alemania estaban en este sentido en una situación similar, buena parte del país mediterráneo estaba bajo la ocupación de poderes extranjeros (Austria en el norte, los Borbones en el sur) y ello también explica por qué el nacionalismo moderno surgió en Alemania. De hecho, la unificación de Alemania y la de Italia fueron dos de los acontecimientos políticos seminales del siglo XIX que —junto a la guerra civil estadounidense— contribuyeron en gran medida a crear la gran rivalidad industrial de las últimas décadas del ochocientos y, con ello, a la conformación del mundo moderno; sin embargo, también conducirían a la primera guerra mundial y en ese sentido crearon el escenario para las calamidades del siglo XX. Qué proféticas fueron las palabras de Talleyrand.[3174]

La primera persona en identificar lo que podemos llamar «nacionalismo cultural» fue Johann Gottfried Herder (1744-1803), si bien el gran historiador alemán Friedrich Meinecke sostuvo que Friedrich Karl von Moser había encontrado los primeros indicios de un «espíritu nacional» en 1765 «en aquellas partes de Alemania en las que era posible ver hasta veinte principados en un solo día de viaje». El escenario había quedado establecido, como vimos en el capítulo 24, con el surgimiento (no sólo en Alemania) de un «público» consciente de sí mismo hacia finales del siglo XVII. «La naturaleza», decía Herder «ha separado a las naciones no sólo mediante bosques y montañas, océanos y desiertos, ríos y climas, sino que también lo ha hecho de forma muy particular a través de las lenguas, inclinaciones y caracteres, para que subyugarlas mediante el despotismo sea mucho más difícil, para que las cuatro esquinas del mundo no puedan ser embutidas en la barriga de un caballo de madera».[3175] Para Herder el Volk era irreducible, e incompatible con la idea de imperio, la cual, en su opinión, iba en contra del principio mismo de la «pluralidad natural» de los pueblos del mundo.[3176] Los alemanes querían la unificación, ser un estado-nación, y esto era algo que debía «cultivarse», pues durante demasiado tiempo el país había sido escenario de las guerras entre las potencias europeas, en el que «el gobernante de hoy puede convertirse en el enemigo de mañana».[3177] En lugar del revoltijo de estados que durante siglos había existido en Europa central, el siglo XIX fue testigo del surgimiento de dos grandes potencias. Resulta difícil exagerar la naturaleza de este cambio.

Las demás naciones de Europa respondieron a estos sentimientos alemanes e italianos con lo que Hagen Schulze ha denominado «regeneración patriótica».[3178] Esto es especialmente cierto en el caso de Francia, por ejemplo, donde todo el sistema educativo se puso al servicio de la causa nacional. La enseñanza de la historia y la política nacional debían ser el camino hacia la regeneración nacional después de la revolución y las repetidas derrotas. El ejemplo más obvio (y, podría decirse, el más espeluznante) fue la obra de G. Bruno Le Tour de la France par deux enfants: devoir et patrie, que contaba la historia de un niño de catorce años, André Valden, y su hermano Julien, de siete años. El relato está ambientado en el período que siguió a la guerra franco-prusiana, tras la cual los dos niños han quedado huérfanos. La pareja de hermanos se encuentra varada en Falsburgo, su pueblo natal, anexionado por Alemania, pero ambos escapan a Francia, país que recorren en el curso de sus aventuras. Al final, encuentran en la nación francesa un nuevo hogar, que, gracias a lo aprendido en sus peripecias, pueden ahora contemplar en toda su gloria. Publicado originalmente en 1877, el libro tuvo veinte reimpresiones en los siguientes treinta años. Otro ejemplo del ferviente nacionalismo de la época fue el hecho de que mientras Jules Ferry (1832-1893) fue ministro de Educación cada aula francesa tenía que lucir un mapa del país en el que Alsacia y Lorena aparecían rodeadas por un crespón negro. Jules Michelet (1798-1874) escribió que Francia era «el pontificado de la civilización moderna», con lo que pretendía afirmar que era el adalid del moderno estado ilustrado: «la idea francesa de civilización se había convertido así en el núcleo fundamental de una religión nacional». (La Marseillaise se adoptó como himno nacional en 1879).[3179]

Inglaterra también respondió a estos acontecimientos, pero de una manera diferente. La expansión colonial del Imperio británico alcanzó unas dimensiones sin precedentes entre 1880 y la primera guerra mundial, como puede apreciarse con claridad en la siguiente tabla:

Y he aquí algunos comentarios contemporáneos, que cito para mostrar no sólo cuál era el sentimiento sino también qué tan difundido estaba. «El imperialismo se ha convertido en la última y más elevada encarnación de nuestro nacionalismo democrático. Es una expresión consciente de nuestra raza» (el duque de Westminster). «Los británicos somos la raza gobernante más grandiosa que el mundo haya conocido» (Joseph Chamberlain). Al divisar el puerto de Sydney, Charles Darwin escribió: «El primer sentimiento que me invadió fue la alegría de haber nacido inglés». «Sostengo que somos la raza líder del mundo, y que cuanto más poblemos el mundo, mejor será éste para la humanidad… Dado que [Dios] obviamente convirtió a la raza de habla inglesa en el instrumento elegido mediante el cual pretende construir un estado y una sociedad basados en la justicia, la libertad y la paz, es necesario que cumpliendo con su voluntad haga todo lo que esté en mis manos para ofrecer a esta raza tanto poder y abasto como sea posible. Pienso que, si en verdad existe un Dios, es su deseo que yo haga una cosa, a saber, colorear de rojo británico el mapa de África hasta donde sea posible» (Cecil Rhodes).[3180]

El inconveniente de este brote nacionalista en Europa fue que trajo consigo mucho más racismo, algo que quizá, con el beneficio de la perspectiva, nos parezca inevitable. El antisemitismo se manifestó con especial virulencia en Francia y Alemania, algo que en parte se relacionaba con su envidia de Gran Bretaña.[3181] Los imperios francés y alemán eran tan pequeños comparados con el británico, que surgió la idea de que, en palabras de Paul Déroulède, fundador de la Liga de los Patriotas francesa, «no podemos esperar conseguir nada en el extranjero sin antes haber curado nuestras enfermedades domésticas».[3182] Y no había duda de que el enemigo interno número uno eran los judíos. En 1886 Edouard Drumont publicó La France juive, un «brebaje» sobre la vida y costumbres judías que pese a ser ordinario y chapucero se convirtió de forma instantánea en un éxito de ventas. Éste resultaría ser el preludio de una oleada de antisemitismo en el país que culminaría en el affaire Dreyfus, cuando se acusó a un oficial judío inocente de ser un espía alemán. En Alemania, la denominada Kulturkampf, la «batalla cultural», aunque en apariencia versaba sobre la supervisión de las escuelas y el nombramiento de curas en las parroquias, fue en realidad un intento por parte del estado protestante de conseguir que los políticos católicos se plegaran a las políticas prusianas. Y en medio de este clima de intolerancia, era inevitable que se discutiera también el papel de los judíos.

El nacionalismo alcanzó su máxima expresión hacia finales de siglo, con la trilogía de Maurice Barrès Le roman de l’énergie nationale (1897-1903). La idea de Barrès era que el culto del ego constituía la principal causa de la corrupción de la civilización. «La nación está por encima del ego y por tanto tiene que ser considerada como la prioridad suprema de la vida del hombre. El individuo no tiene otra opción que someterse a la función que la nación le asigna, “la ley sagrada de su linaje”, y “escuchar las voces del suelo y de los muertos”».[3183] Como señala de forma acertada Hagen Schulze, el nacionalismo, la idea de nación, que a finales del siglo XVIII se había convertido en una especie de utopía, una entidad natural política y cultural, para finales del siglo XIX había pasado a ser un factor polémico en la política interior: la nación «dejó de ser algo que estaba por encima de los partidos y unía a la sociedad, para convertirse en sí misma en un partido y dividir a la sociedad». Las consecuencias serían catastróficas.

Una vez más, es importante ser prudentes y evitar exagerar. El nacionalismo fue catastrófico en muchos sentidos, pero también tuvo un lado positivo. Es evidente en el florecimiento de la vida intelectual alemana durante el siglo XIX, el cual, haya sido o no provocado por la unificación del país y por el sentimiento nacionalista que acompañó esa unificación, fue sin duda un fenómeno contemporáneo.

Sigmund Freud, Max Planck, Ernst Mach, Hermann Helmholtz, Marx, Weber, Nietzsche, Ibsen, Strindberg, Von Hofmannsthal, Rudolf Clausius, Wilhelm Röntgen, Eduard von Hartmann… todos ellos eran alemanes o de habla alemana. En ocasiones pasamos por alto que el período comprendido entre 1848 y 1933, que se solapa con el cambio de siglo (el límite de la historia cubierta en este libro), representó el punto culminante del genio alemán. Como anotaba el historiador estadounidense Norman Cantor en 1991: «Se suponía que el siglo XX iba a ser el siglo alemán». Sus palabras se hacen eco de las que pronunciara el filósofo francés Raymond Aron en una conversación que mantuvo con el historiador alemán Fritz Stern, mientras se encontraba en Berlín para una exhibición que conmemoraba el centerario del nacimiento de los físicos Albert Einstein, Otto Hahn y Lise Meitner. Todos ellos habían nacido entre 1878 y 1879 y esto llevó a Aron a señalar: «Podría haber sido el siglo de Alemania».[3184] Lo que Cantor y Aron querían decir era que, dejados a su suerte, los pensadores, artistas, escritores, filósofos y científicos alemanes, que entre 1848 y 1933 eran los mejores del mundo, habrían llevado su recién unificado país a alturas nuevas y nunca antes soñadas, y que estaban haciéndolo cuando el desastre personificado en Adolf Hitler irrumpió en la vida nacional.

Cualquiera que dude de que el período comprendido entre 1848 y 1933 fue de hecho el siglo alemán sólo necesita consultar el siguiente listado de figuras. Aunque podríamos empezar por cualquier ámbito (tan completo era el dominio alemán), hagámoslo por la música: Johannes Brahms, Richard Wagner, Anton Bruckner, Franz Liszt, Franz Schubert, Robert Schumann, Gustav Mahler, Arnold Schönberg, Johann Strauss, Richard Strauss, Alban Berg, Anton Webern, Wilhelm Furtwängler, Bruno Walter, Fritz Kreisler, Arthur Honegger, Paul Hindemith, Kurt Weill, Franz Lehár, la Filarmónica de Berlín, la Filarmónica de Viena. La medicina y la psicología no se quedan muy atrás, piénsese, además de Freud, en Alfred Adler, Carl Jung, Otto Rank, Wilhelm Wundt, Hermann Rorschach, Emil Kraepelin, Wilhelm Reich, Karen Horney, Melanie Klein, Ernst Kretschmer, Géza Roheim, Jacob Breuer, Richard Krafft-Ebing, Paul Ehrlich, Robert Koch, Wagner von Jauregg, August von Wassermann, Gregor Mendel, Erich Tschermak, Paul Corremans. En la pintura encontramos los nombres de Max Liebermann, Paul Klee, Max Pechstein, Max Klinger, Gustav Klimt, Franz Marc, Lovis Corinth, Hans Arp, Georg Grosz, Otto Dix, Max Slevogt, Max Ernst, Leon Feininger, Max Beckmann, Alex Jawlensky; Wassily Kandinsky era ruso de nacimiento, pero fue en Múnich donde realizó el avance más importante de todo el arte moderno, la conquista de la abstracción. En filosofía tenemos, además de Nietzsche, a Martin Heidegger, Edmund Husserl, Franz Brentano, Ernst Cassirer, Ernst Haeckel, Gottlob Frege, Ludwig Wittgenstein, Rudolf Carnap, Ferdinand Tönnies, Martin Buber, Theodore Herzl, Karl Liebknecht, Moritz Schlick.

En el campo de la historia y la investigación académica destacan Julius Meier-Graefe, Leopold von Ranke, Theodor Mommsen, Ludwig Pastor, Wilhelm Bode y Jacob Burckhardt. Y en literatura encontramos, junto a Hugo von Hofmannsthal, a Heinrich y Thomas Mann, Rainer Maria Rilke, Hermann Hesse, Stefan Zweig, Gerhard Hauptmann, Gottfried Keller, Theodor Fontane, Walter Hasenclever, Franz Werfel, Franz Wedekind, Arthur Schnitzler, Stefan George, Bertolt Brecht, Karl Kraus, Wilhelm Dilthey, Max Brod, Franz Kafka, Arnold Zweig, Erich Maria Remarque, Carl Zuckmayer. En sociología y economía estaban Werner Sombart, Georg Simmel, Karl Mannheim, Max Weber, Joseph Schumpeter y Karl Popper. En arqueología y estudios bíblicos tenemos, además de D. F. Strauss, a Heinrich Schliemann, Ernst Curtius, Peter Horchhammer, Georg Grotefend, Karl Richard Lepsius, Bruno Meissner. Por último (aunque también hubiera sido fácil empezar nuestra lista por aquí), en los campos de las ciencias, las matemáticas y la ingeniería, sobresalen Ernst Mach, Albert Einstein, Max Planck, Erwin Schrödinger, Heinrich Hertz, Rudolf Diesel, Hermann von Helmholtz, Wilhelm Röntgen, Karl von Linde, Ferdinand von Zeppelin, Emil Fischer, Fritz Haber, Herman Geiger, Heinz Junkers, George Cantor, Richard Courant, Arthur Sommerfeld, Otto Hahn, Lise Meitner, Wolfgang Pauli, David Hilbert, Walther Heisenberg, Ludwig von Bertalanffy, Alfred Wegener, para no hablar de las firmas de ingeniería de uno u otro tipo como: AEG, Bosch, Benz, Siemens, Hoechst, Krupp, Mercedes, Daimler, Leica, Thyssen.

Pero incluso esto no hace del todo justicia al genio alemán. El año 1900, que representa el límite de este libro, fue testigo de las muertes de Nietzsche, Ruskin y Oscar Wilde, sin embargo también lo fue la presentación ante el mundo de tres ideas que, se puede decir sin temor a exagerar, constituyeron la columna vertebral intelectual del siglo XX, al menos en el ámbito de las ciencias: el inconsciente, el gen y el cuanto. Todas ellas eran de origen alemán.

Al explicar el enorme y rápido triunfo de las ideas alemanas en el período que va de 1848 a 1933, es necesario que examinemos tres factores, cada uno de ellos específico de Alemania y el pensamiento alemán, pero también relacionados con el tema general de este capítulo. En primer lugar, tenemos que detenernos en las ideas alemanas a propósito de la cultura: qué era, qué abarcaba y cuál era su lugar en la vida nacional. Por ejemplo, en inglés, el término «culture» por lo general no distingue radicalmente entre los ámbitos espiritual y tecnológico, pero en alemán, Kultur alude a las áreas intelectual, espiritual y artística de la actividad creativa, pero no a la vida social, política, económica o técnico-científica. Como resultado de ello, mientras en otras lenguas las palabras «cultura» y «civilización» designan aspectos complementarios de la misma cosa, en alemán no ocurre lo mismo. En el siglo XIX, Kultur denotaba las manifestaciones de la creatividad espiritual —las artes, la religión, la filosofía—, y Zivilisation se refería al ámbito de la organización social, política y técnica y, lo más importante de todo, se consideraba que, en comparación con la cultura, éstos eran de un orden inferior. Nietzsche supo sacar mucho partido de esta distinción, que resulta fundamental para entender plenamente el pensamiento alemán del siglo XIX.

Había por tanto en Alemania lo que C. P. Snow llamaría una mentalidad de «dos culturas» auténtica. Uno de los efectos de esto fue que puso de relieve y profundizó la separación entre las ciencias naturales, por un lado, y las artes y las humanidades, por otro. Debido a su naturaleza, varias de las ciencias formaron una alianza natural con la ingeniería, el comercio y la industria. Pero al mismo tiempo, y pese a su enorme éxito, los artistas menospreciaban el valor de las ciencias. Mientras en países como Inglaterra o Estados Unidos las ciencias y las artes eran vistas en gran medida como dos caras de la misma moneda, y sus representantes eran considerados por igual miembros de la élite intelectual, no ocurría lo mismo en la Alemania del siglo XIX. Un buen ejemplo de ello es Max Planck, el físico que en 1900 descubrió el cuanto, la idea de que toda energía se emite en paquetes muy pequeños llamados cuantos. Planck provenía de una familia muy religiosa y culta, y él mismo era un pianista excelente. Ahora bien, a pesar de que el descubrimiento del cuanto se considera uno de los hallazgos científicos más importantes de todos los tiempos, en la propia familia Planck las humanidades se consideraban una forma de conocimiento muy superior a la ciencia.[3185] El primo de Planck, el historiador Max Lenz, decía en broma que los científicos (Naturforscher) eran en realidad silvicultores (Naturförster) o, como diríamos hoy, paletos.[3186]

La obra de Ernst Mach refuerza este argumento. Mach (1838-1916) fue uno de los reduccionistas más apasionados e impresionantes, y a quien debemos muchos descubrimientos valiosos, incluido el de la importancia de los canales semicirculares del oído interno para el equilibrio, así como el de que los cuerpos que superan la velocidad del sonido crean dos ondas de choque, una al frente y otra en la parte posterior como resultado del vacío creado por su elevadísima velocidad (ésta es la razón por la que en el caso del Concorde hablamos, o hablábamos, de un «número de Mach»). Pero, además, Mach era un opositor implacable de cualquier tipo de metafísica y criticó el uso indebido de conceptos como Dios, la naturaleza y el alma. Opinaba que la idea freudiana del «ego» era una «una hipótesis sin ninguna utilidad». Pensaba incluso que el concepto de «yo» era «irrecuperable», que todo conocimiento podía reducirse a la sensación y que la tarea de la ciencia era describir los datos de la forma más neutral posible. En su época Mach fue un autor muy leído: tanto Lenin y sus discípulos como el Círculo de Viena se adhirieron a sus teorías. Mach estaba firmemente convencido de que la ciencia tenía la respuesta, y que disciplinas como la filosofía y el psicoanálisis carecían de verdadera utilidad.[3187]

Esta profunda división entre las ciencias, por un lado, y las artes y las humanidades, por otro, tendría consecuencias graves. Una particularmente importante para nosotros es que en Alemania se concedía mucho más respeto a la intuición del artista que en cualquier otro lugar del mundo en este mismo período, por lo que el artista gozaba allí de un estatus elevadísimo. Esto se reflejaba en una segunda distinción, además de la que oponía las artes a las ciencias y la Kultur a la Zivilisation. Me refiero a la oposición entre Geist y Macht, entre el ámbito de las búsquedas intelectuales o espirituales y el ámbito del poder y el control político. Es importante anotar que la relación entre Geist y Macht, esto es, el problema de si la cultura tenía prioridad sobre el estado o viceversa, nunca llegó a resolverse de forma satisfactoria en Alemania. Las consecuencias de ello fueron trascendentales, como un breve repaso de la historia social y política nos permitirá mostrar.

En 1848, Alemania intentó llevar a cabo una revolución burguesa que fracasó y, con ella, el esfuerzo de sus clases profesionales y comerciales por alcanzar la igualdad política y social con el ancien régime. En otras palabras, Alemania no consiguió realizar los avances sociopolíticos que Inglaterra, Holanda, Francia y Norteamérica habían logrado implantar, en algunos casos, generaciones antes. El liberalismo alemán (o el movimiento que aspiraba serlo) se fundaba en las exigencias de la clase media, que quería «libertad comercial y un marco constitucional que protegiera su espacio socioeconómico dentro de la sociedad». Después de que este intento de cambio constitucional fracasara, y de que luego, en 1871, se estableciera el Reich, bajo el liderazgo de Prusia, se creó un conjuntos de circunstancias bastante inusual. Como Gordon Craig ha señalado, el pueblo alemán no desempeñó en realidad ningún papel en la creación del Reich. «El nuevo estado fue un “regalo” a la nación sobre el que ninguno de sus destinatarios había sido consultado».[3188] Su constitución no era algo que los alemanes hubieran ganado, era, simplemente, un contrato entre los príncipes de los distintos estados alemanes, y de hecho éstos mantuvieron sus coronas hasta 1918. Desde una perspectiva moderna, las consecuencias de esta situación resultan extraordinarias. Por ejemplo, una consecuencia era que «el Reich tenía un parlamento sin poder, partidos políticos sin posibilidades de alcanzar niveles de responsabilidad gubernamental, y elecciones cuyos resultados no determinaban la composición del gobierno». Además del Reichstag, existía el Bundesrat, que no era un cuerpo elegido sino un comité de los gobiernos estatales, que compartía el poder con el parlamento, pero ninguno de los dos podía deponer al canciller. Por otro lado, la organización interna de cada estado en particular no se vio afectada por los acontecimientos de 1871. El derecho a votar por el parlamento prusiano, por ejemplo (y Prusia equivalía a tres quintas partes de la población de Alemania), dependía de cuántos impuestos se pagaban, lo que implicaba que el 5 por 100 de los contribuyentes, aquéllos situados en la parte más alta de la escala, tenía un tercio de los votos, la misma proporción que tenía el 85 por 100 situado en la parte más baja.[3189] Y el canciller no gobernaba con la ayuda del gabinete: los departamentos imperiales, cuya influencia fue aumentando con el paso del tiempo, estaban dirigidos por secretarios de estado subordinados. Esto era muy diferente (y bastante más retrógrado) que cualquier cosa que existiera entre los rivales occidentales del país (aunque hay que señalar que actualmente el «retraso» o no de Alemania es objeto de una animada controversia académica). Los asuntos de estado continuaron en manos de la aristocracia terrateniente, pese a que el país se había convertido ya en una potencia industrial. Este poder fue concentrándose en cada vez menos manos a medida que, con la urbanización de la ciudades, el crecimiento del comercio y la expansión de la industria, el antiguo mosaico de estados alemanes individuales iba perdiendo fuerza y el imperio se volvía cada vez más una realidad. De esta forma, el estado fue tornándose progresivamente más autoritario y asumiendo un papel cada vez mayor en la regulación de las cuestiones económicas y sociales. En resumen, cuanta más gente participaba de los éxitos industriales, científicos e intelectuales alemanes, tanto más el gobierno del país se concentraba en un pequeño círculo de figuras tradicionales, un conjunto de aristócratas terratenientes y líderes militares, a la cabeza de los cuales estaba el emperador. Esta dislocación, uno de los mayores anacronismos de la historia, era un componente fundamental de la «germanidad» en el período que antecedió al estallido de la primera guerra mundial.[3190]

Esta gran dislocación tuvo dos efectos relevantes para nosotros. El primero, que la exclusión política de la clase media, ansiosa por alcanzar cierto grado de igualdad, la empujó a ver en la educación y la Kultur las áreas clave en las que podía triunfar y mostrarse igual a la aristocracia y superior a los extranjeros, algo básico en un mundo nacionalista y competitivo. Por esta razón, la «alta cultura» fue siempre mucho más importante en la Alemania imperial que en cualquier otro lugar, y ello contribuye a explicar su espléndido florecimiento en el período comprendido entre 1871 y 1933. Pero esto dio a la cultura un tono particular: la libertad, la igualdad y la distinción personal tendieron a ubicarse en el «santuario interior» del individuo, mientras que la sociedad empezó a ser descrita como un «mundo arbitrario, externo y, con frecuencia, hostil». El segundo efecto, que en parte se solapó con el primero, fue el surgimiento de un nacionalismo basado en la clase social que se volvió contra la clase trabajadora industrial (y los indicios de movimientos socialistas), los judíos y las minorías no alemanas. «Se consideraba al nacionalismo como un progreso moral, y se le atribuían posibilidades utópicas».[3191] Un efecto de este segundo factor fue la idealización de épocas anteriores, cuando no existía la clase trabajadora industrial, en particular la Edad Media y el Renacimiento, consideradas ejemplos de una vida cotidiana integrada, una «edad dorada», en tiempos preindustriales. En un momento que era testigo del desarrollo de una sociedad de masas, los miembros de la clase media educada alemana vieron en la cultura un conjunto de valores estables que enriquecía sus vidas, realzaba su orientación nacionalista. El Volk, una versión ideal, semimística y nostálgica de lo que los alemanes habían sido en otra época, se impuso: un pueblo feliz, talentoso, apolítico y «puro».

Estos diversos factores se unieron para dar origen en la cultura alemana a una noción que es casi intraducible, pero que probablemente sea un elemento decisivo para comprender buena parte del pensamiento alemán de finales del siglo XIX y comienzos del XX, así como para explicar el descubrimiento del inconsciente (una empresa predominantemente germana) y el dominio alcanzado por los alemanes en este ámbito. La palabra en alemán es Innerlichkeit.[3192] En la medida en que puede describirse, designa la tendencia a alejarse de (o ser indiferente a) la política y dirigir la mirada hacia el interior del individuo. Innerlichkeit significa que el artista, de forma deliberada, evita el poder y la política, amparado en la creencia de que participar en ella, e incluso escribir sobre ella, menoscababa su vocación y con la convicción de que, para el artista el verdadero mundo no era el mundo exterior sino el interior. Por ejemplo, como señala Gordon Craig, antes de 1914 los artistas alemanes sólo en raras oportunidades mostraron curiosidad por las cuestiones y acontecimientos de carácter político y social. Ni siquiera los sucesos de 1870-1871 consiguieron sacarlos de su indiferencia. «La victoria sobre Francia y la unificación de Alemania no inspiraron ninguna gran obra en literatura, música o pintura».[3193] Los escritores y los pintores pensaban que su propia época no era lo «suficientemente poética» para dedicar a ella su talento. «Mientras surgía la infraestructura del nuevo estado, los artistas alemanes se dedicaban a escribir sobre tiempos infinitamente remotos o a llenar sus lienzos con nereidas, centauros y columnas griegas». Incluso Wagner estaba dedicado a componer dramas musicales que sólo de forma muy remota se vinculaban con el mundo en el que vivía (Siegfried, 1876; Parsifal, 1882).[3194]

Existían, por supuesto, excepciones. En la década de 1880, por ejemplo, surgió en las artes el movimiento conocido como naturalismo, inspirado en parte por las novelas del francés Émile Zola, que se propuso describir los padecimientos e injusticias sociales provocados por el industrialismo. No obstante, en comparación con la literatura de otros países europeos, el movimiento naturalista alemán fue bastante tibio en su intento de proponer una crítica radical y no se interesó por los peligros políticos inherentes al sistema imperial. «De hecho», escribe Gordon Craig en su historia de la Alemania imperial, «cuando esos peligros se hicieron más palpables bajo Guillermo II, con la aparición de un imperialismo frenético y un agresivo programa armamentístico, la gran mayoría de los novelistas y poetas del país desviaron su mirada y se retiraron a ese Innerlichkeit que siempre había constituido su refugio celestial cuando el mundo real les resultaba demasiado desconcertante».[3195] No existen equivalentes alemanes de Zola, Shaw, Conrad, Gide, Gorky e incluso Henry James. Para las principales figuras de la literatura alemana de la época —Stefan George, Rainer Maria Rilke, Hugo von Hofmannsthal— la dura y difícil realidad debía subordinarse al sentimiento, y por tanto su principal preocupación era conseguir captar en el papel impresiones fugaces, estados de ánimo pasajeros, vagas percepciones. En el capítulo 36 discutiremos el concepto de Das Gleitende de Hofmannsthal, con el que el poeta alude a la naturaleza «inestable» de su época, en la que nada puede definirse con precisión porque nada permanece constante, en la que la ambigüedad y lo paradójico son la regla. Gustav Klimt hizo exactamente lo mismo en pintura y su caso es instructivo.

Nacido en Baumgarten, cerca de Viena, en 1862, Klimt era hijo de un orfebre y se forjó un nombre gracias a los vastos murales con los que decoró los nuevos edificios de la Ringstrasse, realizados en colaboración con su hermano Ernst. Sin embargo, tras la muerte de éste en 1892, Gustav se retiró durante cinco años, en los cuales al parecer se dedicó a estudiar las obras de James McNeill Whistler, Aubrey Beardsley y Edvard Munch. Klimt no reaparecería hasta 1897, y lo haría con un estilo completamente nuevo. Este nuevo estilo, audaz e intrincado, tenía tres características que lo definían: el delicado uso del pan de oro (empleando una técnica que había aprendido de su padre), la aplicación de pequeños retazos de colores iridiscentes, duros como el esmalte, y un erotismo lánguido, en particular en la representación de figuras femeninas. Las pinturas de Klimt no eran en ningún sentido freudianas: sus mujeres estaban muy lejos de ser neuróticas. En Alemania, más que en cualquier otro lugar, el movimiento por la emancipación de la mujer había estado muy interesado por la emancipación interior, y las figuras de Klimt constituyen una expresión de ello.[3196] Se trata de figuras tranquilas, plácidas y sobre todo lúbricas, que de alguna forma son «vida instintiva congelada en arte», como anotó Hofmannsthal. Al llamar la atención sobre la sensualidad femenina, Klimt estaba subvirtiendo la forma común de pensar en la misma medida en que lo estaba haciendo Freud. He aquí a mujeres que eran capaces de cometer todas las perversiones recogidas en el libro de Richard Krafft Ebing Psychopathia Sexualis, lo que resultaba a la vez tentador y escandaloso. El nuevo estilo de Klimt dividió a Viena de inmediato, pero también se tradujo en un importante encargo de la universidad de la ciudad.

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