Hotel

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Miércoles » 5

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Había momentos en que debía tomarse una decisión, pensó Peter con tristeza, que uno desearía no haber tenido que afrontar nunca. Siempre que se tomaba, era como si una terrible pesadilla se hubiera vuelto realidad. Aún peor que eso: la propia conciencia, convicciones, integridad y lealtades, se hacían pedazos.

Le había llevado menos de un minuto apreciar en toda su magnitud la situación del vestíbulo, aun cuando las explicaciones continuaban todavía. El prestigioso negro de mediana edad, sentado ahora tranquilamente al lado del escritorio, el indignado doctor Ingram —respetado Presidente del Congreso de Odontólogos— y el ayudante de gerencia, indiferente por completo ahora que le habían quitado de sus hombros la responsabilidad… Éste sólo informaba a Peter de todo lo que necesitaba saber.

Era evidente que de pronto había surgido una crisis, que si no se resolvía con tino, podía causar una explosión mayor.

Advirtió la presencia de dos espectadores: Curtis O’Keefe, cuyo rostro le era familiar a través de las muchas fotografías publicadas, observaba con atención desde una discreta distancia. El segundo espectador era el hombre joven, de hombros anchos y anteojos de gruesa armazón, que vestía pantalones de franela gris con una chaqueta de tweed. Estaba de pie, y tenía a su lado una maleta con muchas etiquetas, en apariencia observando indiferente el vestíbulo y, sin embargo, sin perder detalle de la dramática escena que se desarrollaba en el escritorio del ayudante de gerencia.

El Presidente de la Reunión de Odontólogos se puso de pie en toda su corta estatura, con su rostro redondo y rubicundo, encendido, y los labios apretados, bajo el pelo lacio y canoso.

—Míster McDermott, si usted y su hotel persisten en este increíble insulto, le advierto honradamente que les traerá una serie de problemas —los ojos del diminuto doctor brillaban coléricos, mientras levantaba la voz—. El doctor Nicholas es un miembro altamente distinguido de nuestra profesión. Si usted rehusa alojarlo, permítame decirle que inflige una ofensa personal a mí y a todos los miembros de nuestro congreso.

Peter pensó: «si estuviera al margen y no involucrado, probablemente me alegraría mucho de esto». La realidad le previno: «Estoy involucrado. Mi tarea es sacar en alguna forma esta escena fuera del vestíbulo».

—Tal vez usted y el doctor Nicholas —sugirió, mirando al negro con cortesía—, quieran pasar a mi oficina, donde podríamos hablar de esto con calma.

—¡No, señor! Lo discutiremos aquí mismo. No iremos a ningún oscuro y oculto rincón —el fiero y diminuto doctor apoyó firmemente los pies—. ¡Ahora, veamos…! ¿Va a admitir a mi amigo y colega, el doctor Nicholas, o no?

Las cabezas comenzaban a volverse. Algunas personas se habían detenido en su camino a través del vestíbulo. El hombre con la chaqueta de tweed, todavía simulando desinterés, se había acercado.

Peter McDermott pensó con desmayo: Qué treta del destino lo había colocado en oposición a un hombre como el doctor Ingram, a quien instintivamente admiraba. También era una ironía que ayer Peter hubiera discutido contra la política de Warren Trent, que había creado este incidente. El doctor Ingram, con impaciencia, había preguntado: «¿Va usted a admitir a mi amigo o no?» Por un momento Peter estuvo tentado de contestar que sí… y ¡al demonio con las consecuencias…! Pero sabía que era inútil.

Había ciertas órdenes que podía dar a los recepcionistas, pero admitir a un negro como huésped, no estaba entre ellas. En ese sentido las instrucciones eran firmes, y sólo podrían ser alteradas por el propietario del hotel. Discutirlo con el empleado de la recepción, sólo prolongaría la escena, y al final no se ganaría nada.

—Lamento tanto como usted, doctor Ingram, tener que hacer esto. Por desgracia hay una reglamentación en el hotel, que me impide ofrecer alojamiento al doctor Nicholas. Ojalá pudiera cambiarla, pero no tengo autoridad.

—Quiere decir que una reserva confirmada, no significa nada.

—Significa mucho. Pero hay ciertas cosas que debimos aclarar cuando se registró la convención. Es nuestra la culpa, si no se hizo.

—Si lo hubiera hecho —espetó el diminuto doctor—, la Convención no hubiera venido aquí. Aún más, todavía la puede perder.

El ayudante de gerencia intervino:

—Les ofrecí encontrarles otro alojamiento, míster McDermott.

—¡No nos interesa! —El doctor Ingram se volvió hacia Peter—. McDermott, usted es un hombre joven, y supongo que inteligente. ¿Qué es lo que siente con respecto a lo que está haciendo en este mismo momento?

Peter pensó: «¿Por qué eludirlo?»

—Francamente, doctor —replicó—, rara vez he tenido más vergüenza. —Y agregó para sí mismo, en silencio: «Si tuviera el coraje de una convicción, me marcharía de este hotel», pero la razón arguyó: «Si lo hiciera, ¿qué se lograría?» El doctor Nicholas no conseguiría una habitación, y en cambio se acallaría en forma efectiva el derecho de Peter a levantar una protesta ante Warren Trent, un derecho que había ejercido ayer y que intentaba ejercer otra vez. Por esa sola razón, ¿acaso no era mejor quedarse y hacer, a la larga, lo mejor que se pudiera? Sin embargo, hubiera deseado estar más seguro.

—¡Al diablo, Jim! —Había angustia en la voz del médico más viejo—. No voy a aceptar esto.

—No simularé que no duele —dijo el negro, moviendo la cabeza—, y supongo que mis amigos militantes me dirán que debí luchar más —se encogió de hombros—. Bien mirado, prefiero la investigación. Hay un avión que parte esta tarde para el norte. Trataré de alcanzarlo.

—¿Es que usted no comprende? —El doctor Ingram se dirigía a Peter—. Este hombre es un profesor respetado y un investigador. Tiene que presentar uno de los trabajos más importantes.

Peter pensó con desesperación: «Tiene que haber una salida…»

—No sé… —dijo—, si ustedes quisieran considerar una sugerencia. Si el doctor Nicholas quiere aceptar hospedarse en otro hotel, yo me encargaré de que asista a las reuniones aquí. —Peter comprendió que era temerario lo que hacía. Era difícil asegurarlo, y significaría un encuentro violento con Warren Trent. Pero eso iba a lograrlo o renunciaría.

—¿Y la parte social…, las comidas y almuerzos…? —Los ojos del negro estaban fijos en los suyos.

Peter negó con la cabeza. Era inútil prometer lo que no podría cumplir.

El doctor Nicholas se encogió de hombros. Su rostro se endureció.

—No tendría sentido, doctor Ingram; le mandaré por correo mis trabajos para que puedan circular. Hay algunas cosas que le van a interesar.

—Jim… —el diminuto hombre canoso estaba muy perturbado—. Jim, no sé qué decirte, salvo que aún no se ha dicho la última palabra en este asunto. —El doctor Nicholas se volvió para tomar su maleta.

—Buscaré un botones —dijo Peter.

—¡No! —el doctor Ingram lo apartó—. Llevar esta maleta es un privilegio que me reservo.

—Excúsenme, caballeros —era la voz del hombre con la chaqueta de tweed y anteojos. Al darse vuelta, se escuchó el obturador de una máquina fotográfica—. Ha sido una buena toma —dijo—, tomaré una más. —Miró a través del dispositivo de una «Rolleiflex», y el obturador volvió a funcionar. Bajando la cámara comentó—: Estas películas rápidas son extraordinarias. Hasta hace poco tiempo hubiera necesitado un flash para tomar estas fotos.

—¿Quién es usted? —preguntó Peter McDermott con voz tajante.

—Qué quiere saber: ¿quién soy o qué soy?

—Como sea, esto es propiedad privada. El hotel…

—¡Oh, vamos! ¡Dejemos de lado esa vieja historia! —El fotógrafo estaba ajusfando su cámara. Levantó los ojos mientras Peter daba un paso adelante, hacia él—. Y yo de usted, no intentaría nada. Su hotel va a oler muy mal cuando yo termine con este asunto, y si quiere añadir el mal trato a un fotógrafo, ¡hágalo! —Se sonreía, mientras Peter titubeaba—. Diría que usted piensa con rapidez.

—¿Es usted periodista? —preguntó el doctor Ingram.

—Buena pregunta, doctor. —El hombre de los anteojos se sonrió—. Algunas veces mi editor dice que no, aunque me parece que hoy no opinará así, y menos, cuando reciba esta pequeña joya obtenida en mis vacaciones.

—¿De qué diario? —preguntó Peter. Esperaba que se tratara de uno insignificante.

New York Herald Trib.

—Bien —el presidente de los dentistas asintió con aprobación—. Ellos harán el trabajo importante. Espero que haya visto lo que ocurrió.

—Puedo asegurarle que lo vi todo —dijo el periodista—. Necesitaré que me dé algunos detalles; así podré escribir correctamente los nombres. Primero, creo, me gustaría otra instantánea fuera… usted y el otro doctor, juntos.

El doctor Ingram tomó del brazo a su colega negro.

—Es la forma de luchar contra estas cosas, Jim. Sacaremos a relucir el nombre de este hotel en todos los diarios del país.

—Está en lo cierto —convino el periodista—. Los servicios telegráficos se encargarán de eso; mis fotografías también, me imagino.

El doctor Nicholas asintió con lentitud.

No había nada que hacer, pensó Peter, ceñudo. Absolutamente nada que hacer. Advirtió que Curtis O’Keefe había desaparecido.

Mientras los otros se alejaban, el doctor Ingram decía:

—Me gustaría hacer esto muy rápido. Tan pronto tenga las fotografías, trataré de sacar nuestra convención de este hotel. La única manera es golpear a la gente donde lo siente más… financieramente… —Su voz clara y franca se alejó por el vestíbulo.

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