Humo

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Ivan Turgueniev » 10

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10

LITVINOV recogió su libro, pero le fue imposible leer. Salió, paseó un poco, escuchó la música, vio jugar, volvió al hotel y trató de nuevo leer, sin conseguirlo. El tiempo se hizo singularmente largo. Llegó a verte Pichtchalkin, el buen juez de paz, que le acompañó durante tres horas.

El visitante habló, discutió, hizo preguntas, abordó, alternativamente, los temas más elevados y los más prácticos, y produjo, en fin de cuentas, tal tedio que Litvinov estuvo a punto de gritar de desesperación. Para engendrar un aburrimiento mortal, glacial, sin salida ni remedio, Pichtchalkin no tenía semejante ni siquiera entre los profundos moralistas conocidos por poseer ese talento en el más alto grado. Sólo el ver su cráneo liso, sus ojos claros e inexpresivos, su nariz tan triste en su regularidad, causaba involuntariamente esplín, y su voz de barítono, lenta, adormecida, parecía creada para enunciar, con peso y medida, sentencias como éstas: «Dos y dos hacen cuatro, y no dos ni tres»; «El agua es húmeda»; «La beneficencia es laudable»; «El crédito es tan indispensable para el Estado como para un simple particular cuando se trata de operaciones financieras».

Y a pesar de eso, era el mejor de los hombres; pero el destino de Rusia es que sus mejores hombres sean inaguantables.

Cuando Pichtchalkin se retiró fue sustituido por Bindasov, el cual pidió descaradamente a Litvinov cien florines. Litvinov los prestó aunque, lejos de interesarse por Bindasov, sintiera hacia él repugnancia, y aunque estuviera convencido de que no volvería a ver aquel dinero, que, ciertamente, no le sobraba.

¿Por qué lo dio entonces?, se preguntará el lector. Tal vez encuentre respuesta a tal pregunta en su propia vida. ¿Cuántas veces cada uno de nosotros ha obrado de semejante manera? Bindasov no se molestó ni siquiera en dar gracias, pidió un gran vaso de Affenthaler (clarete del país) y salió sin enjugarse los labios y martilleando el suelo con sus botas ordinarias. ¡Qué despecho sintió Litvinov al ver la ancha nuca del insolente que se alejaba!

Por la noche, Litvinov recibió carta de Taciana, quien le informaba de que a consecuencia de una indisposición de su tía no podría llegar a Baden hasta pasados cinco o seis días. Aquella carta le causó gran contrariedad y aumentó su malestar. Se acostó temprano, en mala disposición de espíritu.

Al día siguiente, y casi al amanecer, su cuarto se llenó de compatriotas: Bambaev, Vorochilov, Pichtchalkin, dos oficiales, dos estudiantes de Heidelberg. Todos estos visitantes invadieron, a la vez, la habitación, y no se marcharon hasta la hora de la comida, aunque pronto dijeron cuanto tenían que decir, y dejaban traslucir su aburrimiento. No sabían literalmente qué hacer. Comenzaron por hablar de Gubarev, que acababa de regresar a Heildelberg, y con el que deseaban reunirse; luego trataron de filosofía y tocaron la cuestión polaca; después les tocó el turno a la ruleta y a las anécdotas escandalosas; la conversación giró, al cabo, acerca de los hombres notables por su fuerza, su obesidad y su voracidad.

Las más viejas historias aparecieron de nuevo. Se citó al diácono que había sostenido la apuesta de comer, de una vez, treinta y tres arenques; al soldado que rompía sobre su frente un vergajo, y se estableció una competencia para ver quién contaba cosas más sorprendentes. Pichtchalkin mismo dijo, bostezando, que había conocido, en Ucrania, a una campesina que pesaba, el día que murió, más de seiscientas libras, y a un propietario que necesitaba para almorzar devorar tres gansos y un esturión. Bambaev no desperdiciaba ocasión de extasiarse; declaró que él mismo era capaz de comer un cordero entero, con tal que las salsas fueran buenas. Vorochilov comenzó a referir algo tan colosal que todos callaron, se miraron unos a otros, tomaron sus sombreros y se dispersaron.

Al quedarse solo, Litvinov quiso ocuparse en algo, pero su cabeza estaba como llena de vapores; no pudo hacer nada, y perdió todo el resto de la jornada. En la mañana siguiente se disponía a desayunarse, cuando llamaron a su puerta. «¡Dios mío —pensó—, aquí vuelven los amigos de ayer!» Y, no sin emoción, dijo:

—Herein!

La puerta se abrió suavemente y Potuguin penetró en el cuarto. Litvinov se alegró mucho al verle.

—¡Muy amable por venir a visitarme! —dijo Litvinov, estrechando con fuerza la mano de Potuguin, y añadió—: Ya hubiera ido yo en busca de usted, si me hubiera dado su dirección. Deje ahí su sombrero y siéntese, haga el favor.

Potuguin no respondía a esas afectuosas palabras. Permanecía en pie, en medio de la habitación, sonriendo y moviendo la cabeza. La cordial acogida de Litvinov le había conmovido visiblemente, pero también había en la expresión de su rostro algo de cohibido.

—Perdóneme —balbució—. Siempre le veo a usted con placer..., pero en esta ocasión vengo enviado.

—¿Quiere eso decir —comentó Litvinov en tono de reproche— que si no le hubieran enviado no habría venido?

—¡Oh, no!... Pero quizá no me hubiera decidido a molestarle hoy, si no me hubieran rogado que lo hiciera. En suma: tengo un recado para usted.

—¿Puedo saber de quién?

—De una persona a quien usted conoce: de Irene Pavlovna Ratmirov. Le prometió usted, hace tres días, ir a visitarla, y no lo hizo.

Litvinov miró, sorprendido, a Potuguin.

—¿Conoce usted a la señora de Ratmirov?

—Ya lo ve usted.

—¿Y la conoce... íntimamente?

—Hasta cierto punto, soy uno de sus amigos.

Litvinov permaneció un momento pensativo. Luego preguntó:

—¿Sabe usted por qué Irene Pavlovna desea verme?

Potuguin se acercó a la ventana.

—Lo sé —dijo— en parte. Por lo que he podido deducir, se ha alegrado mucho de volver a verle, y quisiera reanudar precedentes relaciones.

—¿Reanudar? —repitió Litvinov—. Excuse mi indiscreción, pero déjeme preguntarle algo más: ¿sabe usted de qué clase eran esas relaciones?

—Lo ignoro, verdaderamente; pero presumo —añadió Potuguin, volviéndose inopinadamente hacia Litvinov, con expresión afectuosa—, presumo que eran excelentes, pues Irene Pavlovna hace de usted grandes elogios y me ha obligado a prometerle que le llevaría a usted a su casa. ¿Vendrá usted?

—¿Cuándo?

—Ahora mismo.

Litvinov dejó caer los brazos con ademán desalentado.

—Irene Pavlovna —siguió hablando Potuguin— supone que aquel..., ¿cómo decirlo?..., aquel medio en el que la vio usted el día pasado no debió de serle muy simpático; pero me ha encargado que le diga que el diablo no es tan negro como lo pintan.

—¡Vaya!... ¿Y esa comparación se aplica especialmente a tal medio?

—Sí..., en general.

—¡Ah!... Pero usted mismo, Sozonthe Ivanovitch, ¿qué opinión tiene acerca del diablo?

—Pienso que no es, en todo caso, como lo describen.

—¿Es mejor?

—Mejor o peor... No es fácil precisar... Pero no es lo que dicen. Bueno; ¿nos vamos?

—Descanse usted primero un poco. He de confesarle que me parece un poco extraño...

—Permítame que le pregunte qué es lo que le parece extraño.

—¿Cómo ha podido usted llegar a ser amigo de Irene Pavlovna?

Potuguin explicó modestamente:

—Dados mi aspecto y mi situación en el mundo, parece, en efecto, inverosímil. Pero ya sabe usted que Shakespeare ha dicho: «Hay muchas cosas en el cielo y sobre la tierra, Horacio, que no ha sospechado vuestra filosofía». Recurramos a una metáfora: he aquí un árbol; no corre un soplo de viento; es imposible que la hoja de la rama inferior toque a la de la rama superior; pero llega la tormenta y todo se confunde, y las dos hojas pueden tocarse.

—¡Ah!... ¿Hubo tormenta?

—¡Ya lo creo! No se puede vivir sin eso. Pero dejémonos de filosofía, que ya es hora de marchar.

Litvinov seguía vacilando.

—¡Señor! —exclamó con cómico gesto—. ¿Cómo son hoy los muchachos? Una mujer encantadora los llama, les envía un mensajero y aún ponen dificultades... ¡Es una vergüenza, una verdadera vergüenza! ¡Tome usted su sombrero, y vorwaerts!, como dicen nuestros amigos los intrépidos alemanes.

Litvinov pasó aún algunos momentos sin decidirse, pero acabó por coger su sombrero y salir con Potuguin.

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